13. La marca
La idea le horrorizó.
¿Era posible que hubiese vivido tantos años con el Tigre? Parecía imposible y, sin embargo, la verosimilitud de la idea aumentaba por momentos. De este modo se explicaban también las frecuentes ausencias de Ágata Girton; las cartas que ella recibía de la Riviera bien pudieron ser enviadas allí desde otro punto para su reexpedición. En cambio, el viaje a Africa debió de realizarse realmente, porque para el Tigre era una necesidad encontrar una mina de oro abandonada donde ocultar, según dijo Simón Templar, el oro robado. Además, Patricia recordaba que la época del viaje coincidía con la fecha en que se cometió el robo el Banco Confederado de Chicago.
¡De manera que el Tigre era una mujer! La suposición no pasaba los límites de la verosimilitud, porque Ágata Girton no tendría dificultades para hacerse pasar por hombre.
La joven hizo un esfuerzo para dominar el segundo ataque de pánico de la tarde antes de abrir la puerta y entrar en su casa. Le parecía que penetrar allí era acercarse a las garras del Tigre, que se metía en su guarida. Porque si Ágata Girton era el Tigre, seguramente sospecharía de ella a causa de su reciente amistad con Simón Templar, y sus sospechas habrían quedado confirmadas por la aventura de la noche anterior y por su obstinado silencio sobre los detalles. Y si Lapping caía también bajo las sospechas de la banda, los temores que pudiera abrigar el Tigre quedarían pronto confirmados y se vería ante la alternativa de quitarla a ella de en medio o de afrontar el peligro que representaba. Por todo lo que Patricia había oído hablar al Santo del Tigre, no cabía duda acerca del camino que tomaría.
El Tigre sólo podía ser Lapping o Ágata Girton. Patricia volvió a considerar el pro y el contra respecto de ambas posibilidades, y le pareció que tía Ágata era más probable que lo fuera que el primero.
Patricia se sentía tentada de salir huyendo al torreón y dejar a Templar la iniciativa; sólo la confianza que el Santo había demostrado en ella la detuvo. Había insistido con estúpida tozudez en hacer un papel importante, demasiado segura de poder ayudarle eficazmente, y ahora temía ir a echarse en sus brazos declarándose vencida a la primera dificultad.
«No, Patricia Holm —se dijo la muchacha—. Quisiste probar la sopa, y ahora tienes que comértela. Simón no diría nada, y durante algunos días se alegraría mucho de verte alejada del peligro, pero después empezaría a reflexionar, y al final terminaríamos. Hay que tragar la píldora aunque sea amarga... Por lo tanto, Patricia Holm, como diría nuestro Santo, ¿qué hacemos ahora?»
Por de pronto, se dijo, había hecho todo lo que tenía que hacer referente a Lapping y sólo podía esperar oír la opinión de Templar sobre lo ocurrido. Quedaba Ágata Girton; era preciso obedecer las órdenes del Santo, del mismo modo que obedeciera antes. Patricia sacó fuerzas de flaqueza. Su mano tropezó con un objeto extíaño en su bolsillo. Era la pistola; la sacó y la contempló. Era reconfortante pensar que aquel juguete, con sólo apretar el gatillo, podía matar a cualquiera que pretendiese atacarla. La volvió a guardar, acanciándola con la mano.
La criada salió de la cocina para ver quién entraba y le dijo que Ágata Girton hacía media hora que había vuelto. Patricia sintió fuertes palpitaciones al dirigirse al salón.
Con gran sorpresa advirtió que la puerta estaba cerrada con llave por dentro. La joven movió la manecilla y oyó la voz de su tía:
—¿Quién es?
—Yo... Patricia.
—Ahora no puedo salir.
La muchacha frunció el entrecejo.
—Se trata de un asunto importante —insistió—. Tengo que hablarte.
—Estoy muy ocupada. Vuelve luego, o, si te vas a tu habitación, subiré después, cuando haya terminado.
Patricia apretó los puños, pero no pudo hacer nada. No le quedaba más que esperar a que su tía saliese.
Pero... ¿por qué aquel secreto? Nunca se había encerrado en el salón. Tampoco, excepto durante la escena de la noche anterior, había hablado con ella con tanta dureza... Parecía como si estuviese asustada y nerviosa. ¿Cuál era esa nueva ocupación que exigía tanto secreto y aislamiento?
Con paso lento se dirigió a su cuarto, pensando en el nuevo enigma. ¿Podría ser que el Tigre se sintiese al fin intranquilo? ¿Había logrado Simón ponerlo nervioso y estaba ahora concentrando sus pensamientos en la estrategia para sacar a su banda de la red que iba envolviéndola y destruir al mismo tiempo al hombre que había logrado casi derrotarlo? Aún no estaban vencidos, mas para la lucha final sólo faltaban unas horas. ¿Acaso el Tigre barruntaba ya que había subestimado al adversario?
No había tiempo que perder. Se hacía tarde y aún le quedaba entrevistarse con tía Ágata y cenar rápidamente, antes de que llegase Horacio para llevarla al torreón con puntualidad para el ataque que habían convenido. Se quitó la ropa, se puso el traje de baño y escogió otro traje gris de calle. Colocó la pistola en el bolsillo de la chaqueta y completó su vestuario con un par de zapatos cómodos.
Cuando se abrochaba los zapátos oyó un extraño sonido. Venía de abajo y semejaba un murmullo de voces. El salón se hallaba justo debajo de su cuarto.
Se puso en pie y se encaminó a la ventana para escuchar, pero las puertas-vidrieras del salón debían de estar cerradas, porque el ruido de voces era más perceptible en el interior que asomándose a la ventana. De todos modos, su tía no estaba sola. Pero el murmullo era tan bajo, que no podía entender nada, ni siquiera lograba distinguir las voces. Sólo advertía que ambas parecían masculinas. Una sería, desde luego, la de tía Ágata, pero ¿y la otra?
De pronto se dio cuenta de la importancia que suponía poder averiguar la identidad del misterioso visitante y enterarse de qué hablaban. Si pudiese ver un momento a la visita y escuchar algunos detalles de la conversación, el resultado podría ser de inestimable valor, porque no cabía la menor duda de que aquella cita era muy extraña. Pero si, como suponía Patricia, abajo hablaban de algo relacionado con el asunto que tanto la preocupaba y la cogían escuchando... Un hondo suspiro salió de su pecho, y de nuevo se cercioró de la existencia de la pistola en su bolsillo. Había dicho al Santo que, más que impedimento, ella podría ser una ayuda para él, y ahora había llegado el momento de demostrarlo. Era preciso arrostrar el riesgo de sus pasos como lo haría el Santo: con una sonrisa, despreciando los peligros y confiando en Dios.
—¡Adelante, Patricia! —se animó abriendo la puerta.
Sin hacer ruido bajó las escaleras, pero se detuvo en el último tramo para reflexionar. Había dos caminos: la puerta o la ventana. Parecía más fácil mirar y escuchar por el ojo de la cerradura, pero oportunamente recordó que uno de los tablones del entarimado del vestíbulo solía crujir bastante. No quedaba, pues, más remedio que espiar desde el jardín.
Escuchó atentamente, pero las paredes y la puerta eran de construcción fuerte y resistente y las personas que había en el salón debían de hablar en voz muy baja, porque no se percibía siquiera el murmullo de sus voces; tal vez acababan de darse cuenta de la posibilidad de que ella les oyese.
Con el mismo silencio volvió a subir las escaleras. La puerta de la habitación de tía Ágata estaba abierta; Patricia cruzó la estancia rápidamente y abrió la ventana. La habitación se hallaba en la parte opuesta de la casa, hacia el salón y bajo la ventana había una especie de cobertizo con techumbre en pendiente. Siendo niña, Patricia había salido muchas veces por aquellas ventanas, para deslizarse por la pendiente hasta topar con el canalón de desagúe. Ahora, ya mayor, no era ninguna hazaña para ella y fácilmente llegó al final del tejado, donde el canalón la detuvo a pesar del nayor peso. Después se descolgó y saltó sobre la hierba del jardín.
Dio la vuelta a la casa y, al llegar a la puerta-vidriera del salón, sufrió una decepción, porque las cortinas estaban corridas, y las puertas, cerradas. Cuando regresó de la casa de Lapping no estaban así, como recordó muy bien, porque precisamente desde el camino se veía aquella parte de la casa, y una cosa tan extraordinaria no le hubiese pasado inadvertida. Tía Ágata no soportaba las ventanas cerradas ni en invierno. Faltaba saber ahora si la visita había llegado después de regresar ella o si puertas y cortinas fueron cerradas por miedo a que ella pasease por el jardín.
Dejó para después decidir este asunto. Se acercó con cautela y examinó ambas vidrieras, pero tuvo que rendirse a la evidencia: las pesadas cortinas estaban tan bien corridas, que no se podía ver nada del interior. Le dieron ganas de echarse a llorar. Por un momento pensó romper un cristal para entrar a la fuerza, pero se dijo que era muy aventurado. Además, serían dos contra una y con facilidad la vencerían a pesar de que iba armada. Se decidió, pues, a esperar, segura de que el hombre que había entrado saldría pronto, y entonces seria hora de ver quién charlaba tan misteriosamente con su tía a puerta cerrada.
Buscó un lugar oculto y se dijo que desde el pabellón que servía de solana le sería fácil acechar sin ser vista las puertas del salón, lo mismo que la de la casa. Con pasos rápidos entró en él y se colocó tras una ventana casi cubierta por la hiedra. Sentándose en una silla junto a la ventana, se dispuso a vigilar.
En aquel instante, los dos personajes que se hallaban en el salón de la casa hablaban de Patricia:
—Sólo una píldora..., ¡vea!, es muy pequeña —observó el hombre que hablaba con Agata Girton, poniendo con gran cuidado una bolita blanca sobre la mesa—. ¿Verdad que, al verla, nadie diría que es capaz de hacer dormir a una persona durante seis horas? Sin embargo, eso es lo que haría. Póngasela en el café después de cenar... Se disuelve rápidamente y, en menos de cinco minutos y sin que se dé cuenta, estará profundamente dormida. Usted la deja en el sofá y yo la recogere a las once.
Tratábase de un hombre alto, delgado y, aunque estaban solos, mantenía el ala del sombrero echada sobre el rostro y el cuello del abrigo subido, de modo que no se le veía parte alguna de la cara.
—Si quiere asesinar a alguien, hágalo usted mismo —exclamó Ágata Girton con voz cansada.
El hombre se echó a reír.
—No se trata de matar a nadie, se lo prometo. Patricia es una muchacha fuerte y resistente y lo único que le pasara será que mañana tendrá dolor de cabeza. ¡Cómo puede usted pensar que mate a una muchacha tan encantadora!
—¡Canalla! —exclamó Ágata Girton.
El otro hizo un movimiento de protesta con la cabeza.
—No convence esa moralidad que ahora quiere demostrar —dijo—. Además, tengo en gran aprecio a Patricia, pero temo que no me tome en serio, tal como están las cosas. De modo que, de momento, me propongo raptarla. Luego ya veremos.
—También yo aprecio mucho a Patricia —dijo la señorita Girton.
—¿Por qué no se lo dice? —repuso el hombre con ironía—. Pero dígaselo poco a poco, no vaya la pobre a morirse del disgusto. No, no debe usted preocuparse de eso. Cuando llegue el momento, suplicaré a Patricia que consienta en ser mi mujer, y creo que en eso no hay nada malo.
La señorita Girton le clavó la mirada.
—¿Por qué mentir ahora? —preguntó con amargura—. Aquí no hay testigos.
—Hablo en serio —insistió el hombre.
El amarillo rostro de la mujer se contrajo en una mueca y en sus ojos brilló la llama del odio.
—Dice la gente que todos los criminales están locos. Empiezo a creer que tienen razón.
El hombre alzó un poco el rostro con una mirada de reproche, pero no hizo caso del insulto y continuó hablando con voz suave y persuasiva:
—Jamás he hablado tan en serio en mi vida. He tenido éxito en mi profesión. A mi modo, soy un personaje. Tengo educación, soy instruido, he viajado, tengo salud, sé moverme en sociedad. Poseo toda la riqueza que un hombre puede desear. Mi juventud se va acabando, aunque aparento aún ser joven y como amo de veras a Patricia, es preciso emplear ahora la fuerza para demostrarle que estoy decidido a todo; luego no sabrá negarme nada...
La voz iba alejándose poco a poco. Ágata Girton hizo girar la silla para apartarse.
—Está loco —murmuró.
Y el hombre se incorporó de pronto.
—¿Qué estaba diciendo? —preguntó. Sus ojos tropezaron con la píldora blanca—. ¡Ah, sí! ¿Me ha comprendido bien?
Ágata Girton volvió a acercarse a él.
—Usted está loco —dijo—. No me cabe la menor duda. Con todo ese dinero, toda esa riqueza de que tanto blasona, ¿por qué tuvo que quitarme lo de la chica? Si es tan rico, ¿qué le importaban veinte mil libras esterlinas más?
—Nunca se tiene bastante. Además, ¿es mucho pagar veinte mil libras esterlinas por la libertad y acaso por la vida? Ya sabe usted, tía Ágata, que pueden condenarla por asesinato...
—No me llame tía Ágata.
—Entonces...
—Eso tampoco...
El hombre se encogió de hombros.
—Muy bien, ¡oh, ser sin nombre! —dijo con calculada insolencia—. Recuerde que si le he quitado una gran cantidad de dinero, ahora deseo algo que no se puede comprar con dinero. Y usted me lo dará... De lo contrario... Pero no, usted cumplirá mis órdenes.
La señorita Girton continuaba mirándole con ojos de profundo odio.
—No lo sé —dijo lentamente—. Hace años que usted ha convertido mi vida en un continuo martirio. Tengo ganas de terminar de una vez. Si ayudase a que le pongan donde debería estar, acaso me perdonarían muchas cosas. La policía siempre trata bien a los delatores.
El hombre permaneció silencioso durante unos minutos; después levantó la mano y bajó el ala del sombrero un poco más.
—Yo no soy como la «poli» —dijo con voz glacial—. No continúe hablando así si no quiere que sienta la tentación de ponerla allí donde no pueda amenazarme.
Después se levantó y fue hacia la puerta con las manos en los bolsillos y los hombros caídos. Dio vuelta a la llave y abrió la puerta un poco. Luego se volvió hacia Ágata Girton.
—Saldré solo. Patricia está arriba, ¿verdad?
—Hace poco oí sus pisadas en su habitación.
El hombre aguardó un momento como si escuchara.
—Tiene usted el oído más fino que yo, porque no oigo nada —dijo—. Haga exactamente lo que le he dicho y no trate de engañarme. Le pesaría. Buenas tardes.
Cerró la puerta tras de sí, y Ágata le oyó cruzar la estancia.
Durante un momento vaciló.
Luego atravesó rápidamente la habitación y abrió la mesa de escritorio. Buscó un buen rato y, cuando sacó la mano, tenía en ella una pequeña pistola. Se dirigió a la puerta-vidriera, descorrió las cortinas, y, al mismo tiempo, quitó el seguro del arma.
En aquel momento vio al hombre salir de la puerta del jardín y tomar el camino a la izquierda. Ágata Girton abrió la vidriera y salió a la terraza. El hombre estaba a unos veinte metros de distancia, pero, siendo baja la cerca, se le veía muy bien, pues no le llegaba más que a la cintura.
La señorita Girton alzó el arma y apuntó con la lentitud con que se apunta a un blanco en un concurso de tiro. En aquel momento, el hombre se dirigió a la derecha hacia el campo, volviendo la espalda a la casa.
El ruido de dos disparos de pistola rompió el silencio del atardecer. El hombre empezó a tambalearse, alzó los brazos y cayó.
De pronto, Ágata Girton vio a Pátricia a su lado.
—¿Quién era? —preguntó la muchacha, pálida y temblorosa—. ¿Qué has hecho?
—Matarlo, creo —dijo Ágata Girton friamente.
Habíase alzado de puntillas, mirando con gran atenc para ver el resultado de los disparos. Pero la cerca y los bustos impedían ver el cuerpo caído.
—Espérame aquí, mientras voy a verle —ordenó.
Rápidamente cruzó el camino y entró en el campo con la pistola aún en la mano.
El hombre estaba echado sobre la hierba, boca arriba, mirando al cielo con ojos muy abiertos. Ágata Girton dejó el arma en el suelo y se inclinó para poner la mano sobre el corazón del herido...
Patricia oyó un grito de terror de su tía y luego la vio levantarse tambaleándose, cubriéndose el rostro con la mano.
La muchacha agarró fuertemente su pistola y echó correr en dirección a su tía. Esta continuaba en el mismo sitio, las manos en la cara, y Patricia vio con horror que por entre los dedos corría sangre. El hombre había desaparecido.
—Estaba fingiendo —dijo la señorita Girton, temblorsa—. Dejé el arma en el suelo..., me cogió..., tenía una navaja...
—¿Qué te ha hecho?
Su tía no contestó en seguida. Señaló a poco un grupo de árboles y arbustos en el otro extremo del campo.
—Cogió la pistola y corrió hacia aquella hondonada.
—Voy tras él —dijo Patricia sin reparar en las consecuencias.
Pero su tía la agarró por el brazo con enorme fuerza.
—No cometas disparates, niña —exclamó—. Sería tu muerte... Yo perdí la cabeza... Todo lo que me dijo fue: «No vuelva a hacer eso.»
Las manos de la mujer chorreaban sangre, y Patricia tuvo que llevarla del brazo a casa.
Ágata Girton se dirigió al tocador y se bañó el rostro con abundante cantidad de agua, que se teñía de rojo. Luego se volvió para que la chica pudiese verla, y Patricia tuvo que hacer un gran esfuerzo y morderse los labios para no dar un grito de horror, porque en la frente de Ágata Girton había una profunda herida en forma de T.