LXXXII

—¿Es atractiva? —preguntó Tulia mientras corríamos hacia la callejuela oscura.

—La pasta siempre atrae. —Me detuve a comprobar si había moros en la costa y pregunté indiferente—: ¿Cuál es su atractivo? ¿Es bueno en la cama?

Tulia rió despectivamente. Respiré aliviado y feliz.

Sanos y salvos en la penumbra de la bodega, sujeté a la moza por los hombros y añadí:

—Si decides hacerle preguntas sobre este tema, ocúpate de que te acompañe tu madre. —Tulia miraba el suelo, testaruda. Probablemente ya sabía que el hombre podía ser violento—. Escúchame, te dirá que ese documento tiene una razón de ser…

La camarera alzó bruscamente la mirada.

—¿Conseguir el dinero de que habla?

—Princesa, Barnabas no conseguirá más que una tumba de esclavo. —Cabía la posibilidad de que Tulia no me creyera, pero al menos me escuchaba—. Te dirá que ya estuvo casado con esa mujer y que necesita su ayuda para hacerse con un cuantioso legado. No te engañes: ¡si alguna vez pone sus manazas sobre el legado, no habrá futuro para ti! —Los ojos de la camarera se iluminaron de furia—. Tulia, un pelotón imperial le pisa los talones… y cada vez le queda menos tiempo.

—Falco, ¿por qué?

—Porque de acuerdo con las leyes de estímulo al matrimonio, la mujer que sigue sin casarse a partir de los dieciocho meses del divorcio no puede recibir legados. Por cierto, si pretende heredar algo aprovechándose de su ex esposa, ese hombre tendrá que actuar deprisa.

—¿Cuándo se divorciaron? —inquirió Tulia.

—No tengo la menor idea. ¡Será mejor que se lo preguntes a tu amigo, el que le ha echado el ojo al dinero, pues fue su marido!

Después de sembrar la discordia me despedí y avancé en medio de la fornida clientela hasta la puerta. Al salir vi que dos clientes habían encontrado mi jarra de vino abandonada y se habían servido libremente. Estaba a punto de manifestar mi indignación cuando reparé en quiénes eran. En ese mismo momento me reconocieron los dos filibusteros que eran los perros guardianes de Anácrites.

Volví a entrar en la bodega, hice un gesto significativo a Tulia, me escabullí entre el mogollón de gente y abrí la puerta que la camarera había utilizado un rato antes para hacerme salir.

Los espías entraron diez segundos después. Miraron inquietos a su alrededor y divisaron la puerta abierta. Los albañiles se apartaron tolerantes para darles paso y en seguida volvieron a formar una muralla infranqueable.

Salté de debajo del mostrador, saludé con la mano a Tulia y salí por la puerta principal: el truco más viejo del mundo.

Me ocupé de desaparecer por un camino que evitara al tercer hombre en el caso de que estuviera en la calle principal.

Cuando volví a cruzar el río era demasiado tarde para seguir trabajando. La primera oleada de carretillas de reparto comenzaba a amainar; las calles seguían ocupadas por carros con toneles de vino, bloques de mármol y ánforas de pescado encurtido, pero ya había pasado el frenesí que se produce después del toque de queda. Roma se tornaba más alerta a medida que los comensales rezagados hacían frente a las callejuelas oscuras en su regreso a casa, acompañados por porteadores de antorchas parpadeantes. Alguno que otro caminante solitario zigzagueaba entre las sombras, procurando pasar inadvertido por si encontraban por allí ladrones o gente dudosa. Las teas que horas antes habían colgado de las loggias estaban a punto de apagarse… o eran deliberadamente apagadas por ladrones que luego querrían correr a oscuras con el botín.

Como era harto probable que el jefe de los servicios secretos vigilara mi apartamento, me dirigí a casa de mi hermana Maya.

Era más generosa que las otras y más cariñosa conmigo. Aun así, fue un error. Maya me dio la noticia de que Famia se alegraría de verme pues había llevado a cenar al jinete al que logró convencer de que montara mi caballo en la carrera del jueves.

—Hemos tomado pastel de sesos de cordero. Si te interesa, queda un poco —me informó Maya. ¡Más menudillos! Maya me conocía lo suficiente para saber mi opinión sobre ese plato—. ¡Marco, ya está bien, eres peor que los niños! Anímate y, para variar, disfruta.

Me lancé sobre los restos con el regocijo de Prometeo, encadenado a una roca de la montaña, a la espera del águila que cada día se acercaba volando y le devoraba el hígado.

El jinete poseía una personalidad hasta entonces sin mácula, pero eso no significaba nada. Era un bicho y pensó que yo era su nuevo rebaño de ovejas. Como estaba acostumbrado a quitarme parásitos de encima, el caballista se llevó una buena sorpresa.

He olvidado su nombre. Me ocupé de olvidarlo. Lo único que recuerdo es que el bicho y el despilfarrador de Famia esperaban que pagase un dineral por los penosos servicios del enano y que, teniendo en cuenta que le daba la oportunidad de exhibirse a lomos de un caballo en el estadio más importante de la ciudad —con Tito César en el palco presidencial—, tendría que haber sido el jinete quien me pagara a mí. El caballista era menudo y tenía una cara truculenta surcada de cicatrices; bebía en exceso y, a juzgar por el modo en que miraba a mi hermana, esperaba que las mujeres cayesen rendidas a sus pies.

Maya lo ignoró. Algo que puedo decir a favor de mi hermana pequeña es que, a diferencia de la mayoría de las mujeres que han cometido un error garrafal en la vida, Maya se ciñó a lo pactado. En cuanto se casó con Famia no experimentó la necesidad de acrecentar sus problemas entregándose a complicadas aventuras.

Caí en deshonra recién iniciado el proceso de permitir que el jinete nos estrujara el bolsillo a Famia y a mí a causa de lo que bebía. Me enviaron a buscar una jarra de vino y durante el trayecto fui a ver a los niños. Se suponía que estaban en la cama, aunque en realidad jugaban a los carros. Maya criaba a sus hijos para que fueran sorprendentemente afables. Los pequeñajos notaron que me encontraba sofocado y quisquilloso, así que me invitaron a jugar un rato, uno de mis sobrinos me contó un cuento hasta que empecé a dormitar y todos salieron de puntillas cuando vieron que dormía a pierna suelta. Juro que oí decir a la hija mayor de Maya:

—¡Está roque y es un encanto!

La niña tiene ocho años, edad propensa al sarcasmo.

En principio me proponía instalarme en casa de Maya hasta que los espías regresaran a sus sórdidas madrigueras, momento en que me trasladaría a la residencia de Falco. Tendría que haberlo hecho. Jamás sabré si, de haberlo hecho, algo hubiera cambiado. Pero cabía la posibilidad de haber salvado una vida si esa noche hubiese regresado a mi apartamento en lugar de pernoctar en casa de mi hermana.

La estatua de bronce
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