11. Carn capta la onda

El inspector Carn, de Scotland Yard, también médico, había sido designado para descubrir la identidad del Tigre.

Carn no era brillante, pero conocía su profesión. Era muy eficiente, educado en una escuela en la que se prefiere la perseverancia al genio y que enseña la investigación metódica y cuidadosa en lugar de fiarse de ráfagas de inspiración. Su hoja de servicios estaba llena de casos resueltos satisfactoriamente, aunque su estilo fuese poco espectacular. Su táctica era distinta a la del Santo.

Representaba la ley y la autoridad, una vasta e inexorable maquinaria, y si Carn dejaba entrever quién era, el Tigre lo pensaría mucho antes de atacarle directamente. Carn sólo podía llevar a cabo su misión trabajando ocultamente, y esto era un obstáculo, aunque encajase con su temperamento. Carn, el perseverante cazador de hombres, miraba de reojo el obstáculo, se encogía de hombros y continuaba su labor... a su manera.

La llegada del Santo, propagada a los cuatro vientos por el propio Templar, había eclipsado la modesta figura de Carn, desviándole de su misión durante algún tiempo. Pero hubiera sido necesario más de una legión de Santos para alejar totalmente a nuestro eficiente Carn.

Carn sabía que el Santo perseguía de cerca al Tigre, aunque no más que él. Con estilo pausado había prestado bastante atención a sir John Bittle y sabía muchas cosas de aquel hombre impopular y de su casa sospechosamente fortiticada. También había investigado el caso de Bloem, pero éste era un tipo huidizo, y poco logró saber de él. Por tal motivo, la súbita aparición en escena de Bloem fue para él una sorpresa. Recobrado de su asombro, no había tenido aún tiempo de seguir las huellas que el Santo le había procurado involuntariamente. Carn vigilaba también a Ágata Girton; conocía la secreta amistad de ella con Bittle, pero, aparte sospechar que podía pertenecer a la pandilla, nada había logrado saber. Quedaba Algy. Carn estaba dispuesto a creer cualquier cosa de él, pero no le prestaba demasiada atención, porque su aspecto era inofensivo. A Shaw, Smith y Lapping los excluyó de la investigación. Aparte el Santo, sir Michael Lapping era el único de Baycombe que conocía la verdadera personalidad de Carn. Lapping era a la sazón juez de paz, y Carn, esperanzado en el éxito, tenía al ex juez por un valioso aliado, pues llevaba una orden de arresto, en la que sólo faltaba la firma de Lapping, para cuando pudiese conocer el verdadero nombre del Tigre. En resumen, Carn se creía tan bien informado como el Santo. Sólo que no conocía a Fernando y, por lo tanto, desconocía la importancia de la «Casa Vieja».

Desde su llegada, Carn se había aficionado a la radio, y se dedicaba a ella con tanto entusiasmo como a sus mariposas y cetónidos, pero reservándose tal placer para las horas en que estaba solo. El teléfono más próximo se hallaba en Ilfracombe, y, por orden de Carn, todas las cartas dirigidas a Baycombe se abrían en la oficina de correos de Ilfracombe, donde se copiaba el texto, se comprobaba que no hubiese añadidos en tinta invisible y, una vez informado Carn del resultado, se mandaban a sus respectivos destinatarios. A causa de ciertos detalles descubiertos así, Carn se convirtió en un entusiasta radioaficionado.

Al día siguiente a la aparatosa entrada de Bloem en casa de Carn, el policía vio justificada su afición por las ondas. Al quedarse solo después de comer, cerró la puerta, abrió su mesa de escritorio y dejó al descubierto una serie de 1laves, roscas, válvulas y alambres. La antena se hallaba instalada en el tejado de la casa, hábilmente oculta, lo mismo que los demás alambres y enchufes. Era preciso proceder de este modo porque Carn empleaba a una mujer del pueblo para cuidar de su estómago. Las mujeres del pueblo son, naturalmente, muy dadas a hablar, y la menor mención de que en Baycombe existiera otro aficionado a la radio, si llegase a oídos del Tigre, hubiera dado al traste con una prometedora posibilidad de investigación.

El detective se colocó los auriculares. No era fácil para Carn emplear aquel arma, aunque estaba convencido de su utilidad. Jamás sabia a qué hora comunicaba el Tigre con su gente, pero sabía que aquél siempre utilizaba distintas longitudes de onda. Por dos veces había logrado escuchar el final de una conversación, mas, después de anotar la exacta longitud de onda en que sonaba la voz, no pudo volver a encontrarla. Seguramente la longitud de onda cambiaba de acuerdo con un plan previamente establecido entre el Tigre y sus secuaces.

Carn estuvo de suerte. El Tigre empleaba una onda muy larga, y Carn, en contra de lo acostumbrado, comenzó por las ondas largas. Al cabo de cinco minutos percibió el sonido que caracterizaba la emisora clandestina, y apenas hubo ajustado su aparato, cuando oyó claramente una voz:

—No empiece a entrar hasta que sea de noche. Tenga mucho cuidado. Fijese bien en que no haya luz alguna en el buque. Avance a media máquina cuando esté a dos millas de distancia. Conecte entonces los motores eléctricos, porque Templar monta guardia y tiene el oído muy fino.

—¿Podría guiarnos de algún modo? —preguntó otra voz.

—Pondré a un hombre en la «Casa Vieja», en la parte que da al mar, con una linterna verde.

—¿Cree usted que habrá problemas?

—No lo sé. Espero deshacerme de Templar esta tarde, pero ha nacido de pie y acaso pueda escaparse. Tenga mucho cuidado. Por otra parte, acabo de oír que él y la Holm se entienden, de modo que es posible que por ella abandone Templar la empresa e informe a la policía, dejando a ésta arreglar el asunto. Creo que llegarán tarde, pero más vale estar preparado a todo.

—Así lo haré.

—Muy bien. ¿Tiene la tripulación completa?

—Faltan los engrasadores, que no han venido. Creo que se emborracharon, pero no he querido esperar, porque usted me dijo que fuese puntual.

—En efecto, pero así sólo serán once, con usted.

—Así es, pero nos arreglaremos.

—No habrá más remedio... Ahora escuche. Quiero que la primera lancha la envíe al muelle del puerto. No estarán los pescadores, porque se hacen a la mar a las diez. Bittle y Bloem estarán conmigo, y tal vez Templar también. Eso depende de lo que suceda y lo que decida hacer con él. Su criado quedará despachado poco más o menos a la hora en que usted nos recoja. Y tal vez lleve también a la chica. Aún no sé si Templar le ha dicho algo. En todo caso, es demasiado peligrosa. Estoy esperando más detalles, y entonces podré determinar lo que convenga.

—Eso de meter las faldas por en medio no lo ha hecho usted hasta ahora, patrón.

La voz del Tigre era agresiva al contestar:

—Eso sólo me importa a mí, Maggs. Cuando necesite su opinión, se la pediré. Lo que debe hacer es tener dispuestos los camarotes y enviar esa lancha al muelle. Todas las demás lanchas que pueda tripular mándelas a la «Casa Vieja». Puede enviar tres y aun tener guardia a bordo. Y que el maquinista se quede abajo, por si hubiese necesidad de huir de improviso. Sus hombres sólo tienen que remar, y si cojo a alguno que tosa o hable, se acordará de mí toda la vida. Dígaselo de mi parte. Tendré dispuestos algunos hombres en la isla para ayudarles. Allí hay una pequeña grúa para manejar las cajas. Si trabajan todos como es debido, a las cuatro de la madrugada estaremos listos para hacernos a la mar.

—Descuide, patrón.

—Mucho ojo, Maggs; ¿ha comprendido todo?

—Todo, patrón.

—Llámeme a las siete, por si hubiese que cambiar algo. Adiós.

La transmisión del Tigre acabó con un fuerte chasquido. Carn se quitó los auriculares y se recostó pensativo en el sillón.

Casi lo único que faltaba era la revelación de la identidad del Tigre. La voz del llamado patrón era fingida. El Tigre no se aventuraba a correr el riesgo de ser reconocido. Había hablado con una voz gangosa que podía ser de cualquiera. Por otra parte, Carn sabía muy bien cómo se desfiguraba la voz humana en la transmisión por radio. No hubiese podido acusar a nadie de ser el Tigre guiándose sólo por aquella

Lo que más le llamaba la atención era la referencia a una casa vieja, que al parecer estaba sobre una isla. Carn se levantó y se dirigió a la pared en la que había un mapa del distrito. Estaba cubierto de muestras de varios colores, en apariencia producto de las investigaciones geológicas del doctor Can, pero en realidad era un mapa para un plan de ataque. Pronto descubrió la isla con la casa vieja, que él ya había advertido durante sus excursiones «científicas», sin llegar a imaginar que aquella roca mereciese el nombre de isla.

Allí estaba la «Casa Vieja» desde la cual había que transportar algo durante la noche a bordo de un barco. Carn sabía muy bien qué.

Lo había descubierto en pocos minutos. Cogió una silla y empezó a llenar la pipa. A pesar de su sangre fría, sintió que los dedos le temblaban ligeramente. Su agitación era perdonable, puesto que la busca y captura del Tigre era la mayor empresa de su vida. Ahora ya sabía dónde estaba el oro, y lo consideraba allí tan seguro como si estuviese en el Banco de Inglaterra. Aun en el caso de que el Santo también lo supiera, Carn no podía imaginarse que éste, a pesar de su gran inteligencia y habilidad, fuese capaz de apropiárselo sin ayuda y en una sola noche, especialmente estando guardado por varios cómplices del Tigre. Y éste había tenido la amabilidad de informar a Carn dónde le podría encontrar por la noche. Habría algunos hombres en el muelle, entre ellos el Tigre. No sería difícil descubrir su identidad. El pensamiento de que acaso tratarían de suprimir al Santo preocupaba a Carn. Su primer deseo era advertirle del peligro que corría y, después, hacer que le protegiesen. Era una cosa indiscutible, porque aunque el Santo no era aliado suyo, no era ningún criminal y su vida valía tanto como la de cualquier honrado ciudadano. Pero el tiempo apremiaba.

Ahora bien, Baycombe estaba sumamente aislado. No tenía ni teléfono ni telégrafo. Para hacerse con la ayuda necesaria aquella noche, era preciso ir a Ilfracombe, y el viejo «Ford» que el tabernero del pueblo solía alquilar a los que deseaban ir a la ciudad tardaría mucho en hacer el camino; Bittle tenía un «Rolls-Royce», pero sería imposible lograr que se lo prestase. El otro coche disponible era el del señor Lomas-Coper, y tampoco era factible tomarlo prestado, porque Bittle se enteraría en seguida.

Carn se dirigió a la taberna como si no tuviese prisa alguna, para que los de la pandilla del Tigre no sospecharan.

—Acabo de recibir carta de un viejo paciente que vive en Ilfracombe —dijo Carn al tabernero—. Ha tenido un ataque cardíaco y quiere que vaya a atenderle en seguida. Es un problema, pero tengo que ir. ¿Puede prestarme el coche?

Era una buena razón, porque el muchacho que venía todas las mañanas en bicicleta desde Ilfracombe con el correo no llegaba hasta el mediodía.

—Lo siento mucho, señor. Dos criados de sir John Bittle vinieron esta mañana y lo alquilaron para pasar un día asueto en Ilfracombe —repuso el tabernero.

«¡Malditos sean!», exclamó Carn para sus adentros, muy contrariado.

—Pues es preciso que vea cómo puedo trasladarme, porque mi paciente está bastante mal y me espera. Supongo que esos criados no volverán hasta muy tarde, ¿verdad?

—No lo han dicho, pero no los espero hasta la noche.

—¿No tiene Horrick un cacharro?

Horrick era un labrador que vivía a media milla del pueblo, y el tabernero contestó que, en efecto, lo tenía.

—¿Podría usted enviar un chico para preguntárselo? —dijo Carn.

El tabernero consideró la cuestión con la parsimonia propia de los aldeanos. Carn ocultó su impaciencia todo lo que pudo. Al fin, el tabernero dijo que mandaría a un chico a preguntarlo.

—¿Quiere usted acompañarme a beber una cerveza? —invitó el tabernero.

—Convendría que el muchacho hiciese el recado en seguida. Mientras, podemos tomar algo —contestó Carn.

El tabernero suspiró. Las prisas de la gente de la ciudad perturbaban su plácido espíritu. Sin embargo, llamó a un muchacho y, después de hablar del tiempo y de su influencia sobre la pesca, llegó el chico, a quien el tabernero explicó en su dialecto lo que tenía que hacer.

—Dile a Horrick que el caso es urgente —encargó Carn al chico en claro inglés, entregándole cinco chelines de propina—, y date prisa. Si vuelves pronto, te daré otra moneda.

El chico asintió y se marchó corriendo.

Mientras el tabernero servía la cerveza, Carn, exteriormente impasible, mordía la boquilla de su pipa para calmar su nerviosismo. La falta del «Ford», por viejo y destartalado que fuese, era para él un verdadero desastre. No sabía cómo arreglárselas para llevar a cabo su misión, porque confiaba poco en la ayuda de la gente del pueblo. No tenía la disposición del Santo ni su temple para atreverse solo con los bandidos. Casi estaba decidido a pedir ayuda al Santo; sabía que éste era recto en sus cosas, y le parecía mejor coger al Tigre con ayuda de Templar que dejarle escapar.

Sin embargo, se dijo que podría dejarlo hasta el último momento, porque aún tenía probabilidades de salir airoso sin necesidad de recurrir a su rival, lo que al fin y al cabo sería para él una humillación.

Carn se bebió el vaso de cerveza de un trago, contento de que el tabernero no le exigiese que llevara el peso de la conversación.

—¿Le sirvo otra?

—Como quiera.

El inspector estaba que trinaba, pero era preciso conservar la calma. Si hubiese rehusado la invitación del tabernero, demostrando tener prisa, éste lo habría comentado, y la cosa hubiera llegado a oídos del Tigre, quien, como sospechaba de Carn, era muy receloso.

Al fin terminó el suplicio y Carn pudo despedirse. Atravesó el pueblo y se dirigió hacia el torreón. Era un día caluroso, y Carn no tenía la agilidad de sus dias juveniles. Subió la cuesta sudando y renegando y respiró aliviado cuando llegó a la cima. Aún estaba a doce metros del torreón cuando vio salir a Horacio. Este aparentaba haber salido tan sólo para respirar un poco el aire. Contemplaba el panorama con el interés concentrado de un verdadero artista y miró al detective con naturalidad e indiferencia, pero con la mano derecha detrás de la espalda.

—¿Está el señor Templar? —preguntó Carn desde lejos.

—No.

—¿Sabe dónde está?

Horacio contemplaba al inspector con mirada de pocos amigos.

—No sé. Salió a pasear, supongo.

—Oiga usted, buen hombre —exclamó Carn, furioso—. No he subido esta dichosa loma, con el calor que hace, para que me tomen el pelo, ¿estamos? El Tigre va a quitarle de en medio esta noche, pero poco me importa usted. He venido a avisar al señor Templar del peligro.

—¡Ah!, ¿sí? Bueno, en ese caso...

Sacó la mano derecha con el revólver, apuntando al pecho de Carn. Este necesitó de toda su destreza para arrancárselo de la mano antes de que ocurriera una desgracia, y lo echó al interior del torreón.

—No sea usted estúpido, Horacio —exclamó—. Por lo que veo, este chisme no le sirve para nada. ¿No comprende que he venido a salvarle el pellejo? Le digo que el Tigre va a cazarlos a ustedes esta noche. ¿Lo ha comprendido? Le hablo del Tigre. ¿Usted sabe quién es? Si no me hace caso, luego no se queje.

—No se preocupe —le aseguró Horacio—. Le quedo muy agradecido por el consejo y le ruego le diga al Tigre que el señor Templar y yo vamos a cogerle esta noche. Que venga a esta casa, si se atreve.

—Bien, bien, Horacio; usted, lo que tiene que hacer es buscar a Templar y decirle lo que yo le he dicho— replicó Carn. Y se marchó cuesta abajo.

Al llegar a la taberna, encontró el carro dispuesto, un campesino en el pescante y el chaval al lado, con la mano tendida. Carn le dio la propina prometida y se sentó junto al carretero.

—¡A Ilfracombe! —le ordenó—. Y dése prisa, que se trata de un caso urgente.

El carro se puso en marcha y Carn sacó la pipa. Ya se hallaba en camino y de nada le serviría mostrarse impaciente; no adelantaría nada: todo dependía del caballo. Eran las tres y cuarto y, si el caballo no se cansaba ni sobrevenía ningún accidente, aún podría llegar a tiempo, máxime cuando el buque del Tigre no había de entrar hasta la noche y el embarque del oro duraría hasta la madrugada. Sin embargo, Carn sabía que el Tigre apreciaba más su propia seguridad que la de su mal ganado botín, y era el arresto del Tigre la hazaña que Carn quería ver inscrita en su hoja de servicios. El oro no le interesaba.

De pronto recordó que había olvidado avisar a Patricia. Durante un momento estuvo maldiciéndose, pero pronto se consoló pensando que, si el Tigre estaba bien informado, Templar y la muchacha estaban de acuerdo y, por lo tanto, el Santo la salvaría. Tal vez supiese también el Santo que la muchacha corría peligro, y no habla necesidad de preocuparse por ella.

Llegaron a la cima, desde la cual dejaban de ver Baycombe, cuando Carn oyó dos disparos, tan rápidos que parecían uno solo. El inspector miró la hora y luego al carretero, a su lado. Este digno pero impasible hombre leyó el asombro en el rostro de Carn y explicó el caso a su modo:

—Ya estamos acostumbrados a los tiros. Es el señor Lomas-Coper, que se dedica de vez en cuando a cazar conejos.

—¡Ah, ya comprendo! —observó Carn, y no aventuró más comentario.

Pero el inspector conocía muy bien las armas de fuego y sabía, aunque la distancia y el eco dificultaban la apreciación, que aquellos disparos no procedían de una escopeta, sino de un revólver.