Capítulo 4
PETRA Y LEÓN SE DISPUTAN CIERTO PAPEL
Rosita se apresuró a acudir al zaguán en cuanto oyó las voces de «Los Jaguares».
—Mucho han paseado los niños… —comentó.
—Sin duda esperaba explicaciones, porque la curiosidad asomaba a su cara simpática de indiecita.
—Muchísimo —explicó Oscar—. Pero León se ha pasado la mitad del tiempo en mi hombro. ¿No sabes? Ya conocemos al viejo de los quinientos años. Nos hemos hecho amigos.
—¿No me digas, niño? El no tiene amigos.
—¿Tú conoces al viejo? —le preguntó Julio.
—No, pero los míos son pastores. De todita la vida que ellos sí lo tienen visto en la montaña.
—¿Así que tus padres y tus abuelos le han visto vivir siempre ahí?
—Siempre no, niño. El vivía mucho más lejos y arribita, por ande Machu Picchu o así, pero las nieves del invierno le echaron más «pa» aquí. Eso sucedió ya hace mucho, porque yo siempre le sé ahí, ande está ahorita.
Supieron por Rosita que su tía y los señores se habían ido muy temprano a pasar el día a la capital.
Oscar se fue a atender a León que tiritaba de frío. Petra se dedicaba a burlarse del monito, con muecas de todos los calibres y el chico le arrojó de su lado con cajas destempladas. La ardilla, ofendida, salió de casa y no la vieron en un rato, o no se acordaron de ella, porque lo estaban pasando en grande en el salón, jugando a las cartas y con la atención puesta en hacer todas las trampas que pudieran. Cuando mejor lo estaban pasando, los chillidos de Petra y León les volvieron a la realidad.
—¡Ya se están peleando otra vez! —exclamó Verónica.
Como responsable de las «criaturitas», Oscar y Sara salieron a la carrera y empezaron a perseguir al mono y a la ardilla en torno a la alberca. Estaban en pleno cruce de golpes, arañazos y trucos, disputándose un papel. Cuando la dueña de Petra pudo apoderarse de ella, el papel estaba reducido a la mitad. El resto se hallaba en poder de León.
—León está aprendiendo mucho —dijo el chico, tan orondo—. Esta vez no ha vencido Petra, sino que han quedado empatados —manifestó, guardando el papel distraídamente en su bolsillo.
Sara hizo una bola con el que le arrebatara a Petra y la tiró a un lado. Entonces escucharon el claxon de un coche y salieron precipitadamente, en tropel, suponiendo que se trataba de tía Susy y sus amigos.
Estos llegaban en un turismo negro, conducido por el mismo chófer que la víspera se puso al volante del autobús.
La tía de los costarricenses aparecía descansada y fresca, pero la señora Guevara era una pura queja:
—Estoy malísima, malísima. La altitud me fatiga. Susy, querida, ¿podría cenar en la cama?
Con gran satisfacción de «Los Jaguares», tía Susy no sólo aceptó, sino que se dispuso a desplegar cuidados sin cuento en torno a su invitada.
—¡Qué señora más cataplasma! —murmuró Sara al oído de Héctor.
—Y eso que es una mujer joven. Cuando tenga la edad de nuestro inca… —repuso él.
Aquella noche, la arrolladora tía Susy propuso desde la cabecera de la mesa:
—Muchachos, está decidido: mañana vais a conocer algo maravilloso y tenéis que madrugar un poquito.
—¿Qué…? ¿Qué…? —preguntaron varias voces a un tiempo.
—Machu Picchu. Iremos todos.
Juan Guevara tamborileaba con preocupación sobre el blanco mantel.
—No sé si a Cora le conviene; le afecta tanto la altura… Pero tú sí puedes acompañar a los muchachos, Susy.
—¡Ah, no! Negativas, no. Juan, estás estropeando a Cora. Te aseguro que puede hacer la excursión y resistirla mejor que el propio Raúl. Todos sus males son temores absurdos que debemos combatir. Y tú, el primero. Está decidido: iremos todos. Víctor tampoco conoce la antigua ciudad de las sacerdotisas del Sol. Es una ocasión que quizá no vuelva a presentársenos.
Víctor se las dio de gracioso:
—Sería mucho más atractivo si las sacerdotisas siguieran allí.
—De todas formas, parece que no existe seguridad respecto a las sacerdotisas de la ciudad sagrada, ya que los incas no poseían ninguna clase de alfabeto y la ciudad sigue siendo un misterio.
—Según todos los indicios —intervino Julio—, el último Inca, Manco, se retiró a la ciudad sagrada de Machupichu con sus sacerdotes y mujeres o sacerdotisas, las vírgenes del Sol. De ciento treinta y tantos esqueletos hallados, más de cien pertenecían a mujeres. No está claro si se retiraron allí para hacerse fuertes ante los conquistadores o para ofrecer sacrificios al Sol.
—Julito, hijo, cuánto sabes… ¿verdad que es un muchacho extraordinario? —preguntó la dueña de la casa, mirando a sus amigos.
—Sin duda —concedió Víctor—, pero yo le recomendaría que hiciese más ejercicio y cultivase los músculos. A ver si toma como ejemplo a Raúl.
—Desde luego, hago todo el ejercicio que puedo —declaró el pelirrojo de la pandilla—. Claro que, por lo que se refiere a hoy, todos nos hemos empleado a fondo.
—¡Qué vapuleo nos hemos dado por la montaña! —intervino Oscar—. Pero ha sido muy interesante, porque hemos estado visitando al viejo, ese loco que se cree el último emperador inca.
Todos prestaron atención, pero fue tía Susy quien, con los ojos muy abiertos, se resistía a admitir cosa tan descabellada.
—¡Parece mentira! Unos muchachos tan sensatos yendo a visitar a un individuo peligroso. Ha podido recibiros a pedradas.
—A garrotazos —puntualizó Oscar—. Julio lo sabe bien. Como es el primero en meter las narices en los sitios…
En aquel momento, varios pares de ojos se volvieron hacia el mayor de los dos hermanos.
—¿Es posible? Estoy en ascuas —manifestó Susy, revolviéndose inquieta en su silla—. ¿No te habrá roto nada, verdad Julio?
—Tranquilízate, tía; si me ves entero es porque han unido mis trozos con pegamín —se burló el muchacho.
—Estoy aterrada, aterrada… —terció Cora que al fin había acudido a la mesa—. ¿Y si el loco os ha seguido?
Héctor, con su risa, tranquilizó un tanto a los mayores.
—El viejo es completamente inofensivo, de modo que aunque se presentara aquí, Oscar sería suficiente para reducirlo. Aparte de la obsesión que tiene por sus antepasados y sus fantásticas reliquias, no le interesa otra cosa.
—¿Es que habla coherentemente? —preguntó el musculoso Víctor.
—Sí y no —repuso Sara—. Quiero decir que no se expresa mal, pero está majareta. Tiene la obsesión de sentirse atacado por hombres que quieren arrebatarle sus malquis. ¿Se dice malquis, Julio?
Como éste afirmara, Sara añadió:
—Después del garrotazo nos hemos hecho amigos. Oscar, ya saben que es un chico de provecho, le ha ofrecido el pan de la amistad y ha dado resultado.
Entre las exclamaciones admirativas de los mayores, Raúl contó el resto:
—Figúrense que ha tomado a las chicas por diosas.
—Entonces, no hay duda, está loco perdido —intervino Víctor—, estas chicas son dos preciosas muñecas, pero de eso a diosas…
—Cierto, cierto —le apoyó la lánguida Cora, que al fin se había resistido a cenar sola en su habitación y plantaba la bandera de su apatía sobre la alegre mesa.
—No crean que el viejo loco coordina tan mal —explicó Héctor—. Ha denominado a Sara «diosa de los ojos de cristal movibles», en lo cual existe bastante lucidez; y a Verónica, «diosa de los cabellos de oro».
—¡Claro que coordina muy bien! —aprobó Raúl.
—Pues yo no me fiaría —dijo Juan Guevara, saliendo de su mutismo—. Cuando yo era niño, antes de ir por mi cuenta a ningún lado, solicitaba la autorización de las personas mayores.
—Es lo mismito que hacía yo cuando era pequeño —replicó frescamente Julio, con su cara inalterable que movía a risa a «Los Jaguares»—, pero el consejo me parece bueno para Oscar, que es el único crío aquí.
—Eso de crío… hago buen papel junto a los mayores y Sara dice siempre que soy un chico de provecho.
Miró a la aludida, que se apresuró a afirmar.
—¡Maravillosa juventud! ¡Cómo conforta! —manifestó la simpática tía Susy.
Un suspiro que llevaba la carga de toneladas de cansancio fue la respuesta de Cora.
• • • • •
El siguiente día iba a resultar inolvidable. Muy temprano, tía Susy y sus invitados se acomodaban en el autobús familiar conducido por el chófer uniformado y se dirigían a la estación del ferrocarril de vía estrecha, en Cuzco, para cubrir la primera etapa de la excursión hacia Machu Picchu. León y Petra formaban parte de la expedición porque dejarles, dada su enemistad, les había parecido peligroso; dejar a uno y llevar al otro, poco equitativo. Así que León, bajo tal cantidad de ropa que apenas se le veía, se dedicaba a incordiar constantemente a Petra, sentada sobre Sara al otro lado del pasillo del estrecho ferrocarril.
Los mayores iban delante, pero ninguno tenía ojos más que para las bellezas del valle sagrado del río Urubamba, por el que descendían cada vez más.
Para calmar a León, Oscar empezó a rebuscar los cacahuetes que llevaba en el bolsillo. Sus dedos tropezaron con un papel arrugado. Lo alisó sobre la rodilla y de pronto, con excitación, llamó a sus compañeros:
—¡Mirad esto, Jaguares! ¡Secreto gordo a la vista!
Los secretos gordos de Oscar estaban un tanto desprestigiados porque nadie, excepto Sara, se dignó prestarle atención. Pero, tras las primera mirada, palpitante de interés, la chica fue a juntar sus gafas al papel.
—Oscar, ¿has dibujado tú esto?
—¡De ningún modo! Es el papel por el que Petra y León se peleaban anoche. En el forcejeo entre los dos se partió y, sin darme cuenta, guardé esta parte en el bolsillo.
—¡Cielos! ¡Y yo tiré la otra! —exclamó ella—. Si a Rosita se le ocurre barrer el patio, ya podemos despedirnos de ella.
Intrigado, Héctor asistía a los conciliábulos de aquellas dos cabezas tan juntas y tan interesadas.
—¿Puedo saber vuestros secretos? —preguntó al fin, porque estaba picado de curiosidad.
Sara le mostró el trozo de papel, diciendo:
—¿Reconoces esto?
Una mano se interpuso en el camino del papel. Pertenecía a Julio, que estaba sentado en la butaca inmediatamente posterior. En cuanto le arrojó un vistazo, conjuntamente con Héctor, preguntó:
—¿Quién ha hecho este plano tan bueno?
Raúl y Verónica habían saltado de sus asientos y basculando a causa de los tumbos del tren, contemplaban el papel.
—Esas figuras geométricas me recuerdan algo, pero no sé qué —dijo el primero.
—¡Babieca! Estas figuras geométricas son la representación exacta de las piedras cinceladas que descubrimos ayer en la montaña —le lanzó Julio.
—Dispuestas con una coordinación perfecta según como aparecen en el terreno —puntualizó Héctor.
—Bueno, pero unas pocas, las primeras. ¡Bah! —exclamó Verónica.
—Ni va ni viene —la rebatió Sara—. Es un plano perfecto. El resto quizá nunca lo veamos. Atended: este cilindro junto a un cubo es la representación de la piedra cilíndrica junto a la cúbica, tal como estaban dispuestos en el talud. Y estas rayas pueden ser muy bien el cauce seco del torrente que seguíamos. Viene después otro cilindro, más a la izquierda, o sea, al Oeste; más al Norte, la esfera, que corresponde con la piedra cilíndrica…
—Hay que encontrar el resto del plano. Esto se pone interesante —dictaminó Julio.
—¿De dónde ha salido ese plano? —quiso saber Héctor.
Oscar y Sara, arrebatándose la palabra, se explicaron, pero no podían poner nada en claro. Sin duda, León o Petra lo habían hallado.
—Petra, monina, ¿dónde estaba el papel? ¿Lo has encontrado tú?
Petra se golpeaba el pecho con énfasis y León, a requerimientos de Oscar, hacía lo mismo.
En aquel momento el guía turístico señalaba el paisaje, explicando a los viajeros que estaban entrando en el escarpado y sombrío desfiladero que rechazó a Pizarro. Los turistas se lanzaron hacia las ventanillas, a tiempo de contemplar ante la máquina las vías del tren, retorciéndose entre oscuros farallones por un lado, mientras por el otro surgía, feroz y salpicado de piedras, el torrente del Urubamba. El guía continuaba diciendo:
—Aquí, los guerreros del Inca atacaban a los intrusos con hondas y mazos.
Cuando se apearon del tren, para proseguir la expedición por la carretera llamada de Hiram Bingham, nombre del profesor de la Universidad de Yale, descubridor de la ciudad sagrada de los incas, Julio dijo a su hermano:
—Mico, dame ese trozo de papel, que yo lo guardaré. No sea que se lo coma León, como si fuera un rico cacahuete.
León, bajo sus gorros y bufandas, gemía de frío.
—Son comedias —decidió Sara, respecto a León—. Le gusta ser protagonista y que todos estemos pendientes de él.
Al pie de aquella carretera, un autobús recogía a los viajeros para conducirlos a través de un camino estrecho y empinado, a lo largo de ocho kilómetros, con catorce curvas de herradura.
—Creo que nos despeñaremos —se quejó Cora—. Me temo que no llegaremos sanos arriba y luego habrá que hacer el camino de vuelta…
Tan peligrosa era la carretera, practicada por el mismo lugar a través del cual y a lomos de mulos, Bingham y sus acompañantes alcanzaron Machu Picchu en 1911, que un guía indio, a pie ante el autobús, cantaba a voz en grito para distraer a los viajeros y hacerles olvidar el precipicio que caía a pico sobre el río.
Por fin el vehículo se detuvo ante una posada pequeña y acogedora, al pie de la antigua ciudad.
El guía anunció que cuando hubieran reposado, reanudarían la marcha, en adelante a pie, en la atmósfera enrarecida que reinaba a los 2.700 metros a que entonces se encontraban.
Un rato después, marchaban entre el laberinto de doscientas casas y templos sin techumbre que constituyen Machu Picchu.
Era impresionante caminar por aquellas calles silenciosas y «Los Jaguares» creían ver desfilar los fantasmas de reyes y reinas ricamente ataviados, de sacerdotes, guerreros y obreros que habían perecido siglos antes. Sus mentes excitadas imaginaban el esplendor de la aristocracia incaica luciendo sus capas de lana de vicuña tejidas en bellos dibujos y colores.
El guía, señalando los templos, se extendía en consideraciones sobre la portentosa obra de sillería de aquel mundo primitivo, haciéndoles observar que todas las piedras estaban talladas de forma distinta. No había dos iguales y sus ángulos caprichosos encajaban en las contiguas como las piezas de un rompecabezas. A pesar de que en las construcciones no se había empleado mortero ni argamasa, los empalmes eran tan justos que no pasaba ni la hoja de un cuchillo.
Raúl quiso comprobar si el aserto era exacto y tuvo que rendirse a la evidencia.
Las principales calles de aquella ciudad en las nubes eran escaleras. La escalinata que sirve de avenida central, compuesta por cien escalones, entre docenas de casas, llegaba hasta la cima de la ciudad.
—Esta ciudad, entre las montañas que la dominan, puede ser defendida por un puñado de hombres —comentó Héctor.
—Lo más curioso es que los incas no conocieron el hierro, la rueda ni el vidrio, aunque fueron magníficos alfareros y unos verdaderos artistas tejedores. Lo que me pregunto es cómo trasladarían, a lo largo de un kilómetro, estas moles de piedra —dijo Raúl.
—Puesto que los incas no tuvieron escritura, es posible que el misterio de Machu Picchu nunca sea descubierto —objetó Julio.
A espaldas de «Los Jaguares», el señor Guevara dijo:
—¿Por qué no ha de ser descubierto? Eso se creyó durante siglos de los antiguos egipcios y un día apareció la piedra Rosetta y hoy sus misterios han dejado de serlo. Los Incas trabajaron el oro y las piedras preciosas como consumados artífices. El día que se encuentren las joyas de la dinastía, el secreto se convertirá en la más clara historia.