ELIZABETH

Anoche estuve pensando en Saul y me pregunté si me había sentido atraída por él porque, al oír su voz, la cadencia de sus palabras me había traído a la mente a otra persona, alguien a quien pronto me referiré en este relato que es mi vida.

—¿Sabes, Elizabeth? —me dijo con su acento neoyorquino—. El budismo no está a años luz del nihilismo y el hedonismo, pero te hace sentir que estás más vivo y que el mundo que nos rodea también lo está. O quizá sea que creo que nuestra vida encierra un propósito.

¿Es posible que yo sea parte de ese propósito? Saul nunca me ha presionado para que le cuente mis historias y mis sentimientos. Más bien, con su presencia silenciosa y tranquilizadora, ha conseguido que me vaya abriendo un poco más cada día.

Después de que Robert se marchara, Mary insistió en que me incorporara al trabajo rápidamente. De lo contrario, dijo, tendría demasiado tiempo libre. Y, además, según ella sería «la mejor manera de demostrar a la gente que eres hija de tu madre».

Había renunciado a mi puesto en la escuela primaria de Shiskine al final del último trimestre y una nueva maestra de Escocia me había reemplazado, pero en la escuela de Lamlash había una vacante ya que el señor Fulton había ascendido y se preparaba para sustituir al director cuando este se jubilase. Era una clase grande y, además de enseñar a los niños, tenía que acudir al muelle todas las mañanas para recibir a los cuatro alumnos que venían de Holy. Al final de las clases tenía que supervisar que llegaran sanos y salvos a casa y los acompañaba hasta el barquito que los devolvía a la isla. Supongo que me volqué de lleno en mi trabajo de la escuela, llenando un vacío que era tan hondo y tan sombrío como las pozas negras de Glen Rosa.

A veces, cuando el cielo amenazaba tormenta y el viento aullaba, veía lo asustados que estaban los pequeños cada vez que el barquero los bajaba a la barca para sentarlos en los estrechos bancos. Había días que observaba con el corazón en un puño cómo se hacían a la mar al anochecer. Me llevaba los prismáticos a los ojos y los veía desplazarse sobre las grandes olas, sus cabecitas apenas visibles por encima del borde del barco, hasta que alcanzaban el muelle de Holy.

Lo curioso es que, al abrigo del aula, los niños adoraban que los aterrorizase con poemas sobre el mar. A menudo me rogaban que les recitara algunos versos de La canción del viejo marinero: «Raudo navegaba el barco, rugía el viento con fuerza y allá que bogábamos hacia el sur». Dejaban escapar chillidos de emoción y, en una ocasión, tuve que mandarles callar cuando la silueta del señor Fulton arrojó una sombra contra el cristal grueso y ondulado de la puerta de la clase.

Ese otoño, los niños de Holy tuvieron que dormir con sus amigos de la escuela de Lamlash en más de una ocasión, cada vez que la bahía se transformaba en un torbellino de agua embravecida y traicionera.

Los niños de mi clase eran absolutamente encantadores: las niñas, con sus mandilones blancos, el pelo recogido en una coleta con un lazo largo y esas caras inteligentes y deseosas de aprender, y los chicos de pelo corto, con cara de concentración, que conseguían que me estremeciera cada vez que arañaban los pizarrines. Ellos me daban fuerzas a medida que los días se iban haciendo más cortos y la luz adquiría un tono gris acuoso, de tal manera que teníamos que encender las lámparas del aula desde el momento en que comenzaban las clases.

En Navidad la escuela cerraba solo un día y, aunque me habían invitado a comer tanto Mary como el señor y la señora Fulton, no tenía ánimos para conversar y sabía que no sería muy buena compañía.

Me levanté temprano y me encaminé al cementerio. Aparté algunas hojas secas de la tumba de madre y leí en voz alta un poema extraído de una pequeña antología forrada de cuero que ella me había regalado las Navidades anteriores. En la dedicatoria ponía: «A mi querida hija Elizabeth, de su madre que la quiere». Abrí el libro por la cinta roja que marcaba las páginas y entoné un poema de Emily Brontë:

Aunque la tierra y el hombre desaparecieran,

y los soles y los universos se extinguieran,

y a solas te quedaras,

cada existencia existiría en ti.

En el cementerio no me sentía tan sola. Me gustaba estar en compañía de las lápidas y del sonido del viento. Los domingos, cuando la gente estaba en la iglesia, yo solía quedarme alrededor de una hora, aunque el tiempo fuera inclemente.

En Nochebuena había recibido un telegrama de Robert.

«Llegué bien a Fremantle. Parto hacia Kilbride. Feliz Año Nuevo con adelanto. Con amor, Robert».

Lo guardé en el bolsillo y me quedé junto a la tapia del cementerio leyéndolo una y otra vez. Su partida me resultaba de lo más distante, como la imagen de una vida que no era la mía.

Le enseñé el telegrama a Mary cuando fui a visitarla a Whitehouse el día de Año Nuevo. Recuerdo que no me preguntó por mis planes pero, cuando le confesé que sentía tan pocas ganas de marcharme como en septiembre, me rodeó con los brazos, me miró a los ojos con inquietud y dijo que pensaba que me sentiría con más fuerzas en primavera. La primavera era una época optimista, aseguraba, una época para comenzar de cero. Mientras tanto, me sugirió que la ayudara con sus obras de caridad. Enero siempre era un mes duro, según decía.

Y, así, empezamos a recorrer la isla los sábados. Aunque normalmente solía llevarla uno de sus trabajadores, cuando íbamos juntas era ella la que se ponía al volante de su gran automóvil, con aquellos estribos de madera pulida y esos enormes faros de plata con los que yo solía jugar de pequeña. Me sentaba a su lado y hojeaba la lista de lugares que teníamos que visitar mientras trataba de contener las náuseas, pues avanzábamos traqueteando por caminos llenos de baches y cruzábamos arroyuelos crecidos haciendo salpicar el agua para poder llevar paquetes de comida a las pequeñas granjas aisladas y a los arrendatarios más ancianos. Juntas hacíamos una pareja espléndida.

Recuerdo lo triste que me puse cuando me anunció que se marcharía a Londres al día siguiente mientras íbamos conduciendo por la carretera de la costa de Lochranza a Corrie. Había recibido noticias de que su hermana estaba enferma y quizá tuviera que ausentarse unas cuantas semanas. Debió de advertir mi temor porque rápidamente añadió:

—Podrías tomar el tren y venir a visitarnos unos días. Podría servir para prepararte para tu marcha a Australia.

Solo oí la última frase. Miré por la ventanilla y ella me preguntó vacilante:

—Porque vas a ir, ¿no es así?

Tenía la boca seca y me dolía tanto la cabeza que no podía encontrar las palabras para contestarle. Mary me tomó de la mano.

—Elizabeth, ¿estás enferma?

Negué con la cabeza y le dije que estaba segura de que tenía razón, que me sentiría mucho más animada en primavera.

Hice de tripas corazón cuando me despedí pero, en realidad, estaba desolada por su partida. Mis emociones estaban descontroladas y eran desproporcionadas teniendo en cuenta que, como mucho, iba a ausentarse dos meses. Me encerré en mí misma. Los niños eran mi única vía de escape. El mundo a mi alrededor parecía haber enmudecido. Incluso el tapiz de rosas de madre, que pintó tomando como modelo el jarrón que tenía ante ella y que luego coloreó con puntadas de hilo color coral y rosa, había perdido su viveza y parecía algo sombrío y decrépito.

Cada vez que me sentaba me quedaba oyendo el tictac del reloj y las horas pasaban como si nada, como si estuviera hipnotizada. Cuando abría un libro, aunque fuera uno de mis favoritos, no hallaba solaz alguno en sus páginas, ante mis ojos solo veía un velo gris. Abrir la puerta para ir a recoger a los niños al muelle se convirtió en una tarea hercúlea y, cuando terminaban las clases, regresaba a casa a toda prisa. Finalmente me di cuenta de que tendría que interrumpir las clases, que los niños estaban anormalmente tranquilos y que me lanzaban miradas furtivas de preocupación. Era como si estuviera hundida, a punto de perder la cabeza. Vivía en un inframundo del que no podía escapar y, tan abrumada me sentía allí encerrada en Holmlea, que un día tomé la pluma entre mis manos y, sin saber muy bien cómo, las palabras aparecieron en la hoja en blanco que tenía ante mí.

Querido Robert:

Me resulta muy difícil escribir esta carta y sé que te romperá el corazón, al igual que el mío ha estallado en mil pedazos.

Has de saber que siempre te querré. Jamás te he engañado y nunca te he mentido. Creo que, después de la muerte de madre, albergaste en tu interior la duda de que fuera a acompañarte. ¿Recuerdas cuando, después del funeral, me preguntaste si de verdad quería ir a Australia y ser tu mujer? Debes creerme: cuando accedí no dudaba que mi sitio estuviera junto a ti, no dije más que la verdad. Pero ahora sé que eso nunca será posible. Te he fallado.

Mi queridísimo Robert, mi deber es decirte esto lo más rápido posible: debo romper nuestro compromiso y liberarte de cualquier responsabilidad. Espero que, al eximirte de tu promesa, encuentres a alguna mujer que sea digna de ser tu esposa y tu compañera y que acabes siendo el dueño de Kilbride, como planeamos, y que prosperes.

Te he decepcionado, quizá peor aún, y de verdad que lo siento. Conservaré para siempre los recuerdos de todo lo que compartimos y de lo que sucedió entre nosotros en las cascadas. Siempre te llevaré en el pensamiento.

Por favor, perdóname,

Elizabeth

Salí de la casa y fui a la oficina de correos caminando como en trance. Y, cuando le dejé el sobre al señor McNeish, él me guiñó un ojo.

—Ese muchacho se morirá de ganas de verla, señorita Pringle. He oído que la explotación ganadera está en mitad de la nada. Sí, el correo tarda en llegar allí, quizá llegue usted antes que la carta.

Inspiré hondo pero, como no dije nada, él se disculpó tartamudeando:

—Lo siento, señorita Pringle, eso ha estado fuera de lugar.

Para ahorrarle el bochorno me esforcé por encontrar las palabras para opinar que el servicio de correos tenía que hacer frente a muchos inconvenientes con toda esa correspondencia que enviaban los habitantes de Arran a los parientes que habían emigrado a lugares tan lejanos. Había cruzado más palabras con el señor McNeish que con cualquier otra persona en más de una semana.

Le entregué un penique a uno de los mensajeros y le pedí que llevara a Whitehouse una nota que le había escrito a Mary para que la leyera a su vuelta. Y, después, cuando iba de regreso a Shore Road, me detuve a mirar por la ventana de la tienda de alimentación del señor Kerr para asegurarme de que no había clientes dentro y entré a comprar algo de harina, mantequilla y huevos.

Madre había cuidado de él cuando regresó de la guerra manco, después de que una granada de mano alemana le arrancara el brazo. Decía que ella era la persona más paciente y más bondadosa que había conocido nunca. Le arregló sus chaquetas, le descosió dos jerséis y volvió a tejerlos de nuevo, y nunca se alejaba mucho de él por si hacía falta encenderle un fósforo. Después de la guerra el trabajo escaseaba y Matt Kerr no pudo encontrar ningún empleo, por eso los habitantes de Lamlash hicieron una colecta para comprarle un carro y un caballo para que se encargara de repartir los pedidos pesados de la compra. Siempre le traía a madre algo especial. El hombre trabajó duro y prosperó y, gracias a una buena apuesta en las carreras de caballos, reunió el dinero necesario para construir una tienda. Todos los años donaba cincuenta libras a la biblioteca. Era el tipo de hombre que imaginaba que había sido mi padre.

Ese día me miró y me dijo:

—Eres tan guapa como tu madre, pero se te ve un poco alicaída. —Y entonces metió un frasco de pastillas en la bolsa de papel con el resto de mis compras.

Regresé a casa y me metí en la cama. El tiempo transcurría en un duermevela y los días se confundían con las noches hasta que, después de una semana de apatía, la niebla comenzó a disiparse y me sentí un poco mejor. Retiré las cortinas y comprobé que el sol ya no me hacía daño en los ojos y que tampoco me dolía el cuerpo. Salí de la casa y caminé lentamente hasta el cabo Clauchlands. Las aves marinas pasaban por encima de mi cabeza y graznaban junto a la orilla.

A la mañana siguiente me despertaron los golpes repetidos en las contraventanas. Cuando las abrí vi a Mary plantada ante la puerta con gesto de preocupación y me sentí aliviada al instante. Nos abrazamos y comencé a llorar amargamente. Nos sentamos junto a la ventana del salón para disfrutar de la calidez del sol y, poco a poco, fui describiéndole la gris existencia que había llevado, los días y noches pasados en estado de trance.

Ella me escuchó en silencio y luego se culpó por haber estado ausente, diciéndome:

—Debería haber visto las señales, Elizabeth. No debería haberte dejado sola. Me importas mucho. Verás como te recuperas. Me aseguraré de que así sea.

Me dijo que había hecho algo muy valiente y desinteresado al dejar marchar a Robert. Se quedó mirando mi mano izquierda.

—¿Por qué llevas aún el anillo de compromiso?

—No tengo fuerzas para enfrentarme a las preguntas de la gente —repliqué.

—Debes quitártelo, Elizabeth. Si lo haces, la gente se dará cuenta pero nadie te hará preguntas. Quizá lo hablen entre ellos, pero esos comentarios pueden ignorarse.

Hoy Saul me ha llevado a la isla de Holy. El motivo era supuestamente enseñarme los progresos de los serbales recién plantados, pero sé que piensa que quizá sea la última vez que vaya a la isla y le agradezco el gesto en silencio. En esta ocasión hemos caminado más próximos que de costumbre y Saul me ha sostenido por el codo varias veces, hasta que le he dicho, con bastante aspereza, que no tenía ninguna intención de tropezar. Pero me he visto a mí misma en el camino y, a sabiendas de que mis pasos en este mundo están contados, me he apoyado un poco en él.

—Has sido un regalo para mí, Saul —le he confesado. Él se ha detenido y me ha tomado de la mano.

—No, Elizabeth, yo soy el afortunado. Ahora sé lo que es estar unido a alguien y eso tengo que agradecértelo a ti.

Hemos continuado caminando, espantando a un par de avefrías que han salido volando de los nidos escondidos entre las altas hierbas. Entonces he notado que Saul quería decirme algo. Quizá estaba pensando que esta sería nuestra última conversación. Me detuve.

—¿Qué pasa, Saul? —Se giró y me miró, un poco sorprendido. Yo le sonreí—. Puedo ver que tu alma está inquieta.

Cerró los ojos por un instante y entonces me dijo que algo había cambiado y que yo había tenido que ver un poco en ello. Él ya no deseaba pasar su vida en solitario.

—Elizabeth —me confesó, vacilando un poco—. Tú y yo nunca hemos hablado de este tema, pero he conocido a algunas mujeres aquí, ya sabes, de pasada. Pero ahora he conocido a alguien que… —se interrumpió y extendió los brazos ante sí—. Mírame, tengo cuarenta y cinco años y aquí me tienes, delante de ti, muerto de miedo. ¿No te parece ridículo?

En ese momento ha sido como si hubiera retrocedido en el tiempo y he sentido que me invadía una profunda tristeza. Pero si lo ayudaba de alguna manera, si podía decirle algo que lo empujara hacia la felicidad, entonces quizá pudiera redimirme un poco, aunque fuera una parte infinitesimal, de mis propios errores.

Le sonreí.

—Yo sé mejor que nadie que, cuando se presenta una oportunidad, tienes que aferrarte a ella con ambas manos. Debes dejar que ella entre en tu vida, Saul… Tienes que permitir que alguien te ame.

Él levantó el rostro hacia el cielo.

—Imagina que no hubiera venido aquí, que me hubiera quedado en Nueva York. Me tortura pensar en ello. Si no hubiera emprendido este viaje, ¿qué habría sido de mí? Quizá estaba destinado a venir aquí, a conoceros a ti y a ella.

Esperé a que me dijera quién era pero debí de mirarlo con gesto burlón, porque él se echó a reír como si se hubieran liberado todas las emociones reprimidas.

—Elizabeth, tus modales son exquisitos. Creo que nunca he conocido a nadie tan educado como tú, ni tan comedido. Su nombre es Catriona. Es la hermana de Niall.

En cuanto dijo su nombre la visualicé arrodillada junto a un parterre en el jardín del hotel, con el pelo recogido con una cinta, con muchos mechones sueltos cayendo sobre sus fuertes hombros. Fue un día que pasé por allí y ella levantó la vista y me saludó tímidamente con la mano. Había algo en su forma de ser, en su naturalidad, que me recordó a Anna Morrison, la joven que llevaba a su hija en el carrito por Shore Road tantos años atrás y que quería comprar Holmlea. Pienso en ella a menudo y en el amor incondicional de un niño, el amor más puro que existe, pues está desprovisto de las complicaciones que se van urdiendo con la vida.

—La he visto trabajando en el jardín del hotel —señalé—. Una chica tan hermosa y vivaracha. Bendita sea si tiene una sola de las cualidades de Niall. También será una bendición para ti.

El aire se había encendido con la intensidad de sus sentimientos por ella. Casi se podían tocar. De repente me retrotraje a otra vida.

—Hace mucho tiempo conocí una gran pasión, Saul. Era una sensación aterradora y estimulante a la vez. —Si a Saul le sorprendió esa revelación tan repentina, no lo demostró. Tomé su mano fuerte y suave entre las mías, manchadas y apergaminadas, y la estreché con fuerza—. Vas a construir tu vida aquí, sé que lo vas a hacer, y serás feliz. —Lo sabía porque podía verlo.

Cuando escribí a Robert para romper nuestro compromiso, creí que nunca conocería a ningún otro hombre, que nadie me volvería a abrazar ni a querer, pero me equivocaba. No lo busqué, me pilló desprevenida. Su fervor me recuerda en cierto modo a Saul. Pero no debo adelantar acontecimientos.

Lentamente y gracias a los ánimos de Mary, poco a poco volví a recuperar mi antiguo yo. Ella tenía razón, la gente nunca me preguntó por Robert ni pareció sorprenderse de que siguiera viviendo en Holmlea. Volví a mis clases y la escuela se convirtió en el centro de mi vida.

Los niños de mi clase lo sabían todo sobre barcos. El estuario del Clyde era su vía de escape y su conexión con el resto del mundo y las aguas alrededor de Arran estaban repletas de todo tipo de barcos, desde grandes trasatlánticos a barcos de carbón y vapores, pasando por fragatas de la marina, yates magníficos, barcos pesqueros y esquifes, pero nada se podía comparar a la perspectiva de navegar en el Queen Mary.

Hice del afamado transatlántico nuestro proyecto de clase y los niños escribieron una misiva educada a John Brown and Company, en Clydebank, pidiendo información sobre el nuevo barco. Cuando empezaron a llegar paquetes de dibujos y diagramas, además de copias de las medidas de los delineantes para el casco y la popa y los cortes transversales, colgamos todo el material en las paredes de la clase formando murales. Pintamos y recortamos los gallardetes y las banderas de los astilleros John Brown y de las compañías Cunard y White Star, también la Red Ensign y los colgamos de una cuerda que iba de un extremo a otro de la clase. Era casi inimaginable que el artefacto más grande del mundo se estuviera construyendo en el Clyde y que fuéramos a tener la oportunidad de verlo antes de que surcara las olas.

En otoño de 1935, los padres de Jeannie y John Forrest llevaron a sus hijos de visita a los astilleros John Brown y los niños regresaron describiendo con pelos y señales las tres chimeneas gigantescas, la delantera era la más alta de todas y le sacaba a la trasera dos metros y medio. Jeannie aseguraba que había tenido que taparse los oídos de tanto ruido que hacían los remachadores, los soldadores y los martillos de los cientos de carpinteros que encajaban las miles de planchas de madera en las cubiertas de lujo. Los niños sacaron los instrumentos de percusión del enorme cesto de mimbre que había en una esquina de la clase: los timbales, el xilófono, el triángulo, la pandereta y el tambor, y comenzamos a recrear la cacofonía de sonidos que imaginábamos que resonaba en Clydebank de la mañana a la noche mientras los hombres se apresuraban a terminar el barco para primavera.

El 15 de mayo de 1936, el Queen Mary levó anclas hacia Arran. Era un día frío y despejado y toda la escuela se dirigió al cabo Clauchlands. Los niños no cabían en sí de gozo y se quedaron pasmados al oír los tres silbidos que anunciaban la llegada del barco, aún a dieciséis kilómetros de distancia. Algunos aeroplanos surcaban el cielo, reluciendo a la luz del sol, sobrevolando el trasatlántico mientras este avanzaba, inclinando las alas mientras iban y venían desde barco hasta la orilla como moscas enloquecidas. Embarcaciones de toda clase con las cubiertas engalanadas hacían sonar sus sirenas mientras se acercaban a recibirlo, prestas a quitarse de su camino en el momento oportuno, y pronto vimos el enorme casco negro y el humo saliendo de la chimenea más próxima a la proa, que estaba pintada de naranja encendido, el color de las líneas Cunard.

Tanto los niños como las niñas comenzaron a pegar saltos y a agitar sombreros y banderas. Acto seguido, se quedaron mudos, paralizados y con la boca abierta, sobrecogidos por el impresionante tamaño del barco que parecía abalanzarse sobre nosotros con sus trescientos metros de eslora. Pronto distinguimos en las cubiertas a los artesanos, los ingenieros, los oficiales y los marineros que nos saludaban, hombres orgullosos que habían creado aquel magnífico símbolo de belleza y poder.

Primero estuvieron haciendo pruebas de navegación en el mar de Irlanda y luego, el sábado, a las seis de la mañana, cuando el aire era tan frío que se condensaba el aliento, toda la isla se congregó en la orilla para disfrutar de las pruebas de velocidad. Nunca he presenciado nada igual, al divisar el Queen Mary la emoción se apoderó de todo el mundo. Los nervios y la tensión eran palpables cuando se dispuso a realizar el recorrido dimensionado, a razón de cuatro minutos por milla. Necesitó diez minutos para calentar las máquinas y otros diez para estar a punto y, cuando hizo sonar la sirena para emprender la primera milla, los hombres de la orilla estudiaron sus relojes de bolsillo y los niños empezaron a contar a gritos, cada vez más fuerte, hasta que el buque volvió a hacer sonar la sirena para detener el cronómetro. En la mejor marca de ese día el buque alcanzó casi los treinta y tres nudos.

A las tres de la tarde había hecho cuatro series completas y, como una enorme y esbelta criatura marina, se aproximó hacia nosotros, situándose entre el cabo Clauchlands y el extremo de Holy, como si quisiera saludarnos. Luego hizo sonar tres largos silbidos de despedida y, desde las cubiertas, la tripulación arrojó al aire miles de serpentinas de colores. Después el buque emprendió la marcha hacia Southampton, desde donde zarparía para Nueva York atravesando el Atlántico.

Nos quedamos en el cabo contemplado el magnífico transatlántico hasta que no fue más que un diminuto punto en la distancia, y todas las embarcaciones que habían acudido a contemplar el espectáculo emprendieron el regreso a sus hogares, con las lámparas de aceite bamboleándose en cubierta como motas de luz bailando sobre el agua. Aquel día fuimos testigos de un hecho histórico. Veinticinco años más tarde, John Forrest, que ese día estuvo a mi lado todo el tiempo subido en las rocas, zarpó hacia Nueva York en el Queen Mary en calidad de ingeniero jefe. Me escribió una carta desde la sala de máquinas y el papel tenía el membrete de las líneas Cunard.

Querida señorita Pringle:

Estoy aquí gracias a usted. Usted nos contagió su entusiasmo por el barco más fabuloso que el mundo haya visto nunca. Aquí sentado en esta enorme sala de máquinas, oyendo el embate de los enormes pistones, recuerdo el maravilloso día que el Queen Mary llegó a Arran. Me sentí hechizado. Usted me mostró el camino a seguir y le estaré eternamente agradecido por ello. Lo cierto es que todos los niños que la tuvieron de maestra pueden considerarse afortunados. Espero que se encuentre bien de salud.

Atentamente,

John Eason Forrest

Empecé a pensar que estaba hecha para la enseñanza. Quizá suene un poco jactancioso pero no me importa, porque creo que fui una maestra excepcional y puedo afirmar con total sinceridad que mi profesión es de lo único que he estado orgullosa en mi longeva vida.