15. Algy, en acción

Eran las diez de la noche.

—El buque debe de entrar ahora —observó Patricia, y salió fuera con Algy.

Se echaron sobre la hierba, al borde del acantilado, oteando el mar. El cielo estaba sin nubes y, aunque la Luna no había salido aún, el brillo de las estrellas permitió ver bastante, y al cabo de un rato de mirar divisaron la islita llamada «Casa Vieja» surgiendo del mar como un animal antediluviano.

—Ya veo el barco —exclamó Algy de pronto, emocionado.

Patricia se asió con fuerza de su brazo.

—Entonces, el Santo tenía razón —dijo.

Pero sólo vieron el barco en forma de una vaga silueta en el oscuro horizonte; a juzgar por la falta de reflejo en las aguas, el buque estaba, cuando menos, a unas seis millas de la costa. Patricia estuvo mirándolo hasta que le dolieron los ojos.

—Deben de entrar muy lentamente. Como es natural, sabiendo que desde aquí el Santo puede vigilarlos, han de proceder con gran cautela.

Regresaron al torreón, y Patricia, después de consultar el reloj, hizo algunos cálculos.

—A este paso, estarán cerca de la «Casa Vieja» a las once. Más vale que se vaya usted a casa, Algy, y se ponga el traje de baño. ¿Tienen ustedes armas de fuego?

—Creo que tío Hans tiene una pistola.

Patricia sonrió y sacó la suya del bolsillo.

—Ahora no la tiene; Simón se la quitó anoche.

—Tal vez tenga otra. Me parece que allí hay una armería. Haré lo que pueda.

—¿Cuánto tiempo tardará?

Algy reflexionó un instante.

—Volveré a las once.

—No venga más tarde —dijo Patricia con voz autoritaria—. La distancia sería mayor si tuviéramos que nadar desde el muelle, pero como la marea acaba de empezar, acortaremos por la playa. Tendremos que bajar por el acantilado. ¿Podríamos localizar una soga?

—Llamaré a un hombre del pueblo. Tiene un almacén... Las vende a los pescadores.

Ella asintió.

—Vaya, pues, Algy. Le espero a las once en punto.

—No faltaré, Patricia —prometió el señor Lomas-Coper—. Esto me va gustando cada vez más. ¡Cómo nos vamos a divertir!

Patricia perdió la cuenta del tiempo. Debió de caer en una especie de sopor, tal vez por cansancio mental, porque el ruido producido por alguien que andaba de puntillas por la habitación le sobresaltó súbitamente y le pareció haber despertado de un sueño.

Era Horacio, vestido con un estrafalario traje de baño a rayas y un ancho cinturón de cuero, del que pendía su enorme revólver.

—¿Es que ese majadero de Algernon no va a volver? —preguntó desdeñosamente, viendo que la muchacha se hallaba despierta—. Tendremos que prescindir de él... Supongo que habrá perdido su gorro de dormir. Estoy listo para ir con usted cuando diga, señorita.

Patricia se sorprendió al ver que eran ya las once y diez minutos.

—Salga y vea si viene ya cuesta arriba.

Horacio salió con un ademán que daba a entender que era perder el tiempo.

Patricia salió támbién y se dirigió al borde del risco. Había calculado bien. La Luna empezaba a salir en aquel momento por el horizonte encima del mar y ya se veía más. En menos de una hora, la visibilidad sería perfecta, tal vez tendrían más luz que la que necesitaban para realizar la aventura. El barco del Tigre estaba ya cerca del islote y dos lanchas se dirigían a la «Casa Vieja». Ola débilmente el ruido del motor del barco. Al cabo de un rato vio otra lancha que cruzaba la bahía hacia la embarcación; seguramente vendría del muelle de Baycombe, a juzgar por la dirección.

Se le ocurrió pensar que en aquella lancha podría ir Carn con otros policías en busca del Tigre, en cuyo caso ella llegaría demasiado tarde, porque, una vez éste en poder de la justicia, ya nada podría hacer contra él. Sin embargo, ¿cómo era posible que Carn creyese poder acercarse al buque sin que le viesen? A pesar de la mala opinión que tenía de la policía en general, no podía creer que Carn fuese tan estúpido.

Patricia respiró profundamente. Ahora veía las cosas con mayor claridad. Ahí estaban el oro, el Tigre y su banda. El oro era de importancia secundaria, y la banda no era nada sin su jefe. El Tigre era el gran premio de aquella aventura, y ella estaba dispuesta a cobrarlo. Una vez a bordo del barco, quedaría despejada la incógnita de su identidad.

—No le veo —dijo Horacio con sequedad—. ¿Cómo vamos a bajar por el precipicio, señorita? No tenemos cuerda suficiente.

—Algy ha ido a buscarla —repuso Patricia—. ¿No le habrá sucedido algo?

No sabía cómo explicarse la ausencia de Algernon, tan entusiasmado con la aventura. No quiso creer que faltase deliberadamente a su palabra; tampoco le cabía en la cabeza que fuese cobarde. ¿Acaso Bloem había descubierto su alianza con Algy? Sintió escalofríos. Si alguien había escuchado la conversación, los hombres del Tigre estarían esperándolos.

Por otra parte, si Algy había salido de su casa para acudir puntualmente a la cita, su paso por el muelle de Baycombe había de coincidir con la llegada de la lancha que recogiera al Tigre. Como Algy conocía todos los detalles, la presencia de la embarcación a esa hora de la noche no podía menos de despertar sus sospechas, incitándole a actuar por su cuenta.

—Es posible que le hayan cogido —dijo la joven a Horacio—. Tengo una idea de lo que puede haber pasado. Vamos a bajar a verlo.

Sin esperar más se dirigió al pueblo, y el criado se fue tras ella protestando.

—No vale la pena, señorita. De nada nos sirve ese hombre.

—No podemos prescindir de él —replicó Patricia secamente—. De todos modos, nos coge de camino, porque necesitamos buscar cuerdas; de paso, veremos si Carn ha vuelto. Me gustaría poder contar con la ayuda de la policía, por si no logramos realizar nuestro propósito.

El muelle, nombre demasiado pomposo para los cincuenta metros de roca que constituía el embarcadero de pescadores, se hallaba siempre lleno de redes, cuerdas, remos y otros enseres de pesca. Había, además, algunas chozas de madera, que los pescadores empleaban para guardar las herramientas y pinturas. Al final del muelle había un saliente de unos veinte metros que hacia las veces de rompeolas.

Al detenerse en el muelle y escudriñar alrededor, oyeron de pronto una voz débil que llamaba a Patricia.

Horacio llevaba la linterna, pero Patricia impidió que la usara, por temor a que los del buque se diesen cuenta. No le fue difícil encontrar al que había pronunciado su nombre. En la sombra de una de las chozas, apoyado contra la pared, había un hombre, al parecer herido.

—¿Es usted, Algy?

—El mismo —repuso éste—. Si no ha visto usted aún a ningún tonto, fíjese bien, pues lo tiene delante.

La joven se arrodilló y apoyó la cabeza de Algy en su brazo. Horacio no sabía qué hacer.

—¿Cómo se encuentra? Cuéntenos lo que ha pasado.

—Creo que pronto estaré mejor... No tema, no pienso morirme aún... Ya le contaré.

Horacio, al ver que Algy no estaba malherido, apartó a la joven. Cogió a Algy en brazos y lo llevó detrás de la choza, donde podía utilizar sin peligro la linterna. A su luz vieron que Algy tenía una profunda herida desde la ceja hasta la oreja y que la sangre le corría por la cara.

—Me pegaron un tiro y me dejaron por muerto. Pero sólo ha sido un rasguño..., pronto estaré bien.

Horacio buscó un cubo y lo llenó de agua de mar. Algy se incorporó y metió la cabeza tres o cuatro veces dentro para bañarse la herida. El agua le causó dolor, pero al mismo tiempo iba despejándosele la cabeza. Mientras le vendaban la herida, utilizando para ello un pañuelo, Algy contó lo sucedido, que coincidía con lo que sospechó Patricia.

—Como un verdadero héroe de película —terminó Algy—, me acerqué a ellos y les dije: «¡Manos arriba!», como suele hacerse en esos casos. Y allí fue Troya para mí.

—¿Reconoció usted a alguien?

—Era demasiado oscuro para verles la cara..., ni siquiera vi el arma con que me dejaron fuera de combate. Pero uno de ellos era pequeño y gordo. Creo que era el mercachifle retirado, y que me maten si el otro no se parecía mucho a mitío Hans.

—¿Cuántos eran?

—Tres o cuatro..., pero, como formaban un grupo, no estoy seguro.

Haciendo un esfuerzo, se puso de pie y se apoyó contra la pared de la choza. La herida debía de ser más grave de lo que quiso hacer creer, porque se tambaleaba y estaba blanco y desencajado.

—¿Cómo se encuentra ahorá?

—Muy bien. Tengo una sensación como si me hubiesen quitado la parte superior de la cabeza; pero, de todos modos, me voy encontrando mejor. Vámonos ya... La soga está ahí...

Horacio se había alejado a las primeras palabras de Algy y volvió en seguida con un gran rollo de soga sobre el hombro.

—¿No será mejor que se retire usted y descanse? —Le preguntó—. Con esta herida, no está para más emociones.

La honrosa herida del señor Lomas-Coper acabó con la animosidad de Horacio. No tardaría mucho en llamarle señor.

—No, de ninguna manera —exclamó Algy—. Yo he de ir con ustedes hasta el final. Esos malvados han disparado sobre mí a mansalva, y es preciso que nos volvamos a ver las caras. El agua fría me sentará muy bien, y cuando estemos a bordo del barco me encontraré recuperado.

—Bien, me alegro de que la cosa no haya sido más grave, señor —contestó Horacio—; pero si me permite que le coja del brazo mientras va recobrando animos...

—De todos modos, es necesario buscar a Carn —observó Patricia.

—Cuando salí de casa fui a buscar al sabueso, pero no ha regresado aún —repuso Algy—. De manera que tendremos que arreglárnoslas sin él.

Patricia lamentó ver frustrada su esperanza en el apoyo oficial. Al parecer, ella se había equivocado acerca de lo que sabia Carn sobre el asunto, porque si hubiese tenido la intención de dar aquella noche el golpe, habría tenido que estar ya en el pueblo. Pero como no estaba, sólo podía contar con Horacio y Algy.

Ya en el torreón, fue Algy quien decidió que la mejor manera de asegurar la cuerda era pasarla por dos huecos de las ventanas del edificio, aunque el trabajo lo realizó Horacio, que era ducho en tales menesteres por sus conocimientos náuticos. Algy había cambiado por completo. No era ya el charlatán simple de ántes; se mostraba ahora parco en palabras y enérgico en sus actos.

Poco a poco fueron bajando la cuerda por el risco, utilizando para ello una hendidura en la roca, a fin de descender sin que pudiesen verlos desde el mar, porque la luminosidad era cada vez mayor.

—Creo que hay bastante cuerda —observó Algy, quitándose al mismo tiempo la trinchera para quedar en traje de baño como los demás—. ¿Quién baja primero?

Antes de que los dos hombres pudiesen evitarlo, Patricia se había asido a la cuerda, lanzándose por el borde del risco; bajaba rápidamente por entre las rocas, manteniéndose separada de ellas apoyando los pies en la pared.

Se sentía fuerte y sin miedo alguno. Además, la cuerda era larga, más de lo necesario. Así llegó felizmente abajo, sobre la playa inundada por la marea, con el agua hasta las rodillas. Al soltar la cuerda, se apartó un poco de la roca y movió los brazos para avisar a los de arriba. Algy llegó a su lado en un minuto, y Horacio le siguió en el mismo intervalo. Sin hablar, se metieron mar adentro y empezaron a nadar. Los tres eran buenos nadadores, pero uno de ellos tenía una pierna lisiada y el otro una herida en la cabeza. Tenían que recorrer dos millas.

El agua estaba en calma y no demasiado fría. Patricia nadaba como un pez, avanzando con largas y silenciosas brazadas.

Mientras tanto, el inspector Carn caminaba con el carretero fatigosamente hacia Ilfracombe, porque el carro se había estropeado cuando aún les faltaban bastantes kilómetros, y era impensable que les recogiese otro vehículo en la solitaria carretera a aquella hora de la noche.