IXL
Estábamos comiendo cuando Helena llegó.
Dejamos a Ollia con las niñas, exceptuando a Tadia, que recibió una picadura tan fuerte de una medusa que la llevamos con nosotros, todavía enrojecida y enfurruñada (la pobre chiquilla se había sentado encima de la medusa). Lario se quedó con Ollia. Antes de irnos los oí hablar de poesía lírica.
Comimos en una bodega al aire libre en la que también servían mariscos. A petición de Silvia, Petronio echó un vistazo a la cocina. No diré que los patrones lo recibieran con los brazos abiertos, pero lo cierto es que mi amigo poseía la habilidad de meterse en sitios por los que hombres más sabios habrían pasado de largo, y a continuación todos lo trataban como a un amigo.
Helena nos vio y se apeó de la silla de manos al mismo tiempo que yo me puse en pie. Oí que daba instrucciones a los criados para que se entretuviesen con una jarra de vino y para que volviesen a buscarla más tarde. Aunque me miraron, yo parecía inofensivo porque en ese momento sostenía en brazos a la pequeña Tadia, medio dormida.
—Su señoría, ¿se trata de una entrega personal?
—Sí…, tengo un loco ataque de energía… —Helena Justina parecía jadeante, pero quizá se debía al esfuerzo de sacar de la silla de manos su persona y el caldero nuevo para mi madre—. Si estuviera en casa me encargaría de esas tareas de las que todos huyen, como limpiar a fondo la despensa donde guardamos los frascos con pescados encurtidos. En casa de otros no es amable advertir que las ánforas de la cocina gotean… —Llevaba un sencillo vestido gris y noté que tenía los ojos muy brillantes—. De modo que será mejor que me ocupe de ti.
—¡Muchísimas gracias! ¿Como si fuera un sucio y pegajoso cerco en una de las losas del suelo, un cerco que es necesario fregar? —Helena sonrió. Murmuré roncamente—: ¡Cuando sonríes tus ojos se vuelven hermosos!
Su señoría dejó de sonreír, pero sus ojos siguieron siendo hermosos.
Desvié la mirada hacia el mar, la paseé por la bahía, ascendió hasta el Vesubio…, miré hacia cualquier otra parte. Pero tuve que volver a contemplarla. Los ojos de Helena por fin se encontraron de frente con los míos.
—Hola, Marco —dijo con cautela, como quien sigue las gracias de un payaso.
—Hola, Helena —respondí.
La hija del senador se ruborizó sensatamente.
Cuando llevé a Helena a la mesa intenté evitarle incomodidades, pero acarreaba un caldero y mis amigos no eran el tipo de personas que pasan por alto semejante excentricidad.
—Jovencita, ¿ha traído su caldero para la comida? —Petronio soltó una chusquería típica del Aventino.
Nuestras miradas se cruzaron y luego mi amigo observó a su curiosa esposa, que pegaba un buen repaso a Helena.
Arria Silvia ya había erizado las plumas ante la posibilidad de que mi imponente invitada fuese algo más que una conocida profesional.
—¡Tengo un gran afecto por la madre de Falco! —exclamó Silvia majestuosamente cuando Helena explicó por qué llevaba el caldero.
De esa forma Arria Silvia demostró que Petro y ella me conocían de antes.
—Muchas personas la quieren —reconocí—. ¡Hasta yo de vez en cuando!
Helena dirigió a Silvia una sonrisa tenue y compasiva.
Como en los lugares públicos ruidosos se tornaba introvertida, Helena Justina se sentó a nuestra mesa casi sin pronunciar palabra. Nos habíamos dedicado al marisco. En cierta ocasión yo había cruzado Europa con su señoría, un viaje digno del Hades en el que no tuvimos nada que hacer salvo quejarnos de la comida. Como sabía que tenía buen diente, soslayé las preguntas y pedí para Helena un cuenco de langosta. Le pasé mi servilleta y la forma en que la aceptó sin comentarios debió de ser una de las pistas que Silvia interpretó críticamente.
—Falco, ¿qué te has hecho en la oreja? —Cuando se lo proponía. Helena también era muy curiosa.
—Tuve mis roces con un muelle.
Petronio, con expresión relajada a medida que arrancaba las patas de las gambas, contó la forma en que yo había intentado ahogarme. Silvia añadió unos cuantos detalles humorísticos sobre mi incapacidad de mantenerme a flote.
Helena frunció el ceño.
—Dime, ¿por qué no has aprendido a nadar?
—Porque me encerraron en el cuartel en la fecha en que tendría que haber aprendido.
—¿Por qué?
Yo prefería dejarlo estar, pero Petronio repitió solícitamente el mismo cuento que le había narrado a Lario:
—Nos mandaba un tribuno que llegó a la conclusión de que Marco se había liado con su amiga.
—¿De veras? —preguntó Helena severamente, y añadió con desdén—: ¡Supongo que es verdad!
—¡Por supuesto! —confirmó Petro de buena gana.
—¡Muchas gracias! —exclamé.
Como básicamente es una persona afable, Petronio Longo rebanó la salsa de su cuenco, se metió un panecillo en la boca, nos sirvió vino, dejó dinero para pagar la comida, cogió en brazos a su agotada hija, guiñó el ojo a Helena… y se largó en compañía de su esposa.
Después de tamaña actuación vacié lentamente mi cuenco mientras Helena acababa el suyo. Se había recogido el pelo como a mí me gustaba, con raya al medio y algo aplastado por encima de las orejas.
—Falco, ¿qué miras?
Le dirigí una mirada que traslucía que yo me preguntara si me atrevería a acariciar su lóbulo más próximo, por lo que Helena me respondió con otra mirada con la que indicaba que más me valía no intentarlo.
Una sonrisa incontrolable se apoderó de mi rostro. La expresión de Helena me hizo saber que su idea de una delicia en vacaciones no consistía en que la cortejara un gigoló de los que las aman y luego se van.
Alcé mi vaso y brindé delicadamente por ella. Helena bebió un sorbo. Había aceptado más agua que vino cuando le serví y bebido muy poco cuando Petronio volvió a llenarle el vaso.
—¿Ya has tomado tu ración en la villa rústica? —Pareció sorprenderse—. ¿Tu suegro bebe mucho?
—Una o dos copas con las comidas para facilitar la digestión. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque el día que fui llenó una jarra que habría hecho los honores en la fiesta de la victoria de los gladiadores.
Helena meditó mis palabras.
—Puede que le guste dejar un poco en la mesa para los esclavos que lo sirven.
—Puede ser.
Ninguno de los dos se tragó la historia porque ambos sabíamos la verdad.
Puesto que el coqueteo estaba excluido, había llegado la hora de hablar de negocios.
—Si ya has estado en Nola y has vuelto, has tenido una jornada agitada. ¿A qué se debe tanta prisa?
Helena esbozó una sonrisa cansina y pesarosa.
—Falco, te debo mis disculpas.
—Supongo que podré soportarlo. ¿Qué has hecho?
—Te dije que Aufidio Crispo no había estado en la villa… y en cuanto partiste ese hombre exasperante hizo acto de presencia.
Taciturno, utilicé la uña del pulgar como palillo.
—¿En una litera con una elegante púa dorada en la parte superior y esclavos de librea color azafrán?
—¡Te cruzaste con él!
—Tú no tienes la culpa.
A esa altura Helena debía de saber que si alguna vez me enfadaba le bastaría con dirigirme esa expresión seria y culpable. Yo no estaba enfadado pero, a juzgar por su expresión, Helena sabía que ejercía una influencia peculiar en mí.
—¿Por qué no me cuentas lo que ocurrió? —propuse.
—Al parecer fue una visita de pésame. Me dijeron que fue a hablar con Marcelo sobre su hijo.
—¿Tenía cita previa?
—Parece que sí. Sospecho que mi suegro acortó el almuerzo conmigo para hablar en privado cuando Crispo llegara. —Las mujeres recatadas suelen quedar excluidas de las reuniones masculinas, y Helena estaba claramente molesta—. Se llevaron la jarra de vino —reconoció—. ¡No se te escapa nada!
Sonreí y disfruté con su cumplido. También disfruté de su regodeo íntimo a medida que le permitía que me manipulase… y de su risa pronta, tierna y honesta cuando se percató de que yo lo sabía.
—Supongo que el viejo Marcelo no te contó de qué hablaron.
—No. Intenté disimular mi interés. Restó importancia a la visita comentando que Crispo se mostraba bien dispuesto… ¿Por qué no me preguntas para qué fui a Nola con Marcelo?
Me acerqué con el mentón apoyado en las manos y pregunté obedientemente:
—Helena Justina, ¿para qué fuiste a Nola?
—Falco, fui para comprarte un caldero… ¡Un caldero que ni siquiera te has dignado mirar!