1. El torreón

Baycombe es una pequeña población en la parte norte de la costa de Devon, que se halla tan aislada del mundo, que aun en el apogeo del movimiento veraniego la desdeña la multitud de matrimonios que, con sus hijas casaderas y demás familia, acuden a las playas en busca de todo menos de salud. Por lo tanto, bien se podía perdonar al forastero que vivía allí desde hacía sólo tres días que se adaptara a la monotonía de las costumbres regulares del lugar, a pesar de que este forastero era un hombre tan poco convencional como Simón Templar.

Poco tiempo después de que Simón Templar se estableciera en Baycombe, este apacible y pacífico pueblo empezó a agitarse, sucediendo cosas que sobrecogieron a sus apacibles y pacíficos habitantes. Pero, al principio, Simón Templar encontró Baycombe tan aburrido como había sido durante los últimos seiscientos años.

Simón Templar —en algunas partes del mundo conocido por el apodo de el Santo a causa de sus iniciales[1]— era un hombre de veintisiete años, alto, de rostro enjuto, tostado al sol, y ojos azules. Dos días después de su llegada ya estaba su nombre en boca de todos.

La casa en que vivía (en la que un equipo de obreros de Ilfracombe trabajó durante treinta y seis horas para hacerla habitable) habíase construido durante la guerra[2] como instalación de defensa costera, en un momento en que el Ministerio de la Guerra se sintió alarmado por los rumores de una invasión proyectada en el punto más impensado de la isla. Tal vez porque los técnicos pensaron que Baycombe podría ser para un estratega enemigo el punto más imprevisible, construyeron un torreón en el peñasco que dominaba la villa. El trabajo fue hecho a conciencia; se instaló en la torre una pequeña guarnición, pero, al parecer, el Ministerio de la Guerra había sido más listo que los estrategas alemanes, porque no hubo tentativa de desembarco en Baycombe. En 1918 se retiró de allí la guarnición y el armamento, y la pequeña fortaleza quedó abandonada a merced de los chicos de Baycombe hasta que Simón Templar descubrió que el torreón y el terreno circundante eran aún propiedad del Ministerio de la Guerra, y se las arregló para que se lo cediesen por veinticinco libras esterlinas.

En esta singular vivienda habíase instalado el Santo junto con un criado llamado Horacio.

A las nueve de la mañana del tercer día (el Santo sentía una profunda aversión a madrugar), el criado entró en el dormitorio de su amo llevando una taza de té y una jarra de agua caliente.

—Excelente mañana, señor —dijo Horacio, retirándose.

Este había hecho resaltar del mismo modo la excelencia de todas las mañanas durante los últimos ocho meses, no permitiendo jamás al tiempo que cambiara tan agradable costumbre.

El Santo bostezó, se desperezó como un gato y vio con ojos entornados que el sol entraba a raudales por el hueco de la pared que hacía las veces de ventana. Viendo que el optimismo de Horacio era esta vez justificado, Simón Templar suspiró, volvió a desperezarse y, tras un momento de indecisión, saltó de la cama. Se afeitó rápidamente, bebiendo a sorbitos el té; luego se puso un traje de baño, y salió afuera, al sol, recogiendo de paso un trozo de cuerda. En la hierba, frente al torreón, se dedicó durante quince minutos a hacer ejercicios de salto, luego boxeó durante cinco minutos con un enemigo invisible, al cabo de los cuales cogió una toalla, se la anudó al cuello, recorrió a saltos los doce metros que había entre el torreón y el borde del risco y se descolgó como si tal cosa por el peñasco. Era preciso bajar cincuenta metros, pero había muchos salientes donde agarrarse; así que pudo bajar por el acantilado con la misma facilidad con que bajaría por una escalera. El agua estaba en calma. Nadó durante un cuarto de milla a una velocidad de carrera, se tumbó de espalda y regresó lentamente a la playa. Después se quedó tendido en la arena, dejándose tostar por el sol.

Durante los días anteriores había hecho lo mismo con absoluta regularidad y estaba ahora pensando lánguidamente en lo absurdo de las costumbres, cuando sucedió una cosa que le demostró que la regularidad de las costumbres puede ser peligrosa.

Algo pasó rozándole la oreja con un silbido, y el guijarro que estaba contemplando saltó, mientras que la cosa que silbaba cambió de tono y rumbo, perdiéndose en el agua.

—Mala puntería, chico —murmuró el Santo suavemente—. Un centímetro más cerca y...

Pero ya se había puesto de pie antes de que la detonación del disparo llegase a sus oídos.

Se hallaba en uno de los brazos de la bahía, que tenía forma semicircular. La población estaba en el centro del arco. Un cálculo rápido le indicó que el tiro procedía del risco, entre el torreón y la villa, pero no pudo descubrir nada en el horizonte. Al instante apareció arriba la silueta de un hombre que gesticulaba y se oyó la voz llena de ansiedad de Horacio. El Santo hizo señal con la toalla de que estaba bien y se encaminó hacia el risco.

Realizó la difícil ascensión aparentemente sin el menor esfuerzo y sin inmutarse por la posibilidad de que el asesino oculto pudiese aventurarse a un segundo ataque. En seguida, el Santo se halló arriba, sobre la hierba, en jarras, contemplando con mirada aguda el sitio de donde al parecer salió el disparo. A un cuarto de milla había un grupo de arbustos; más allá estaba el camino de herradura que conducía hasta el pueblo. El Santo se encogió de hombros y se volvió hacia Horacio, que seguía mostrándose intranquilo.

—¡Vaya! El Tigre sabe lo que se hace —observó Templar con cierta admiración.

—¡Por tonto! —exclamó Horacio—. ¿Qué esperaba usted? Se lo tiene bien merecido; esto le enseñará a tener más cuidado... ¿No estará usted herido, señor? —añadió con ansiedad.

—No..., pero faltó poco.

Horacio volvió a gesticular.

—Lástima que no le hiriera un poco, para que tuviese más cuidado en el futuro... Yo se lo habría agradecido a ese Tigre. Y si alguna vez pongo las manos en ese puerco, me las pagará —concluyó el criado alejándose hacia el torreón.

Horacio, que fue sargento de Infantería de Marina, había recibido un tiro en la cadera en el ataque a Zeebrugge y cojeaba un poco.

—El desayuno estará dentro de un minuto —exclamó sin volverse.

El Santo fue tras él a paso lento y entró silbando en su dormitorio. Sin embargo, el criado, que entró en el comedor justamente al cabo de un minuto llevando en una bandeja el desayuno, encontró a Templar arrellanado en una butaca. El Santo llevaba camiseta y pantalón de deporte.

—Horacio —dijo con ganas de charlar y alzando la tapa de la fuente de jamón y huevos fritos—, parece que la cosa está a punto de empezar. La orquesta está dispuesta; los músicos, en sus puestos; el director acaba de pasarse los dedos por el cabello, y el...

—El café está enfriándose —le interrumpió el criado.

El Santo untó una tostada con mantequilla.

—¡Qué antipático te vuelves, Horacio! —dijo quejándose—. Bien, si mis metáforas no te impresionan, te diré sencillamente que ahora es cuando empieza la cosa.

—Bueno —convino Horacio yéndose a la cocina.

Simón terminó de desayunar y volvió a sentarse en la butaca desde la cual dominaba el risco y el mar. Echó una ojeada al periódico del día anterior y luego se fumó un cigarrillo. Al fin se levantó, se puso una chaqueta, cogió un buen bastón y se fue a la puerta, llamando a su criado.

—¿Qué desea, señor? —preguntó Horacio desde el umbral de la cocina.

—Voy a dar una vuelta. Regresaré a la hora del almuerzo.

—Bien, señor... ¡Señor!

El Santo, que ya se marchaba, se detuvo. Horacio sacó de debajo de su delantal un revólver de antes de la guerra, de enorme calibre, que ofreció a su amo.

—No es muy vistoso —dijo, acariciando el cañón—, y no lo emplearía para tirar al blanco, pero hace un agujero más grande en un hombre que esas pistolas automáticas que parecen juguetes.

—Gracias, Horacio —dijo sonriente el Santo—. Hace demasiado ruido. Prefiero a «Ana».

—Bueno.

Horacio tenía la habilidad de poner todos los matices de expresión en este vocablo, y esta vez no cabía duda acerca de lo que quería decir.

El Santo estaba examinando una hoja delgada que había sacado de una vaina atada al antebrazo, oculta por la manga. El puñal tenía una hoja de quince centímetros de largo y estaba ligeramente curvada. La empuñadura, que no pasaba de siete centímetros, era de marfil artísticamente tallado. En conjunto ofrecía un aspecto de algo vivo en manos de aquel hombre; su filo era tan agudo, que hubiera servido de navaja de afeitar. El Santo lanzó el arma al aire y la cogió, al caer, por el mango, volviéndola con el mismo movimiento a su vaina y con tal velocidad, que desapareció como por encanto.

—No vayas a insultar a «Ana» —dijo—. Es capaz de cortar el pulgar a un hombre antes de que éste acabe de sacar el revólver.

Y con estas palabras se alejó, bajando la colina en dirección al pueblo, dejando a Horacio con su pesimismo.

Era a principios de verano; el tiempo era bueno, un hecho que hizo que la elección del torreón como vivienda fuera menos absurda que si hubiese sido en invierno. (Había otros motivos para tal elección, además del deseo de respirar el aire fresco del mar y de llevar una vida tranquila.) El Santo silbaba mientras iba caminando, haciendo girar un formidable bastón, mas sus ojos no dejaron de estar atentos un segundo a todo lugar que pudiera servir de escondite a sus posibles enemigos. Con pasos resueltos se dirigió a los arbustos que le habían parecido sospechosos por la mañana, y estuvo un rato buscando huellas. Cerca del borde del risco encontró un casquillo entre las hierbas.

—Una bala «Mauser» —comentó—. Malo, malo.

Examinó detenidamente el suelo, guardándose el casquillo, pero, a causa de la sequedad del tiempo, no halló ninguna huella de la persona que había disparado la bala. Luego reanudó, muy pensativo, la marcha.

Baycombe, que en realidad no pasa de ser una aldea pesquera, está situado al mismo nivel del mar, pero a ambos lados se alzan en la costa los rojizos acantilados y, al fondo, el monte; así que Baycombe se halla en una hondonada abierta hacia el mar, sobre el canal de Bristol. Mirando desde el puerto al mar, el torreón del Santo quedaba a la derecha, en lo alto dei risco, el único edificio hacia el este; el risco que se alzaba a la izquierda del puerto tenía unos quince metros menos de altura y en él había unas seis o siete casas pertenecientes a gentes de posición. El Santo, por medio de Horacio, que había ido a beber cerveza a la taberna del pueblo conocía los nombres y las costumbres de la gente de Baycombe. El más rico era un tal Hans Bloem, un hombre del Transvaal, de unos cincuenta años de edad; se decía de él que su riqueza corría parejas con su tacañería. En casa de Bloem paraba con frecuencia un sobrino suyo, un tal Algernon de Breton Lomas-Coper, que llevaba monóculo, tan simpático como antipático su tío y que tenía fama de persona ridícula. El personaje más distinguido era sir Michael Lapping, un juez jubilado; los nuevos ricos estaban representados por sir John Bittle, un almacenista retirado. Contaba Baycombe también con su casa solariega, pero ya no era de los aristócratas que la poseyeron; su propietario era desde hacía muchos años la señorita Ágata Girton, una mujer hombruna, que vivía allí bastante aislada. Con ella convivía una huérfana, muy querida por todo el pueblo. Había también los funcionarios jubilados Smith y Shaw, que habitaban una casita pequeña, y un tal doctor Carn.

«Realmente, un grupo ordinario y aburrido —reflexionó Simón Templar en lo alto de la calle Mayor del pueblo—, excepto tal vez la huérfana.»

Con estos pensamientos dirigió sus pasos hacia la «Luna Azul», la taberna del pueblo; pero quiso el azar que aquella mañana no llegase a ella, porque cuando pasó por la puerta de los almacenes en que se surtía el pueblo de todo lo imaginable, salió una muchacha y tropezó con ella.

—¡Perdone! —dijo el Santo sosteniendo a la joven.

Después recogió del suelo un paquete que se le había caído y, al devolvérselo, pudo observar mejor el hermoso rostro, adornado con la más bella de las sonrisas.

—Usted debe de ser la huérfana —dijo—. Señorita Pat..., el pueblo no da más señas.

—Patricia Holm —dijo la joven—. Y usted debe de ser el hombre misterioso.

—¡Caramba!... ¿Ya me llaman así? —preguntó el Santo con gran interés.

La joven se dio cuenta de que la modestia no era una de sus mejores cualidades.

Siempre es un problema saber si es el hombre quien hace el apodo o el apodo quien hace al hombre. Es dudoso saber si Simón Templar se hubiera sentido tan orgulloso de su título si no supiese que le daba carácter; en cierto modo, el Santo era muy egoísta.

—Corren los más fantásticos rumores —observó la joven. Y el Santo adoptó su expresión más cándida.

—Quiero que me lo cuente todo —contestó.

Ajustando su paso al de ella, habían empezado a subir el áspero camino de la cuesta que llevaba a las casas del risco opuesto.

—Temo que le hayamos parecido muy poco hospitalarios —admitió la muchacha—. El caso es que, habiendo elegido usted el torreón como vivienda, la gente se pregunta si sería usted una persona asequible o imposible. La sociedad de Baycombe es muy aristocrática.

—Lo que me halaga. Por lo tanto, después de ver su casa, volveré al torreón para reflexionar sobre el problema de si la sociedad de Baycombe es asequible o imposible.

—¡Qué ocurrencia! A propósito, ¿qué le trae a este lugar?

—Ansias de emoción y de aventura —contestó el Santo con rapidez—, además de la ambición de ser tremendamente rico.

La joven le miró sorprendida, frunciendo el ceño; pero la expresión de Templar la convenció de que hablaba sin la menor ironía.

—Nunca hubiera creído que alguien viniera aquí para eso.

—Al contrario —le aseguró Simón Templar en tono amistoso—, yo no vacilo en recomendar este encantador pueblo a todo aventurero como uno de los pocos sitios en Inglaterra donde luchas, asesinatos y muertes repentinas pueden estar a la orden del día.

—Vivo aquí, con intervalos, desde que tenía doce años, y lo más emocionante que recuerdo es el incendio de una casa —contestó Patricia Holm, que no podía quitarse la impresión de que aquel hombre se burlaba de ella.

—En tal caso, sabrá usted apreciar los sucesos venideros —murmuró el Santo en tono alegre, haciendo girar el bastón.

Llegaron a la casa solariega, que no era un edificio imponente, sino sencillo y agradable, y la muchacha le tendió la mano.

—¿Quiere usted entrar?

El Santo no se hizo repetir la invitación.

—Encantado.

La señorita le llevó a un salón sombrío, pero ventilado y bien amueblado. Simón tomó asiento en una de las butacas finamente tapizadas, sin darse cuenta del contraste que su indumentaria campestre producía con la riqueza del salón; el Santo no se fijaba jamás en tales detalles.

—¿Me permite que vaya a buscar a mi tía? —le preguntó la señorita Holm—. Sé que le gustaría conocerle a usted.

—¡Naturalmente! —asintió el Santo, cuya sonrisa hizo sospechar a la muchacha que su contestación se refería tanto a la pregunta como a la afirmación.

La señorita Girton no tardó en llegar; Simón Templar, al verla, se dijo en seguida que el pueblo de Baycombe no había exagerado al tildaría de antipática. «Una bruja», había dicho Horacio, y el Santo estaba conforme con esta apreciación. La señorita Girton era fuerte y alta como un hombre y sorprendía la fuerza de su apretón de manos. Su rostro era curtido y duro; llevaba falda ancha, blusa de tejido burdo, medias de lana y zapatos gruesos de tacón bajo. El pelo lo llevaba corto.

—Tenía ganas de conocerle —dijo al recién llegado—. Espero que vendrá pronto a cenar con nosotros; le presentaré a algunos amigos. Temo que la sociedad de aquí sea muy restringida para usted.

—Tampoco estoy preparado para la gran sociedad. He decidido olvidarme por ahora de que existen trajes de etiqueta.

—Entonces, le invitaré a almorzar.

—¿Me perdona si no acepto? No crea que sea por desatención, pero mi criado me espera hoy. Si no volviese —explicó el Santo—, Horacio se figuraría que me había sucedido algo, en vista de lo cual cogería su revólver para buscarme y podría hacer daño a alguien.

Sobrevino una pausa desagradable en la conversación, pero sólo parecieron advertirla las dos mujeres, porque Templar estaba admirando una hermosa copa de cristal veneciano, sin reparar en que hubiese dicho algo inusitado. La muchacha se apresuró a salvar la situación.

—El señor Templar ha venido a Baycombe por aventuras —dijo, y su tía se quedó mirándole sorprendida.

—Pues le deseo mucha suerte —dijo—. Entonces, el viernes, señor Templar, si le parece bien. Invitaré a algunos amigos...

—¡Encantado! —contestó el Santo, haciendo una reverencia y sonriendo con cierta ironía—. Al fin y al cabo, no veo por qué no se han de observar las reglas de la buena sociedad aunque aceche lo peor.

La señorita Girton pidió permiso para retirarse, y el Santo fumó un cigarrillo en compañía de la señorita Holm, charlando animadamente con ella. Templar era un buen conversador y ya no hacia ninguna alusión terrorífica. Sin embargo, advirtió que la muchacha le miraba de cuando en cuando con una mezcla de perplejidad, aprensión e interés, que le divirtió mucho.

Al fin se levantó para irse, acompañándole ella hasta la puerta del jardín.

—No parece usted estar loco —observó la señorita al bajar el sendero—. ¿Por qué hablar de cosas tan terribles?

El Santo la contempló con ojos sonrientes.

—Toda la vida he dicho siempre la verdad. Es una gran ventaja, porque, al hacerlo, nadie le toma a uno en serio.

—Pero hablar de asesinatos y revólveres...

—Tal vez —dijo el Santo con su sonrisa burlona—, el recuerdo que espero merecer de usted será bastante interesante si le digo que desde esta mañana se están haciendo esfuerzos inimaginables para asesinarme. Pero, desde luego, no moriré; de modo que no necesita usted preocuparse demasiado por mí. Quiero decir que no vaya a ponerse nerviosa o a pasar por mi causa las noches en vela.

—Procuraré no hacerlo —contestó la muchacha en tono superficial.

—Usted no me cree —la acusó Templar con severidad.

Ella vacilaba.

—Bien...

—Llegará un día en que me pedirá perdón por su incredulida4.

Y haciéndole una reverencia un poco fría, se marchó tan de repente, que la joven se quedó mirándole con la boca abierta.

Templar llegó a la una en punto al torreón, encontrando a Horacio nervioso y disgustado.

—Ya me estaba temiendo lo peor —dijo—. No hay derecho a hacerle padecer tanto a uno. Es usted tan descuidado, que parece mentira que el Tigre no le haya matado ya una docena de veces.

—He encontrado a la muchacha más encantadora del mundo —le contestó Simón sin pizca de arrepentimiento—. Por todas las leyes de las aventuras, tendré que salvarle la vida dos o tres veces durante los próximos diez días. En el último capítulo la besaré apasionadamente. Nos casaremos...

Horacio resopló.

—La comida estará dentro de un minuto —dijo. Y desapareció.

Templar se lavó las manos y se pasó el peine por el cabello, aprovechando el minuto que su criado le había concedido. Estaba pensativo. Era muy vanidoso y le halagó que aquel pueblo le tuviese por un personaje novelesco. Pero una razón poderosa hacía exteriorizar su capricho. Le pareció que el Tigre le conocía muy bien a él y sus intenciones y que, por lo tanto, de nada serviría fingir.

El Santo silbaba animadamente cuando Horacio entró con la comida. Sabía que el Tigre se hallaba en Baycombe. Templar había cruzado medio mundo para robarle un millón de dólares, y el duelo entre los dos prometía ser tan divertido como cualquiera de las muchas aventuras de su arriesgada vida anterior.