ELIZABETH

No puedo alargar la espera, no puedo dejar pasar más horas aferrada a mi pluma con la mano dolorida y contemplando la página con pavor, incapaz de dejar mi impronta en el papel. He dejado para el final este capítulo de mi historia y el corazón me pesa tanto como una roca. No lo puedo retrasar por más tiempo puesto que los ojos empiezan a fallarme y siento que las fuerzas me abandonan con la misma rapidez que sube la marea. Aunque parezca fuera de lugar, he de regresar al año siguiente a la partida de Robert a Australia.

Es cierto que estaba inmersa en una terrible oscuridad. Como si mi cuerpo estuviera encadenado con pesados grilletes y se viera arrastrado por la vorágine y me engullera un remolino tan poderoso como el del golfo de Corryvreckan. Y, cuando despegaba los labios para pedir auxilio, el mar entraba a raudales en los pulmones y me ahogaba, llenándome la boca de agua salada y turbia. En mi delirio era incapaz de distinguir el día de la noche pero, a lo lejos, veía a Robert, casi en penumbra, como una estatua en mitad de un paisaje desolado y, entonces, de repente, estallaba en mil pedazos. Fui testigo de esa horrible escena una y mil veces. Cuando escribí la fatídica carta me encontraba en ese estado. Ya sabía entonces que no iba a ser capaz de seguir sus pasos.

Después de eso volví lentamente a la vida. Daba paseos cortos en dirección al cabo Clauchlands, sin hablar con nadie y con la cabeza gacha. Comía de manera sencilla, sobreviviendo a base de huevos, queso y conservas de fruta que tenía en la alacena y, finalmente, un día, levanté el rostro hacia el cielo soleado y frío, y mi cabeza comenzó a despejarse. Estaba lista para volver a mis clases, pero ya no era la misma mujer de antes.

Cuando el invierno se hizo más llevadero y las primeras campanillas comenzaron a abrirse paso por la parcela junto al muro del jardín, preparé un ramito para mi escritorio de la escuela. Al agacharme con las tijeras sentí un mareo y un dolor agudo que me atravesaba el estómago. Me sujeté con fuerza a una acequia de piedra hasta que el dolor se pasó un poco. Luego me levanté del todo y fui caminando lentamente hasta la casa. Me tumbé delante de la chimenea sobre los cojines bordados de madre y, cuando por fin conseguí controlar la respiración, fui consciente de otra sensación, una especie de aleteo en el estómago, como si se tratara de una mariposa que, atrapada en una bolsa de terciopelo, batiera las alas contra la tela suave con todas sus fuerzas antes de venirse abajo, exhausta.

Empecé a gemir. Estaba aterrorizada. ¿Había ignorado los síntomas, los calambres en el estómago, la extraña sensibilidad en el pecho, las ligeras náuseas matinales? Conté los días. Estábamos a mitad de febrero. Estaba embarazada de veinte semanas, me entró el pánico. No podía contárselo a nadie de lo avergonzada que me sentía, ni siquiera a Mary. No había nadie que pudiera ayudarme. Tampoco podía enviarle un telegrama a Robert, puesto que entonces todo el mundo lo sabría y, en cualquier caso, él tampoco habría podido hacer nada por mí.

Subí al piso de arriba agarrándome a la barandilla como si me fuera la vida en ello, me quité la ropa en el dormitorio y, llevándome ambas manos a la barriga, palpé un pequeño bulto que no cedía al tacto. El corazón me latía tan rápido que creí que iba a desmayarme y se me pasaban por la cabeza toda clase de pensamientos a la velocidad del rayo. Robert aún no habría recibido la carta que le había escrito y ahora todo había cambiado por completo. Íbamos a tener un niño. Él iba a ser padre y todos seríamos una familia, una familia. El mundo se me vino encima en ese momento. Pero, aun así, sabía que no podía pedirle que regresara. Tendría que marcharme con él y romper los lazos con Arran para siempre. Pero no podía viajar a Australia en mi estado y sola, por si fuera poco. No conocía a nadie en Glasgow. ¿Habría lugares en la ciudad a los que acudir, donde alojarme hasta que el bebé naciera, antes de emprender la marcha hacia Kilbride y hacia Robert? Me tumbé, agotada, y caí inmediatamente en un sueño profundo.

Cuando me desperté ya era de día, pero seguía sintiéndome desgraciada. Saqué mi chequera del cajón de la escribanía y también los papeles de las propiedades de madre, las acciones que ahora me pertenecían y la caja con el efectivo que guardaba en el fondo del escritorio. Había dinero más que suficiente para cubrir todas mis necesidades.

La habitación comenzó a moverse ante mis ojos y me tumbé en la alfombra hasta que se me pasaron las náuseas. Tenía que enfrentarme a lo que había hecho. No había cumplido aún los veinte años y estaba embarazada, soltera y sola. Me había convertido en la vergüenza de mi familia. Y, aun así, la simple idea de acunar al bebé entre mis brazos lo borraba todo por un instante.

Continué yendo a trabajar a la escuela, ocultando la incipiente barriga con un cárdigan largo abotonado por encima de la falda. Tenía suerte de que fuera la moda de entonces y podía estar segura de que nadie se habría imaginado nunca que Elizabeth Pringle podría estar encinta.

Busqué discretamente en el listín de teléfonos de la biblioteca de Brodick y encontré un ginecólogo en Glasgow, en Berkeley Street. Le escribí para pedir cita a la semana siguiente, que era festivo en la isla, y recibí su confirmación a la vuelta del correo.

Al lunes siguiente saqué doscientas guineas de mi cuenta de ahorros y me dirigí a Glasgow. Pensé que me sentiría avergonzada cuando el médico me examinara, pero el señor McCann fue de lo más amable y cortés. Me contó que su familia siempre alquilaba en verano una casa en Shore Road durante seis semanas.

—¿Sabe a cuál me refiero? —preguntó—. Tiene un jardín en pendiente, y se encuentra al doblar la esquina en dirección al cabo Clauchlands. Se llama Ferguslea.

Le contesté distraídamente que sí y entonces, cuando le pregunté si podía fiarme de su discreción, se mostró bastante ofendido. En ese momento fue cuando decidí contarle que estaba en apuros. Me sonrió con gran amabilidad y me dijo dónde podía encontrar la oficina de venta para comprar un pasaje en segunda clase para Australia después de que el bebé naciera. Luego me dio la dirección de un hotel cercano donde podría quedarme durante las tres semanas previas al alumbramiento.

—Traeré al mundo a su hijo sano y salvo, señorita Pringle —me afirmó—. Estaremos preparados. A las primerizas rara vez se les adelanta el parto.

Eso fue lo que dijo. Eso fue exactamente lo que me aseguró aquel día. Nunca lo olvidaré. Llevo años escuchando su voz cuando menos me lo espero, cuando estoy arrodillada en el jardín u oyendo las conversaciones de las familias en la playa. «A las primerizas rara vez se les adelanta el parto».

Debería haber telegrafiado a Robert entonces, mientras estaba en Glasgow. ¿Por qué no lo hice? Sabía que la carta que le había enviado tardaría muchas semanas en llegar a Kilbride y pensé que debía esperar hasta abandonar la isla definitivamente.

Ahora mismo me tiemblan las manos, siento un martilleo en la cabeza y las lágrimas humedecen mis pobres ojos secos. Durante mucho tiempo he pensado que no me quedaba ninguna por derramar. ¿Me sentiré «aliviada», como dice Saul, cuando tenga mi testimonio escrito ante mí? Saul es un alma bondadosa. Él nunca me ha preguntado directamente y yo he sido incapaz de pronunciar las palabras en voz alta. Pero ¿es realmente posible guardar un secreto durante más de setenta años y luego liberarse de él y de la vida, y sentirse ligero como el aire, como volando a alas de un pájaro?

El 30 de abril me desperté en mitad de la noche atenazada por un dolor repentino que no me dejaba ni respirar. Como si hubieran aprisionado mi cuerpo alrededor de un torno y una mano invisible lo estuviera apretando alegremente, torturándome con cada vuelta. A pesar de que la luna se estaba ocultando, acobardada, recuerdo ver la fugaz luz del faro Stevenson, parpadeando para que ningún incauto se aproximara demasiado a las rocas.

Empecé a temblar y a retorcerme, estaba muerta de miedo, pero conseguí encender la lámpara afanosamente sin prenderle fuego a la casa. Me arranqué el camisón y, cuando me miré la barriga, vi que estaba dura, reluciente e hinchada. Mi respiración era muy rápida y era incapaz de controlarla, pues sabía que todo estaba pasando demasiado aprisa. El miedo se apoderó de mí.

Me arrastré hasta el baño a gatas, pero no sentía ningún alivio escogiera la postura que escogiera y el dolor seguía siendo atroz. Comencé a jadear y a gemir y a encogerme como un animal herido. Incluso de haber tenido fuerzas suficientes para arrastrarme hasta la puerta de la casa y gritar pidiendo ayuda, ¿quién habría podido oírme?

Me agarré a un lado de la bañera y apoyé la cabeza en el borde esmaltado al tiempo que las contracciones me asaltaban como olas gigantes. Entonces fue cuando pensé que podía morir. Todavía oigo mis alaridos, mis gritos llamando a mi madre. Como tenía una sed tremenda agarré la esponja de la bañera y la sostuve bajo el grifo del agua fría. Clavé los dientes en ella y chupé con fuerza.

Entonces noté una corriente de agua templada entre las piernas y supe que la hora del alumbramiento se acercaba. No sé muy bien cómo, pero logré sacar algunas toallas del armario y las coloqué a mi alrededor en el suelo antes de colocarme a cuatro patas. De repente sentí una necesidad imperiosa de empujar, un impulso tan crucial, tan primario, que no podría haberlo detenido ni siquiera de haber querido. Empujé con tanta fuerza que creí que mi cuerpo estallaría. Apreté los dientes, todas las fibras de mi ser estaban en tensión. Solo entonces conseguí volver a agarrarme a la bañera para ponerme de rodillas. Cerré los ojos con fuerza y distinguí la cara de madre frente a la mía, mirándome intensamente. Le sostuve la mirada al tiempo que un alarido feroz brotaba de mi interior, seguido de otro, y entonces el bebé se movió y yo creí que me estaban partiendo en dos.

Me tambaleé hacia delante y la niña salió de mi interior y se deslizó hasta el suelo cubierta de sangre y fluidos. De repente la oí llorar, un llanto lastimero y tembloroso, mientras sostenía los puños cerrados delante de la cara. Me estaba llamando. Es el único sonido suyo que llegué a oír y, a día de hoy, aún lo sigo haciendo. Pero antes de que pudiera atraerla hacia mí la habitación comenzó a dar vueltas, caí hacia un lado y empecé a vomitar en el suelo. Un instante después había perdido el conocimiento. No pude ayudar a mi hija. No pude ayudarla a vivir y no pude salvarla. Ahora debo detenerme un momento, solo por un momento, porque no duraré mucho en este mundo. No quiero hacerlo.

He tomado un vaso de whisky para darme fuerzas. La garganta me arde. No obstante, quiero sentir esa sensación lacerante.

No sé durante cuánto tiempo permanecí inconsciente pero, cuando abrí los ojos, la mecha de la lámpara se había extinguido y, a la luz del amanecer, vi a mi hija acurrucada cerca de mí sobre las toallas arrugadas y sanguinolentas. Mi niña, tan bonita y tan perfecta, no respiraba. Tenía la piel traslúcida y de un tono azulado y etéreo y, cuando la sostuve en brazos, comprobé que estaba helada. Era tan ligera, tan frágil. Sus puños eran más pequeños que la uña de mi pulgar y tenía los ojos cerrados, como si hubiera mirado a su alrededor y la única cosa que hubiera visto en este mundo frío y gris hubiera sido su patética progenitora, su madre inerte, y hubiera decidido que no quería ver nada más. La había traído a la vida y la había hecho sufrir, abandonándola a su destino en un lugar frío y desconocido.

Siempre me he preguntado si llegó a olerme en algún momento, si notó que estaba cerca, si me vio, si me odió. Me he torturado de muchas formas y la peor de todas es plantearme si perdí el conocimiento porque carecía del fiero instinto maternal que una mujer siente por un hijo. ¿Acaso una parte infinitesimal de mí no quería lo bastante a la niña?

Me quedé tumbada, abrazada a ella, completamente destrozada, llorando por la hija que nunca conocería, a la que nunca le cantaría, a la que nunca miraría con un amor jubiloso y fiero.

Su muerte me ha acompañado toda la vida y siempre he sabido que, si se lo hubiera contado a Mary, si se lo hubiera confesado, si hubiera confiado en ella como debería haber hecho, entonces mi hija estaría viva, y Robert y ella y yo habríamos sido una familia. Pero le fallé.

Mi única hija nació y murió el primer día del mes de mayo. Guardé mi vestido de novia de seda en la maleta más pequeña y extendí el velo de madre sobre el edredón de mi cama. Luego bañé a mi hija con delicadeza, enjugándole mis lágrimas. La deposité sobre el fino encaje y la envolví cuidadosamente, ciñendo su cuerpo con firmeza. La puse entre los pliegues de la seda como si fuera a acunarla, repitiendo su nombre, May Pringle Stewart, hasta que, al fin, cerré la maleta y la oculté bajo las vigas para que siempre estuviera conmigo.

Durante los días siguientes apenas si abandoné la casa. Dejé una nota al cartero bajo la piedra junto a la puerta para que se la entregase al director de la escuela, explicándole que no me encontraba bien y que me ausentaría durante un tiempo. Varias veces saqué la maleta de su escondrijo pensando que debía estrecharla de nuevo entre mis brazos pero, cada vez que rozaba los cierres de latón con las manos, me detenía sin ser capaz de abrirla. Aquel ya era su lugar de descanso eterno.

Cuando Mary llamó a mi casa el 10 de mayo, permanecí entre las sombras de la cocina hasta que la reconocí tras la puerta de cristal esmerilado y, tan pronto como la abrí y vi su cara atónita, me vine abajo y las piernas me fallaron. Con razón ella me sujetó y me llevó al salón de inmediato.

En las largas horas de oscuridad que transcurrieron tras la muerte de mi hija había tomado la decisión de contárselo a ella y solo a ella. Mary me escuchó atentamente estrechándome la mano, mientras yo rememoraba el día en las cascadas, porque para mí era importante que ella supiera que yo me había entregado a Robert libremente, que era el regalo que le había hecho. Pero, cuando intenté hablarle de la muerte de mi hija, no me salieron las palabras y finalmente fue ella quien las pronunció, culpándose por haberme dejado, por no haber advertido los síntomas de mi embarazo, a pesar de que yo misma los había ignorado. Nunca había visto a la amiga de mi madre, normalmente tan serena y tan bondadosa, tan afligida y, en ese momento, fue mi turno de consolarla.

Me rogó que le contara dónde estaba enterrada May, pero yo negué con la cabeza, insistiendo en que era mejor que no lo supiera, asegurándole que estaba a salvo y que nadie, excepto ella, lo sabría nunca.

—¿Ni siquiera Robert? —me preguntó, suplicante—. ¿Estás segura, Elizabeth? ¿No tiene derecho a saberlo?

Yo negué con la cabeza.

—¿Y volver a torturarlo? ¿Cómo iba a hacerle algo así?

Desde ese día Mary no volvió a opinar sobre el tema. El día que regresé a la escuela estuvo a mi lado, mostrándome su apoyo. Cuánto lo necesité porque, al regresar a la clase, creí ver a mi hija en todos los niños a los que enseñaba, cada vez que se les iluminaban los ojos cuando les contaba un cuento, o cuando aprendían un poema nuevo, o cuando abrían la puerta del armario a oscuras de la clase y se maravillaban al ver el tallo de un jacinto saliendo del bulbo. Mi querida amiga Mary comprendió que los niños eran mi salvación y, cuando murió, se llevó consigo el secreto a la tumba.

Sé dónde descansa el alma de May, sé dónde me espera. Me siento en el pequeño montículo de hierba junto a la tapia del cementerio y sé que su espíritu anda cerca. Cuando Anna Morrison o quizá otra persona lea mi historia, quiero que sepa que mi deseo es que el alma de May y su cuerpo vuelvan a reunirse y que sea enterrada conmigo, su madre, y con Isabel Pringle, su abuela.