Capítulo 1

EL LARGO VIAJE DE «LOS JAGUARES»

Había sucedido algo maravilloso y, aunque estaban ya palpando las consecuencias, «Los Jaguares» no podían creer en lo inmenso de su suerte. ¡Ir al Perú…!

Hasta entonces ellos habían pensado en el Perú como en un país fabuloso que, de puro fabuloso, parecía como si no existiera, al menos para algunos de «Los Jaguares». Pero los Medina, Julio y Oscar, los dos hermanos de la pandilla que vivían corrientemente en Madrid y solían visitar cualquier lugar del mundo como hijos de un importante diplomático, lo habían hecho posible.

Estando próximo a finalizar el curso, Julio se había encargado de organizado todo. Puesto que él y su hermano iban a pasar un mes en una casita campestre de la legión de Cuzco, en compañía de su tía Susy, el resto de «Los Jaguares» podían ir a reunirse con ellos.

En un principio, los otros «Jaguares», los que no eran hijos de diplomático, pensaron en la invitación como en una de sus muchas fantasías, pero unos flamantes pasajes de avión que incluían la travesía hasta la orilla opuesta del Atlántico, con salto final de uno al otro lado del continente americano, fueron el «sésamo ábrete» de aquella especie de milagro.

Tía Susy debía ser una señora muy simpática y generosa que no sabía qué hacer con su dinero (y un poco ida, según Oscar), pero lo último no había hecho mella en Sara, Verónica, Héctor y Raúl. Hubiera estado para la camisa de fuerza y seguiría representando para ellos el papel de rey mago camuflado bajo el exterior de una alegre solterona.

Al descender del avión en el aeropuerto de Limatambo, en la capital del Perú, el sueño se convertía en feliz realidad.

Entre el público que esperaba la llegada del avión, la cabeza de Julio destacaba visiblemente. Verónica dijo:

—Oscar también estará, seguro; pero, como es tan pequeño, no podemos verlo desde aquí.

Se había equivocado. Oscar, el «pegote», no se hallaba junto a su hermano, pero sí estaba una señora rubia, menudita, no muy alta, que se agitaba inquieta.

Tuvieron que esperar, conteniendo su impaciencia, a cumplir los trámites aduaneros antes de que pudieran agruparse. Julio, con aire satisfecho, fue presentando a sus amigos a la señora rubia.

—Me siento feliz, chicos, y os ruego que no seáis ceremoniosos conmigo si hemos de ser amigos, y yo no deseo otra cosa. Por cierto, estoy aguardando a otros invitados… ¡Ah, allí están!

Se dirigió precipitadamente hacia un matrimonio y un tercer individuo que habían hecho la última parte del viaje en el mismo reactor que «Los Jaguares». Verónica trató de satisfacer su curiosidad en cierto punto:

—¿Y Oscar? —preguntó.

—¡Oh, está tan ocupado…! Eso sí, le ilusiona mucho vuestra llegada.

La ocupación de Oscar intrigaba bastante a los recién llegados, aunque no tenían tiempo de seguir ocupándose de él porque había llegado el momento de rescatar a Petra, la ardilla de Sara, que había viajado en el mismo reactor, aunque en otro compartimento y dentro de una jaula. Para ello tuvieron que presentar toda la documentación correspondiente a la ardilla, más numerosa y engorrosa que la de ellos mismos.

Petra hizo gala del humor más negro, dentro de su jaula. Sin duda se hallaba fatigada del largo viaje, pero debían ser los barrotes quienes la habían puesto en aquel estado de excitación. Tras un largo chillido capaz de ensordecer a cualquiera, levantó su carita de mico para contemplar a Julio con tal rencor, que éste murmuró:

—Me temo que voy a ser objeto de represalias por parte de Petra.

Petra levantó una patita, se dio la vuelta trabajosamente dentro de los estrechos límites de su jaula y, ostensiblemente, mostró su espinazo al autor de la invitación.

—¡Viene buena! —exclamó el muchacho.

Sara era la única que se ocupaba de la ardilla, tratando de calmarla. Los demás eran tan felices…

—¿Seguro que aquí es invierno? —preguntó Verónica—. La temperatura es deliciosa.

—En Lima no hay invierno —explicó Julio—, pero espera a encontrarte en Cuzco. Te vas a helar de frío, a pesar de hallarse situado entre la línea ecuatoriana y el trópico de Capricornio.

Raúl no había podido abrir los labios apenas. Para él todo aquello era tan extraordinario, tan inusitado, que movía la cabeza sin decir nada, brillantes los ojos de dicha.

—¿Cómo haremos el viaje hasta Cuzco? —preguntó Héctor a su anfitrión.

—En avión. Sale dentro de media hora. Os propongo acercarnos a la barra para reponer fuerzas. Tenemos por delante dos horas de vuelo, así que llegaremos a Cuzco al atardecer.

—¡Pobre Petra…! —suspiró Sara.

«Los Jaguares» lo miraban todo, aunque un aeropuerto nunca se diferencia mucho de otro. De pronto, Julio abordó una nueva cuestión:

—«Jaguares», supongo que podréis soportar a los amigos de mi tía. Ellos vienen también.

—¡Oh, claro! —por fin Raúl lograba ser coherente—. Parecen muy agradables.

—Tía Susy tiene amigos en todas las partes del mundo, pero me temo que algunos abusan de su bondad —expuso Julio, mientras introducía unas avellanas por los barrotes de la jaula.

Petra no se dignó mirarlas ni tocarlas. Pero bajo la poblada borla de su cola, sus ojillos maliciosos seguían los movimientos del muchacho. Cuando se aseguró de que él no la miraba, se apresuró a triscarlas y despacharlas con tanta rapidez que Héctor, pendiente de sus andanzas, no pudo contener la risa.

Cuando poco después se disponían a salir nuevamente a la pista, tía Susy les presentó a sus amigos, Juan y Cora Guevara.

—¡Qué niñas tan lindas! —dijo ella, con acento lánguido, sin mirarlas apenas.

—Hola, muchachos —saludó su marido, estrechando por turno la mano de «Los Jaguares».

El tercer individuo se llamaba Víctor Fuentes y parecía sacado del ring. Todo él era músculo y su cara ancha y afable exhibía una aplastada nariz. Palmeó la espalda de los muchachos y hasta la de las chicas con tanta contundencia que tuvieron que afirmarse bien en los talones para no salir despedidos.

—Víctor, no me los mates —bromeó tía Susy.

De pronto, Cora Guevara lanzó un grito, mientras su índice señalaba en una determinada dirección.

—¿Qué es «eso»?

—Es mi ardillita —explicó Sara—. No se preocupe porque no muerde ni nada de eso.

—Yo no me fiaría…

Sara cuchicheó para Raúl:

—Esta señora me va a causar muchas molestias. Petra ya la ha fichado.

Pero Raúl, que veía la vida bajo su aspecto más rosáceo, no creía que Petra se hubiera enterado del disgusto que le producía a la lánguida señora.

«Los Jaguares» se acomodaron en la parte delantera del avión, mientras tía Susy y sus amigos lo hacían en los asientos posteriores.

—Yo quiero ver los Andes —dijo Verónica, tomando carrerilla para adueñarse del asiento de ventanilla.

—Cabeza hueca —se burló Julio—, durante el vuelo no vas a ver nada; sobrevolaremos altitudes de siete mil metros y más, de modo que nuestra altura nos situará en las nubes.

—Gafe —protestó ella—. Has de saber que pienso abrir bien los ojos.

El alto muchacho sabía lo que estaba diciendo y pronto volaban entre nubes que parecían masas de algodón sucio. Verónica se consoló ante la promesa de Julio de visitar Machu Picchu, la famosa ciudad en ruinas construida antes de la conquista y que debió albergar personajes de la dinastía Inca.

No obstante, se sintieron deslumbrados cuando próximos al aeropuerto de Cuzco el avión perdió altura y pudieron divisar cumbres andinas cubiertas de nieve.

—Cuando le escriba a mamá todo lo que nos está pasando… —repetía Sara.

—Todavía «no» nos está pasando nada —le recordó Héctor.

—¿Te parece poco, tener a nuestros pies la antigua capital del Imperio Incaico? —intervino Raúl.

—Un consejo —dijo Julio, mirando a sus amigos—, en cuanto acerquen la escalerilla de desembarco, poneos toda la ropa que llevéis a mano.

Y empezó por dar ejemplo, enfundándose en la abrigada cazadora que hasta entonces había llevado en la mano.

Efectivamente, un viento helado les azotó el rostro en cuanto asomaron la cara fuera de la nave; frío natural, puesto que a pesar de su enclave en zona tórrida, Cuzco se asienta a casi tres mil quinientos metros de altitud.

—La casa de tía Susy está en pleno campo al pie de la montaña, pero a poco más de mil metros —explicó Julio.

En el aeropuerto les aguardaba un chófer uniformado llevando en los brazos varios ponchos de vicuña, bonitamente trabajados, que los viajeros aceptaron con gratitud.

Todos en grupo se trasladaron a un autobús pequeño, charlando sin cesar, mientras el mecánico se ocupaba de recoger los equipajes y trasladarlos al vehículo. Por supuesto, Sara se hizo cargo de su ardilla, que continuaba de lo más enfurruñada.

—Puede que le afecte la altura —dijo Raúl.

Julio replicó que ya se acostumbraría. Los primeros días era normal notar cierta pesadez al respirar, pero no debían de preocuparse.

En realidad, lo que atormentaba a Petra era su jaula, ya que en cuanto Sara le abrió la puertecilla recobró su vivacidad, mirando a todos y a todo con su curiosidad al rojo vivo.

—Pronto verás a Oscar, pequeñina —le dijo Sara.

La ardilla brincó, porque siempre había demostrado mucho afecto al menor de los costarricenses.

—Hoy no vamos a ver apenas nada de Cuzco —les dijo Julio—, pero podremos volver mañana o pasado y curiosear a placer. Es una ciudad muy interesante, ya lo veréis. En cuanto al lugar al cual vamos, apenas he tenido tiempo de ambientarme, pues llegamos ayer.

El vehículo se puso en marcha, rodeando la ciudad.

—Mirad a la derecha, muchachos —dijo tía Susy—, la construcción que veis sobre el cerro que domina Cuzco es la fortaleza de Sacsahuamán. Se halla casi intacta, a pesar de los siglos de existencia que tiene.

Todos se dejaban los ojos contemplando aquel fabuloso conjunto de construcciones formado por ingentes masas de piedra. Ante una especie de anfiteatro, pastores ataviados a la manera típica de las regiones andinas del Perú cuidaban de un rebaño de alpacas.

Siguieron por una carretera que bajaba hacia el río Urubamba y al rato emprendieron la ascensión por un camino estrecho, no muy bueno, que conducía a la casa de campo alquilada por la tía de Julio. Pasada media hora, estaban en ella. Para entonces las sombras de la noche apenas permitían apreciar el conjunto.

Oscar les aguardaba en el portalón, con algo sobre el hombro. Su aspecto era el de una persona satisfecha que se dispone a proporcionar una mayúscula sorpresa.

Héctor, que se había apeado de un salto para ayudar a las señoras, se le quedó mirando, mientras preguntaba:

—¿Qué es eso?

Se refería a lo que Oscar llevaba en el hombro.

—Es mi amigo León —explicó el chico.

Antes de que los otros pudieran entenderle, Petra había saltado sobre el hombre de Oscar y desplazado de su lugar lo que Héctor había designado como «eso».

Sobre el suelo, una bola se movía y rebullía dejando escapar agudos chillidos. Petra, desde el hombro de Oscar, la contemplaba con desdén. El chico la amonestó:

—Eres mala, Petra; mira lo que has hecho con mi pobre León —luego tendió su mano al llamado León—. Ven, no te asustes, tienes que ser amigo de esta descarada.

Los recién llegados, incluidos los amigos de tía Susy, contemplaban la escena con curiosidad. León, naturalmente, tenía que ser un ser vivo, para gemir y moverse de aquella manera. Inesperadamente, saltó al hombro de Oscar y desplazó a la ardilla, que fue a dar en el suelo. Pero Petra, que sabía luchar por sus derechos, volvía a saltar al hombro del chico, derribando por segunda vez a León, cuyos gemidos se hicieron más estridentes.

—¡Quieta, Petra! —exigió Sara, corriendo a tomar a la incordiante ardilla con manos firmes, en evitación de que la lucha por la posición de la trinchera que era el hombro de Oscar prosiguiera.

Entonces todos alargaron el cuello para descubrir la identidad de León, cosa no demasiado fácil a primera vista. Quizá tuviera el tamaño de un gatito, pero llevaba puesto una especie de traje de lana atado con varias cintas en torno a su cuerpo y una bufanda tan larga que una de las puntas casi llegaba al suelo, sobrepasando la cola de León, que era bastante crecida. Tenía la cabeza cubierta por un gorro de punto rematado en pompón, que casi le cubría los ojos. Bajo el gorro escapaba una melenita clara. Unos pantalones amplios y tan largos que le cubrían los pies, completaban el atuendo de aquel extraño ser.

Un gesticulante morrito aparecía bajo el gorro.

—¡Ya sé! ¡Es un gatito! —dijo triunfalmente Verónica.

Víctor Fuentes reía con sonoras carcajadas.

—No linda, no; es un monito. Sabes poco de Zoología.

—¡Bah! —se le escapó a Sara—. ¿Y de qué va disfrazado?

Oscar se apresuró a explicar que no iba disfrazado de nada. Le había procurado aquella ropa porque era muy friolero.

—Lo hemos traído desde Bolivia. Me lo regaló tía Susy —explicó Oscar—; ahora lo estoy domesticando. Vais a quedaros tontos cuando veáis lo listo que es.

—Parece muy quejica… —opuso Sara—. No comprendo por qué le has bautizado tan desastrosamente mal.

—Precisamente este nombre va a darle mucha confianza —explicó su dueño—. No era cosa de llamarle Ti tí, que se lo crea y se pase la vida con complejo de inferioridad.

—Amigo, el nombre no hace al animal y por mucho que te lo propongas, ese mono seguirá siendo un tití, una de las varias especies propias del centro y Sur de América —añadía Víctor.

—¡Haré de él un bravo! —desafió Oscar.

Petra saltaba en torno a ambos, estudiando a su enemigo. De pronto, tiró de la punta de la bufanda y, con una carrerilla, se fue al extremo del zaguán, donde se la colocó en torno a su cuello con ademanes tan pomposos que nadie podía evitar la risa.

—¡Ah, Susy, querida! —exclamó la lánguida Cora—. Mucho me temo que vas a convertir tu casa en un zoológico…

—Los animales son muy divertidos y fieles, si se les trata bien —replicó la aludida.

Dos sirvientas nativas, todo sonrisas, acudieron a hacerse cargo del equipaje de los viajeros. Sara se apresuró a retener a Petra, por si acaso recordaba la existencia de León y hacía alguna travesura.