LXXI
Tuve la impresión de que por fin Pertinax me veía. De todos modos, su arrogancia apenas mermó. Creo que no se dio cuenta de que, por segunda vez desde el fracaso de la conspiración, él corría el riesgo de pasar una temporada entre rejas mientras sus compinches lo abandonaban indiferentes. Estuve a punto de compadecerlo, pero mi bondad queda muy diluida cuando alguien intenta matarme.
Permanecí con los pies ligeramente separados, consciente del movimiento de la cubierta y de la fragilidad del Isis en comparación con la masa pesada del Escorpión de mar.
Pertinax lanzó una mirada apagada a Crispo, claramente convencido de que también sería arrestado. Crispo se encogió de hombros y no le aclaró las cosas. Hice una señal a Milo. Puesto que el esquife en que nos habíamos desplazado no tenía capacidad para más de tres personas, Milo se trasladó al Escorpión de mar con el reo y lo envió para que Gordiano y yo regresáramos a bordo.
Mientras aguardábamos nadie habló.
El esquife se acercó lentamente al barco de recreo. Crispo intercambió lindezas con Gordiano y le deseó suerte en su nuevo cargo en Pesto. Me ignoraron con una especie de amable deferencia, como si estuvieran en un banquete muy importante y acabaran de divisar un simpático bicho que asoma en la miga de un panecillo.
Yo no estaba de humor para felicitarme a mí mismo. El mero hecho de ver a Atio Pertinax me crispaba. No descansaría en paz hasta encerrarlo en la celda de una cárcel de máxima seguridad.
Me ocupé de que Gordiano bajara primero al esquife.
—¡Señor, gracias por la entrega! —El barco cabeceó y era una nave tan delicada que perdí el equilibro y me aferré a la borda—. Puede contar con la gratitud de Vespasiano.
—Me alegro. —Crispo sonrió.
En el barco y vestido de vacaciones, Aufidio Crispo parecía más viejo y mas sórdido que cuando rebosaba confianza en Villa Popea… aunque semejaba más a alguien con quien pudieras ir a pescar.
—¿De verdad? —pregunté ecuánime—. ¿Puedo excluirlo de todos los planes perversos que descubro y que se relacionan con los barcos cerealeros que vienen de Egipto?
—Lo he dejado —reconoció Crispo, al parecer sinceramente.
—¿Qué pasó? ¿La flota no le dio ninguna alegría?
Ni siquiera intentó repudiar el plan.
—Hay que reconocer que el comandante y los capitanes de los trirremes beben con cualquiera que pague…, pero todos los marinos se consideran militares. Falco, hay que admitir que Vespasiano cuenta con la lealtad absoluta del ejército.
—Señor, saben que Vespasiano es un buen general.
—Esperemos que también sea un buen emperador.
Estudié su rostro. Helena tenía razón: asimilaba las pérdidas con indiferencia, cualquiera que fuese la apuesta. Si es que eran pérdidas. El único modo de averiguarlo consistía en cederle la delantera y vigilarlo.
Cuando salté por la borda para bajar al esquife, Crispo me sujetó del brazo.
—Gracias. Lo que le dije va en serio. Imagino que puede pedirle a Vespasiano el puesto que más le apetezca —aseguré, pues todavía intentaba salvarlo.
Aufidio Crispo lanzó una mirada furtiva al esquife, en cuya proa, con su habitual estilo pesado, Gordiano se había instalado.
—¡En ese caso, le aseguro que necesitaré algo más que un condenado templo!
Sonreí.
—¡Por pedir que no quede! Buena suerte, señor, nos veremos en Roma…
Cabía una lejana posibilidad de que volviéramos a vernos en Roma.
Hasta ese momento capturar a Pertinax había sido demasiado sencillo. Tendría que haberlo sabido. La parca que controla mi destino posee un macabro sentido del humor.
El esquife del Escorpión de mar había cubierto la mitad de la distancia que lo separaba del barco nodriza cuando en la laguna apareció un recién llegado. Gordiano me miró sorprendido. Se trataba de un trirreme de la flota de Miseno.
—¡Rufo! —exclamé—. ¡Era de prever que se presentara con su corona de pimpollos de rosa justo cuando termina el banquete!
Aunque el trirreme se deslizó en silencio, nada más avistarnos empezó a sonar el tambor. En el lado que podíamos ver, ochenta remos se hundieron en el agua. Como los remeros seguían el ritmo del tambor, la luz del sol bruñó entonces los escudos y las puntas de las lanzas de la escuadra de marineros formada en la cubierta de combate del trirreme. Era de color gris y azul acerado y una orgullosa llamarada escarlata rodeaba el cuerno del morro. Un ojo vívidamente pintado le proporcionaba la ferocidad de un pez espada a medida que avanzaba, letalmente propulsado por tres enormes hileras de remos. A mis espaldas Baso, el contramaestre como un barril del Isis, lanzó un grito de advertencia.
El marinero que pilotaba nuestro esquife se detuvo confundido. Aunque los trirremes son los caballos de tiro de la armada y abundan en la bahía, el hecho de ver uno que avanzaba a toda velocidad te dejaba alelado. Sobre el agua no había nada tan bello ni tan peligroso.
Gordiano y yo lo observamos aproximarse. Me di cuenta de que pasaría peligrosamente cerca. Estábamos aterrorizados. Entrevimos su quijada: las gruesas maderas revestidas de bronce que conformaban el espolón, esa boca siempre abierta y perversamente dentada situada por encima de la línea de flotación. Pasó tan cerca que oímos el crujido de las clavijas del escálamo y vimos que chorreaba agua cuando se alzaron los remos. Nuestro remero se tendió en el esquife y nos aferramos mientras las inmensas olas provocadas por la estela del trirreme sacudían la frágil embarcación.
Esperamos, sabedores de que los trirremes giran sobre sí mismos. Esperamos a que aterrorizase el barco de recreo de Crispo y se detuviera, dominando el lago. Impotente en su camino, cual una fruslería ridículamente decorada, el Isis Africana también esperó. Y el trirreme no se detuvo. Poco antes del choque Aufidio Crispo tomó su última decisión extravagante: reconocí su túnica roja cuando se zambulló.
Como su personalidad contenía una pega fatal, esta vez también tomó la decisión equivocada.
Cayó bajo los filos de estribor del trirreme. Sólo la hilera más alta de remeros, la situada en el botalón, divisaba los filos y se enteró de su presencia. Entreví su torso espantosamente retorcido durante unos segundos. Los remos se trabaron y un par se partió. El resto prosiguió su movimiento sin pausa, como la aleta acanalada de un pez gigante, a medida que lanzaban la esbelta quilla de la imponente nave contra el barco de recreo. El espolón le dio en plena marcha. Sin duda fue deliberado. El trirreme chocó con el Isis mediante un golpe violento e inmediatamente los marineros remaron hacia atrás: la maniobra clásica para enganchar el maderamen destrozado de la víctima en el momento en que las naves se separaban. El Isis Africana era tan pequeño que, en lugar de soltarse, el trirreme también acarreó su arrugada armazón, empalada en el morro.
Todo quedó en silencio.
Descubrí que el trirreme se llamaba Pax. No era adecuado para estar en las manos irresponsables de un magistrado incompetente de una pequeña ciudad.
Nuestro barquero perdió un remo y se lanzó al agua a buscarlo, por lo que nos hizo cabecear en ese mar agitado. Cuando lo subimos a bordo giró el esquife en dirección al trirreme y nos dispusimos a recobrar todo lo que pudiéramos.
Al acercarnos lo suficiente vimos que la agitación comenzaba a calmarse. La tripulación del Isis se aferraba a las cuerdas y era izada lentamente a bordo del Pax, al tiempo que los marineros se apiñaban en el poderoso espolón de bronce y destrozaban lo que quedaba del barco de recreo. Los añicos de ese bello juguete se desperdigaron por la bahía. Oímos gritos procedentes de un fragmento del casco en el que un tripulante había quedado atrapado; a pesar de que los marineros se esforzaron por salvarlo, el maderamen se partió y el pobre hombre acabó en el fondo del mar. Asqueados, Gordiano y yo dejamos que los marineros cumplieran con su tarea y salvamos con una escala de cuerdas el casco ligero del trirreme a fin de pedir explicaciones al magistrado. Subimos a bordo por la popa. Rufo ni siquiera intentó salir a nuestro encuentro, así que recorrimos la inacabable longitud del barco y lo encontramos en el mismo instante en que un grupo de marineros, con la ayuda del contramaestre Baso —cuya expresión era temible—, subió por la borda los restos de Aufidio Crispo.
Otro cadáver.
Éste cayó en cubierta chorreante, con ese débil patetismo carmesí que la sangre adquiere al mezclarse con agua salada. Un cadáver más, también innecesario. Me di cuenta de que Gordiano estaba tan furioso como yo. Se arrancó la capa y entre los dos envolvimos el maltratado cadáver. El sumo sacerdote hizo un áspero comentario a Emilio Rufo antes de volverle la espalda:
—¡Qué desperdicio!
Yo no pude contenerme.
—¿Qué sentido tenía esa tétrica maniobra? —pregunté indignado y expresé libremente mi desprecio—. ¡No me diga que la ordenó Vespasiano…, porque Vespasiano es un hombre sensato!
Emilio Rufo titubeó. Todavía conservaba su apostura, pero el aire de seguridad que antaño me impresionó pareció convertirse en un don de relumbrón, pues después de verlo actuar descubrí que era otro aristócrata que hacía cálculos volubles y que carecía por completo de inteligencia práctica. Había visto lo mismo en Britania durante la gran rebelión y ahora lo encontraba en mi tierra: otro funcionario de segunda categoría con pirita en las venas, capaz de despachar a hombres buenos al otro mundo.
Rufo no respondió. Yo no esperaba respuesta.
Había pasado revista a los tripulantes rescatados e intentó disimular su agitación al no ver al único individuo que, como sabíamos, estaba buscando. Su rostro elegante y de tez clara dejó traslucir el instante en que decidió no abordar a Gordiano, un senador mayor e irascible que lo sacaría con cajas destempladas. Ese honor recayó en mí.
—Es bastante lamentable, pero así se resuelve el problema de Crispo…
—¡Crispo no era un problema!
Mi concisa respuesta lo perturbó.
—Falco, ¿qué se ha hecho de Pertinax?
—¡Si de usted dependiera, estaría dándole de comer a las ostras de Baia! Pero no padezca, sin duda está sano y salvo a bordo del Escorpión de mar.
Tendría que haberlo sabido.
Cuando nos asomamos por la borda y buscamos a mi viejo amigo Laeso y su sólido buque mercante, nos enteramos de que el Escorpión de mar había levado anclas cuando se produjo la colisión. Estaba muy lejos y se dirigía al sur, hacia alta mar.