Capítulo 11
¿CUALES ERAN LOS DESCUBRIMIENTOS DEL VIEJO PROFESOR?
—Haz callar al viejo —exigió Guevara a uno de los nativos.
—¡Aguarda! —dijo Víctor—. Todavía no nos ha dicho lo que queremos saber y no está para trotes. Es más terco que una mula.
Luego se enfrentó al inca, que había vuelto a su abatimiento anterior, diciendo:
—Sabemos que usted lleva muchos años haciendo investigaciones en esta región. El material que guarda aquí lo demuestra.
Los atónitos «Jaguares» descubrieron picos, azadones, palas, palancas, cables y poleas.
—¿Ha estado utilizando todo esto, verdad? —preguntó Víctor al viejo.
—Baja la cabeza para hablar al hijo del Sol —exigió el anciano.
—Déjese de comedias. Habrá podido engañar durante muchos años a las gentes de esta comarca, pero no a nosotros. Sepa que si no habla por las buenas, hablará por las malas.
Juan Guevara consultaba su reloj.
—Es muy tarde —dijo—. Y todavía no ha llegado la hora de inquietar a Susy. Tendremos que volver.
—Cora se habrá encargado de entretenerla. De todas formas, esto nos obliga a precipitarnos. Mañana mismo tendremos que levantar el vuelo con todo resuelto.
—Oiga, ¿podemos saber qué es lo que tienen que resolver? —preguntó Héctor.
—¿Y a ti qué te importa? —replicó Juan.
Su compinche masculló que daba igual.
—No pueden escapar. Supongo que a estos entrometidos no les servirá de alegría el pensamiento de que vamos a sacarle a la solterona un bonito rescate por todos ellos. Si lo «otro» no da resultado; no habremos perdido el tiempo.
—Lo «otro» dará resultado; tiene que darlo. Vamos, esta noche tenemos que ultimarlo todo y empieza a oscurecer.
Los dos hombres se aproximaron al inca y los nativos les siguieron. Uno de ellos dijo:
—Yo creo que el viejo, efectivamente, está loco. Tiene ratos más lúcidos, en que se expresa razonablemente, pero está loco. Si hubiera hallado los tesoros no viviría miserablemente de la leche del guanaco, ni pasaría frío en su choza.
—Opino lo mismo —dijo el otro—. Hace años que se encuentra en este estado, pero lo que nosotros queremos es la pasta. Les hemos servido tal como pretendían. Si las cosas han salido mal, la culpa no es nuestra.
—Mañana cobraréis lo prometido —dijo Guevara.
—Oiga, ¿quién nos asegura que no se largarán con la pasta de esa señora, dejándonos aquí a todos?
Con gesto impaciente, Víctor farfulló:
—Eres un perfecto imbécil, Andrés. Pero si desconfías, no se me ocurre qué hacer.
—Pues si en este mismo momento no tenemos seguridades, el trato se ha terminado —zanjó el llamado Andrés.
Entonces Juan Guevara trató de conciliar los intereses de todos.
—Tratemos una vez más de hacer hablar al viejo y luego decidiremos.
—Ya lo hemos intentado, sin resultado: le hemos vigilado, amenazado… según sus escritos, él ha visto todo el oro que Atahualpa ofreció por su rescate a Pizarro, una habitación tan grande como una catedral —puntualizó Víctor—, pero ahora repite que no lo recuerda. Puede que sea verdad, si efectivamente ha perdido la razón.
—Hay algo cierto: ese oro, si realmente existe, tiene que encontrarse en esta zona. No es seguro que Manco, cuando se hizo fuerte en estas montañas, llegase hasta Machu Picchu. Pudo quedarse por aquí, donde estaría el oro guardado. Y Manco, no lo olvidemos, debía entregar el rescate.
—Pero lo que en verdad hizo fue ponerse a salvo —dijo Guevara—. En realidad, todo son conjeturas. Quizá hemos sido unos ilusos.
—Bien, presionemos al viejo una vez más. Si no resulta, nos queda lo otro. Vosotros dos —dijo dirigiéndose a Andrés—, en cualquier caso, no saldréis perjudicados. Os lo hemos prometido.
«Los Jaguares», dominados por el pánico, pero interesados a pesar de todo en los tejemanejes de aquellos bandidos, no perdían palabra. Cierto que también maquinaban el modo de liberarse y escapar de ellos. Héctor, con los ojos, les estaba diciendo a las chicas y Oscar que emprendieran la huida a la primera ocasión. Así que Sara, empujando a los otros, iba poco a poco marchando en dirección a la grieta que daba entrada al anfiteatro.
Y mientras tanto, Víctor, tomando al inca por los hombros, le zarandeaba a placer:
—Viejo, vas a decirnos inmediatamente lo que deseamos saber. Te has pasado la vida en esta montaña realizando excavaciones y sabes más de lo que dices.
—¡Deje a ese hombre, salvaje! —exigió Héctor—. ¿No le da vergüenza tratar así a un pobre anciano?
—¡Buen tunante está hecho este pobre anciano! Loco o no loco, quiere el oro de los incas para él solo, y debe de ser mucho.
—Aunque sus fantasías se hicieran realidad —añadió Héctor—, ese oro y todos los objetos que se hallaren no serían suyos, sino del Gobierno del Perú. No es el oro lo que tendría valor, sino los objetos históricos como tales. Y ésos, se lo aseguro, y a poco que yo pueda, irían a parar al Museo que tiene derecho a exhibirlos como un tesoro cultural para toda la Humanidad.
—¡Calla ya la boca o te la cerraré yo! —amenazó Víctor—. Por otra parte, tus palabras no sirven de nada aquí. Las únicas importantes son las del viejo.
De nuevo volvía a amedrentar al inca, que negaba siempre cualquier conocimiento sobre los tesoros del Imperio incaico. Durante un cuarto de hora, Víctor estuvo amedrentando al anciano y zarandeándolo, a pesar de los improperios de Héctor y Raúl, mientras Julio permanecía en silencio, quizá por comprender que con aquellos rufianes los buenos modos estaban de más.
Por fin, como no pudieran arrancarle palabra y el hombre apareciese cada vez más débil, le dejaron por imposible.
Los nativos volvieron a la carga sobre la percepción del dinero que se les había prometido y Juan Guevara optó por conformarles.
—Podemos hacer lo siguiente: uno de vosotros se quedará aquí custodiando a los prisioneros y el otro puede acompañarnos y tenernos vigilados. No diréis que dejamos de ponernos en razón.
Los peruanos estuvieron cuchicheando en un aparte y por fin, acercándose a los invitados de tía Susy, aceptaron el plan.
En aquel momento, Sara, Verónica y Oscar llegaban a la salida.
—¡Cuidado! —gritó Víctor en dirección a Andrés—. Retén a esos malditos chicos o nos denunciarán.
El nativo, con un par de pasos, enarboló el látigo y fue a dejarlo caer en torno a los tobillos de Sara, que cayó violentamente al suelo. Verónica tropezó con su cuerpo y Oscar caía sobre ella, formando los tres un confuso montón.
Unos segundos más tarde, se encontraban tan amarrados como «Los Jaguares» restantes. Los dos hombres y uno de los nativos se marcharon, dejando a Andrés con su látigo al cuidado de los prisioneros.
Nadie sabía por dónde andaban Petra y León que, asustados, debían de haberse escondido. Eso sí, cuando Andrés encendió una hoguera, salieron tímidamente de su escondite, tratando de beneficiarse del fuego.
—¡Nos hemos lucido con estas fabulosas vacaciones! —exclamó Oscar—. Vosotros, los mayorones, siempre estáis dándooslas de sabios y os habéis dejado engañar por Víctor y Guevara y la llorona de Cora.
En la oscuridad, su voz sonaba extraña. Si no estaba llorando le faltaba poco.
—Yo me conformaría con acercarme al fuego —expuso Verónica—. Estoy helada.
—Esos señores me han encargado que no corte las ligaduras de ustedes —dijo Andrés, quizá en el fondo un poco avergonzado de lo que estaba ocurriendo.
—Amigo, es lo más cuerdo que podía hacer. Desde ahora le aseguro que esos rufianes no les darán lo prometido, mientras que nosotros le recompensaríamos adecuadamente por devolvernos la libertad —dijo Julio.
Las chicas sintieron de pronto una gran esperanza. Con sus aires de Creso, Julio arreglaba tan maravillosamente bien las cuestiones de dinero…
—No gastes tontamente saliva —cortó Andrés—. Si ustedes estuvieran en libertad, lo primero que harían sería ir a denunciarnos a la Policía. Los otros, aunque no son de fiar, no pueden hacerlo y eso es una ventaja que tienen a su favor.
El inca se había hecho un ovillo y parecía dormir. Julio le preguntó:
—¿Se encuentra bien, señor Dávila?
—¿Eh, qué? —preguntó, con un respingo.
—Usted es José Dávila, un profesor de Historia especializado en cultura incaica. Usted llegó al Perú en 1912, pero se perdió su pista al poco de llegar al país. Sin embargo, parece que usted, calladamente, prosiguió sus indagaciones.
—José Dávila… me suena ese nombre… me suena…
—Es su nombre —puntualizó Héctor.
—Pero… ¡yo soy el último inca!
—Antes de serlo era el profesor Dávila —insistió el jefe de «Los Jaguares»—. No tiene nada que temer de nosotros, profesor. Sólo deseamos ayudarle.
Se escuchó la risa irónica de Andrés y la respuesta del viejo, repitiendo obsesivamente su identidad como el último de los hijos del Sol.
Temiendo lo peor, cansada, con frío, asustada, Sara dio rienda suelta a su disgusto:
—¡Habéis estado guardando en secreto los descubrimientos a que os ha llevado el trabajo que todos realizamos en Cuzco. Y ¿para qué? Me importan un comino todos ellos. No quiero más que llegar a casa cuanto antes, a casa, ¿lo habéis oído? Ahora mismo, si los tuviera, le entregaría a ese individuo todos los tesoros escondidos de los incas.
—Vamos, Sara, cálmate. Estamos atravesando un mal trago, es cierto, pero no hay que ver las cosas con pesimismo —dijo Héctor.
—Si tía Susy puede sacarnos de esto con dinero, no lo regateará —intervino Julio—. A esos individuos lo único que les interesa es el dinero. Pero si yo pudiera chafarles el plan… ¡Los muy…!
Héctor debía sentir curiosidad respecto a algunas cosas, porque se encaró con el nativo:
—Dígame, ¿qué han estado haciendo últimamente? Quizá proseguir las excavaciones comenzadas por ese anciano, ¿no? Deben estar bien provistos de material para sus trabajos, puesto que llevan en el bolsillo calculadoras… Y tenían un plano que Petra robó.
Como la respuesta del hombre no llegase, Héctor añadió:
—¿Dónde está el compinche de ustedes que nos azuzó sus llamas en el barranco?
—Ese no es compinche nuestro. Es un tipo que se dedica a cuidar rebaños por estos contornos y que tiene en mucha estima a ese viejo. A lo mejor fue el viejo quien lo envió para asustarles y que no anduvieran metiendo las naricitas en su casa y sus trabajos.
—¿Y dónde está ahora? —preguntó Julio.
—El dueño de los ganados le envió con un lote de reses más allá de Cuzco, así que no esperen que venga a liberar al viejo, al que es tan afecto, y de paso, a ustedes.
—Pero ¿el viejo está loco o no está loco? —quiso saber Héctor.
—¡Hum…! Yo creo que las dos cosas. A ratos no y a ratos sí. Puede que la soledad le haya afectado.
Pasaban las horas. El anciano prisionero, envuelto en su poncho, parecía dormitar. «Los Jaguares» observaron que, de vez en cuando, su carcelero dejaba caer la cabeza sobre el pecho, como si el sueño le venciera. Su figura, a la luz de la hoguera, parecía teñida de fulgores siniestros.
Todos habían estado forcejeando hasta hacerse daño para aflojar sus ligaduras, aunque sin conseguirlo. Pero mientras el pequeño y friolero León gemía junto a la hoguera, Petra, efectiva, rumiaba las ligaduras que sujetaban a Raúl a su bloque de piedra. A espaldas del muchacho, no resultaba visible desde el lugar donde Andrés se encontraba.
Nadie le había indicado a Petra a quién debía liberar en primer lugar. La elección la había hecho sólita, sin duda porque sentía un gran respeto por los músculos de Raúl.
Este continuó en la misma postura cuando sus ligaduras cayeron al suelo. Entonces Petra corrió a espaldas de Héctor y, pacientemente, repitió allí el mismo trabajo.
Bajo un cielo encapotado, la noche no podía ser más impresionante, más negra y tétrica, más frío el viento que les llegaba de cumbres andinas coronadas de nieve.
Héctor, con un ligero movimiento de cabeza, intentaba infundir confianza a las chicas y Oscar, que parecían próximos al desaliento. ¿Sabrían ver su gesto y comprenderlo a la leve claridad de la hoguera?
Estaba ya muy avanzada la noche cuando Petra, sin ruido, fue a situarse a espaldas de Julio. Raúl miraba a Héctor como preguntando: «¿Ha llegado la hora?»
Y sí que urgía moverse, pues el frío les tenía paralizados. No obstante, Héctor negó: debían de aguardar a que también Julio se hallase en libertad, porque no podían arriesgarse a un fracaso.