XXVIII

A punto de llegar a la hostería de Oplontis, vi dos figuras que acechaban en la playa a oscuras.

No le dije nada a Lario y lo guié entre las sombras para entrar a través del establo. Encontramos a Petro, que acomodaba al buey. El pobre Nerón estaba que no podía más de sueño sobre sus patas hendidas; después de acarrear mi plomo quedó tan agotado que ni siquiera podía doblar el cuello para acercar la cabeza al comedero. Por eso Petronio Longo, el hombre duro de la guardia del Aventino, introducía bocados de heno en la bocaza de la bestia al tiempo que lo engatusaba con murmullos de cariñoso aliento.

—Un poquito más, encanto… —dijo con el tono que utilizaba para dar cucharadas de caldo a una niña que pone morritos. Lario no pudo contener la risa y Petro ni se inmutó—. ¡Quiero que vuelva a casa en buen estado!

Expliqué a mi sobrino que Petronio y su hermano (un empresario incansable) se habían asociado con tres parientes para comprar el buey. Cuando Petro se presentaba en la granja de sus primos del campo y se llevaba prestada la inversión, provocaba malos sentimientos.

—En ese caso, ¿cómo podéis compartir a Nerón? —quiso saber Lario.

—Los otro cuatro dicen que una pata es para cada uno y que a mí me tocan los cojones —respondió Petronio seriamente. Era un inocentón urbano. Dio al buey una última gavilla de heno y se dio por satisfecho.

Lario, que era rápido pero no tanto, se agachó para comprobarlo, se incorporó de un salto y gritó:

—¡Pero si no es más que un buey! ¡Lo han castrado, no tiene…!

Al ver nuestras expresiones se puso serio, al tiempo que entendía el chiste.

—De todos modos, el buey tiene unos cuatro años —comenté—. ¿Quién fue el chalado que lo bautizó Nerón en vida del emperador?

—Yo —repuso Petronio—. Lo hice la semana pasada cuando fui a buscarlo. Los demás lo llaman Mancha, Si exceptuamos el hecho de que tiene el copete rizado y grandes carrillos, quienquiera que le cortara el paquete hizo una chapuza, por lo que comparte una lujuria indiscriminada con nuestro difunto y glorioso emperador: toros castrados, vaquillas, portales con cinco barrotes. El muy idiota se abalanza sobre lo que se presente…

Petro tenía opiniones firmes sobre el gobierno. El intento de mantener el orden público entre ciudadanos que se sabían gobernados por un loco tañedor de lira lo había agobiado de frustración, aunque ése era el único gesto político que yo le conocía.

Nerón —que no parecía capaz de abalanzarse sobre nada— dejó caer un largo hilillo de saliva, cerró los párpados color pardo y se recostó contra el pesebre; cambió de idea y se lanzó cariñosamente en dirección a Petronio. Éste retrocedió y los tres nos pegamos a la puerta fingiendo indiferencia.

—Hay novedades —dije a Petro—. Nuestro barco se llama Isis Africana… Lario ha puesto en práctica su iniciativa.

—¡Qué genialidad! —Petro lo felicitó y le pellizcó la mejilla (a pesar de que sabía que a Lario le desagradaba)—. Falco, yo también tengo novedades para ti. Me detuve en el desvío de una de las aldeas de la meseta…

—¿Para qué? —lo interrumpió Lario.

—No seas entrometido. Para recoger flores. Falco, pregunté a una persona de allí quién es importante en las inmediaciones. ¿Te acuerdas de aquel ex cónsul anticuado que investigamos en relación con la conspiración de Pertinax?

—¿Te refieres a Caprenio Marcelo, su padre, el inválido?

Aunque personalmente nunca lo había visto, me acordaba de Marcelo: era uno de los senadores más viejos de Roma y tenía siete cónsules más en su glorioso árbol genealógico. Poseía una gran fortuna y no tenía herederos hasta que reparó en Pertinax y lo adoptó. (Marcelo era muy miope o el hecho de descender de cónsules no vuelve astuto a ningún senador).

—Vi al viejo pajarraco en Setia —recordó Petro—. ¡Una zona de vinos excelentes! Es tan rico como Craso. Posee viñedos en toda la Campania… incluso uno Vesubio arriba.

—Oficialmente se demostró la inocencia de Marcelo en la conspiración —musité. Pese a ser el propietario del almacén que los conspiradores utilizaran para guardar los lingotes, el hecho de tener un buen árbol genealógico y una considerable fortuna lo protegió. Hicimos pesquisas de rutina y nos largamos respetuosamente—. Se supone que está demasiado enfermo como para meterse en política…, en cuyo caso no puede estar aquí. Si la explicación es cierta no está en condiciones de viajar. Sin embargo, tal vez valga la pena visitar su casa…

De pronto pensé que su villa rústica podía albergar a Barnabas. De hecho, cualquier casa del Vesubio cuyo propietario se encontrara enfermo en otra parte se convertiría en el escondite ideal. Deduje que Petronio coincidía conmigo, pero, dada su cautela, no dijo nada.

Cambié de tema y me referí a las dos figuras sigilosas que un rato antes había visto en la playa. Petro y yo dejamos a Lario detrás, nos armamos con un farol y salimos a investigar.

Seguían donde los habíamos visto. Si estaban al acecho, su actitud no tenía nada de profesional. Hasta nuestros oídos llegó un murmullo de voces subrepticias. Cuando nuestras pisadas los perturbaron, la sombra más pequeña se movió, lanzó un chillido y entró corriendo en la hostería. Fruncí la nariz al percibir el olor rancio del agua de rosas de mala calidad y entreví un conocido pecho agitado y una cara redonda y preocupada. No pude dejar de reír entre dientes.

—¡Por lo que se ve, Ollia no pierde tiempo! ¡Ya se ha ligado a un pescador!

Y lo había hecho. El muchacho pasó delante de nosotros con esa mirada segura y curiosa de los chulos. Así son los sueños de las jóvenes cortas de entendederas. El chaval tenía un corte de pelo primorosamente cuidado, piernas cortas y fornidas y hombros musculosos y bronceados, destinados a exhibirse ante las chicas de la ciudad al tiempo que practicaba el lanzamiento de redes.

—¡Buenas noches! —saludó Petro firmemente, con la voz de un capitán de la guardia que sabe hacer las cosas.

El joven pescador de langostas se largó sin responder. Sus facciones no eran gran cosa de acuerdo con los patrones del Aventino y me pareció bastante chapucero como aprendiz de barquero.

Dejamos a Petronio en el patio: era un hombre que se tomaba la vida en serio y que, antes de acostarse, daba una vuelta para comprobar que todo estuviera en orden.

Mientras me precedía por la escalera en dirección a nuestro cuarto, Lario se volvió y susurró pensativo:

—No es posible que tenga una amiguita porque está con su familia. ¿Para quién habrá recogido las flores?

—¿Para Arria Silvia? —sugerí e intenté adoptar un tono neutral.

Mi sobrino (que cada día que pasaba se volvía más sofisticado) me miró de soslayo, de tal manera que me desternillé de risa sin poderlo evitar hasta llegar al final de la escalera.

Arria Silvia dormía. Su rostro estaba ruborizado en medio de la cabellera desparramada sobre la almohada. Respiraba con la profunda satisfacción de una mujer que ha cenado, bebido vino, vuelto andando a casa en medio de la noche estival y entrado nuevamente en calor gracias a un marido célebre por su minuciosidad. Junto a la cama había un enorme ramo de rosas silvestres, en un bote que había contenido pescado encurtido.

Cuando poco después subió la escalera, oímos que Petronio tarareaba una canción.

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