LIII
Helena Justina nos miró despectiva y abandonó el tocador… como la bailarina, pero con más agresividad y sin rosa.
—Detesta los secretos —la justifiqué.
—¿Va tras ella, Falco? —Crispo entrecerró los ojos con esa mueca a medias seria que utilizaba cuando se divertía manipulando al prójimo—. Supongo que podría organizarlo…
—¡Sería un hermoso regalo, pero esa mujer ni siquiera me mira!
El gran hombre sonrió.
—¡Falco, es usted es un extraño mensajero de palacio! Si Flavio Vespasiano me ha escrito una carta personal, ¿para qué lo envía?
—¡Porque le gusta contar con profesionales! ¿Qué quiere preguntarme? ¿Por qué no lo hizo delante de la señora?
—Se refiere a su marido…
—A su ex marido —puntualicé.
—A Pertinax Marcelo, que, como acaba de decir, se divorció de ella… ¿Qué sabe de Pertinax?
—Que era demasiado ambicioso y muy poco inteligente.
—¿No le cae bien? Recientemente dieron noticia de su defunción —murmuró, y me dirigió una mirada especulativa.
—Así es.
—¿Está seguro?
—¡Usted leyó la noticia de su muerte!
Crispo me miró como si yo hubiese dicho una mentira.
—Falco, Pertinax participó en un proyecto del que sé algunas cosillas. —La participación de Crispo en la conspiración no estaba demostrada y yo no me hacía la ilusión de que fuera a reconocerla—. Ciertas personas habían acumulado grandes cantidades de fondos…, y me gustaría saber a manos de quién fueron a parar.
—Señor, es un secreto de estado.
—¿Eso significa que no lo sabe o que no me lo dirá?
—Antes responda a una pregunta —añadí tajante—. ¿Para qué quiere saberlo?
—¡Venga ya! —Lanzó una carcajada.
—Disculpe, señor, pero me esperan asuntos más importantes que sentarme en un taburete bajo el sol y ver madurar las uvas. ¡Hablemos con franqueza! El dinero se guardaba en un almacén de pimienta y lo tenía un hombre que evidentemente ha desaparecido: el tío de Helena Justina.
—¡Se equivoca! Falco, ese hombre está muerto —espetó.
—¿De veras? —Mi voz volvió a chirriar cuando percibí una vez más el olor de la carne putrefacta del cadáver que había arrojado por la gran cloaca.
—No nos vayamos por las ramas. Sé que está muerto. El hombre lucía un anillo, una inmensa esmeralda verde de pésimo gusto. —El gran hombre ni siquiera se había enjoyado para el banquete, si exceptuamos un sencillo sello chato de ónix, de buena calidad y discreto—. Nunca se lo quitaba. Falco, he visto ese anillo. Me lo mostraron aquí hace un rato.
No dudé de su palabra. Se refería a uno de los anillos que Julio Frontino, el capitán de la guardia pretoriana, había arrancado de los dedos abotargados del fiambre del almacén. Era el camafeo que yo había perdido.
De modo que, mientras estábamos en Roma, Barnabas lo había encontrado. Sin duda Barnabas había estado en Oplontis esa misma noche.
Hice una evaluación rápida y llegué a la conclusión de que Crispo abrigaba la esperanza de echar mano a la resbaladiza tonelada de lingotes que los conspiradores habían reunido y que se proponía usarlos para favorecer sus propios planes. Tal vez la mitad del Lacio y un velero elegante no bastaban para garantizar la buena voluntad de todas las provincias, el Senado, la guardia pretoriana y las revoltosas masas del Foro…
Con el propósito de convencerlo de que abandonase sus planes, expresé en voz alta mis suposiciones:
—¿Curcio Gordiano le ha escrito para avisarle que Barnabas, el liberto de Pertinax, se ha convertido en asesino por cuenta propia? ¿Estuvo aquí esta noche?
—Sí, estuvo aquí.
—¿Qué quería? —inquirí sin levantar la voz—, ¿Pretendía recabar su apoyo para la broma con las velas?
—Falco, temo que no me comprenda —replicó Crispo con su actitud afable y encantadora.
Me miró. Abandoné el tema como un idiota que tropieza accidentalmente con una pista y no se percata de su importancia.
Reconozco que no lo entendí. Sin embargo, nunca he sido un aficionado que convierta sus incertidumbres en motivos para darse por vencido.
Empezaba a sospechar que Aufidio Crispo ocupaba un lugar preponderante en este enigma, dondequiera que encajase la importación de cereales. Me pregunté si Crispo, y acaso Pertinax antes de su muerte, le habían añadido un toque personal a la conspiración original…, un truco de su propia factura. ¿Crispo seguía decidido a llevarlo a cabo? ¿Barnabas se había presentado esa noche con el propósito de rehacer la trampa que Crispo se había propuesto tender con su amo? ¿Acaso el agente comercial sincero, solidario y honrado de Crispo había llegado a la conclusión de que era mejor que Barnabas se ocupase de contar la historia de su vida en una mazmorra húmeda?
—¿Sabe que buscan a Barnabas por el asesinato de Longino? Señor, ¿piensa entregarlo?
Yo sabía que, bajo esa apariencia afable, Aufidio Crispo era un hombre peligroso y que, como la mayoría de los seres temibles, quitaba un incordio entre sus propios compañeros con la misma rapidez con que eliminaba a un adversario. De hecho, todavía más rápido.
—Pruebe en Villa Marcela —sugirió sin pensárselo dos veces.
—¡Lo sospechaba! No tenía excusas para registrar la casa, pero si su información es fiable y encuentro al liberto…
—Mi información siempre es fiable. —Aufidio sonrió con elegancia y cordialidad. Su rostro atezado se puso rígido en seguida.
¡De todos modos, Falco, le aconsejo que se prepare para recibir una sorpresa!
La audiencia había terminado. Crispo sostenía la carta aún lacrada de Vespasiano y yo deseaba dejarlo para que leyese ese antiguo papiro antes de que la tinta se borrara y los insectos lo carcomieran. Ya había quitado el pestillo de la puerta cuando me detuve.
—Con respecto a su amigo Menio Celer, le pegué porque atacó a una señora.
—¡Menio es incorregible! —Crispo se encogió de hombros—. No tiene malas intenciones.
—¡Eso dígaselo a la señora! —espeté.
—¿Se refiere a la hija de Camilo? Parecía…
—Inmaculada, como siempre.
—¿Se trata de una queja formal?
—Claro que no —reconocí con paciencia—. No es más que la explicación de los motivos por los que golpeé a su noble amigo.
—Falco, ¿qué quiere decir?
Me vi incapaz de darle una explicación.
Aufidio Crispo era un negociante inteligente y eficaz. En la lucha con los Flavio le podría haber prestado fácilmente mi apoyo. Empero, sabía que el severo y anticuado Vespasiano (que coincidía conmigo en que la única manera de llevarse a una señora a la cama consistía en contar con su beneplácito) no tendría muy buena opinión del alegre Menio Celer y de sus aventuras supuestamente inofensivas. Había comprobado que los que compartían mis opiniones sobre las mujeres eran, en política, los mejores compañeros de escaño. Todo lo cual significaba que Aufidio Crispo acababa de perder mi voto.
Salí sin más dilaciones porque no ganaría nada prolongando la conversación.