Capítulo 10

LOS SEIS EN PELIGRO Y… ALGUNOS OTROS

Por suerte los bolsillos de Oscar eran un cajón de sastre y en ellos apareció un trozo de pintura morada. No tenían papel y escribieron un mensaje similar sobre un pañuelo. Luego el chico lo puso bajo el gorrito de León, dejando asomar una punta. El pobre animal escuchaba a su dueño con gesto de terror. Sin embargo, a fuerza de rogarle que siguiera a Petra, el mono se lanzó hacia arriba y acabó por desaparecer de la vista de los emboscados tras el muro semiderruido del corral del Inca.

Pasados unos instantes, León, lanzando chillidos espantosos y portándose como un verdadero mono duro y salvaje, no como el gatito en que Oscar le estaba convirtiendo, aparecía de nuevo lanzándose, ya por el aire, ya con alguna que otra apoyatura en el suelo, hacia donde se habían quedado sus amigos.

«¡Jiiiiiie…! ¡Jiiiiiia…!»

Indudablemente, se hallaba dominado por el terror, pero era tan veloz que casi antes de que pudieran darse cuenta los muchachos, le tenían encima.

Llegó con los pelos erizados por el terror y el gorro ladeado: el pañuelo conteniendo el mensaje había desaparecido.

El terror se les contagió a los tres. Verónica, queriendo engañarse, trató de dar una respuesta:

—León ha perdido el pañuelo.

—No —sentenció Oscar—. Le até muy fuertemente a las cintas del gorro. Se lo han quitado.

—Quizá han sido «Los Jaguares» —apuntó Sara.

Pero entonces, León no demostraría tal terror.

Y de pronto, Sara se lanzó por la pendiente:

—Huyamos. Si nuestros enemigos de ayer están por ahí y se han adueñado del mensaje, saben que estamos aquí.

Los otros dos y el mono la siguieron a tal velocidad que en alguna ocasión rodaban y se ayudaban con las manos. Cuando hubieron cubierto una cierta distancia, la propia Sara se detuvo y, llevándose las manos al pecho, dijo:

—¡Qué vergüenza, Dios mío! Suponemos a «Los Jaguares» en peligro y hemos huido. Y a lo mejor ni siquiera están en peligro. No me fío de León.

—Pues Petra no ha regresado —le recordó Verónica—. Deberíamos pedir ayuda en la primera casa que encontremos y regresar.

—No creo haber visto más que alguna choza. Las casas están cerca de la nuestra y estamos todavía lejos —dijo Oscar.

Apenas había terminado de hablar cuando un disparo, con su horrísono estampido, se propagó por la montaña. Los tres se sintieron dominados por el más loco terror, pero, en el mismo instante, un grajo caía muerto casi a sus pies.

—Dee-be ser… un cazador —tartamudeó Sara.

Verónica, recordando al amigo de tía Susy que tenía proyectado ir de cacería, echó a correr y descubrió la figura de un hombre, con su escopeta en la mano, que le fue familiar.

—¡Víctor! ¡Víctor! —gritó, corriendo disparada hacia él, hasta caer en sus brazos. No parecía sino que era la persona del mundo a quien más quería.

—Mi bonita criatura —dijo él—, cálmate, por favor. ¿Qué te ocurre?

Sara, Oscar y León la habían seguido y el hombre miraba con curiosidad al grupo.

De repente, los tres se lanzaron a un tiempo a dar explicaciones, arrebatándose la palabra y contando la realidad con las sospechas de lo que podría haber o no ocurrido a Héctor, Julio, Raúl y… Petra.

—Veamos —empezó Víctor— si comprendo bien vuestras explicaciones, resulta que esos tres muchachos están investigando no sé qué y, por lo visto, para no llamar la atención de hipotéticos enemigos se han disfrazado de pastores nativos.

—Sí, sí… Ayer nos atacaron a todos por dos veces —insistía Oscar.

—Eso no lo dijisteis —repuso él, amenazándoles con el índice, pero con expresión festiva.

—Tía Susy se preocupa tanto por nosotros… —alegó Oscar.

Sara pensó que estaban perdiendo un tiempo precioso. Mientras ellos hablaban allí tontamente, los chicos podían estar en apuros. Así que, porque le convenía, se colgó del brazo de Víctor, demostrándole confianza y simpatía.

—Yo había pensado que, puesto que usted es tan fuerte y tiene un arma, y, aunque no la tuviera, querría acompañarnos allá arriba y ayudarnos a buscar a los que faltan.

—¿Allá arriba? ¿Tanto trote? Tú no me quieres bien, cabecita roja.

—¡Ay, qué simpático es usted! Y pensar que no nos habíamos dado cuenta… Sea bueno y vamos todos a casa del inca. Si Héctor, Raúl y Julio están bien, mejor que mejor… —añadió Verónica.

—Y Petra —la cortó Sara.

—A usted todo el mundo le respetará —porfiaba Verónica—; nadie se atrevería a azuzarle llamas ni a atacarle a latigazos.

—¡Vaya! Casi estoy convencido… —dijo él, encendiendo su pipa.

A la primera bocanada, las chicas le empujaban por el camino.

—¡Eh, eh! Sin empujar, que voy voluntario —se quejó el hombre.

Durante la subida, sin que viera a nadie y sin tropiezos, le contaron cuanto la víspera habían hecho en Cuzco.

—¿Es posible que seáis tan científicos? —se asombró Víctor.

—El científico es mi hermano —pormenorizó el pequeño—. Hicimos lo que él ordenó.

—¡Vaya! Y, ¿qué pusisteis en claro?

—Nada. Le pasamos las notas a Héctor y Julio.

En lo que duró un breve alto para tomar aliento, Sara preguntó al cazador:

—¿Usted conoce al inca?

—¿Yo…? No, pero he oído hablar de él. Parece que es un pobre loco cargado de años que, como todos los locos, se cree un personaje importante. Mientras unos se dicen napoleones o césares, a éste le ha dado por creerse el último personaje real de la dinastía incaica.

—¡Menudo pillastre el tal viejo! —exclamó Oscar, contando a continuación todo lo que había descubierto sobre su falsa enfermedad y cómo a su vez el viejo les había vigilado a ellos.

Verónica, riendo, añadió el truco de que se habían servido, haciendo pasar a un monigote por el chico, por si alguien vigilaba.

—¡Vaya, vaya! Cuando os conocí no supuse lo que dabais de sí —comentó Víctor.

Algo en su acento obligó a Sara a levantar la cabeza y mirarle. ¿Por qué, de pronto, Víctor no le gustaba, si momentos antes le había parecido un ángel?

Interiormente, se amonestó por no sentir más simpatía hacia la persona que les estaba ayudando.

—Mire, en aquellas construcciones derruidas tiene su vivienda al inca.

—Bien, vamos allá.

Verónica se había detenido con un titubeo.

—¿No sería mejor que nosotros le aguardásemos aquí?

—¡Vean a la miedosa! Cara bonita, nadie te hará el menor daño. Dame la mano y ¡adelante!

La chica obedeció y Sara se quedó rezagada. En el último momento le había entrado una gran preocupación. Realmente y mirada la situación con lógica, ¿qué mal podía derivarse de entrar en la casa de un anciano que apenas se tenía en pie? Su temor carecía de lógica pero… subsistía.

Víctor levantó la tela que cubría la entrada. El interior se les apareció vacío. Las vasijas de barro del inca se hallaban en el suelo, hechas añicos y revuelta su yacija.

—Quizá esté en el corral o en la parte trasera de la casa —apuntó Oscar.

—¿Y los otros? —preguntó Verónica, sintiendo renacer sus temores.

En el corral, junto al guanaco del inca, se hallaban los cinco animales adquiridos por Julio.

—¡Han estado aquí! Esta es la prueba —exclamó Sara.

Oscar se había adelantado a saltar sobre el muro del fondo, en su parte más baja, y los demás le siguieron. El espacio libre entre la casucha y el farallón que formaba un pico no les dio ninguna pista.

¿Se habrían marchado por otro lado?

—¿Por dónde buscaríamos? —preguntó Verónica, mirando a Víctor.

El marchó hacia la mole de piedra sin la menor indecisión. Repentinamente se volvió, llamando a sus acompañantes:

—Venid por aquí —indicaba un pliegue de la pared y Oscar fue el primero en lanzarse hacia él, mientras Sara gritaba:

—¡No, Oscar, no!

Verónica se volvió a medias, pareciéndole una tontería la advertencia. Sin más, siguió al pequeño, que llevaba a su inseparable León. Sara pretendió retroceder, pero una de las fuertes manos de Víctor le aferró el brazo y se encontró lanzada, más que empujada, hacia el pliegue de la roca. Se trataba en realidad de una oquedad que daba paso a una especie de anfiteatro con gradas cada vez más altas y el cielo por techo, imposible de descubrir desde el exterior.

• • • • •

Varias personas ocupaban el anfiteatro. Una de ellas gritó:

—¡Grandísimos estúpidos! ¿Quién os ha convocado a la reunión?

Era Héctor. La voz de Julio, desde el extremo opuesto, farfullaba:

—¡Me lo estaba temiendo!

—¡Oh, Verónica, no! —gimió Raúl.

Petra había saltado a los brazos de Sara y le lamía la cara alegremente. Que los tres estuvieran allí hubiera resultado un alivio para sus amigos, puesto que la finalidad de sus fatigas por la montaña era hallarles. ¡Pero hallarles a los tres amarrados a monolitos de granito como rostros pálidos en el poste de tortura y esperando el fuego…!

Pero lo asombroso, lo extraordinario, ni siquiera era aquel hecho insólito, sino la presencia de Juan Guevara, que fumaba con aspecto malhumorado, paseando por entre los prisioneros.

Un vistazo les bastó para comprobar que el viejo inca, sentado en un rincón, formaba parte de los congregados, así como dos nativos en los que reconocieron a sus atacantes de los látigos.

—¿Qué hacen éstos aquí? —preguntó el sombrío Guevara, dirigiéndose a Víctor, pero señalando hacia las chicas y Oscar.

—Los muy entrometidos, temiendo que sus amigos estuvieran en algún apuro, se dirigían a pedir auxilio y no era cosa de consentirlo, ¿verdad? —replicó Víctor, que tampoco parecía muy contento.

—¡Canallas! —les insultó Julio—. ¿Qué piensan hacer con mi tía, a la que han estado engañando todo este tiempo?

—¡Cállale la boca al largo, pues no lo soporto! —barbotó Juan, dirigiéndose a uno de los nativos.

Cuando el peruano levantaba el brazo para cruzar la cara del muchacho con una bofetada, Sara se colgó de él, impidiéndolo. De paso le mordió la muñeca, dejándole la huella de sus dientes.

Naturalmente, segundos después, la bofetada la recibía ella. Petra, valiente, se lanzó a socorrerla, aunque toda su ayuda se redujo a unas cuantas carantoñas. León, amedrentado, había trepado a un picacho y no parecía dispuesto a bajar.

En aquel momento, la dulce, la tranquila Verónica, perdió los nervios. En un salto imprevisible se había lanzado sobre Víctor y le tiraba de los pelos y arañaba la cara, hecha una furia.

—Traidor… traidor… —repetía medio ahogada de indignación.

Para cuando Víctor pudo quitársela de encima, un par de arañazos sangrientos le cruzaban la cara.

—¡Gata endemoniada! —barbotó él, sacando el pañuelo para curarse los arañazos.

—Si ya lo sabía yo… sabía que todos éstos nos iban a hacer la pascua —barbotó Juan Guevara—. Con Susy ni hemos tenido dificultades, ni las hubiéramos tenido.

Víctor Fuentes se había quedado con el pañuelo en alto, como si una idea le deslumbrara.

—En efecto, nos han estado fastidiando, pero nos las van a pagar y su dulce tía también. Los tenemos a todos, ¿no?

Juan Guevara se acercó a su compinche con inusitada animación.

—¿Quieres insinuar que…?

—Sí —cortó el otro—. Iniciamos todo este asunto gracias al dinero que pudimos obtener de la solterona, engañándola con el cuento de una gran obra benéfica, pero no es tan tonta como parece y mucho me temo que empieza a sospechar de nosotros. Si el otro asunto nos sale mal, nos queda éste…

«Los Jaguares» eran todo oídos. Indudablemente, estaban hablando de ellos, haciendo planes respecto a ellos, pero ¿qué planes?

Y de pronto, el anciano y decrépito inca se puso trabajosamente en pie y fue hacia los invitados de la señorita Medina.

—Si están tramando algo contra estos muchachos, sepan que no lo consentiré. Son nobles y generosos, no unos malvados como ustedes.