XLI

A lo largo de los minutos siguientes comprobé que se cerraban más puertas de las que jamás había visto entreabiertas.

—Falco, hay dos cuestiones de las que quiero informarte. —Su tono tajante me permitió comprobar que ayudarme se había convertido en un desagradable deber público—. En primer lugar, mi suegro fue a Nola porque Aufidio Crispo lo invitó personalmente a asistir a los juegos de esa ciudad. —Puso cara de quien ha pasado una hora en la manicura para una cena importante y al salir se rompe una uña con el picaporte—. Crispo fue un anfitrión a carta cabal y pagó los juegos.

—¿Merece la pena el espectáculo? —pregunté con sumo cuidado, pues no era la primera vez que insultaba a una amistad (o a una mujer), por lo que normalmente prefería reducir al mínimo los daños que me autoinfligía.

—Atletas, carreras de aurigas, treinta parejas de gladiadores, una corrida de toros…

—¿Cabe la posibilidad de que encuentre a Crispo en Nola?

—No, los juegos sólo duraron un día.

—¡Sorprendente! ¿Tiene un gran espíritu público… o cumple la función de magistrado?

—Ni lo uno ni lo otro.

—¿Pretendía recabar apoyo?

Nunca me había costado tanto extraer información a Helena. Por fortuna la posibilidad de cantarme las cuarenta la volvió un poco más parlanchina:

—Falco, es tan evidente que cae por su propio peso. Piensa un poco. La Campania, en plena época estival. ¿Acaso un hombre ambicioso tiene mejores oportunidades de abordar en privado a los romanos de pro? La mitad del Senado pasará por aquí en algún momento del verano…

—¡De modo que Crispo puede recibir visitas, coaccionar y manipular sin despertar sospechas! Si ofreciera un espectáculo público en Roma, la mitad del Foro haría apuestas sobre lo que se propone…

—Exactamente.

—¡Mientras que aquí sólo parece un hombre magnánimo y sociable que disfruta sus vacaciones! —Helena se limitó a asentir con la cabeza—. Eso explica el motivo por el que Crispo no se congracie con el nuevo emperador. Tiene planes regios personales. Es posible que Vespasiano no sea el único elector de Roma que no le siga la corriente…

—Me gustaría creerte. —Helena Justina superó su reticencia y dio un puñetazo sobre la mesa—. ¿Por qué la gente tiene tan poca fe en los Flavios?

—Vespasiano y Tito son un honor para Roma. No hay escándalos, lo que resulta aburrido.

—¡No seas tan fatuo! —espetó con amargura—. ¡Es el único emperador honrado de nuestra vida! A Vespasiano lo apartarán del cargo, ¿no crees? Antes de que haya podido empezar, antes de que alguien le dé la oportunidad de demostrar lo que es capaz de hacer…

—No desesperes. —Helena era, por naturaleza, luchadora y optimista. Puse mi mano sobre la que ella había utilizado para dar el puñetazo—. ¡Tú no eres así!

Se apartó con impaciencia.

—Aufidio Crispo es perversamente poderoso. Tiene demasiados amigos bien situados. ¡Falco, debes detenerlo!

—¡Helena, ni siquiera he podido encontrarlo!

—Porque no lo intentas.

—¡Te agradezco el halago!

—¡No hace falta que refuerce tu confianza! ¡Tienes una elevada opinión de ti mismo!

—¡Te lo agradezco una vez más!

—¿Qué has logrado persiguiendo a Crispo? No haces nada importante bajo el sol salvo la tontería de vender plomo… ¡Disfrutas haciéndote pasar por empresario! Supongo que te has pavoneado ante todas las mujeres que regentan bodegas a la vera de los caminos…

—¡Todo hombre necesita algunos placeres!

—¡Venga ya, Falco, cierra el pico! Debes averiguar qué pretende Crispo e impedirlo…

—Lo haré —afirmé concisamente.

Ya no había quién parara a Helena:

—Si no quieres hacerlo por el emperador, piensa al menos en tu carrera…

—¡Qué asco! Lo haré por ti.

Tardé demasiado en percatarme de que le había molestado.

—No soy la amiguita de tu tribuno, la que se pone a disposición del grupo de nuevos reclutas. ¡Falco, ahórrame el diálogo barato!

—Cálmate. Hago lo que puedo. Lo que tú llamas «no hacer nada importante bajo el sol» es una búsqueda metódica…

—De acuerdo. ¿Qué has averiguado?

—Según ellos, Aufidio Crispo no va a ninguna parte ni ve a nadie. Entre los ricos que disfrutan del aire de mar existe una conspiración de silencio… —La miré alarmado. Aunque las mujeres de su categoría estaban bien atendidas, los ojos de Helena traslucían una irritación que ni siquiera disimulaba el discreto maquillaje. Los cosméticos pueden convertirse en un aliado cruel. Corrí el riesgo de tomarla nuevamente de la mano—. Tesoro, dime, ¿qué te preocupa? —Se apartó colérica—. Helena…, ¿qué pasa?

—Nada.

—¡Ostras! Déjate de tonterías. ¿Qué más querías decirme?

—Olvídalo.

—Las niñas educadas no contrarían a los hombres que les invitan langosta.

—¡No era necesario que me invitases! —Su expresión se endureció y me odió por lo que consideró falsa preocupación—. Tus amigos y tú tomasteis gambas. No espero que me traten de una manera especial…

—Si lo esperaras no te sentarías a comer con mis amigos…

—Las gambas me gustan…

—Por eso te gusto yo… Mujer, creí que hablábamos de la paz en el Imperio… ¡Cuéntame tu historia!

Helena Justina respiró hondo y dejó a un lado la riña.

—Después de visitar a Marcelo, cuando Aufidio Crispo abandonó la villa rústica pasé por casualidad por la habitación en la que habían estado antes de que la limpiasen. La jarra de vino estaba vacía y en la bandeja había tres copas.

—¿Usadas?

—Usadas las tres.

Medité unos instantes.

—Tal vez Crispo estaba acompañado. Las cortinillas de la litera estaban echadas y…

—Me encontraba en el jardín de la azotea cuando partió y estaba solo.

¡Qué idea encantadora: la hija de un senador espiando por encima de las barandillas y contando copas!

—¿Puede significar que Barnabas estuvo presente?

—Lo dudo, Falco. Mi suegro jamás permitió a Barnabas el libre uso de su casa. Mientras estuve casada, sólo disfruté de una vida familiar normal en mis estancias con Marcelo, pues excluía al liberto y me asignaba el lugar que me correspondía… y aún lo hace. Supongo que podría dar refugio a Barnabas, pero nunca lo incluiría en una reunión privada con un senador.

—No descartes esa posibilidad —advertí—. ¿Es posible que Marcelo tenga un huésped secreto? —La joven negó con la cabeza—. Helena, necesito entrar en la villa rústica y explorarla…

—¡Antes tendrás que encontrar a Aufidio Crispo! —me interrumpió impetuosamente—. Encuentra a Crispo… ¡Haz el trabajo para el que Vespasiano te contrató!

Pagué la cuenta con cara de preocupación y salimos de la bodega.

Caminamos lentamente por la carretera de la playa mientras aguardábamos el regreso de los porteadores.

—¿Quieres que te presente a Emilio Rufo, que está en Herculano? —preguntó Helena sin perder su tono severo.

—No, gracias.

—¡De modo que no piensas ir!

—Sólo iré si lo considero necesario. —Helena lanzó una exclamación de disgusto cuando intenté hacer que entrara en razones—. Escucha, no discutamos… Ahí están los porteadores. Vamos, encanto…

¿Encanto?

Le causó gracia y lanzó una tierna e inesperada carcajada.

—¿Pertinax te puso algún mote especial?

—No. —Su risa cesó en el acto. Sobraban los comentarios. Se giró decidida hacia mí—. ¿Me dirás una cosa? ¿Cambiaste de idea sobre nosotros mientras trabajabas en casa de mi ex marido?

Mi cara debió de darle la respuesta.

Recordé la confortable elegancia de la casa del Quirinal que, como sabía, había sido el regalo de bodas de Marcelo a Helena y a Pertinax. Sólo los dioses sabían qué otros lujos suntuosos habían llovido sobre la joven pareja por intermedio de sus parientes y amigos. Supuse que Gémino y yo habíamos catalogado una parte: cabeceras de carey, fuentes de cristal, platos con filigrana de oro; exóticas colchas bordadas bajo las cuales podría haber dormido la reina Dido; tableros de mesa de arce pulido, sillas de marfil, pies de lámparas, candelabros, arcones de alcanforero… e incontables y perfectos servicios de cucharas.

—Marco, sin duda comprendes que si lo único que quería era una casa, jamás me habría divorciado de Pertinax.

—¡Simplemente soy realista!

Helena se apartó de mi lado y subió a la silla de manos antes de darme tiempo a pensar de qué manera me despediría. Cerró la portezuela con su propia mano. Los porteadores se agacharon junto a las varas. Aferré la portezuela porque deseaba retenerla.

—¡Quita! —ordenó.

—Espera un momento…, ¿volveré a verte?

—No, carece de sentido.

—¡Claro que lo tiene!

Tenía que tener sentido.

Hice señas a los porteadores para que se detuvieran, pero sólo acataban órdenes de su señoría. La silla se inclinó cuando la levantaron y vislumbré la expresión de Helena: me comparaba con Pertinax. El rechazo de un marido demasiado torpe para darse cuenta de que lo que hacía había sido muy negativo; sin embargo, como la hija de un senador no tiene voz ni voto en la elección de esposo, Pertinax no era más que una falsa entrada en el libro de la vida, entrada que podía maldecirse y tacharse. Ir directamente de Pertinax a un amante cínico que la abandonaba después de usarla con indiferencia era un error que le incumbía exclusivamente a ella.

Claro que podría haberle dicho que ocurre todos los días. Las mujeres que creen que se las saben todas suelen arrojarse a los brazos de traidores cuyo sentido del compromiso dura tanto como la sonrisa bribona que acaba por meterlas en la cama…

A diferencia de Helena Justina, la mayoría de las mujeres se perdonan a sí mismas.

En el preciso momento en que estaba dispuesto a ser plenamente sincero con tal de retenerla, Helena corrió la cortinilla y me excluyó. No necesitaba consultar a la sibila de Cumas para saber que mi exclusión de la vida de Helena pretendía ser definitiva.

Allí me quedé, con la boca todavía abierta para decirle que la amaba, cuando los porteadores sonrieron burlones y se llevaron a su señoría.

La estatua de bronce
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