Capítulo 3

EL ULTIMO EMPERADOR INCA

Como descubridora de las piedras trabajadas a cincel, Sara deseaba que fueran importantes y no piedras perdidas a lo largo y ancho de la región. Moviendo contundentemente la cabeza, declaró:

—Estas piedras no son como las demás piedras. No sé cuánto tiempo hará de ello, pero alguien, que las ha trabajado, se ha cuidado de fijarlas al suelo y eso siempre tiene un significado. Por ejemplo, ¿no pueden indicar una determinada dirección, señalar un lugar?

Sus declaraciones sólo fueron bien acogidas por Oscar, tan amigo de tremendismos.

—¡Viva Sara! Estoy con ella y os aseguro que, si seguimos buscando, haremos un descubrimiento sensacional. Anoche el señor Guevara le decía a tía Susy que toda la región del Cuzco era muy prometedora arqueológicamente y que estaba sin trabajar.

—Mira, mico, no calientes los cascos de «Los Jaguares», ya de por sí bastante hirvientes —dijo su hermano.

—Realmente, yo no le veo importancia —aceptó Raúl—. Tengo unos tíos en una aldea perdida de Castilla y también te encuentras a cada paso piedras interesantísimas. ¡Cielos, qué debilidad siento! Esto de trepar abre el apetito. ¿Y si comiéramos?

Aceptaron la sugerencia, empezando por contabilizar lo que llevaban en las mochilas y tomando asiento en un calvero que previamente limpiaron de cascotes.

León y Petra se enzarzaron a cuenta de la comida. Se hacían la competencia como ladrones y continuamente se hurtaban los cacahuetes y los plátanos. La batalla se desarrollaba entre chillidos estremecedores.

—O les ponemos bozal a esta pareja o nos volverán locos —apuntó Héctor.

Inmediatamente la ardilla quedaba reducida al silencio. El tití la imitó.

—Parece como si fuéramos los únicos habitantes del mundo. Aquí no existen los problemas, ni la lucha por la existencia. ¡Vaya unas vacaciones más tranquilas! —comentó Raúl, mientras alargaba la mano hacia la segunda chuleta.

—Tía Susy suele planear sus vacaciones a base de darse la gran paliza yendo de un lugar a otro —explicó Julio—, pero se ve que, por esta vez, ha decidido descansar. Y lo cierto es que no sé cómo se le ocurrió alquilar esa casa de campo, puesto que desconocía la región.

—Es rarísimo en tía Susy —confirmó su hermano.

El mayor acomodó mejor su espalda sobre un arbusto. Tenía bajo él la hierba más mullida del pelado calvero. Como era habitual, velaba por su comodidad.

—Bueno, estamos aquí y eso es soberbio. Creo que cuando estamos juntos nos sentimos mejor, más satisfechos y, bueno, no se me ocurre cómo expresarlo —dijo Raúl, alargando la mano hacia una hermosa manzana roja.

—No te falta razón —aceptó Héctor—. Es como si en nuestras mentes se estableciera un circuito que nos enriquece, ya que nos proporciona la facultad de ver las cosas y las situaciones en aspectos que, aisladamente, nos pasan desapercibidos.

Tras los cristales de las gafas, los ojos de Sara chisporroteaban.

—¡Ay, cómo hablas! Es justo lo que yo pienso, pero no lo sé expresar.

Oscar tenía que aprovechar la ocasión para tirarse un cuarto a espadas.

—Los seres humanos, ya se sabe, necesitamos comunicarnos.

—¡Calla, mico! No te embales o nos pondrás en fuga.

Tras el largo descanso, reemprendieron la marcha. El atractivo de un picacho les sedujo. Sus paredes lisas no invitaban a la escalada, pero les parecía atractivo rodearlo por la base y descubrir el panorama desde el lado opuesto y se decidieron.

No fue el paisaje el que les dejó en los primeros momentos clavados en el sitio y paralizados por la sorpresa, sino el que alguien viviera en plena zona desértica. Un penacho de humo coronaba las ruinas de una casa.

Habían cubierto la mitad de la distancia hasta ella cuando comprendieron que las ruinas debían serlo de una gran casa y que sólo una de las partes de la misma tenía techo; un techo de paja que no preservaría mucho contra la intemperie.

—Será interesante conocer a un nativo. Vamos allá —decidió Julio.

Tras una pared de piedras, descubrieron un guanaco rumiando unos hierbajos. La habitación con techo se hallaba junto a la hilera de piedras. Una tela de colores cubría el hueco de entrada.

—¿Hay alguien ahí? ¿Se puede pasar? —preguntó Julio.

No obtuvo respuesta. Los demás seguían a la espera, silenciosos. Petra había corrido a esconderse entre unas matas y el tití, que era su remedo, la imitó.

—Buenas tardes… ¿podemos pasar?

Como la respuesta no llegase, Julio levantó la tela y entró. Los demás se dispusieron a seguirle. En el mismo instante, un palo cayó sobre el hombro de Julio y Héctor, que iba tras él, apartó aquel palo, manejado por una mano airada.

En realidad era sencillo. El hombre que lo enarbolaba, un viejecito escuálido, todo huesos, con los ojillos entrecerrados, daba la impresión de ser el más caduco de los seres humanos.

—Debe ser el viejo de Rosita —susurró Oscar para los suyos—. El que tiene más de quinientos años…

—¿Quién habla ahí? ¿Quién pretende atacar al último de los incas? ¿Quién osa hacerle la guerra al hijo del emperador Manco? ¿Es ese forastero, Pizarro, que llega otra vez? ¡El inca no doblará la rodilla ante él!

Verónica y Sara se miraron con terror. Estaban ante un loco y ambas mostraban claras intenciones de huir.

—Amigo —dijo Julio, frotándose el hombro—, venimos en son de paz y no tenemos intención de hacerle daño.

—Los extranjeros tienen mentirosa la lengua. ¿Os ha enviado el hombre que esta mañana me atacó?

—No es posible… ¿dice que le han atacado? —preguntó Raúl, compadecido de la debilidad del pobre viejo.

Héctor le hizo un gesto, dándole a entender que el viejo estaba chiflado. Sin embargo, tenía algo impresionante en su figura que producía un extraño respeto. Un poncho grueso y suave le colgaba de los hombros como un manto, sobre su túnica de lana y, en torno a su cabeza, llevaba una franja de lana escarlata. «Los Jaguares» ignoraban todavía que se trataba de la famosa maskapaicha, distintivo real de la estirpe inca.

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡No arrebataréis al inca sus malquis!

Verónica había empezado a deslizarse hacia la puerta y Sara tenía intenciones de seguirla cuando el viejo reparó en ella y achicó los ojos, tratando de verla mejor.

—¡Oh, diosa de los ojos de cristal! ¿Vienes a llevarte al inca? ¿Cuál es tu poder? Debes ser poderosa, cuando te enfrentas al hijo del Sol.

Inconscientemente, impresionada, Sara se quitó las gafas y murmuró con vocecilla asustada:

—Bueno inca, no soy ninguna diosa… pasábamos por aquí y hemos entrado. Nada más.

—Preguntaré a mis dioses si debo creerte…

Sin embargo, parecía como si Sara sin gafas hubiera perdido bastante de su divinidad. Julio había dicho algo en el oído de su hermano y éste adelantó su mano hacia el viejo. Llevaba en ella un trozo de bizcocho:

—Amigo, queremos compartir nuestro pan con usted. Tómelo; se lo damos de la mejor voluntad.

El viejo se inclinó hacia aquella mano, tocó lo que se le tendía y luego su otra temblorosa mano fue a posarse sobre la rubia cabeza del niño.

—¿Es que el Sol me envía el menor de sus hijos?

Siendo así, tendré que aceptar su pan con agradecimiento.

Despacio, se acercó el bizcocho a su boca desdentada. Lo saboreó despacio, con verdadera fruición y, por último, dijo:

—Es un pan digno del Sol y tú y yo somos hermanos.

Oscar afirmaba, mirando con el rabillo del ojo a Julio, para seguir sus indicaciones.

—Tú eres mi hermano y puedes quedarte —dijo el viejo—, pero los otros extranjeros y también la diosa de ojos de cristal movibles tendrán que irse. Sé que los envía el extranjero que cuando mi padre el Sol estaba muy alto me atacó.

«Los Jaguares» continuaban desorientados. Julio dirigió una seña a sus amigos y tomó la iniciativa.

—Noble inca, si un extranjero te ha atacado, ese extranjero es también nuestro enemigo. ¿Cuándo y dónde te ha atacado?

—¿Dice verdad tu boca? ¿No te envía el extranjero malvado?

—Palabra que no. Pero tienes que decirme quién es.

—El inca no conoce a su enemigo. Ha penetrado hoy en mi casa, como lo habéis hecho vosotros, cuando mi padre está arriba —señalaba hacia lo alto—. Quería saber el lugar donde el inca guarda sus malquis para apoderarse de ellos. Pero el inca no le teme a la muerte y sus labios han permanecido cerrados. Mas el inca sabe que el extranjero malvado volverá.

Verónica, con una valentía inaudita en ella, se atrevía a decir:

—Nosotros no consentiremos que le haga daño.

La verdad es que sus palabras estaban guiadas por la idea de aplacar al loco, para que no la tomase con ellos.

—¡Oh, diosa de los cabellos de oro! ¡Sé cuán grande es tu poder! El inca confía en tus palabras.

Mientras todos estudiaban al viejo, Julio investigaba la mísera habitación; un camastro con pieles de camélido, una chimenea donde se quemaban unos palos, varias vasijas desportilladas, una de ellas con leche… No podía vivir más pobremente. Seguramente todo su alimento procedía del pacífico animal que pastaba junto a aquella estancia.

Con su gran facilidad para aceptar las situaciones más dispares, Julio se inclinó ante el inca:

—Noble hijo del Sol: la diosa de cabellos de oro te ruega que aceptes sus presentes. Yo, esclavo de la diosa, te los entrego según su mandato.

Sin prisas, abría la mochila y, sacando el resto de los bizcochos, los dejaba sobre la gran piedra del hogar, donde se hallaban las míseras vasijas. A los bizcochos añadió unas pastillas de queso y unos sandwichs de jamón.

—La diosa obsequia al inca y el inca sabrá corresponder con la diosa.

El viejo se inclinó ante Verónica con real majestad, como dando por terminada la audiencia. «Los Jaguares», impresionados a su pesar, abandonaron la mísera vivienda. Cosa rara, se alejaron en silencio, seguidos por Petra, que había estado curioseando todo por entre la tela que servía de puerta. León se colocó en el hombro de Oscar.

Minutos después, Héctor murmuró:

—¡Pobre viejo! Sin duda su soledad le ha vuelto majareta.

—¡Ay! Está de lo más loco, sí —confirmó Sara—. En su pobre cabeza se mezclan las diosas, los dioses, los soles, Pizarro, la dinastía imperial y qué sé yo cuántas aberraciones más. Y lo curioso es que me ha caído muy bien.

—El pobre chochea porque tiene quinientos años —les recordó Oscar.

—Mico, nadie vive quinientos años. Ese viejo tiene muchos, desde luego; quizá cerca de cien, pero nada más —puntualizó Julio.

—¿De qué vivirá? Debe pasar sin comer —intervino Raúl—. No comprendo cómo se sostiene.

—Si tuviera tu estómago ya se habría muerto —sentenció Héctor—, pero la naturaleza es sabia y se acomoda a la carestía mejor de lo que supones.

Al atardecer tuvieron que envolverse en los ponchos, porque el aire era frío. Julio había permanecido callado en el descenso, hasta las proximidades de la casa alquilada por su tía.

—¿Se puede saber en qué piensas? —preguntó Sara, intrigada.

—En el viejo, desde luego. Creo que es un verdadero enigma.

—¿Enigma? Sin duda es algún pastor de vicuñas que lleva toda su vida en la montaña. Como Héctor supone, la soledad ha terminado con su buen juicio. —Sara contemplaba al alto costarricense con cierta aprensión—. Oye, no nos saldrás con algún argumento de esos tuyos en que a base de establecer hipótesis nos vuelves las mentes del revés.

—Descuida, no estableceré hipótesis, pero partiré de realidades. Ese hombre no es un pastor de guanacos, ni llamas, ni nada de eso, porque habla el castellano casi como tú y como yo.

—¡Dios mío! ¡Ha puesto en funcionamiento sus células grises! —gritó la pelirroja en dirección a los demás—. ¡Socorredme!

Héctor se mantenía atento; Raúl, indeciso. Verónica defendió a su compañera.

—Julio, ves visiones. El hombre se expresa de otra manera totalmente distinta. Ha dicho alguna palabra rara, puritito inca, seguro.

—De rara, nada —la rebatió Julio—. Se ha quejado de que un extranjero que hoy ha llegado a su casa quería robarle sus malquis. Esta palabra, «malquis», significa reliquias de los antepasados.

—¡Ah! ¿No está loco? —insistió Sara.

—Tiene una idea obsesiva, que quizá sea locura: la de creerse el último rey inca. Y porque se lo cree imagina que quieren robarle sus reliquias, tesoros o lo que sea. Habréis apreciado que sus tesoros se reducen al guanaco y las perolas desportilladas.

—Mira, en eso ya estamos de acuerdo —aceptó Verónica.

—¿Estás de acuerdo en que hay algo raro en él?

—¡Y tan raro! Un hombre que se cae de viejo y vive solo… ¡Figúrate! De todas formas, me inspira mucha lástima. Me gustaría volver y llevarle alimentos.

Héctor reía sin recatarse.

—¿A que vas a resultar de verdad su diosa?