Capítulo 9
LA PANDILLA DIVIDIDA Y EN ACCIÓN
Al día siguiente, nerviosas e intrigadas por los planes secretos de Julio, que Héctor parecía adivinar y compartir, a Verónica y Sara no se les pegaron las sábanas, aunque habían dormido inquietas, quizá porque la altitud de Cuzco, a la que no estaban acostumbradas, hacía mella en sus naturalezas.
Oscar fue a llamar en la puerta del dormitorio de las chicas, que ya se habían vestido con viejos pantalones y jerseys.
—¿Estáis listas? Vamos a tener un día muy emocionante. Ya sabéis que siempre lo presiento. Héctor y Jul se pasan el tiempo contándose cosas.
Cuando aparecieron en el pasillo, fueron a tropezar con «Los Jaguares».
—Podíais haberos quedado en la cama un rato más. No venís con nosotros —zanjó Héctor.
Ni les consultaban, ni se disculpaban, ni contaban para nada con ellas.
Verónica, enfadada, replicó:
—No vamos a suplicaros. Desde luego, podéis ir a donde os parezca y nosotras también. ¿No es cierto, Sara?
Imitando a Rosita, ésta contestó:
—Seguritito.
¡Ay! Estaban rabiando por dentro.
—Oscar se queda con vosotras. Y no digamos nada de Petra y de León; a ésos no los queremos ni en fotografía.
Oscar se había quedado de piedra.
—¡Jul, no puedes hacerme eso! Siempre soy de mucha utilidad.
—No insistas.
Tuvieron un desayuno sombrío, sin mirarse ni hablar. Sólo Raúl, con su amabilidad y atenciones, intentaba hacerse perdonar de las chicas, que fingían no observar sus intentos de desenfadarlas.
—Oscar —dijo Sara al rato—, no te preocupes porque vamos a organizamos para pasarlo bomba.
Héctor saltó. Quizá no se fiaba.
—¿Sí? ¿Se puede saber cómo?
—Teníamos olvidado un aspecto muy interesante de este país. Vamos a recoger insectos, a clasificarlos, observarlos y…
—¡Fenómeno! —exclamó el pequeño—. Puede que nos den el premio de… de… Tomología.
—Entomología —le corrigió su hermano.
Luego, los que se quedaban salieron a ver marchar a los que se iban, lo que no era igual que despedida, pues ni siquiera les dijeron adiós.
—¡Rápido! Entremos en acción —dijo Sara, cuando los otros estuvieron a suficiente distancia para no oírla.
—¿Es que vamos? —preguntó Oscar, con la ilusión bailándole en los ojos—. Eres la chica más estupenda del mundo, Sara. Ahora resulta que vamos a pasarlo mucho mejor que yendo con los mayorones.
—Bueno, no hay gran diferencia; no vamos con ellos, es cierto, sino de espías detrás de ellos. Oscar, esto hay que hacerlo muy bien, ya sabes. Tenemos que guardar las distancias para que no nos descubran. Pero, además, después de lo de ayer, hemos de asegurarnos antes de avanzar de que no tenemos enemigos en las inmediaciones y el camino está libre.
—¡Oh, eso! ¿No sería mejor quedarnos? —apuntó Verónica, con expresión de desánimo.
—Los indios de ayer no nos dieron latigazos a nosotras, sino a los chicos mayores —le recordó Sara.
En el fondo, Oscar compartía los temores de Verónica, pero no podía decirlo. Sabía que, cosas como aquélla, «Los Jaguares» siempre las recordaban después. Así que se las dio de valiente.
—No ocurrirá nada. Vais conmigo.
Recogieron unos bocadillos y, quieras que no, tuvieron que cargar con Petra y León.
Sara les instaba a que fueran más rápidos, ya que, para seguir a los muchachos sin ser vistos tenían que salir por la parte opuesta y dar un rodeo escondiéndose entre la maleza del cerro situado a espaldas de la casa. Casi hicieron el trayecto a cuatro patas para no dejarse ver, pero tuvieron la satisfacción de comprobar que no se les habían perdido de vista. Héctor se había apostado de vigía sobre un peñasco y los otros dos estaban tumbados sobre la hierba.
—Pues si es eso todo lo que iban a hacer… —comentó Verónica.
Por el momento tenían que seguir agachados entre los arbustos y Sara recordó el trabajo de la víspera en Cuzco.
—¿Alguno de vosotros encontró algo interesante?
—¡Yo qué sé! —contestó con malhumor Verónica, porque se había arañado el brazo en unos espinos—. Esos nos convierten en autómatas. Tomamos notas para ellos y luego se hicieron los dueños de ellas.
—Anoche, antes de acostarse, estuvieron comparando las notas de todos —pudo contar Oscar—. Decían que algunas cosas podían tener relación. Bueno, lo decía Héctor y mi hermano, porque Raúl anda más despistado que nosotros.
—¡Ved eso! —dijo de pronto Verónica.
Un pastor inca con un par de vicuñas y tres guanacos iba al encuentro de «Los Jaguares». Los espías reconocieron en él al del trato con Julio.
—Requetetrato —puntualizó Sara—, porque Julio le compró ayer esos animales y hoy pensaba comprárselos otra vez.
Verónica dijo que Julio estaba como una cabra y Oscar se enfadó un poco, pero no demasiado. Dejándose los ojos, pudieron ver que el nativo llevaba un gran bulto entre los brazos. Se lo entregó a Héctor, que se había bajado de su atalaya y Julio ponía algo en la mano del peruano. Después éste regresó por donde había llegado y se perdió en la carretera que conducía a Cuzco.
Seguían muy intrigados cuando descubrieron los tejemanejes de sus ingratos compañeros. Se estaban vistiendo las ropas extraídas del paquete portado por el pastor y, aunque estaban lejos, Oscar exclamó tras su descubrimiento:
—¡Se están disfrazando de incas!
—¡Claro! Ahora comprendo para qué quería Julio los guanacos y vicuñas. Para comérselos no, desde luego —añadió Sara.
Verónica comentó que el plan era bueno. Podrían recorrer la montaña con su pequeño rebaño sin llamar la atención, pues desde lejos todos les tomarían por pastores. ¡Si al menos ellos tuvieron un disfraz similar!
Cuando se pusieron en marcha, siguiendo la dirección que ya por dos veces habían recorrido todos juntos, Petra intentaba tomar carrera, sin duda con la intención de alcanzarles, y Sara tuvo que emplear toda su paciencia para convencerla de que debía seguir a su lado y obedecer en todo.
—Estamos para vigilar. Vigilar, ¿comprendes? A los chicos y a los demás… sí, también a los de ¡boommm! —y fingía enarbolar un látigo.
Como la ardilla se estremeciera, dieron por bueno que había comprendido lo que se esperaba de ella.
León estaba con el ojo en Petra, dispuesto a no ser menos.
A causa de la mucha distancia que les separaba, en un par de ocasiones creyeron haberles perdido de vista.
—Estoy un poco impresionada en esta soledad. Todo es tan grandioso… —comentó Verónica con el miedo asomando en la voz.
Quizá esperaba que Sara propusiera el regreso, pero esperó en vano.
Hora y media después, se habían quedado tan rezagados que tuvieron que salir al descubierto y emprender una carrerilla. De todas formas se pusieron sobre la ruta seguida en sus excursiones anteriores, aunque evitando en lo posible los espacios pelados.
Por otra parte, seguir las zancadas de aquellos tres atletas, no era tarea sencilla.
—Nos van a matar —se quejaba Sara.
Llegó un momento, siempre trepando por las partes menos visibles del terreno, en que se quedaron sin aliento, incapaces de un solo movimiento.
—Descansad un poco —les recomendó Oscar, en fino.
—¡Imposible! Ellos y sus animales se nos perderían de vista.
—Se dirigen a la vivienda del Inca, eso es seguro —sentó al rato Verónica.
—Pues… entonces… —jadeó Sara—, puesto que sabemos dónde encontrarles, sí que vamos a descansar un poco.
Las dos se tumbaron sobre un trozo de hierba, ¡ay!, con bastantes piedras, mientras Oscar, con mono y ardilla, se encaramaba en un peñasco. Al rato descendió precipitadamente, con la excitación en su rostro de niño guapo pintada muy expresivamente:
—Un tipo sigue a «Los Jaguares».
Las chicas saltaron de la hierba.
—¿Estás seguro?
—Sí. Y camina poco más o menos como nosotros, escondiéndose para no ser visto.
Verónica se moría de miedo y propuso volverse a casa a toda la velocidad de sus pies. Oscar dudaba, aunque no se atrevía a manifestarlo. Sara, aunque asustada, proclamó:
—¿Qué se ha hecho de nuestro código del honor, «todos para uno y uno para todos»? ¡Adelante!
Intentando su justificación, Verónica alegó:
—Yo pretendía ir a pedir auxilio.
—¡Cabeza de alcornoque! ¿Cómo vamos a pedir auxilio si a lo mejor ellos no tienen necesidad de auxilio? En realidad, todo son figuraciones nuestras.
Convinieron que el sigilo se hacía más necesario que nunca, ya que si no les descubrían sus compañeros podía hacerlo su seguidor. Por otra parte, en aquel paraje podían fácilmente ser descubiertos desde arriba, así como del lado de la ladera por donde ascendía el que, según Oscar, seguía a los suyos.
Más arriba, la vegetación se hacía espesa, mientras que donde se encontraban las chicas y Oscar el terreno se reducía a piedras y matorrales, con no pocos espinos.
—A este paso los perderemos definitivamente de vista —se lamentó el chico—. En las películas de guerra en que salen japoneses, se cubren con ramajes y así avanzan con más disimulo. Podíamos hacer lo mismo.
En la realidad no era tan fácil como en las películas pues al andar perdían las ramas, pero lo intentaron con la mejor voluntad, tratando de que el mono y la ardilla se ocultaran también bajo la hojarasca de sus dueños.
—Esto va muy bien; nos sale muy bien —repetía Oscar.
Durante media hora caminaron agachados. Cuando por fin levantaron las cabezas, se habían desviado ligeramente de su ruta y habían perdido tanto tiempo que ya no veían ni a los que seguían, ni al seguidor de los que seguían.
—¡La hemos hecho buena! —protestó Verónica—. Esto nos pasa por desobedecer a Héctor, que sabe lo que se hace.
—Jul también lo sabe —protestó Oscar.
—Sólo a veces. ¿Qué hacemos?
Sara no parecía apurada.
—Es muy sencillo. Puesto que ellos van a ver al Inca, nosotros también. Pero si eso te asusta, podemos aguardar y cuando regresen, no dejaremos de verlos. Aunque, claro, por este procedimiento no descubriremos mucho.
Verónica se pronunció por lo seguro y el chico, tras un ligero titubeo, también. Así que continuaron allí, cubiertos con sus matojos y tratando de que Petra y León estuvieran quietos y se portaran bien.
Esperar es fácil… los primeros diez minutos. Especialmente cuando, para no llamar la atención de algún posible acechador, había que permanecer inmóvil. Luego les entraban calambres y los nervios se les rebelaban como cuerdas de guitarra al saltar.
—Estoy que exploto —dijo al fin Sara—. El que tenga miedo que se quede, pero yo sigo.
—¿De veras no tienes miedo? —susurró Oscar, levantando un poco la cabeza para mirarla.
—Lo tengo por toneladas. Cada vez que pienso en los ataques de que fuimos objeto ayer… pero ya que estamos aquí hay que hacer algo.
—Que lo haga tu Petra. Puesto que es un engorro perpetuo para todos nosotros, que se moje alguna vez —objetó Verónica, mientras la ardilla seguía sus palabras con gesto de apenada indignación—. Podemos enviarla de enlace con un papelito y que los chicos nos contesten. Así sabremos lo que ocurre.
Oscar proporcionó papel y un bolígrafo. En el breve mensaje, las chicas y Oscar hacían saber que estaban apostados cerca y muy intrigados por su desaparición. Podían contestar por la misma Petra. Esperaban órdenes.
Enrollaron el papelito en torno al bolígrafo y Sara lo puso en la mano de su ardillita, dándole instrucciones sobre lo que debía de hacer: encontrar a los muchachos y entregarles aquello.
Petra, con gesto de víctima, se dispuso a obedecer. A rápidos saltitos, acabó de trepar por el talud y luego avanzó por la pequeña llanura situada ante las construcciones semiderruidas donde vivía el Inca.
Pasaba el tiempo… Cada vez se les hacía más larga y más insufrible la espera.
—Tu Petra está cada día más imposible —susurró Verónica—. No te ha hecho ni caso.
Sí Petra no ha vuelto —contestó la dueña de la ardilla con voz que puso escalofríos en la espalda de sus compañeros— es porque alguien se lo ha impedido. Saldremos de dudas enviando a León.