16. El pozo
Sólo se tardan cuatro segundos en caer desde cincuenta metros, pero parecen una eternidad. Simón Templar pudo darse exacta cuenta de ello, porque vivió siglos entre el instante fatal en que perdió pie para caer en las tinieblas de aquel pozo y el zambullirse en el agua.
Cayó a plomo, y aunque en seguida forcejeó para volver a ganar la superficie, tardó bastante en alcanzarla; debió de llegar muy hondo, porque su corazón le latía con tremenda fuerza y el pecho parecía estallarle cuando por fin pudo respirar. Sin advertirlo dejó de mover brazos y piernas y tornó a hundirse. Entonces fue cuando notó la fuerte corriente del agua. Con todas sus fuerzas trató de resistirla m6viendo brazos y piernas desesperadamente, y cuando, jadeante, ganó otra vez la superficie, tocó piedra con las manos y se agarró a ella con desesperación. Apenas se había asido, la fuerza del agua le arrastró de tal modo que estuvo a punto de perder el precario apoyo. Reuniendo todas sus energías, afianzó las manos en el borde y subió a pulso, muy lentamente, hasta apoyar un brazo en el borde y poder descansar un poco. Allí se quedó sin aliento, moviendo frenéticamente los pies para contrarrestar la corriente, mientras trataba de quitarse el agua de la cara con rápidas sacudidas de la cabeza.
A juzgar por la fuerza del agua, se hallaba bastante 1ejos del sitio en que cayó. La oscuridad, afortunadamente, no era completa; sus ojos iban acostumbrándose poco a poco a ella, y así pudo apreciar la situación. Al parecer, la vaga luz venía de la débil fosforescencia de la superficie del agua.
Había caído en una especie de río subterráneo. Tenía el brazo y una mano apoyados en un saliente de la pared de la caverna que atravesaba el río. La caverna no tenía más de cuatro metros de ancho y ocho de altura. La aparente quietud de agua no indicaba su tremenda velocidad. Sin aquel saliente de roca tan providencial, seguramente se habría ahogado en pocos minutos. Se sentía tan fatigado, le dolía de tal modo el cuerpo, tan grande era la tensión de brazos y piernas, que, a pesar de su fuerza atlética, no podía sostenerse indefinidamente en aquella postura.
Venciendo el deseo de dejarse caer y acabar de una vez de padecer, el Santo puso en tensión sus músculos y se aupó unos centímetros para probar sus fuerzas. Con un suspiro se dejó caer otra vez a la anterior posición, porque se daba cuenta de que se sentía más débil de lo que había sospechado. Tal vez dijera en silencio una oración... Luego respiró profundamente y volvió a subir... un centímetro..., cuatro..., seis..., ocho. De nuevo suspiró. A pesar de la poca altura que había ganado, sintió un gran alivio en las piernas, que ya no tenían que luchar tanto contra la corriente. Con renovado vigor rebasó con la cabeza el saliente y encontró apoyo con el pie en una hendidura, con lo que pudo dar más descanso a los brazos, mientras volvía a reunir energías para su último esfuerzo.
Miró hacia arriba, preguntándose si la fatigosa subida sólo significaba retrasar el inevitable fin..., quedarse agarrado desesperadamente a la roca hasta que por último, exhausto y vencido, la fatiga lo lanzara de nuevo a las aguas de aquel maldito río. Tuvo que contenerse para no malgastar la poca energía que le quedaba en un grito jubiloso, porque a tres metros por encima de su cabeza acababa de ver una gran cueva. Por su aspecto, podía descansar en ella todo el tiempo necesario. Al parecer, su buena estrella no le había abandonado del todo aquella tarde.
—Aún no, señor Tigre, aún no —murmuró el Santo—. Mucha gente se ha empeñado en balde en quererme despachar al otro barrio, pero, al parecer, no es mi destino morir violentamente.
Poco a poco iba subiendo, agarrándose a las hendiduras de la roca, de desigual superficie, alejándose cada vez más del río, hasta que por fin, y cuando ya advertía el agotamiento, cayó rendido en la cueva y cerró los ojos.
Pasado ya el peligro de morir ahogado, sobrevino la reacción. En circunstancias ordinarias, sus nervios no flaquaban nunca, pero tal vez la impresión de la caída y la desesperante sensación de verse cogido en la veloz corriente del río subterráneo habían logrado minar su innata confianza en sí mismo. Estaba exhausto y temblaba de pies a cabeza, debido al sobrehumano esfuerzo. Tardó bastante en reanimarse y poder mirar hacia abajo, donde corría el río. El Santo recobró un poco de buen humor y sonrió levemente.
—¡Mala suerte, Tigre! —murmuró—. Siento causarte una decepción; pero no quiero morir todavía.
Luego se volvió hacia el interior de la cueva para examinar a la débil luz las probabilidades de salir de allí. Recordó una historia que había oído acerca de las cuevas de Cheddar, en las que un grupo de exploradores se había perdido, y que su fértil imaginación se encendió con la visión de extraños animales prehistóricos que sobrevivían en las entrañas de la tierra.
Sin embargo, como no era posible buscar la salida por la parte del río, era preciso aventurarse por la caverna. Estaba seguro de que el río le había apartado lo bastante de la boca del pozo para que cupiese la esperanza de ponerse en contacto con los que seguramente le buscarían.
Detrás de él prolongábase, en efecto, la cueva, y, al adentrarse en ella, lamentó de nuevo la falta de una linterna que iluminara el camino, pero notó una corriente de aire frío, y ello aumentó su esperanza, pues si el aire circulaba por la cueva, ésta debía de tener alguna salida.
Era un vago consuelo observar que su reloj de pulsera, garantizado para resistir la inmersión en el agua, había salido bien de la prueba. Seguía andando y por la esfera luminosa podía apreciar el tiempo que empleaba en avanzar para salir de aquel infierno. Poco a poco iba arrastrándose por los vericuetos de la cueva, y más de una vez se dio un golpe contra uel bajo techo o un saliente que surgía inopinadamente en su camino. Siempre se aseguraba de que la corriente de aire viniese de frente antes de decidirse por la derecha o por la izquierda, y por este medio se ahorró recorrer inútilmente más de un callejón sin salida. Así procedió durante una hora, al cabo de la cual, y al buscar el techo de la caverna, se dio cuenta de que ésta era ahora más amplia y que ya podía caminar derecho: todo un alivio después de andar tanto tiempo a gatas.
Avanzaba con suma precaución, tentando el suelo con los pies, y las paredes con las manos, para evitar caer de nuevo.
La oscuridad que reinaba en la caverna era un tormento para los ojos y una tortura para los nervios. Comprendió entonces muy bien la gran angustia del que se queda ciego. Sentía en los ojos extrañas luces de tanto querer penetrar aquellas tinieblas; el esfuerzo de depender enteramente del tacto para avanzar por la oscuridad iba rindiéndolo. Tenía a veces el irresistible deseo de dejarse caer y arrastrarse por el suelo sin fin alguno, hasta que el sueño y el olvido le amparasen. Otras veces sentíase invadido por un temor pueril que le hacía golpear las paredes de roca con furor o echar a correr alocadamente hasta tropezar con algún obstáculo y caer de bruces; o también detenerse para cesar en la lucha y maldecir su mala suerte, invocando la muerte para que acabase su agonía.
Sin embargo, el Santo continuaba su camino, aunque terminó casi por no saber lo que hacia, y su paso se hacía cada vez más lento, hasta que por fin se detuvo. Pero la razón le aconsejaba continuar. De sus secos labios salieron trozos de todos los cantos que había oído, repitiéndolos el eco en múltiples matices. Una vez se quedó casi sordo a causa de una estruendosa risa, extraña, discordante, y sólo a medias se dio cuenta de que era él quien reía. A veces hablaba, diciendo cosas sin sentido. Y al advertir tales síntomas de locura, se detenía para serenarse y obligarse a resistir el obsesionante silencio.
Y no le preocupaba su seguridad; a veces corría como si le persiguiesen, sólo para tropezar de nuevo con algún obstáculo y dar con el cuerpo en tierra. Pero siempre se rehacía, impelido por el intenso afán de vivir, de salir de aquel averno. A veces blasfemaba; otras, oraba; pero metro tras metro proseguía el avance hacia la corriente que era su guía y esperanza.
Su voluntad de hierro le llevó cuando ya el cuerpo, maltrecho, exhausto, pedía descanso. Ya no veía la esfera del reloj: cada vez que miraba, no percibía más que una mancha de luz que giraba vertiginosamente. Las horas habían cesado de significar algo para él..., en aquel vacío estigio no existía el tiempo, sólo dolor y locura. La espesa oscuridad le obsesionaba; a veces se sorprendía queriendo cogerla como una cosa palpable. Pensaba en la luz, la divina luz del Sol, la suave luz de la mística Luna, el vago destello del firmamento estrellado, la luz de la lámpara de su casa, la de los faros, de las bombillas, de los rótulos de las calles de las grandes urbes. Pensó en toda suerte de luces, hasta en la inexorable blancura del sol tropical llameante sobre los desiertos... Pero sólo veía oscuridad, tinieblas... Y así continuaba fatigosa e incansablemente...
Y de pronto, frente a él se despejó la oscuridad. Acababa de doblar la esquina de un pasaje, tropezando con una roca que percibió, pero que no tuvo fuerzas para esquivar. Y echado sobre el suelo, completamente agotado, vio que la roca emitía una pálida luz plateada. El Santo se preguntó si al fin su razón había sido vencida por la locura y si sus ojos veían allí donde nada había que ver. Lentamente y con mucho miedo alzó la cabeza.
Podía distinguir toda la cueva: la anchura, la altura, la profundidad... La luz era tan débil, que en realidad sólo era la oscuridad normal de la noche, pero tras las densas y horrendas tinieblas en que avanzara durante horas, el contraste se le antojó tan grande como el paso de la noche al día. Casi sollozando de agradecimiento, se levantó y continuó, tambaleante. A cosa de cincuenta metros, la cueva torcía de nuevo hacia la derecha y, en el rincón que veía, la luz era un poco más intensa. Llegó por fin al recodo y lo dobló, lleno de temor de sufrir un nuevo desengaño, pero vio ante sí una cueva aún mayor, en cuyo extremo opuesto se percibía una abertura de forma irregular: el bendito cielo..., el firmamento cubierto de rutilantes estrellas.
Sacando fuerzas de flaqueza, alcanzó la abertura y pudo contemplar el esplendor de la noche radiante, el cielo enjoyado y el ancho mar en plena calma. Invadido de júbilo, continuó mirando aquellas maravillas como si nunca hubiese visto cosa semejante.
—¡Dios mío! —exclamó antes de caer desmayado.
Al cabo de tres horas volvió a abrir los ojos. Había caído a la entrada de la cueva y despertó a causa de la luz de la Luna que le daba en el rostro. Lentamente abrió los ojos y miró el disco luminoso que iba surgiendo del agua. Vagamente recordó las horas pasadas en las horrendas tinieblas subterráneas y se puso en pie dando un grito. El movimiento le despertó por completo, y se encontró apoyado en la pared, latiéndole el corazón con fuertes golpes y respirando fatigosamente. El descanso le había sentado bien, la obtusa sensación del cerebro había desaparecido y las fuerzas iban volviendo poco a poco. Tenía los codos y las rodillas doloridos; los nudillos, en carne viva; la cabeza, llena de chichones; todo el cuerpo, transido de dolor; pero no en balde se había entregado siempre a un duro entrenamiento; tan grande era su capacidad de recuperación, que en seguida pudo empezar a ejercitar brazos y piernas para comprobar si podía seguir.
Oyó el débil ruido de una máquina, tal vez de un motor. Se puso a escuchar atentamente, preguntándose si sus oídos le engañaban. Pero de nuevo oyó el suave rodar de una máquina, muy distante y confuso pero inequívoco.
Se asomó a la abertura y pestañeó, incrédulo.
El islote llamado «Casa Vieja» estaba al alcance de su vista. Un poco más lejos se veía aún la esbelta silueta de un barco anclado en las quietas aguas, inundado por la luz de la Luna..., un cuadro encantador para un artista y un marino. Y de pronto, mientras el Santo escuchaba, el ruido del motor cesó de nuevo y luego, a la sombra de la isla, surgió una lancha que avanzaba lentamente en dirección al barco. El Santo vio que en la embarcación había algunas cajas y percibió el roce de los remos.
—¡Bendito sea Dios! —exclamó, sorprendido y gozoso.
Ahí estaba él, vivo y más o menos bien, cuando lógicamente debería haberse ahogado o perdido en la intrincada red de cuevas subterráneas. El destino le había llevado al sitio exacto en que le convenía estar y precisamente a la hora deseada, con la enorme ventaja de que el Tigre se mecía tranquilamente en la seguridad de haberse quitado por fin la espina que durante tanto tiempo llevara clavada.
A aquella avanzada hora de la noche, Horacio, Patricia y Carn habrían revuelto todo Baycombe en busca de él, encontrando tan sólo el agujero de la antigua fonda por donde se precipitó. Le habían tenido por muerto durante muchas horas, pero no quedaba más remedio que retrasar el regreso durante algunas más. De este modo, le cabía la seguridad de que Patricia no corría ningún peligro, porque sin él no podía intervenir en el asunto; sólo lamentaba la falta de Horacio. De todos modos, la cosa quedaba bastante equilibrada, y si continuaba la milagrosa suerte, el asunto terminaría mucho antes, ahora que todo estaba dispuesto para coger al Tigre...
—El Santo contra el Tigre —murmuró Templar.
El Santo volvía a encontrarse en su elemento, animado por su desbordante optimismo. Desde luego, estaba cansado, pero se creía capaz de vencer todos los obstáculos que la banda del Tigre pudiese oponer a sus designios. Nunca como aquella vez había deseado tanto que llegase el momento decisivo de la lucha, que por todas las circunstancias había de ser la última de sus aventuras, y su sentido de histrión exigía que el espectáculo fuese digno fin de su carrera.
Buscó sus armas y las encontró en su sitio. Los cigarrillos, que acaso hubiesen podido ser útiles, estaban estropeados por el agua; pero la pitillera, con la finísima hoja de acero de uno de sus bordes, representaba una valiosa ayuda en casos de apuro. La puso en el bolsillo posterior del pantalón. La americana la dejó en la cueva.
Mirando abajo, vio que sólo le separaban unos doce metros de la playa y que, a la luz de la Luna, no era tarea difícil descender aquel trozo. Resuelto, salió por el agujero de la cueva, encontrando suficiente apoyo en los salientes de la roca, y pocos minutos después se hallaba abajo con el agua hasta las rodillas. La distancia que tenía que recorrer a nado era larga, pero ya entonces se creía capaz de salvarla. Entró en el agua hasta que ésta le llegó a la cintura y luego empezó a nadar con brazadas silenciosas, dando un gran rodeo, para alejarse de la zona peligrosa entre la «Casa Vieja» y el barco, desde donde sería fácil que le viese alguien, porque la luz de la Luna era cada vez más clara.
Sin embargo, a pesar del rodeo, no tardó en llegar a estribor del buque, después de recorrer los últimos cien metros debajo del agua, saliendo sólo tres veces y con gran precaución para respirar. Una vez allí, se detuvo un momento para descansar; luego se dirigió hacia la proa, sin apartarse del casco. Trepar por la cadena del ancla, expuesto a ser visto desde la isla o desde el puente, era muy peligroso. Pero no había más remedio, porque las portas estaban demasiado altas para alcanzarlas.
Una vez más le favoreció la suerte. Mientras nadaba lentamente a lo largo del casco, reflexionando sobre el problema, tropezó con una escala de cabo que pendía desde la cubierta. El capitán debió de ponerla para que subiese el Tigre y sus cómplices, y desde entonces debió de quedar olvidada por haber hecho la marea girar el barco. Precisamente lo que le convenía a él.
El ruido de la máquina y el chirrido de las cabrias que subían el oro a bordo era ahora más fuerte; además, percibía pasos a bordo y murmullo de voces. Por lo que podía juzgar al ir trepando por la escala, la gente trabajaba en la escotilla de popa, dado que directamente encima de él no percibió ruido alguno.
Al llegar arriba, se asomó con cuidado. La cubierta estaaba desierta en aquel sitio, lo mismo que la proa, pero a popa veía a dos hombres junto a la maquinilla. Afortunadamente, sólo dedicaban su atención al trabajo. Saltó con rapidez por la borda sin hacer ruido alguno. Frente a él había una puerta abierta y la escalera de cámara, a la que se dirigió sin vacilar.
En el primer peldaño se detuvo para escuchar. El trabajo de carga continuaba; al parecer, nadie había visto la negra sombra que saltó por la borda, cruzó el tramo de cubierta y entró en aquella puerta.
«Hasta aquí, todo va bien —se dijo el Santo sonriendo beatíficamente—. Una vez a bordo, el oro es mio.»
La escalera conducía a un pasillo pobremente alumbrado. Era un sitio muy peligroso para detenerse. Los camarotes también ofrecían peligro, porque, con dar vuelta a la llave, quedaban convertidos en prisión. Pero el Santo quería unos momentos de descanso para pensar en lo que le convenía hacer, y era preciso correr el riesgo.
Frente a él había una puerta que le intrigaba; de puntillas cruzó el pasillo y movió suavemente el tirador, pero la puerta no cedió; seguramente estaría cerrada con llave. Esto le intrigó aún más; de pronto olvidó todo instinto de precaución y, con la temeridad que le caracterizaba, decidió ver sin pérdida de tiempo lo que había tras aquella dichosa puerta. Pegó el oído a la hoja de la misma, escuchando con gran atención. Al cabo de un rato, el silencio absoluto en el interior le convenció de que el camarote estaba vacío. Pero abrir una puerta cerrada requería más herramientas de las que él disponía en aquel momento.
Oyó pasos. Rápidamente descubrió su origen. Venían de otro pasillo que desembocaba en aquél. El Santo retrocedió subiendo unos peldaños de escalera, decisión poco prudente, porque de aquel modo tendría dificultades para retirarse en caso de que la persona que se acercaba le viese y diera la alarma. Pero Templar, siempre alerta, quiso saber quién era el que podía malgastar el tiempo abajo cuando todo el mundo estaba arriba para cargar el buque con la mayor rapidez.
Se asomó un poco por la barandilla y se retiró en seguida.
Era Bloem el que venía, y llevaba una bandeja con unos emparedados y un sifón. El Santo echó una mirada atrás, cerciorándose de que ningún peligro le amenazaba desde cubierta, pues era muy fácil que pasase alguien y le viera. Durante un momento pensó huir, pero desechó la idea en seguida. La cubierta no era sitio adecuado para que Simón Templar deambulase por ella en aquellos momentos; además, quedaban la puerta del camarote que le intrigaba y Bloem con su bandeja, quizá con la cena para el Tigre.
El Santo se arrimó bien a la barandilla y se dispuso a saltar en el mismo momento en que Bloem le viera. Pero éste no se fijó en la escalera, sino que se dirigió tranquilamente al camarote que había despertado la curiosidad del Santo. Éste vibró de emoción al verlo.
Bloem dejó la bandeja en el suelo, sacó una llave del bolsillo, abrió la cerradura y un poco la puerta, quedando parte del interior a la vista, porque dentro había luz. Bloem se inclinó para recoger la bandeja y, al hacerlo, el Santo saltó desde el octavo peldaño de la escalera.
Cayó exactamente sobre los hombros de Bloem, y éste se desplomó con un gruñido de dolor, dando al mismo tiempo con la cabeza en el suelo, lo que le hizo perder el sentido.
Bloem quedaba así fuera de combate, pero era posible que alguien hubiese oído el ruido que produjo al caer. El Santo se había puesto en pie con la velocidad de una pantera. Rápidamente cogió a Bloem por el cuello y lo metió en el camarote; después recogió la bandeja, entró él a su vez en el camarote cerró la puerta y se puso de espaldas a ella para ver en qué lío le había metido su impulso.
Sólo entonces se dio cuenta de que sobre la litera estaba sentada una persona.
—¡Oh!, ¿cómo está usted, tía Ágata? —dijo el Santo, siempre cortés, y la señorita Girton sonrió irónicamente.
—Es usted un hombre maravilloso, señor Templar —observó la tía de Patricia.