5. Tía Agata se enfada
Patricia Holm cayó de pie al otro lado de la pared y se marchó resuelta hacia su casa. Corría velozmente, con la agilidad de una muchacha sana que ha pasado la mayor parte de su vida en el campo, lejos de metros, autobuses y taxis, aunque estaba un poco cansada por la carrera que le hiciera dar el Santo.
Aún oyó el grito de éste para llamar la atención de sus perseguidores, y lo tomó al mismo tiempo como un mensaje para ella, que le recordaba que debía alejarse pronto, para no perder la ventaja que él le facilitaba así, y que Templar estaba bien dispuesto a todas las peleas y peligros sin necesidad de que nadie se preocupase por él. De ahí que Patricia corriese obedientemente, y sólo cuando el griterío del jardín de Bittle se apagó en el silencio de la noche aflojó el paso. Entonces también se dio realmente cuenta de lo que significaba la situación. Hasta allí, todos los incidentes habían sido tan fantásticos y tan absurdos, sucediéndose todos con tal velocidad y de manera tan sorprendente, que la muchacha se vio privada de momento de pensar con coherencia. Ahora, al cesar en la alocada huida y serenarse, pudo por primera vez comprender en líneas generales el peligro que había corrido y el misterio en que quedaba envuelto todo.
Echó una mirada a su reloj de pulsera, que tenía esfera luminosa. Faltaban cinco minutos para las once. El Santo le había dado sus instrucciones hacía cinco minutos; por lo tanto, aunque las cosas fuesen mal, ella no podía solicitar el auxilio de Carn hasta las doce menos diez. Y mientras tanto... Patricia se estremeció al acordarse de los perros sabuesos.
Había algo siniestro acerca de Bittle y de la enorme casa tras los gruesos muros. No le cabía duda respecto a esto, porque la conversación —por desagradable que fuese— no era motivo suficiente para que aquel joven impetuoso se metiera en un asunto privado como lo había hecho, ni tampoco había razón para que Bittle se opusiera tan violentamente a que los dos saliesen de su casa. La muchacha recordaba los rumores a que dieron lugar las costumbres excéntricas del Santo, pero, por otra parte, el recuerdo de la corta amistad con él restaba verosimilitud a la chismografía, aunque aumentaba el misterio que le rodeaba. Patricia se esforzó en vano por encontrar una explicación al proceder de su misterioso protector. Repasó los hechos. Templar tenía algún motivo oculto para entrar aquella noche en el jardín de la casa de Bittle y para importunar al millonario; la propuesta de matrimonio no hubiera podido dar pie a la provocación que cometió, considerando que ella y él se conocían tan poco y de un modo tan casual. Bittle, por su parte, parecía temer y odiar al Santo. Templar detestaba al millonario hasta el extremo de no vacilar en dejarle sin sentido con un golpe dado con la estatua de bronce. Antes, Bittle había amenazado al Santo con un arma de fuego. Además, por lo ocurrido se podía deducir que en la casa de Bittle ocultábanse algunos hombres de dudosa índole y que estaban dispuestos a tratar a cualquier visita de un modo muy poco acostumbrado entre gente pacífica. Todo parecía indicar que en aquella casa tenían algo que temer u ocultar. Y no era corriente que en casa de un hombre, por millonario que fuese, hubiera timbres secretos y agujeros en las paredes para poder espiar a la gente...
La muchacha no sabía qué pensar. Pero, fuese lo que fuese el Santo, su confianza en él no flaqueó. Nada malo le había hecho; la había protegido como pocos hombres protegen a una mujer y luego se quedó en la ratonera para hacer frente a cualquier eventualidad... Y por lo que podía barruntar por lo sucedido, no se trataba de cosa de chiquillos. Reportábale alguna consolación el recordar que la actitud y la habilidad del Santo en la primera fase del asunto era garantía de que sabría salir airoso de su empeño. Sin embargo, no dejó un momento de maldecirse por haberle dejado solo, aunque sabía que, si se hubiese quedado, habría sido para él un impedimento.
Esperaba Patricia poder entrar en casa sin ser vista, pero, al acercarse, vio una figura negra junto a la puerta del jardín, que resultó ser su tía, la señorita Girton.
—Sí, soy yo —dijo Patricia, y se dispuso a entrar en casa con aquélla.
—He oído ruido, y no sabía qué pensar —explicó la señorita Girton—. ¿Sabes tú algo?
—Sí, hubo un poco de alboroto...
Patricia no sabía qué decir en aquel momento.
Había olvidado que en el juego del escondite en el jardín de Bittle se le había estropeado la ropa y que tenía, además, algunos arañazos; por lo tanto, la sorprendió la mirada de asombro con que la contempló su tía al llegar las dos al vestíbulo. Entonces vio que llevaba la falda y la blusa rotas y que tenía los brazos señalados.
—Parece que te ha sucedido algo —observó la anciana—. ¿Qué ha sido?
—No puedo decir nada ahora —repuso Patricia, cansada—. Tengo que pensar.
Se dirigió al salón y se dejó caer en una butaca. Su tutora se quedó plantada delante de ella, los pies separados como un hombre, las manos en los bolsillos del abrigo, esperando oír lo que la joven tuviera que decir.
—Si Bittle te ha molestado...
—No ha sido eso precisamente —contestó la joven—. Por favor, déjame sola un momento.
La alarma que reveló la expresión de la señorita Girton se trocó en perplejidad al oír que sus sospechas eran infundadas. Sabia ser muy paciente..., era una de sus características poco femeninas. Encogiéndose de hombros, sacó un cigarrillo y lo encendió. Fumaba como un hombre, inhalando el humo, y sus dedos estaban manchados de nicotina.
Patricia estaba meditando acerca de la excusa que podía dar. Sabía que su tutora era capaz de someterla a un interrogatorio molesto e insistente, pero Templar le había ordenado que no dijera nada antes de transcurrir una hora, y a la joven sólo le importaba llevar a cabo sus instrucciones. Sin duda, más tarde le daría la explicación de todos los misterios que le rodeaban, pero en aquel momento sólo le interesaba mostrarse fiel al hombre que había dejado en un trance apurado y encontrar algún camino para sacarle de él si fuese necesario.
—Me explicaré —dijo al fin—. Esta tarde recibí un aviso de Bittle rogándome que fuese a verle después de cenar sin decir nada a nadie, porque era un asunto muy importante. Fui. Después de andar mucho tiempo por las ramas, me dijo que tenía una hipoteca sobre esta finca y que tú le debías una gran cantidad, que pedías más aún y que se vería obligado a embargar para resarcirse de sus desembolsos. ¿Es verdad?
—Sí —contestó Ágata Girton glacialmente.
—Pero... ¿por qué tuviste que pedir dinero?... No es posible que hubiese necesidad para ello... Tengo entendido que mi padre me dejó una pequeña fortuna.
La señorita Girton se encogió de hombros.
—Me he visto precisada a gastarla.
Patricia la miró incrédula. Ágata Girton, con rostro imperturbable y voz fría, añadió:
—He sido víctima de un chantaje durante seis años.
—¿Por parte de quién?
—¿Te importa saberlo? Continúa tu historia.
Patricia se levantó de un salto.
—Me parece que en estas circunstancias podré ahorrarme la explicación —dijo con peligrosa calma—. Más valdría que tú me explicases qué has hecho con el dinero que se te confió. ¿Dices que durante seis años? Es decir, tres años después de que llegué a esta casa... Siempre viajabas por el extranjero y me tuviste en el colegio casi todo el tiempo... ¿No estabas en Africa hace seis años? Recuerdo que tu ausencia duró mucho tiempo...
—¡Basta ya! —ordenó su tutora.
—¿Tú crees? —preguntó Patricia.
Si su tía se hubiese mostrado llorosa y asustada, la muchacha la habría confortado; pero la debilidad femenina no era la característica en aquélla, y su manera agresiva, exenta de arrepentimiento, no podía provocar más que rebeldía. Las dos mujeres quedaron mirándose ceñudas, y ya iba a sobrevenir una agria discusión, cuando sonaron golpes en la puerta. La señorita Girton se fue e abrir, y Patricia oyó en seguida la encantadora voz de Algy, que daba a entender que estabá muy agitado. Un momento después entró el impecable señor Lomas-Coper en el salón.
—¡Caramba, si está usted aquí! —exclamó con fatuidad, como si no quisiera dar crédito a sus ojos—. Pero... ¿qué le ha pasado que está así? Buscando nidos, ¿eh?, ¿eh?
Algy la contemplaba a través del monóculo con cara de tonto.
—Así parece, ¿verdad? —repuso la joven sonriendo, aunque por dentro maldecía la llegada de otra persona a la que debía dar explicaciones—. Tía Ágata casi se desmayó al verme.
—Y no es para menos, ¿eh? —opinó Algy—. ¿Qué pasó con los pajaritos? Cuéntemelo todo.
—Pero ¿cómo es que ha venido usted aquí tan emocionado, Algy? —preguntó ella.
El señor Lomas-Coper se quedó con la boca abierta, sin saber qué decir de momento. Por fin exclamó:
—¿Usted no ha oído nada? Es verdad..., me he olvidado de decírselo. Usted sabe que vivimos al lado del viejo Bittle, ¿eh? Bueno, pues hubo mucho jaleo allí. Gente muy enérgica que recorría el jardín gritando a más no poder, y los locos perros de Bittle haciéndoles coro con sus malditos ladridos. Por eso me di una vuelta para saber lo que pasaba, por si usted había oído algo o si se había ido a hacerles coro también a la gente de Bittle. Y la encuentro aquí como si acabase de salir de una lucha grecorromana. ¡Estupendo!, ¿eh?, ¿eh?
Estaba radiante de alegría y buen humor y no hizo caso de la falta de entusiasmo con que habían saludado su llegada. Tía Ágata estaba junto a una butaca, encendiendo otro cigarrillo con la colilla del anterior, una figura de mujer fuerte y hombruna, con expresión inescrutable. De pronto se alegró Patricia de la presencia de Algy. Aunque, en el fondo, era un tonto, también era su amigo; siendo simple, era fácil despistarle con cualquier explicación, y como amigo podía ser un último recurso para ayudarla en los incidentes que tan inopinadamente habían sobrevenido, dando un nuevo aspecto a su vida, hasta entonces tan pacífica.
—¡Siéntese, Algy! —le suplicó—. Y, por el amor de Dios, no me mire así. No me ha sucedido nada.
Algernon se sentó, dejó de mirarla fijamente, como se le había mandado, pero no fue sencillo detener al mismo tiempo su locuacidad.
—Eso me ha sacado de mis casillas —confesó—. He llegado a figurarme cosas terribles y pavorosas y, realmente, no sé si vivo o estoy muerto.
Patricia consultó su reloj. Eran las once y veinte; faltaba, por lo tanto, aún media hora antes de que pudiera ir a ver a Carn. ¿Por qué a Carn?, se preguntó la joven, sin hallar respuesta. Mientras tanto, Algy seguía su charla insustancial:
—La verdad, no sabe uno qué pensar, ¿eh? Es chocante. Aquella imagen principesca era demasiado buena para ser verdad, y, ahora, Dios sabe lo que nos dirán de él. Casi estoy por decir que me lo figuraba. ¿Y usted?
—¿No está usted juzgando las cosas con demasiada precipitación? —murmuró Patricia con amabilidad.
Algy se mostró sorprendido:
—¿Pero no fue usted a ver al ex tendero?
Patricia movió la cabeza.
—No, señor. Salí a dar un paseo y, en la oscuridad, me falló el pie al mismo borde del risco. Tuve suerte de no caer al fondo, porque di con un seto; pero me costó trabajo volver a subir.
Algy quedó abatido como un títere cuyas cuerdas se aflojan de pronto.
—¿Y no ha estado usted luchando con un loco? ¿No habrá un lunático que haya querido quitarle la vida?
—¡Claro que no!
La revelación fue demasiado para el señor Lomas-Coper; casi daba la impresión de que le decepcionaba que diesen al traste con sus truculentas hipótesis.
—Entonces, he metido la pata, ¿eh?, ¿eh? Pues me voy a casita. —Balbuciendo sus excusas, el desdichado joven cogió el sombrero y salió con el rabo entre piernas—. Adiós y perdonen, ¿eh?
La joven le obligó a sentarse de nuevo.
—Sea usted razonable —le suplicó—. ¿Acaso su tío estaba preocupado?
—¡No hay nada que inmute al viejo! —dijo Algy—. No hizo más que decir que aquel escándalo le recordaba sus buenos tiempos en Blitzensfontein. ¡No sé qué le haría! Es tan poco comprensivo, ¿eh?
Patricia prestaba escasa atención a la charla de Algy. Para ella había sido una sorpresa que la persecución en el jardín hubiese producido tanto ruido, que los vecinos se diesen cuenta, y se preguntaba qué influencia podría tener el hecho sobre los oscuros planes del Santo. Por otra parte, Bittle no se atrevería a llevar a cabo sus amenazas estando ella allí, como testigo de los incidentes de la noche. Luego recordó que la casa de Bittle y la de Bloem estaban bastante distanciadas de las demás y que, por lo tanto, aunque el segundo se hubiese dado cuenta del escándalo, los demás vecinos, como sir Michael Lapping o los dos funcionarios retirados, no podían haberlo advertido de ningún modo, porque se hallaban demasiado lejos. Sin embargo, Bloem y Algy podían apoyarle en sus declaraciones y salvar así al Santo de cualquier apuro.
Ágata Girton, que había permanecido callada durante largo rato, dijo de pronto:
—¿De qué se trata, vamos a ver?
—¡Oh! De un escándalo... —dijo Algy con cierta reticencia, como si ya no le interesase más que terminar pronto el asunto. Mientras contestaba se entretenía puliendo el cristal del monóculo—. Parece que sir John Bittle se divierte mucho armando jaleo en su casa.
—Pues ya basta con el de su casa —observó Ágata Girton—. Todo el mundo está hecho un manojo de nervios. ¿Por qué hay que ponerse tan nervioso?
—¡Bien dicho! —convino Algy, contrito—. Perdóneme, tía Ágata.
La señorita Girton se molestó al oírle.
—Declino el honor de adoptarle como sobrino, señor Lomas-Coper.
—Perdón, tía... señorita Girton. ¡Ya me voy!
Patricia sonrió y le tendió cariñosamente la mano, pero Algy, de ordinario tan alegre y dicharachero, estaba mustio. Hizo un esfuerzo para sonreír también, pero se veía claramente que estaba deseando dejar la escena de su faux pas.
—Venga a vernos mañana —le dijo Patricia.
Algernon asintió, añadiendo:
—No sabe usted cuánto siento mi error, únicamente debido a mi torpeza, ¿eh? Si puedo hacer algo por usted, ya me lo dirá, ¿eh? Hasta mañana, Pat.
Ofreció la mano a la señorita Girton, pero ella le volvió la espalda.
—Bueno, bueno —dijo Algy, y se marchó.
Las dos mujeres oyeron cerrarse la puerta nuevamente y se quedaron muy impresionadas a causa de la humildad del señor Lomas-Coper, porque era corriente en él dar portazos cuando se marchaba.
—Has sido muy dura con Algy —dijo Patricia, resentida.
—Me molesta porque es tonto de remate —contestó Ágata Girton con brusquedad—. Afortunadamente, se tragó la «bola» de la caída. Si tuviera siquiera un poco de inteligencia, mañana hablaría a todo el pueblo de ti. Bueno, ¿qué ha pasado realmente?
Patricia volvió a mirar el reloj. El tiempo transcurría muy lentamente. Las once y media. Alzó los ojos y contestó a su tía:
—Tanto vale esa «bola» como cualquier otra.
—Para mí, no. —Ágata se colocó junto a su sobrina con semblante ceñudo, y Patricia sintió miedo al ver aquella figura hombruna—. ¿Qué sucedió en casa de Bittle?
—¡Oh, nada!... Me dijo que el único modo de salvarte era que me casara con él.
—¡Ah! ¿Sí? —exclamó la vieja—. ¡El muy cerdo!
—¡Tía Ágata!
—¡Cállate, tonta! Bittle es un puerco... ¿Por qué no he de decirlo? Y añadiendo unas palabritas más, si así me place. ¿Por qué no se lo dijiste tú? ¿Qué le has dicho?
—Yo... —Patricia hizo un esfuerzo. Recordaba la inopinada llegada del Santo, que puso fin a la discusión—. No supe qué decirle —añadió con franqueza.
La señorita Girton contemplaba a la joven de arriba abajo.
—Luego se propasó, ¿verdad?
—No... no es eso. El caso es...
—No lo entiendo. ¿Quieres decirme, por fin, lo que pasó?
Patricia se cubrió los ojos.
—¡Déjame en paz! Más vale que me digas cómo contrajiste tantas deudas.
—Poco hay que contar —replicó Ágata con frialdad—. Cuando Bittle llegó aquí, trató inútilmente de obtener entrada en la buena sociedad de Baycombe. Vino a esta casa varias veces, insistiendo verme; creyó que, siendo ésta la casa solariega del pueblo, su dueña tendría influencia decisiva aquí. No sé cómo, pero el caso es que se enteró de que yo necesitaba dinero. Me ofreció su ayuda si yo, en cambio, le procuraba amistades. Como para mí no había más salida, acepté. Tú sabes que ha estado aquí con frecuencia, pero no logré que los demás Le invitasen, a pesar de que su comportamiento es excelente y, además, no carece de educación. Pero la gente de aquí es tan particular... En fin, tuve que continuar pidiéndole dinero, y a él no parecía desagradarle. Eso es todo.
Patricia se mordió los labios.
—Ya veo. Y aunque gastabas lo que en realidad era mío, no te pareció bien decirme algo.
—¿De qué hubiese servido?
—¿No había nada...?
—Nada en absoluto —dijo Ágata Girton ásperamente.
Patricia la miró.
—Entonces, ¿me vas a decir qué te propones hacer cuando llegues al final de tus recursos?
Ágata encendió otro cigarrillo con manos temblorosas. Durante un momento esquivó la mirada de la joven dirigiendo la suya a la ventana. Luego tomó a mirar a Patricia.
—Déjame a mi arreglar eso —contestó en voz baja con un dejo tan inhumano, que Patricia sintió escalofríos.
La joven se levantó y se fue a otro rincón de la sala para huir de la dura mirada de su tía. En otro momento habría sabido cómo tratar el desagradable asunto que acababa de oír, pero ahora sólo pensaba en el Santo y no se veía capaz de concentrar los pensamientos en el nuevo problema, y aunque hubiese podido, no se habría atrevido por temor a enredar la cuestión y no poder cumplir las instrucciones de aquél en caso de que no volviese a la hora fijada. La señorita Girton tenía la fortaleza espiritual y física de un hombre y Patricia no se fiaba de su tía aquella noche.
Faltaban aún quince minutos, pues sólo habían transcurrido cuarenta y cinco desde que dejó al Santo en aquel jardín maldito.
—¿Qué te pasa, niña? —preguntó la tía con voz áspera—. ¿Por qué miras tanto el reloj?
—Para ver la hora.
Patricia sintió ganas de reír, porque se dio cuenta de que aquella respuesta suya hubiese divertido a Simón Templar. En cambio, Ágata Girton no veía ningún motivo de risa en la absurda contestación.
—¿Por qué te interesa tanto la hora?
—Mira, haz el favor de dejarme tranquila; no soy ninguna niña —exclamó la joven de pronto.
Su paciencia iba agotándose rápidamente; estaba intranquila y temía acabar por llorar para desahogar la desesperación que la embargaba. Se encaró resuelta con su tía:
—Ya nos veremos mañana —dijo, y salió del salón sin añadir palabra.
Estuvo un buen rato en su dormitorio paseándose arriba y abajo; de vez en cuando se asomaba a la ventana, pero sin percibir ruido alguno desde la finca de Bittle. Hacia el lado opuesto estaba el chalé de Carn. Había luz en una ventana del piso bajo, lo que indicaba que el doctor aún estaba levantado. La muchacha pensó ir en seguida a verle para entretenerse hablando con él hasta la hora fijada, porque, si todo iba bien, el Santo seguramente la buscaría antes en casa de Carn que en la suya propia. Vacilaba un poco, pues conocía escasamente al doctor; pero al oír que abajo se cerraban las ventanas, la invadió el pánico sin que pudiera dominarse.
Rápidamente se dirigió a la puerta y bajó corriendo las escaleras. Advirtió que su tía estaba en el salón, porque se paseaba por allí con fuertes pisadas. Patricia cruzó el vestíbulo con mucho sigilo y cerró la puerta tras de si sin hacer ruido.
La fresca brisa de la noche le devolvió la serenidad, pero no volvió atrás; con paso resuelto se dirigió a la casa de Carn. Al llamar, le abrió éste en persona, por lo que la joven recordó que no tenía servidumbre.
El simpático rostro del doctor reveló una agradable sonrisa al ver quién había llamado.
—¡Caramba! ¿Usted, señorita Holm?
—¿Molesto? —le preguntó sonriendo—. Estaba deprimida y me pareció que un rato de charla con usted me animaría. Esto es, si mi compañía no le es desagradable.
Carn se dio cuenta de que le impedía la entrada y se hizo a un lado.
—Es un honor para mí —dijo—; pero... estoy solo.
—Los médicos no cuentan en estas cosas, ¿verdad? —exclamó riendo la joven—. Además, le doy palabra de que me portaré bien.
Carn, sorprendido por la inopinada visita, mostrábase un poco torpe; pero, de todos modos, la llevó a su estudio. A Patricia le asombraba la manifiesta vacilación del doctor y le extrañaba que su profesión, el trato con los enfermos, no le hubiese dado más dominio sobre sí mismo para hacer frente a todas las situaciones. No obstante, aunque torpe, era amable. Le ofreció la mejor butaca, quitó un montón de papeles de la mesa y los puso en un cajón. Advirtió ella que entre los documentos había algunos planos. Carn se apresuró a explicar el hecho.
—Estoy interesado en geología además de la entomología. Es sin duda un asunto muy poco interesante para usted, pero a mí me divierte. Y me interesa mucho el prójimo.
Casi sin darse cuenta, Patricia pidió su opinión sobre Simón Templar.
—¿Templar? Un hombre muy interesante, pero no sé aún cómo clasificarlo. Sólo le conozco desde hoy. Es una persona muy..., ¿cómo le diré?..., bueno, digamos un hombre extraordinario. Da gusto hablar con él.
Al parecer, Carn no deseaba continuar el análisis de la persona del Santo sin conocer antes la opinión de ella.
—¿Quiere usted tomar té? —preguntó el doctor—. ¿O prefiere una cerveza? Es todo lo que puedo ofrecerle.
—Gracias; si le parece bien, no tomaré nada. El caso es que... quisiera... Bueno, ¿cree usted que el señor Templar corre algún peligro?
Carn la contempló con una viveza inusitada en un hombre de su clase.
—¿Por qué lo pregunta, señorita?
—Como siempre habla de eso...
Carn hizo un gesto de impaciencia.
—Así es —admitió, sin salir de su reserva—. Creo que es prematuro aventurar ningún juicio. ¿Me permite que le pregunte qué es el señor Templar para usted?
—Le conozco desde hace muy poco —contestó Patricia con la misma reserva—. Pero confieso que me es muy simpático.
—¿Sería impertinencia preguntarle si está enamorada de él? —prosiguió Carn. Y al ver que la joven se ponía encarnada, añadió en tono paternal—: Ya veo que si que es una impertinencia. En fin, tal vez el señor Templar le haga más caso a usted. Como amigo suyo, le haría usted un gran servicio si empleara toda su influencia para lograr que no persistiera en su idea.
—Entonces, ¿corre, en efecto, peligro?
Carn suspiró.
—Porque quiere —dijo—. El señor Templar se ha metido en un juego peligroso. No puedo hablar más. Tal vez él mismo se lo diga.
Patricia miró por enésima vez el reloj. Aún faltaban seis minutos.