10. La «Casa Vieja»
Horacio interrumpió el idilio para poner la mesa para el almuerzo, que estuvo listo media hora más tarde, aunque Simón y Patricia hubiesen jurado que sólo había pasado medio minuto. El Santo se dirigió a la ventana y contempló el azulado mar; Patricia estaba arreglándose el peinado. Horacio, después de una mirada de desaprobación, continuó su tarea sin inmutarse, como si nada pudiese impedirle ser puntual en sus cosas.
—El almuerzo estará dentro de un minuto —anunció después, y se fue a la cocina.
El Santo continuó admirando el mar y el cielo con sentimientos encontrados. Se había endurecido lo bastante en su carrera para saber que vivir un amor romántico en plena aventura era un grave obstáculo. ¿Por qué no podía haber esperado un momento más oportuno?, se preguntaba. Que la maravillosa Patricia estuviese enamorada de él era demasiado hermoso para ser verdad, pero lo estaba, y eso multiplicaba sus responsabilidades y su ansiedad.
Cuando Horacio hubo servido el almuerzo y volvió a la cocina, pudieron hablar de nuevo de un modo natural, con una timidez que les cohibía.
—De manera que ahora comprenderás —dijo Patricia— que no puedes apartarme de tu camino.
—Si te importan algo mis sentimientos —replicó el Santo con cierta aspereza—, los respetarías y me dejarías hacerlo solo.
Ella movió la cabeza.
—En todo, menos en esto.
Era terminante. Simón Templar había empleado toda clase de argumentos, y luchar contra la resolución de Patricia habría sido absurdo e inútil.
En aquel momento, de buena gana hubiese dado por terminada la aventura, revelando a Carn todo lo que sabía, para que éste pudiese continuar la lucha. Lo que le impedía tomar medida tan desesperada era que comprendía demasiado bien el carácter de la muchacha. A pesar de su educación y de la vida sencilla que había llevado en aquel pueblo, tenía madera de aventurera. Además, poseía una voluntad férrea. Pensaba que era su obligación ayudar a su amor en todo y estaba decidida a hacerlo. Si él, por causa suya, se negase a continuar la aventura, le despreciaría; quería probarle con hechos y no sólo con palabras que no era una planta trepadora parasitaria que se convierte en impedimento para el hombre.
Una cosa agradeció el Santo a su buena estrella: había logrado despistaría en cuanto a los primeros pasos: el registro de la antigua fonda en la parte posterior del pueblo. Podría dedicarse tranquilamente a ello durante la tarde sin que la joven sospechase, y si el destino le era favorable, acaso lograra dar un golpe tan decisivo al Tigre, que la intervención de Patricia dejaría de entrañar riesgo para ella.
—Si la montaña no quiere moverse, Mahoma tendrá que dejarla donde está —dijo el Santo con gran amabilidad—. Pero hay un par de cuestiones que convendría resolver esta tarde, y aquí es donde puedes ayudarme. En primer lugar, no estaría mal sonsacar un poco más a tía Ágata.
—No quiso decirme nada anoche.
—No sabías si yo había salido con bien de casa de Bittle. Esta tarde puedes acometerla con más bríos. Sí sabes desenvolverte con energía, será fácil acorralarla. Al fin y al cabo ella admitió haberse apropiado de tu dinero para salvarse. Tienes, pues, perfecto derecho a exigirle una amplia explicación. Ya sé que es un caso difícil, porque tu tía se las trae, pero ten en cuenta que esta noche habrás de hacer cosas mucho más difíciles.
—No te fallaré.
—Muy bien, así me gusta. El otro asunto concierne al viejo Lapping. No podemos perder de vista a un personaje tan importante como el ex juez. Realmente, parece tan digno y tan bueno, que no se ve qué relación pueda tener con el Tigre, pero en este caso están casi todos los demás en Baycombe. Y ahora recuerdo..., me gustaría saber algo de un hombre llamado Harry Le Duc.
—¿Harry Le Duc? —repitió Patricia, con expresión desconcertada—. ¿Quién es?
—Un bandido peligroso, al que sir Michael Lapping mandó a presidio. Harry se evadió hace seis años, y, por lo que se dice, no es hombre que perdone. Parece mentira que aún no haya saldado la cuenta con el ex juez. Estando en el Palacio de Justicia durante la vista, oí decir que Harry había perseguido al magistrado que le condenó la primera vez hasta vengarse de él. Desde entonces no volvió a caer en las redes de la justicia, porque Harry es muy hábil, hasta que le condenó Lapping. Claro que es muy aventurado, pero, sabiendo que el Tigre es inglés, se me ha ocurrido más de una vez pensar que éste y Harry podrían ser una misma persona.
—¿Es que no le reconocerían si estuviese en Inglaterra?
—El rostro de Harry es maleable como el barro; sabe caracterizarse como el mejor actor. Además, es uno de los pocos hombres que tiene suficiente cerebro para poder ser el Tigre... Claro está que sólo son conjeturas mías, pero... si el Tigre fuese Harry Le Duc, ello justificaría la buena salud de Lapping. El Tigre esperaría el momento oportuno, hasta poner a salvo el oro, puesto que Lapping está aquí mismo a su alcance, y, llegada la hora, llevaría a cabo su venganza y zarparía.
Patricia seguía perpleja.
—¿Qué es lo que he de hacer?
—Si te queda tiempo y ganas después de acabar con tía Ágata, ve a ver a sir Michael y sonsácale con dulzura. Tú le conoces muy bien. Le ruegas que te aconseje acerca de mi persona. Es una gran jugada. Si resulta que hace causa común con el Tigre, la pregunta puede convencerle de que no conoces mi juego. En cambio, si se trata de un hombre inofensivo, la pregunta no nos perjudicará. Háblale como se habla a un viejo amigo. Cuéntale el asunto de Bittle, prestando atención a su modo de reaccionar; háblale después de mí. Podrías decir que te soy simpático y que te gustaría saber si es prudente continuar la amistad conmigo. Representa el papel de la muchacha ingenua y ruborosa, que siempre da resultado.
—Así lo haré —contestó ella, y el Santo se inclinó sobre la mesa para acariciarle la mano.
Acabado el almuerzo, Horacio sirvió el café afuera, donde la pareja se quedó fumando y discutiendo los últimos detalles.
—Entre siete y siete y media mandaré a Horacio a buscarte —dijo el Santo—. Creo que vale más que yo no aparezca por tu casa. Ponte un traje de baño debajo del vestido, y, cuando llegue la hora, te daré un cinturón y una pistolera pequeña. La pistola te la daré ahora mismo.
Extrajo del bolsillo una pequeña automática, puso una bala en la recámara y colocó el seguro.
—No te la doy como adorno —le advirtió gravemente—. Si llega la ocasión, dispara y luego pides perdón al cadáver. ¿Has manejado alguna vez estos juguetes?
—Muchas veces. Desde el acantilado me he divertido bastante tirando al blanco.
—Entonces, todo va bien. Póntela en el bolsillo, pero no hagas alardes de ella, porque pertenece a Bloem. Se la sustraje anoche mientras le llevaba hacia la puerta, porque creí que nos vendría bien.
Patricia se levantó.
—Más vale que me vaya —dijo—. Tendré mucho trabajo esta tarde. ¿Nos reuniremos después de las siete?
—Sí, alrededor de las ocho. Procura no correr ningún riesgo hasta entonces. Me disgusta no poder estar a tu lado durante tanto tiempo. No se sabe nunca lo que se propone el Tigre. No olvides que debes desconfiar de todo el mundo.
Patricia le rodeó con los brazos, y Simón la estrechó un momento. Luego ella echó atrás la cabeza mirándole con los ojos húmedos, pero sonrientes.
—Ya sé que soy una tonta, pero siento dejarte por tanto tiempo, cariño.
—Yo estoy más seguro que el Banco de Inglaterra —la tranquilizó el Santo—. Una gitana me dijo que me moriría en la cama y a la respetable edad de noventa y nueve años. ¿Y figuras tú que voy a permitir que el Tigre o cualquier otro me dé pasaporte para el otro barrio, esperándome tú aquí? ¡De ninguna manera!
Hubo otra dilación en la despedida, que no hace falta relatar. Porque los que han estado enamorados, lo saben, y los otros no merecen que se les cuente nada...
—Pórtate como las esposas de los soldados, Patricia —exclamó—. Recuérdalo... y ¡buena suerte!
Patricia le sonrió y se marchó, seguida de Horacio. Allí, el camino formaba un recodo; se detuvo y dijo adiós al Santo, que agitó un pañuelo en señal de despedida. Después se preguntó Templar si volvería a ver a la mujer que tan pronto se había adueñado de su corazón.
El Santo entró en el torreón, se quitó la chaqueta, se arremangó y ató al antebrazo el cuchillo al que había dado el nombre de «Ana». Era para un caso de apuro, pero ahora que el Tigre conocía la existencia de tal arma, el Santo tuvo que buscar la hermana gemela de la misma y sujetó tan peligrosa arma al antebrazo izquierdo del mismo modo, donde pasaría fácilmente inadvertida en caso de que le cogiesen y registrasen. Se convenció también de que tenía su pitillera especial en el bolsillo del pantalón.
Como precaución final, escribió la siguiente nota:
Si no hubiese vuelto a las siete y media, búscame en la «Casa Vieja»..., ese edificio que está detrás del pueblo y que antes fue una fonda. Si no estoy allí, busca en casa de Bittle o de Bloem. No vayas a casa de Carn a no ser que falles en los otros tres sitios. Y ¡mucho cuidado! Si me cogen a mí, trataran de cogerte a ti también.
La dobló, puso el nombre de Horacio encima y la dejó en un sitio visible de la cocina.
Luego se dirigió con paso tranquilo hacia el pueblo.
El Santo no recordaba bien la «Casa Vieja» y se detuvo al borde de unos arbustos en la pendiente de la colina. De nuevo dio gracias por su suerte. Acababa de descubrir una larga tapia que iba desde el norte de la «Casa Vieja» hacia el sur, donde se perdía entre las primeras casuchas del pueblo. Bajó rápidamente el sendero y atravesó el pueblo. En las afueras dio la vuelta a una casa de campo y vio que no se había equivocado: la tapia empezaba allí y era lo bastante alta para poder ocultarse tras ella.
Sin pensarlo un segundo, el Santo se puso en camino, deslizándose junto a la tapia hasta llegar casi hasta el final. Allí procedió con más cautela; anduvo a gatas, por si en alguna ventana del piso superior hubiese alguien vigilando el camino. Cuando llegó a la casa se echó completamente al suelo y se quedó quieto un momento para reflexionar sobre la mejor manera de entrar.
Al final vio que no había más remedio que seguir gateando, confiando en no ser visto. Con un leve escalofrío recorrió el último trecho, y cuando llegó a la entrada respiraba con dificultad. Inspeccionó la puerta.
El pomo estaba roto; sólo quedaba un trozo. La cerradura estaba llena de herrumbre, y los goznes, flojos. El Santo, al verlo, se rascó la cabeza, porque, o esa «Casa Vieja» no era la que buscaba, o el Tigre confiaba demasiado en los fantasmas.
Volvió a mirar con más atención el trozo roto del pomo y se quedó sin aliento, porque el hierro estaba brillante, al revés de las demás partes metálicas de la puerta. Como el hierro se oxida con gran facilidad, sólo cabía suponer que alguien habla entrado y salido por la puerta recientemente. A no ser que los chicos del pueblo fueran menos supersticiosos que sus mayores, aquello significaba que la gente del Tigre frecuentaba la casa.
Empujó la puerta suavemente, y ésta cedió. El Santo quitó la mano, como si se hubiese quemado. El hecho de que la puerta cediera con suavidad indicaba que no estaba cerrada y que sus goznes funcionaban bien. Las puertas de las casas abandonadas no ceden así como así. Eso significaba que aluien utilizaba la casa.
—«¿Quieres entrar en mi salón?», dijo la araña a la mosca —murmuró Templar—. Vaya si pienso entrar, pero no con la candidez de la mosca.
Retrocedió un poco y echó otra ojeada a las ventanas cegadas. No quedaba más que la puerta, y seguramente alguien o algo le aguardaba dentro.
Se echó al suelo y, alargando el brazo, empujó levemente la puerta desde abajo. Con la cabeza al nivel del umbral miró al interior, sin ver nada. Apartó de nuevo la cabeza y dio otro empujón a la puerta, que quedó entreabierta.
De pronto oyó un ruido como el que hace una piedra al caer en un pozo y observó un impacto en la puerta, que arrancó algunas astillas.
Le bastaba aquello... Era un ultimátum, una declaración de guerra. Y también significaba que, fuese lo que fuese que le aguardaba dentro, lo mejor sería aventurarse con valentía y no seguir allí expuesto a que lo acribillasen desde las ventanas.
Se dispuso a dar el salto: cogió el cuchillo y entró rápidamente, cerrando la puerta tras de sí. Así dejaba de ser un fácil blanco. Luego se refugió en un rincón.
El Santo se quedó rígido, escuchando atentamente y tratando de percibir algo en aquella oscuridad. Estaba preparado para todo. Tenía el cuchillo en la mano, dispuesto a lanzarlo contra el primero que apareciese; pero, a pesar de su finísimo oído, no podía oír otra cosa que los latidos regulares de su propio corazón y el tictac de su reloj de pulsera.
Sus ojos iban acostumbrándose lentamente a la oscuridad y al fin empezó a ver los detalles. El pasillo estaba vacío; a cosa de dos metros había dos puertas, una enfrente de la otra, cerradas ambas. Al mirar al suelo vio una gruesa capa de polvo con huellas de muchas pisadas. Algunas se dirigían a la puerta de la derecha, ninguna a la de la izquierda, de lo que dedujo que aquella habitación no se utilizaba, a no ser que tuviese otra entrada. Al final del pasillo había una ventana, cegada con tablas, como todas las demás de la casa, pero por los resquicios entraba luz suficiente.
Continuando la inspección ocular, vio que más allá de la puerta, a la izquierda, había otra y que a ella conducían también bastantes huellas de pisadas, sobre todo algunas recientes. Después notó que bajo la ventana había una mesa y, encima de ella, una caja.
El Santo contempló largo rato la caja y de pronto tuvo una inspiración. Se inclinó y recorrió el suelo con los dedos hasta dar con un alambre que iba desde la puerta a la mesa y a la caja. Descubrió los contactos metálicos que cerraban el circuito eléctrico. Uno estaba atornillado en la parte interior de la puerta, en el borde de abajo, y el otro en el suelo, a medio metro de la pared. Animado por este descubrimiento, avanzó con sigilo por el pasillo sin dejar de prestar atención alrededor. Por fin llegó a la mesa y a la caja, que examinó a conciencia. Los alambres iban a la caja, y en el frontal de la misma vio el cañón de un arma de fuego.
—Muy ingenioso, señor Tigre —fue el silencioso comentario del Santo—. Al abrir la puerta, caigo atravesado por la bala. ¡Cuánto siento no haberle complacido!
Sin embargo, por si el dispositivo tenía más disparos, dio la vuelta a la caja, con el cañón del arma apuntando a la pared. Además, desconectó los alambres. Luego volvió a mirar alrededor.
El descubrimiento de aquella trampa infantil no excluía la posibilidad de la existencia de otras. A juzgar por el ingenio del Tigre, era de esperar que hubiese más dispositivos. Sin embargo, el Santo se dijo que, una vez dentro de la casa, le era imposible retroceder.
Escogió la segunda puerta a la izquierda porque allí había más huellas recientes, y si en alguna habitación le preparaban una sorpresa, debía de ser aquélla. Se dirigió allí paso resuelto y se detuvo frente a la puerta. El Santo la abrió unos centímetros. Luego, hurtando el cuerpo contra la pared, apoyó la punta del pie contra ella y la abrió totalmente.
Todo era silencio en aquella habitación. Se maldijo por no haber traído una linterna. A falta de mejor luz, se decidió a encender un fósforo. Si había alguien en el cuarto, vería al Santo antes de que éste pudiese verle a él. Pero el Santo había corrido mayores riesgos y no quería esperar más. Aquel silencio le estaba poniendo nervioso.
Sin soltar el arma, sacó una caja de fósforos y encendió uno, elevándolo por encima de la cabeza para que la llama no le cegase.
La habitación estaba absolutamente vacía.
El fósforo se fue consumiendo entre sus dedos y se apagó. Encendió otro, más tampoco vio a nadie. Pero había huellas en el suelo, tres botellas de cerveza en un rincón y trozos de papel en el suelo.
«Esto me escama», se dijo el Santo.
Encendió un tercer fósforo y avanzó unos pasos.
Luego trató de echarse atrás, pero fue tarde. El suelo se abrió bajo sus pies y cayó al fondo, rodeado de oscuridad.