XVII

Dieciocho kilómetros al sur de Crotona un promontorio llamado Cabo Colonna recorre un largo tramo de litoral desolado hasta el extremo norte del golfo de Escila. En la playa misma, en un emplazamiento típicamente griego, se alza un enorme templo dedicado a Hera, con una panorámica elevada sobre el lacerante resplandor del mar Jónico. Se trata de un magnífico santuario de estilo clásico… o de un lugar seguro para un hombre con problemas (Curcio Gordiano dixit, que se largó a toda prisa cuando estuvo a punto de tener un roce con los pretorianos), pues se encuentra muy lejos de Roma.

Gordiano ostentaba el título de sumo sacerdote del templo. Los grandes patrones suelen tener mecenas locales que arrasan en las elecciones de carácter religioso. Hasta que aterroricé al secuaz de Milo en el mansio no sabía que el sumo sacerdote hereditario residiera junto al templo. Tratándose de un senador, arreglar personalmente el altar no cuenta.

Incluso bajo el sol abrasador, el aire fresco y diáfano me erizó la piel de los brazos, al tiempo que la impetuosa atmósfera marina tensó mis pómulos y la brisa fuerte dispersó mi pelo del cuero cabelludo. El templo estaba bañado por la luz del mar y del cielo. Al entrar en la ardiente construcción en piedra de la columnata dórica, un silencio sobrecogedor estuvo a punto de abrumarme.

Delante del pórtico, en un altar instalado al aire libre, un sacerdote con el rostro cubierto con un velo practicaba un sacrificio privado. Los miembros de la familia cuyo aniversario o buena fortuna celebraba se apiñaban con sus mejores galas y tenían las mejillas sonrosadas a causa del sol de justicia y del viento que soplaba desde el mar. Los acólitos sostenían finas cajas de incienso e incensarios relucientes donde quemarlo. Divertidos adolescentes oficiaban de ayudantes, elegidos por su belleza, y esgrimían cuencos y hachas para el sacrificio al tiempo que meneaban sus bigotitos ralos en dirección a los jóvenes esclavos de la familia. Se percibía un agradable aroma de madera de manzano para llamar la atención de la diosa, así como una desagradable bocanada de pelo de cabra que el sacerdote acababa de chamuscar ritualmente en el fuego del altar.

Junto a ellos había una cabra blanca con los cuernos adornados con guirnaldas y cara de preocupación; le guiñé un ojo mientras pegaba un salto para bajar de la columnata. La cabra se percató de mi mirada, dio rienda suelta a un balido frenético, mordió a su guía adolescente en la sensible y juvenil entrepierna y echó a correr hacia la playa.

El secuaz de Milo se lanzó tras la cabra. Los ayudantes del sacerdote lo siguieron entusiasmados. Los compungidos peregrinos cuya gran celebración se había ido al garete depositaron las costosas coronas de laurel junto al altar, para que nadie las pisara, y corrieron por la playa. La cabra ya había cubierto el largo de un estadio. Como vestía mi atuendo religioso, aplaudir habría sido indecoroso.

El desfile tardó un buen rato en regresar. El sumo sacerdote lanzó una exclamación de malestar y se acercó a la escalinata del templo. Lo seguí, a pesar de que su actitud era desmoralizadora. Fue un mal principio para mi flamante papel de diplomático.

Aulo Curcio Gordiano estaba próximo a la cincuentena, era poco más alto que yo y poseía una figura desaliñada y mal cuidada. A semejanza de un elefante, tenía grandes orejas palmeadas, ojillos rojos y la piel pelada y arrugada, de un tono gris malsano. Ambos nos sentamos en el borde de la plataforma y rodeamos con los brazos nuestras rodillas cubiertas por los hábitos.

El pontífice suspiró irritado y se protegió los ojos al tiempo que bizqueaba para mirar el número que para entonces se había convertido en puntos que se peleaban a quinientos metros de distancia.

—¡Esto es ridículo! —se sulfuró.

Le dirigí una rápida mirada, como si fuéramos dos desconocidos unidos por un accidente divertido.

—¡La ofrenda debe acercarse voluntariamente al altar! —le recordé servicial. Debo añadir que a los doce años pasé por una fase profundamente religiosa.

—¡Ni más ni menos! —Aunque adoptó la animada actitud sociable de un profesional del templo, se le vieron las plumas de la aspereza de un senador fuera de funciones. Tras una pausa comentó—: Usted tiene el aspecto de un mensajero que espera que su llegada me haya sido anunciada en un sueño.

—Supongo que supo de mi presencia por el entrometido montado en burro con el que me crucé al salir de Crotona. Espero que al menos se lo haya agradecido con un denario. ¡Y también espero que cuando llegue a Crotona se entere de que es una moneda falsa!

—¿Vale usted un denario?

—No —reconocí—. Sin embargo, el personaje eminente que me envía vale unos cuantos.

Esperé a que Gordiano se girara para mirarme a la cara.

—¿Quién es ese personaje? ¿Y quién es usted? ¿Un sacerdote?

Fue muy brusco. No pocos senadores lo son. Algunos son tímidos, otros nacieron descorteses y un tercer grupo está tan harto de hacer frente a los que en política se cambian de toga cada dos por tres que automáticamente adoptan un tono intolerante.

—Digamos que cumplo mi servicio en el altar en nombre del estado.

—¡Usted no es sacerdote!

—Todo hombre es sumo sacerdote de su casa —recité piadoso—. ¿Y qué pasa con usted? ¡A las personas de su categoría no se les permite exiliarse por decisión propia! —Mientras seguía acosándolo noté que el calor del sol que se reflejaba en las grandes piedras me quemaba la espalda—. El sumo sacerdocio en este sitio es una sinecura ideal y honorable…, ¡pero nadie espera que un senador con un millón en la caja de caudales del banco lleve a cabo la pesada tarea diaria de despellejar cabras en pleno aire de mar! Ni aunque servir a la señora del Olimpo fuera un legado añadido junto con los olivos familiares…, ¿o acaso usted y su noble hermano compraron directamente estos sacerdocios? Dígame, ¿cuál es la prima actual por un cargo tan estupendo como éste?

—Es muy elevada. —Se interrumpió e hizo visibles esfuerzos por dominarse—. ¿Qué quiere decirme?

—¡Senador, su lugar está en Roma ahora que la guerra civil acaba de concluir!

—¿Quién lo envió? —insistió con frialdad.

—Vespasiano Augusto.

—¿Fue ése su mensaje?

—No, señor. Es, meramente, mi opinión.

—¡Guárdese sus opiniones para sí! —Se movió y se recogió el hábito—. A menos que la intervención divina le tienda la zancadilla a esa cabra, nada le impedirá huir hacia el norte y rodear el golfo de Taranto. Hablemos de los motivos de su presencia aquí.

—Señor, ¿es correcto interrumpir un oficio sagrado? —me burlé cáusticamente.

—Ya lo hizo la cabra. —Capituló con gesto de hastío—. ¡Con su ayuda! Estos desgraciados tendrán que empezar mañana de nuevo, con otro animal…

—Senador, le aseguro que es mucho peor. —En la mayoría de los templos se considera que el sacerdote queda contaminado cuando se produce una muerte en su familia. Añadí en voz baja—: Curcio Gordiano, necesitarán otro sacerdote.

Me pasé de sutil: por su expresión me di cuenta de que no se había enterado de la misa la mitad.

La estatua de bronce
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