7. La fiesta continúa

Carn abrió la puerta en seguida. Templar se hubiese echado de buena gana al cuello del inspector al ver que éste sólo revelaba débil sorpresa al verle, pero ocultó su alegría bajo una sonrisa irónica que iba muy bien con su aspecto.

—Me suponía que estaría levantado —dijo en son de excusa— ¿Le molestará ofrecerme una limonada?

Antes de que el inspector pudiera contestarle, ya se había deslizado al vestíbulo. Carn cerró la puerta dando un suspiro de resignación.

—No esperaba tan pronto el honor de verle de nuevo, señor Templar. El caso es que tengo visita... —dijo Carn en un tono como si apelase a su caballerosidad para que no entrase sin pedir permiso.

El Santo no le hizo caso; sin dejarle terminar, abrió la puerta del estudio.

—¡Caramba, si es la señorita Holm! —exclamó— ¡Qué casualidad, encontrarla a usted aquí! —Después se dirigió a Carn, que se había quedado en el umbral y estaba sofocado—. Supongo que no he venido a interrumpir ninguna consulta facultativa. De lo contrario, no gasten cumplidos: díganmelo y me marcho.

—A decir verdad —repuso Carn, a la defensiva—, la señorita Holm sólo ha venido para conversar un rato conmigo.

—¡Caramba! ¿De verdad?

—¡Sí, señor! —replicó Carn elevando la voz.

—Bueno, bueno —dijo el Santo, a quien divertía mucho la escena—. ¿Y cómo está usted, señorita Holm?

Deseaba saber qué era lo que Patricia había dicho al inspector, y ella leyó la pregunta en sus ojos.

—Un minuto más y... —empezó la joven.

—...Y me dirá usted que soy un impertinente —la interrumpió el Santo, interpretando bien la frase de ella—. Y con motivo, perdóneme usted. A veces siento deseos irresistibles de bromear.

Echó una mirada de reproche a Carn, quien se sonrojó más aún. Luego dirigió a Patricia un mensaje con los ojos que no era para expresarlo en voz alta, en el que le transmitió su plena satisfacción por el curso de los acontecimientos.

El Santo se dijo que entre su reloj y el de la joven debía de haber algunos minutos de diferencia y que había llegado a tiempo para salvar la situación, antes de que Carn se enterase de todo.

Al mismo tiempo, su sonrisa decía a Patricia: «Muy bien jugado, niña. Estaba seguro de poder confiar en usted. Todo va bien y ahora es preciso despistar a Carn. Cuidado con lo que dice.» Y la joven le devolvió la sonrisa, dando a entender que había comprendido bien y que estaba contenta de volverle a ver. Tan encantadora era la sonrisa, que Templar tuvo que hacer un esfuerzo para no abrazar a Patricia.

—Parece que ha tenido usted una pelea, señor Templar —observó Carn, y el Santo asintió.

—¿No le ha contado la señorita? —preguntó.

—No me pareció bien preguntarle.

El Santo frunció el entrecejo, porque, si bien la muchacha se había arreglado un poco, se notaba que no había pasado la noche jugando al dominó en el salón. Carn se explicó:

—Cuando abrí la puerta y la vi, pensé que algo había sucedido y que ella venía para... para curarse. Pero me dijo que sólo le traía aquí el deseo de charlar conmigo; así es que me callé... Me parece, señorita, que cuando el señor Templar llamó, iba usted a decirme algo, ¿verdad? Veo que sí... ¡Ah!..., pero... —Carn acababa de advertir la mirada de reproche del Santo, se azaró un poco y añadió luego con gran energía—: Como médico, estoy acostumbrado a dejar hablar a mis clientes. Es la vieja escuela, pero la considero mejor que la nueva. Y entonces llega usted...

El inspector acabó señalando con un ademán los destrozos de los trajes de Patricia y de Templar, y éste se echó a reír.

—¡Qué lástima! —dijo arrastrando las palabras—. Y ahora se muere de curiosidad por saber el resto, ¿no?

Carn alzó los hombros.

—Eso depende.

El inspector no era mal actor, pero no sabía cómo desenvolverse ante la maliciosa sonrisa del Santo. No podía de ninguna manera darse por enterado de que éste se reía de él, porque para Carn era esencial seguir haciendo el papel de doctor en presencia de un testigo. Lo cual explica por qué su regordete rostro siguiese más rubicundo que en realidad era y por qué había cierta tensión en su voz.

Patricia estaba perpleja. Esperaba que el Santo y el doctor Carn fuesen buenos amigos, y se encontró a dos hombres que se debatían en un duelo de palabras, cuyas sutilezas no comprendía, aunque se daba cuenta de que Simón estaba muy contento, y el doctor Carn, muy disgustado.

—¿Quiere que se lo cuente todo, doctor? —preguntó Templar con cierta insinuación, porque era una debilidad suya el exagerar los papeles, bordeando la farsa.

—¡Sí! —contestó Carn con rapidez saliendo de su reserva.

—Se lo contaré —dijo Simón en tono confidencial—. Fue de este modo...

Carn se había acercado. El Santo frunció el entrecejo, se rascó la cabeza y se quedó mirando al inspector.

—El caso es —exclamó fingiéndose disgustado— que no recuerdo nada. ¿Verdad que es divertido? No sé cómo es posible.

El inspector contestó en voz baja que no le parecía divertido aquello, añadiendo otras cosas sólo destinadas a los oídos del Santo y que revelaban su indignación por la burla de que se le hacía objeto. Simón se apartó de él con cara apenada.

—No estoy conforme con sus teorías —dijo.

—Déjeme a mí explicarlo —intervino Patricia, que temía que las cosas no marchasen bien—. El señor Templar ha pasado la mayor parte de la noche conmigo. Ibamos paseando por el risco y...

—¡Silencio! No lo diga delante del doctor. ¡Dios sabe lo que se figurará!

El inspector emitió una especie de gruñido fiero, muy acorde con su estado de ánimo. La paciencia iba acabándosele, pero procuró ocultarlo, fingiendo un acceso de tos.

—¿Ve usted? —observó el Santo—. Está usted poniéndole nervioso.

El Santo estaba haciendo su papel a maravilla. Su sonrisa, el donaire de su porte, se diferenciaban de tal modo del aspecto del inspector, que éste parecía el hazmerreír de la reunión, y Patricia tuvo que hacer grandes esfuerzos para no reír. Era la del Santo una actitud imperdonable, pero la consideraba necesaria para evitar la intensa curiosidad de Carn. El haber adoptado un aire de misterio hubiera sido una gran equivocación, a pesar de que al Santo le gustaban esta clase de papeles.

Carn se percató de pronto de que le estaban gastando una broma, y Templar, que esperaba ese momento psicológico, se fingió contrito.

—Acaso me he excedido un poco —se apresuró a decir—. Pero en verdad, mostrándose usted tan receloso, no podía esperar otra cosa. Casi parecía que sospechase que yo fuera reo de algún crimen, cuando la verdad es muy sencilla. La señorita y yo íbamos paseándonos al borde del acantilado y...

—Me caí —añadió Patricia viendo que el Santo vacilaba—. Di con un peñasco, pero sin hacerme daño. El señor Templar tuvo que sudar bastante para sacarme de allí.

Carn frunció el ceño, dándose cuenta de su error. La broma que le gastó el Santo tuvo los efectos deseados. Carn se tragó la historia, pero, si le hubiesen hablado así desde el primer instante, no la hubiera creído.

—No he tenido la intención de ofenderle, amigo Carn —expuso Templar amablemente—. Pero es que no podía dejar pasar la oportunidad de hacerle imaginar lo peor.

Patricia resistió impasible la mirada del inspector. El rostro del Santo expresaba exactamente lo que deseaba expresar.

—Traté de decírselo —advirtió Patricia—, pero el señor Templar nos interrumpió.

Simón la miraba agradecido y admirado. ¡Qué muchacha! No había en el mundo una actriz que pudiese enseñarle a actuar sin afectación. Serena, hermosa, dueña de la situación, actuando conforme le apuntaba, con la rapidez de una actriz consumada. Y sin pedir explicaciones. El Santo no tenía la menor idea de por qué una joven a la que sólo conocía desde hacía dos días le hiciese el juego con tanta facilidad, cuando todas las apariencias iban contra él. No era corriente que personas respetables tuviesen aficiones como las que ella había visto en él..., como la de golpear con una estatuilla la cabeza de un millonario, después de haber entrado misteriosamente en la biblioteca, ni le perseguían en un jardín hombres y sabuesos, ni se entretenía en hacer saltar muros a las mujeres. Y, sin embargo, ella tenía plena confianza en él y seguía al pie de la letra sus apuntes, dejando las preguntas para mejor ocasión. Y no menos notable era que el Santo, consumado egoísta en todo, cayera en la cuenta de la verdadera explicación...

Carn recobró su color natural, sus facciones se relajaron y el ceño adusto se convirtió en sonrisa.

—Es verdad, usted trató de explicármelo, señorita —admitió—. Pero el Santo..., es decir, el señor Templar, siempre se mete en líos, y, al verle en este estado, no podía menos de pensar en sus costumbres. Tan aferrado estaba a mis ideas, que no se me ocurrió que hubiesen estado ustedes juntos. Y como yo la conozco bien, señorita...

—Basta ya —suplicó el Santo, un poco avergonzado del papel que obligaba a hacer al inspector—. Más vale dar por terminado el asunto.

Carn asintió, diciendo:

—Pero no está bien, amigo Templar. Yo tomo estas cosas muy en serio, y son ya bastantes las preocupaciones que tengo.

—Tiene usted razón —dijo Templar con franqueza—. ¿Qué? ¿Vamos ahora a beber a la salud de todos?

Carn se ocupó en seguida en preparar las copas y la bebida. El Santo dio gracias a Dios por haber escapado del peligro, por tener ahora el camino libre, al menos por el momento, que era todo lo que podía desear.

Mientras Carn les daba la espalda, el Santo miró a Patricia. La joven se encogió de hombros sonriendo, como diciendo que no entendía nada. Templar le devolvió la sonrisa dándole ánimos; luego, con mucho descaro, le envió un beso.

El inspector repartió las copas y el Santo alzó la suya diciendo:

—¡Suerte para todos! Que tengamos una buena carrera.

El inspector miró al Santo.

—Con que sea regular, basta —dijo con voz forzada, y los dos bebieron.

—Considerando bien las cosas, amigo cirujano, creo...

El Santo se interrumpió al oír fuertes golpes en la puerta de la casa. Luego sonó repetidas veces el timbre; después, nuevamente los golpes. Templar dejó la copa sobre la mesita.

—Pues, amigo, sí que es usted popular esta noche —murmuró—. Parece que tiene prisa. ¿Quién será? ¿Uno que quiere nacer o uno que no quiere morir?

—¡Qué sé yo! —repuso Carn dirigiéndose a la puerta.

El Santo cruzó rápidamente la habitación y abrió las ventanas de par en par, como precaución elemental. Al parecer, la fiesta aún no se había acabado. No tenía la menor idea de cuál sería el acto siguiente, pero sospechaba que algo grave iba a suceder. No se atrevió a hablar; se limitó a hacer una señal a la muchacha para que siguiera confiando en él.

Afuera, una voz desconocida preguntaba si estaba el señor Templar en aquella casa, y Carn contestó afirmativamente.

Después se oyeron fuertes pasos y alguien llegó a la puerta.

Templar estaba apoyado en el revellín, mirando hacia el otro lado, con un aire de absoluta candidez.

—¡Ah! —dijo la voz—. ¡Ahí lo tenemos!

El Santo miró en dirección suya.

Acababa de entrar un hombre vestido de uniforme, al parecer el alguacil del pueblo. Hasta entonces, el Santo no había sospechado de la existencia de tal personaje en Baycombe, pero ahora ya no dudaba. El alguacil, por su aspecto, había sido llamado con toda urgencia, pues estaba despeinado y llevaba mal abrochado el uniforme.

Todos los detalles los observó el Santo con rapidez, no sin cierta sorpresa. Luego el policía avanzó con paso resuelto y puso una mano sobre el hombro de Templar.

—Soy el alguacil Jorge Hopkins —dijo—. Con permiso del doctor, le arresto a usted por el delito de atraco.

—¡Vaya! —dijo el Santo.

Templar fingió asombro y disgusto, y su rostro revelaba la sorpresa que produce una manifiesta equivocación y la seguridad de que sería fácil aclarar el caso, pero reflexionaba con gran intensidad. El contraataque y la rapidez con que se llevó a cabo eran dignos del Tigre, mas la acción no podía sostenerse.

—Pero, buen hombre, ¡usted está loco! —dijo Templar con voz lánguida—. ¿Quién me acusa, a ver?

—¡Yo!

Era Bloem, con su cara curtida, muy serena; pero un destello de triunfo en sus ojos le delató. Bloem entró en la habitación con muestras de deferencia hacia su propietario, dando a entender que sentía dar lugar a la escena, pero, al mismo tiempo, con el aire del ciudadano honrado que está decidido a cumplir con su deber.

—Mil perdones, doctor —dijo inclinándose ante Carn y luego ante la muchacha—. Siento mucho, señorita Holm, verme obligado a hacer esto. Tal vez prefiera retirarse un momento...

Patricia echó la cabeza hacia atrás.

—Gracias..., me quedaré —exclamó—. Estoy segura de que hay algún error, y es posible que pueda ayudar a aclararlo. He estado casi toda la noche con el señor Templar.

Bloem la contempló durante un buen rato, estudiando sus facciones, el traje rasgado y los rasguños de los brazos; pero la joven sostuvo impasible la mirada. Luego Bloem se apartó encogiéndose de hombros.

—Me explicaré —dijo—. Estaba leyendo en mi estudio, cuando, un poco después de las once, ese hombre entró amenazándome con una pistola y diciendo algo que no llegué a comprender. No soy ya joven, pero como toda la vida la he pasado luchando, no vacilé en oponer resistencia. Sin embargo, él era más fuerte y logró ponerme fuera de combate dándome un golpe con la culata de la pistola. Caí desvanecido, y, cuando recobré los sentidos, vi que estaba registrando mi mesa de escritorio. Puesto que estaba armado, fingí seguir desmayado. Registró minuciosamente toda la habitación, pero, al parecer, no encontró lo que buscaba. Cuando se marchó, le seguí hasta esta casa. Luego me fui en busca de Hopkins. Esto es todo.

—Y le aconsejo que se venga conmigo sin oponer resistencia —avisó el policía, sujetando mejor al Santo y alargando las esposas.

—Muy bien —dijo Templar sin alterarse—. Quisiera que me registrasen ahora mismo, para confirmar lo que usted acaba de decir sobre la pistola.

Bloem sonrió.

—Se la dejó usted. Aquí está.

Carn cogió el arma de manos de Bloem y la examinó.

—Es de una marca belga —observó—. ¿Es suya, señor Templar?

—No es mía, naturalmente —respondió el aludido—. Por principio, estoy contra las armas de fuego. Hacen demasiado ruido.

—Haga el favor de venir conmigo —ordenó el policía dando un tirón a la americana del Santo.

No era fácil inmutar a Templar, pero lo que más odiaba era que empleasen la fuerza con él. Durante un momento olvidó su papel de hombre pacífico. Cogió con ambas manos la muñeca del policía y le retorció el brazo. Hubo un grito de dolor y Hopkins se vio lanzado al otro extremo de la habitación, quedando en el suelo sin aliento.

El Santo se arregló la corbata y despreció olímpicamente la pistola con que Bloem le apuntaba.

—Los que quieran vivir tranquilos, que no me toquen con sus sucias manos —dijo con voz suave el Santo—. No vuelva a hacerlo, amiguito.

El alguacil se levantó penosamente.

—Usted ha agredido a un representante de la ley —dijo con voz temblorosa.

—No sea pueril —exclamó el Santo arrastrando las palabras—. Cuando necesitemos su intervención, ya le avisaremos. —Y dirigiéndose a Bloem—: Vamos a tratar directamente el asunto. Pronto se aclarará esa historia truculenta. Primero: ¿estaba usted solo en la casa?

—Estaba solo, en efecto.

—¿Dónde estaba Algerton?

—Había ido a ver a la señorita Holm.

Esta afirmación echaba por tierra la coartada del Santo, pero éste no se desanimó.

—Segundo: ¿le acompañó alguien cuando usted me siguió hasta esta casa?

—Me niego a contestar su interrogatorio. Ya le he dicho que estaba solo y...

—Sea buen chico y conteste cuando le pregunten. El caso es el siguiente: si usted ha estado solo durante todo el tiempo, como acaba de afirmar, ¿qué vale su palabra contra la mía? Supongamos que entré en su casa para charlar con usted y que usted me amenazó con esa pistola para robarme el reloj.

—Que se lo cuente al juez —exclamó, furioso, el policía.

—Creo —observó Bloem— que mi reputación no va a sufrir con sus descabelladas acusaciones.

El Santo no dio muestras de inquietud.

—De manera que usted dice que yo le ataqué y que usted se defendió, ¿verdad? —continuó preguntando, como si tal cosa—. Admito que, por mi aspecto, parece que haya tomado parte en una pelea. ¿Por qué no se quita la americana para que veamos cómo salió usted de la lucha?

Bloem se quitó sonriendo la prenda y enseñó sus brazos. El Santo apretó los labios. Bloem los tenía, en efecto, llenos de cardenales: el Tigre sabía hacer las cosas como era debido. A pesar de la nueva ventaja que Bloem acababa de obtener, el Santo tenía otros recursos.

—El caso es bastante desesperado, ¿verdad? —preguntó Bloem con ironía, mirando a los demás.

Pero únicamente el policía manifestó su aprobación con una especie de gruñido.

—Dígame, señor Bloem: ¿qué observación fue la que usted no entendió? —preguntó Carn—. Me refiero a lo que dijo cuando, como usted afirma, le amenazó con la pistola.

—¡Ah, sí! Le echó mucho misterio. Dijo: «Estoy buscando la madriguera del Tigre, y parece que me voy acercando.» Aún no sé lo que quiso decir.

Templar sacó un cigarrillo de la pitillera y lo golpeó pensativamente sobre la uña del pulgar. Aunque, al parecer, indiferente y aburrido por la escena, no dejó, sin embargo, de observar que el rostro de Carn se endurecía, y al ver, además, la fingida candidez de Bloem, se quedó casi sin aliento. La audacia de la afirmación que acababa de hacer era digno remate del golpe maestro dado por el Tigre. El Santo se preguntó si la pandilla sospechaba ya de Carn, pero vio que Bloem sólo le miraba a él. No, nada sabían aquéllos de la verdadera profesión del doctor. Bloem sólo se complacía en vengarse con palabras del hombre al que creía tener a su merced.

Y, en efecto, el Santo se dijo que su libertad corría grave peligro, puesto que todas las apariencias le condenaban. Patricia no podía ayudarle; Carn, tampoco aunque quisiera. Sólo quedaba la palabra de Bloem contra la del Santo, y no cabía duda de a quién daría la razón el tribunal. Bloem sabia, además, que el Santo no ignoraba que sería inútil toda referencia a lo sucedido en casa de Bittle, que mentiría sin dudarlo: el Tigre habría inventado un motivo plausible para explicar el escándalo del jardín.

El Santo se dio cuenta de la consumada habilidad táctica del Tigre. Se trataba de quitarle de en medio para que ellos pudieran seguir su juego. El Santo se podría dar por contento si sólo le condenaban a seis meses; teniendo presente el ataque al policía, tal vez le condenarían a un año. En este lapso, la banda llevaría a cabo el golpe, convirtiendo el oro en dinero y desapareciendo los cómplices con toda tranquilidad. El Santo seguía organizando sus ideas apoyado en la repisa de la chimenea con aire displicente.

Sin embargo, Templar seguía dominando la situación. Todos estaban pendientes de él. Bloem, observándole por entre los párpados y apuntándole con la pistola, estaba seguro del éxito de su golpe. Esperaba que el Santo confesase su derrota. El policía, escarmentado por la contundencia del Santo, manteníase en segundo término, aguardando el curso de los acontecimientos. Patricia contemplaba al Santo con gran ansiedad, sin poder ayudarle y preguntándose si el hombre que con tanta indiferencia aguantaba la acusación estaría fraguando alguna salida violenta. Sin embargo, no creía en absoluto el cuento de Bloem. En cualquier otro momento le hubiese podido creer, pero después de las experiencias de aquella noche, en que se vio envuelta con el Santo en un asunto que para ella era un misterio, no tenía visos de realidad la afirmación de Bloem. En cuanto a Carn, éste nada tenía que decir. Para él, el cuento de Bloem podía ser verdad o no, aunque, por lo que conocía del Santo, se inclinaba a creerlo. Además, el Santo trabajaba contra él, aunque lo hiciera al mismo tiempo contra el Tigre. Y revelarse como inspector de Scotland Yard, de Londres, hubiera sido poner fin a todas las probabilidades de salir airoso de su misión.

—Estamos esperando —dijo Bloem al fin.

—Así lo veo —observó Templar—. Quisiera que esperasen un poco más, porque quedan dos o tres puntos que hay que aclarar. Primero, supongo que no le molestará que el doctor examine el chichón que debí hacerle cuando, según usted dice, le di en la cabeza.

Estaba mirando fijamente a Bloem, y quedó desalentado al ver que éste no se alteraba por la indicación. Carn se dirigió a Bloem preguntando dónde le habían dado el golpe, y aquél contestó:

—Detrás de la oreja. Es fácil verlo.

«¡Vaya! —exclamó el Santo para sus adentros—. Me imagino lo furioso que se habrá puesto al tener que presentar el suceso con el realismo impuesto por el Tigre.»

Carn miró al Santo y se encogió de hombros.

—No cabe duda de que recibió un buen golpe. Me parece, Santo, que esta vez ha dado usted un patinazo.

—Por eso creo que no conviene retardar por más tiempo nuestro desagradable deber —dijo Bloem con gran energía—. Hopkins, coja las esposas y póngaselas. Dispararé si vuelve a atacarle.

En aquel momento, un hombre salido de la oscuridad apareció encuadrado por la ventana.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Horacio con voz estentórea.