XLII

La ciudad de Herculano era muy pequeña, muy soporífera, y si estaba habitada por mujeres interesantes, estaban ocultas tras puertas cerradas a cal y canto.

No había basura en las calles. El ayuntamiento de Pompeya había tenido que poner pasaderas para que los peatones salvaran las extrañas sustancias que manaban de sus caminos y se estancaban. Los concejales herculanos preferían las aceras anchas, lo bastante anchas para celebrar una convención de cocineros de pasteles calientes, si exceptuamos el hecho de que no veían con buenos ojos los pasteles calientes. En Herculano la basura nunca daba la cara.

Detestaba Herculano. Contaba con casas elegantes y limpias, propiedad de seres con poca personalidad pero muy pagados de sí mismos. Moraban en callejuelas remilgadas. Los hombres pasaban el día contando dinero (del que tenían mucho), mientras sus señoras viajaban en literas cerradas desde sus umbrales seguros hasta los hogares de otras damas respetables, donde se sentaban alrededor de fuentes con pastelillos de almendra y hablaban de naderías hasta que llegaba la hora de volver a casa.

A diferencia de Pompeya, donde para hacernos oír tuvimos que desgañitarnos, en Herculano podías detenerte en el Foro, situado en lo más alto de la ciudad, y seguir oyendo las gaviotas del puerto. Si un crío lloraba en Herculano, la niñera corría a amordazarlo antes de que lo denunciaran por perturbar la paz. Los gladiadores del anfiteatro de Herculano probablemente decían ¡cuánto lo siento! cada vez que sus espadas cometían la descortesía de infligir un rasguño.

Francamente, Herculano me dio ganas de zambullirme en una fuente pública y proferir un soberano taco.

* * *

Habíamos dejado para el final esta colmena de mediocridad porque yo la despreciaba profundamente. Ventrículo, nuestro amigo de Pompeya, me informó que utilizaría casi todo el plomo para satisfacer los encargos que nos habían hecho. (La noticia llegó antes de lo que había previsto, pero no me sorprendió; supuse que el fontanero me engañaría un poco, fiel a las costumbres de su oficio). Por lo tanto, ésa era mi última oportunidad. Y a Herculano llegamos, con Nerón, con la última carretada de muestras y con la esperanza de averiguar algo sobre los planes de Aufidio Crispo (y, en el caso de tener un extraordinario golpe de suerte, descubrir dónde había amarrado su bonito barco esa sardina esquiva).

No tenía la menor intención de visitar al magistrado que Helena Justina había mencionado. Yo era listo, duro y cumplía mi trabajo a la perfección. No necesitaba una supervisora nombrada a dedo. Obtendría la información por mi propia cuenta.

Mientras metía las narices en Herculano en busca de información le confesé a Lario que habíamos alcanzado el tope de los gastos que Vespasiano estaba dispuesto a abonar.

—¿Quiere decir que no tenemos dinero?

—Sí. El emperador es tacaño ante el fracaso.

—¿Te pagaría más si averiguases algo?

—Sólo si considera que vale la pena.

En esa situación algunos se dejan dominar por el pánico. Yo estaba algo inquieto. Sin embargo, Lario exclamó estoicamente:

—¡Más vale que nos ocupemos de averiguar algo sin perder más tiempo!

Me gustó la actitud de mi sobrino. Veía la vida con gran simplicidad. Una vez más pensé que ese enfoque tenaz convertiría al primogénito de Galla en una ventaja para mi trabajo. Lo comenté mientras Nerón se dirigía hacia la ancha calle mayor de Herculano (se llamaba Decumano Máximo, que es el nombre que suelen dar a la calle principal todas las ciudades de Italia habitadas por más de dos ocas). Lario respondió a mis consejos profesionales hablándome de un pintor de murales que Ventrículo le había presentado y que le ofrecía trabajo de verano como dibujante de figuras de un friso…

Yo no sabía nada de esa oferta y me sentí muy molesto. Transmití a mi sobrino lo que pensaba de los artistas. Lario apretó la barbilla con la irritante tenacidad que hacía unos segundos ya había admirado.

Esta Decumano Máximo concreta era la calle más limpia y tranquila que vi en mi vida. Se debía, en parte, al vigilante inmaculado que caminaba de un extremo a otro para que los lugareños respetables —que querían saber si la comida estaba lista— le preguntaran la hora. Su otro modo de servir a la comunidad consistía en señalar a los holgazanes como nosotros que estaba prohibido el tráfico rodado por el bulevar principal de Herculano.

Nos gritó en el preciso momento en que yo reparé en los postes que se alzaban como mojones y que nos cortaban el paso. Nos dirigíamos hacia el tribunal (vi el reflejo del sol en un auriga de bronce situado a las puertas de esa elegante basílica). Calle arriba se alzaba un arco, que probablemente conducía al Foro, a nuestro lado había una hilera de tiendas y una fuente que Nerón olisqueaba con gusto.

Detesto a los partidarios de las disciplinas rigurosas. Éste nos ordenó que abandonáramos Decumano con la buena educación que cabe esperar de un funcionario rural: ninguna. A cambio de un punzón de hueso le habría dicho dónde se podía meter el bastón, aunque ello significara que nos expulsasen de la ciudad… Lario me llamó la atención.

—¡Dile que lo sentimos y que nos vamos!

No censuro al vigilante por habernos insultado. Mi sobrino y yo habíamos cometido el error de hacernos un corte de pelo barato en vacaciones, con las consabidas lamentables consecuencias. Habíamos ido a una barbería al aire libre, junto al cuartel de los gladiadores de Pompeya, donde necesitaron tres horas de tijeretazos para darnos la apariencia de criminales. Además, en ese momento comíamos sardinas envueltas en hojas de parra, algo que a ningún habitante de Herculano se le ocurriría hacer en la calle.

Giramos cuesta abajo en dirección al puerto. A ambos lados había calles. Herculano estaba construida de acuerdo con el pretencioso plan griego. Nerón me evitó problemas y eligió el camino. Se trataba de un pintoresco escenario de callejuelas con salientes y pilastras; un tejedor de cestas soñaba en su taburete y una vieja que había salido a comprar una lechuga despotricaba contra la sociedad moderna en compañía de otra anciana que había ido por pan. Nuestro loco buey se zambulló impaciente en el remolino de la gran vida de Herculano.

El desastre se desencadenó en un abrir y cerrar de ojos, como suele ocurrir.

Nerón giró a la derecha. El burro de un buhonero estaba atado delante de una pensión de mala muerte; se trataba de un macho joven, fuerte, de orejas lustrosas y trasero insolente: Nerón descubrió la gran pasión de su vida.

Al volverse el buey hizo chocar la carreta contra el pórtico de la pastelería. El peso del plomo nos retuvo y Nerón se alejó libre. Las vibraciones de su gozoso mugido derribaron cuatro hileras de tejas. Los cacharros de barro se hicieron añicos bajo sus cascos cuando se deshizo de nosotros y rozó la producción de un alfarero con el paso delicado y alto de un buey suelto, dispuesto a girar sobre sus cuatro patas y con el cuerno preparado por si se terciaba. Las partes de su cuerpo que según se suponía estaban desactivadas se bamboleaban pesadamente, con peligrosas consecuencias para el burro.

Las mujeres salieron en tropel a los balcones del primer piso. En las columnatas de la calle los chiquillos chillaron aterrorizados y en seguida se sosegaron, fascinados por la escena. Cogí la cuerda que enrollábamos alrededor de los cuernos del buey, corrí tras él y llegué junto a Nerón en el preciso momento en que se encabritó y se dejó caer sobre su nuevo amigo. El joven Paco bufó y gritó ¡que me violan! El confundido recadero de una tienda de alimentos sujetó la cola de Nerón. Segundos después me quedé sin aliento cuando media tonelada de buey cachondo se giró para liberar su parte posterior y me hizo chocar contra la pared de la pensión. La pared, construida con cascajos baratos y marco de mimbre, cedió lo suficiente e impidió que me rompiese algún hueso.

Reboté contra la pared de la pensión en medio de un aluvión de estuco y polvo. Para entonces Lario corría de un lado a otro y lanzaba inútiles consejos. A decir verdad, lo que me hacía falta era una grúa del puerto. Habría escapado en busca de un escondite, pero la quinta parte de aquel bovino maníaco pertenecía a Petronio Longo, mi mejor amigo.

La gente intentó rescatar a Paco con cuanto encontró. En la mayoría de los casos nos golpeó a Lario y a mí por error. Topé de frente con un cubo de agua apresuradamente arrojado (o algo parecido) , mientras mi sobrino recibía un buen golpe de calabacín en la zona más sensible del cuello. Con ciertas muestras de carácter, el burro intentaba agitar las patas traseras, pero en cuanto quedó hundido sólo pudo prepararse para una dolorosa sorpresa.

En el instante de gloria de Nerón nos socorrió la fortuna. Las patas de la víctima cedieron (yo estaba preocupado por su corazón). Burro y buey cayeron a tierra. Paco se incorporó tembloroso y con expresión desesperada. Me apresuré a enlazar una pata trasera de Nerón, Lario se sentó en su cabeza y el buey se debatió frenéticamente…, hasta que de pronto se dio por vencido.

Tendríamos que haber sido héroes. Supuse que habría una disputa sobre la compensación por los escaparates rotos y, si acaso, una denuncia de acuerdo con una rama menos conocida de las leyes augustas sobre el matrimonio por permitir que un animal de tiro se tirara adúlteramente a un burro. Lo que ocurrió fue mucho más interesante. El vigilante de Decumano Máximo había notado que llamábamos a nuestro buey con el nombre de un emperador. Juramos y perjuramos que había entendido mal. Llamamos «Mancha» a Nerón. El muy necio no nos hizo caso. Entonces llamamos «Nerón» a Nerón y tampoco nos hizo caso porque, al parecer, carecía de importancia.

Lario y yo fuimos detenidos por blasfemar.

La estatua de bronce
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