Capítulo 2
LA EXTRAÑA SENDA DE PIEDRAS TALLADAS
Aquella noche se acostaron pronto, en consideración a que los viajeros procedentes del Viejo Continente llevaban bastantes horas sin dormir.
La enorme casona, que debió de haber pertenecido a algún hacendado nativo, no carecía de comodidades, pero los dormitorios se hallaban distribuidos en torno a un patio con su alberca, desde el cual se accedía directamente a ellos.
—Esto de dormir junto a un patio me da un poco de miedo —le confió Verónica a su compañera, en cuanto Rosita, una de las dos sirvientas, las dejó solas.
—¡Quieta, tonta! Al otro lado están «Los Jaguares» y la puerta del zaguán tiene unos cerrojos como una catedral. Me he fijado en eso —contestó Sara.
—O sea, que también tienes miedo.
—Mira, a lo único que tengo miedo es a que Petra arme la gresca con León. La tirria que le ha tomado la vería un ciego.
—Desde luego, no debiste traer a Petra…
—Pero Oscar insistió —opuso su compañera—. No sé por qué a veces la tomáis con ella, cuando nos ha sacado de más de un apuro.
—Parece como si estuvieras deseando que tengamos apuros para que tu maravillosa Petra nos salve. ¿Y qué me dices de la guerra que le está haciendo a León, un monito tan encantador?
—¡Je! —exclamó con asco Sara—. ¡Llamar encantador a eso! Bueno, no tengo ganas de discutir porque me siento muy, muy feliz. Buenas noches. ¡Ah! Espero que no salte al patio ningún puma.
—Desde luego eres bastante ignorante. Los pumas están en la selva.
Verónica se cubrió la Cabeza con las sábanas, por si a Sara se le ocurría proseguir tan amable palique.
Por la mañana, unos nudillos resonaron en la puerta de las chicas con ritmo de tango.
—¿Os levantáis o no? —dijo la voz de Héctor—. Nosotros estamos listos para salir de correría. Si os apetece acompañarnos…
Héctor se fue con una sonrisa en los labios. Aquel argumento, que sabía contundente, daría pronto resultado.
En efecto, ellas no tardaban en salir al patio. Sara iba atándose el pelo en la nuca y Verónica arrastraba un zapato, antes de lograr que el pie encajara en él.
—¿Qué tal habéis dormido en Cuzco, chicas? —preguntó Julio.
—De maravilla —respondieron ellas a un tiempo.
—Eso a pesar de que esta noche los chacales rondaban por aquí; parecían hambrientos —dijo Héctor.
Estaba tan grave como en sus momentos solemnes. Pero sin duda se burlaba de ellas, pues Oscar se apresuró a intervenir para asegurar que en aquella zona no se conocían chacales.
—Entonces serían cóndores; algo rondaba por aquí —insistió Héctor.
Raúl, el caballero andante, se puso de parte de las chicas.
—Quiere asustaros. Ha dormido como un tronco y ni aunque el patio se hubiera llenado de búfalos se hubiera enterado.
Mientras ellos hablaban, León y Petra se observaban atentamente, con la alberca por medio.
—Vamos a desayunar —dijo Julio, empujando a su grupo hacia el comedor.
El musculoso Víctor estaba sentado a la mesa, bien servido por la atenta Rosita. Debía haberle estado preguntando particularidades de los alrededores y parecía decepcionado de que no se pudiera llegar a todas partes en coche.
—Usted parece fuerte —le dijo Julio—. Trepar la montaña le resultará un placer.
—¿Tú conoces bien esto? —le preguntó él.
—No demasiado. Pero en compañía de mis amigos me propongo hacer interesantes descubrimientos.
—¿De qué clase? —preguntó Víctor.
—Plantas y animales raros; bellezas naturales, ruinas… nosotros siempre lo pasamos muy bien.
—Me estás resultando un científico. Creí que os dedicaríais a jugar a la pelota o algo así.
—También, también —intervino Raúl.
Oscar empezó a contarles que ya había conseguido enseñarle a León un lenguaje básico que él podía interpretar. Y para demostrarlo, llamó al monito:
—León, ven; sube a la mesa.
El mono no se hizo repetir la orden: al instante se hallaba sobre el mantel y… Petra también, pues no iba a ser menos. De paso, volcó la cafetera. León empezó a pasearse sobre el reguero de café, sintiendo un agradable calorcillo en las patitas. Petra, para no ser menos, se paseó sin descanso, mientras Sara, apurada por el desastre, trataba inútilmente de atraparla.
En medio de la batalla, la señora Guevara aparecía en el comedor.
—¡Qué horror! ¡Susy, querida, creo que voy a desmayarme! Estos bichos nos van a amargar las vacaciones.
Tía Susy se presentó al instante, con la cabeza llena de rulos. Era una mujer de tan buena disposición que quiso contentar a todos, empezando por Cora, pasando por Oscar y Sara, que no debían sufrir por los desmanes de sus protegidos y terminando en Rosita que, naturalmente, tuvo que cambiar el mantel.
—Creo que debemos irnos de excursión y llevar a Petra y León —decidió Héctor—. Al regresar estarán tan cansados que no tendrán ánimos para enfrentarse.
La señora Guevara contempló con admiración al jefe de «Los Jaguares» antes de exclamar:
—¡Qué muchacho tan inteligente! Quiere ir de excursión… Susy, querida, ¿no crees que es estupendo? Deberían llevarse la comida, para que puedan ir más lejos.
—Es que… —la tía de los Medina permanecía irresoluta—. Los muchachos alegran tanto… claro que, si a ellos les agrada…
—Podíamos empezar hoy los descubrimientos —dijo Sara, que no se sentía con fuerzas para soportar a la lánguida señora.
Todos estuvieron de acuerdo y muy pronto, ayudados por Rosita y Tula, la otra sirvienta, preparaban las mochilas con lo necesario para pasar el día en la montaña.
—¿No os perderéis, verdad? —preguntó la tía de Oscar.
—Estoy bastante orientado —le replicó el mayor de sus sobrinos—. No te preocupes por nosotros. Pero ya salimos que queremos ver Cuzco con detalle y subir al Machupichu.
—En eso ya habíamos quedado.
Salieron en grupo, con los ponchos de vicuña hechos un rollo sobre las espaldas, pues realmente el sol calentaba de firme.
—Observaríais al venir que nos hallamos a menor altura que la de Cuzco, ya que descendimos hasta el Urubamba antes de subir otra vez —explicó Julio—. El valle es hermoso, pero en la montaña encontraremos sitios salvajes.
—Yo quiero ver llamas —sentó Sara.
Era tan pesada con los animales, según Verónica, que ésta contuvo un gesto de impaciencia. León se subió en un hombro de Oscar, bien enfardado en sus ropas de lana, y Petra, verde de envidia, se instaló en el otro.
—¡Eh, mico! —dijo Julio—, tendrás que acostumbrarle a tu mono a defenderse por sus propios medios de la temperatura. Si tiene frío que haga ejercicio. Por otra parte la temperatura es bastante buena.
¿Y si se acatarra? —se aseguró el chico—. Esta especie muy friolera.
Tú verás si quieres verlo convertido en una señora Guevara.
Apenas librar a su mono del gorrito y cuando Oscar todavía lo tenía en los dedos, Petra se lo arrebataba con loca alegría y se lo ponía sobre una oreja, con las cintas colgando.
—Si esto sigue así —dijo Héctor—, será cosa de llevar a un circo a esta pareja. Harían las delicias del público.
El que no se sentía tan feliz era León, que luchaba por recuperar su gorro.
Caminaban sobre un terraplén, desde el que podían divisar las terrazas en que se escalonaba la montaña hacia el valle, terrazas que los campesinos aprovechaban al máximo para sus sembrados.
—¿A qué altura estaremos? —preguntó Raúl.
—A dos mil metros escasos —repuso Julio.
Todos reconocieron que aquella altitud les iba muy bien y se encontraban perfectamente.
—¿Sabes si existen ruinas incas por aquí? —preguntó Héctor.
—Lo ignoro, pero quizá podamos descubrir alguna piedra reveladora —adelantó Julio.
Verónica se temía que, de apasionarse por la arqueología, las piedras iban a ser las protagonistas del día. Entonces, Oscar dijo algo chocante:
—Reliquias de otro mundo sí que hay. Me ha contado Rosita que más arriba vive un viejo que tiene quinientos años…
—¿Y te lo has tragado? —se burló Sara—. Nadie puede vivir tantos años.
—Pues Rosita asegura que el viejo es requeteviejo. Le llaman el inca y parece que cuenta cosas del tiempo en que llegaron los españoles y dicen que los vio y todavía recuerda cosas asombrosas.
—Esta Rosita me parece una cuentista redomada —dijo Sara.
Sin embargo, pronto olvidaron al viejo inca, porque después de una larga temporada sin juntarse, «Los Jaguares» tenían infinidad de cosas que preguntar, saber y comentar.
Habían tomado asiento en una ladera cubierta de hierba y vieron a lo lejos, trepando cumbres arriba, un rebaño de alpacas, en terrenos donde el arado no tenía nada que hacer. Por el contrario, más abajo, en las tierras beneficiadas por el río y los torrentes que bajaban de las altas cumbres, todas estaban trabajadas.
—¿Sabes una cosa? —dijo de pronto Julio, mirando a Verónica—, te he encontrado más alta.
Sara suspiró, viendo cómo todos contemplaban a su compañera. Ahora seguirían derrochando alabanzas que, ciertamente, serían muy justas, porque cada día estaba más bonita.
—¡Oh, sí! —exclamó Raúl con tal calor que las mejillas se le colorearon. En su breve afirmación parecía exponer su creencia de que la única persona del mundo capaz de crecer era Verónica.
—Lástima que cada día esté más fea —añadió Héctor, malicioso.
—Si seguís hablando de mí, me iré ahora mismo —amenazó la interesada.
León y Petra acabaron con el tema, porque habían empezado a pelearse. Los dos eran pequeños, pero agresivos.
—Estos se tienen una envidia mortal —decidió Julio—. Habrá que hacer algo o nos amargarán las vacaciones.
—Es que Petra está muy resabiada y no soporta la competencia —sentó Oscar.
—No es que pretenda defender a Petra, pero ese León me parece bastante maligno —alegó Sara—. Oscar le mima demasiado.
Verónica se proclamó partidaria de León, contabilizando los ataques en los que la iniciadora había sido Petra. Sara aseguró que el mico no servía para nada. Por suerte, allí estaban a salvo y no iban a verse en ningún apuro, porque a cuenta de León estaban frescos.
—Siempre estás recordando los favores que le debemos a Petra, pero te olvidas de las veces que nos ha buscado complicaciones, que no han sido pocas —insistió Verónica.
Petra parecía de piedra, llevando su cabeza hacia el orador de turno. Sus muecas de disgusto ponían de relieve lo bien que sabía por dónde iban los tiros.
—Propongo que dejemos la cuestión —dijo Julio—; de lo contrario, mucho me temo que las represalias de Petra no se dirigirán contra León, sino contra nosotros.
Al rato emprendieron la marcha, tomando atajos y vericuetos no siempre fáciles, sin que tropezaran con nadie. Sara, que iba mirando el suelo, comentó:
—Es curioso cómo están distribuidas las piedras por aquí…
—Todo el terreno está salpicado de piedras —repuso Raúl—, no veo nada de particular.
—Sí, de piedras naturales, pero es la segunda vez que observo piedras trabajadas por el hombre. Ved esto: una piedra cilíndrica de granito, trabajada a cincel.
—Es cierto —confirmó Héctor.
Todos se inclinaban sobre el cilindro. Intentaron moverlo de su lugar, pero tenía una base muy firme y les fue imposible.
—Más abajo, a la derecha, hemos dejado otro cilindro similar junto a una piedra cúbica.
Volvieron para atrás y confirmaron que las observaciones de Sara eran exactas. A pesar de los esfuerzos de los muchachos, no lograron moverlas ni un milímetro. Petra metía sus naricillas curiosas entre el grupo. A León le había dado por imitarla en todo y movía su cola mientras se situaba en el centro de la reunión.
Poco después habían olvidado las piedras. Pero pasados diez minutos hallaban una piedra piramidal, de lados exactos, fija en su base. Cien metros después daban con una esfera perfecta, en parte cubierta de hierbajos.
«Los Jaguares», con su olfato para las cosas extraordinarias, empezaron a trabajar de firme arrancando hierbajos sobre las partes de la montaña sospechosas de albergar más piedras cinceladas. El siguiente descubrimiento, a unos cincuenta metros del anterior, hacia el Norte, fueron dos cilindros exactos.
Siempre hacia el Norte, entre unos matorrales, dieron con un tetraedro.
—¿Quién habrá ido dejando piedras trabajadas por la montaña? —preguntó Raúl, muerto de curiosidad.
—Están trabajadas de la misma manera que las que forman las estrechas callejuelas de Cuzco de la época de Pizarro; es decir, anterior a Pizarro, o sea, de la Era incaica, pero supongo que toda la montaña estará salpicada de piedras similares y que en todo el valle sagrado del Urubamba las habrá a millares.