ELIZABETH

Todos sabíamos que se avecinaba la guerra. Nunca se había visto tal ajetreo en la isla. A veces resultaba difícil ver el agua, de tantos barcos que había anclados en la bahía. Toda la población civil andaba atareada de alguna manera tratando de aportar su grano de arena. Marcus Stephen y su hermano gemelo Michael se turnaron al timón del barco de control portuario durante toda la guerra, dejando que las embarcaciones pasaran por una de las dos barreras colocadas a ambos extremos de la isla de Holy con las que habían cerrado la bahía para disuadir a los submarinos enemigos. Si alguien dudaba de la posibilidad de un ataque, el hundimiento del Athenia, que había zarpado hacía poco de Glasgow con destino a Montreal, a manos de un submarino alemán a la altura de Rockall, el mismo día en que Neville Chamberlain anunció que estábamos en guerra, nos obligó a abrir los ojos a la realidad que se avecinaba.

Ese día la lluvia azotaba la isla y el viento aullaba. Esperé al final del largo muelle, lista para recibir a los cientos de alumnos y maestros de Clydebank y de los distritos de Ruchill y Govan, en Glasgow, con la esperanza de mantenerlos a salvo de los bombardeos alemanes. Para la mayoría de ellos aquella era la primera vez que salían de la ciudad, ni que decir tiene que casi ninguno se había hecho nunca a la mar. Los saludamos cuando bajaron con pasos inseguros por la pasarela del Davaar, un vapor que yo siempre admiraba cada vez que atracaba en Lamlash por ser una embarcación impecable y de bajo calado con una única chimenea despuntando entre los mástiles. Jamás había transportado un cargamento como aquel.

Estudié las caras sorprendidas de los pequeños mientras examinaban los alrededores, tratando de asimilar aquel lugar extraño. Todos los niños llevaban alguna bolsa colgada con sus pertenencias y algunos se aferraban a sus muñecas de trapo o a unos bastos juguetes de madera. Eran demasiado pequeños para abandonar su hogar, y no creo que ese primer día lejos de él muchos de ellos entendieran lo que significaba la guerra o por qué debían dejar a sus padres.

Algunos regresaron a Clydebank pasados unos meses, pues añoraban demasiado su casa, y perecieron a consecuencia de los funestos bombardeos aéreos. Entonces fue cuando entendimos el auténtico horror de la guerra, oyendo la aterradora embestida de las bombas. Durante dos noches seguidas llovieron un millar de bombas sobre los astilleros y las casas. Me quedé en la oscuridad oyendo el fragor amortiguado de las explosiones que se estaban produciendo a menos de cincuenta kilómetros y supe que, cuando terminaran, muchos de los niños de Clydebank que había en mi clase, a los que había llegado a conocer bien y que tanto me importaban, habrían perdido a sus hermanos, a sus padres o a sus abuelos.

Pero ese primer día de guerra, el 3 de septiembre de hacía casi dos años, acomodamos tanto a los niños como a sus maestros con las familias del pueblo y procuramos por todos los medios que se sintieran bienvenidos y seguros.

Luego llegaron los comandos, quinientos en total. Los soldados habían recorrido a pie más de ciento cincuenta kilómetros, desde Galashiels hasta la costa de Ayrshire, de modo que la distancia entre el puerto de Brodick a Lamlash, menos de cinco kilómetros, debió de parecerles un paseíto. También a ellos los alojamos de un extremo al otro del pueblo.

A veces desaparecían durante días en las colinas y se oían los disparos de sus armas a lo lejos. Otros días los observábamos correr por el muelle de Lamlash de uno en uno y arrojarse al agua con todo el equipo cargado a la espalda sin dejar de salpicar y de dar alaridos. O los espiábamos a lo lejos, mientras fingían atacar el cabo Clauchlands desde una nave anfibia, a cualquier hora del día o en mitad de la noche.

No obstante, los alemanes sabían que se encontraban en la isla. La gente decía que quien había filtrado la noticia había sido el traidor Lord Haw-Haw. Habían interceptado sus comunicaciones por radio y se habían quedado pasmados al oír: «No los abatimos en Galashiels, pero los atraparemos en los jardines de rosas del duque de Montrose». Nunca llegaron a conseguirlo.

Los comandos transformaron el pueblo. La gente estaba muy entusiasmada ante la posibilidad de que David Niven estuviera entre la tropa, pero nunca lo vi y, que yo sepa, tampoco nadie más. Quizá fuera obra suya la ráfaga de disparos que todavía se aprecia en la fachada de piedra de la iglesia, una serie de agujeritos cortesía de algún soldado que disparó a la aguja para derribar la veleta un domingo por la noche después de emborracharse en la bahía de Whiting. Al parecer, lucía una azalea en la boina junto a la pluma negra reglamentaria.

Era una época de lo más extraña. Estábamos en mitad de la guerra y, sin embargo, la isla era un hervidero de vida. El señor McKelvie, que tenía una carpintería en el muelle, se pasó toda la guerra fabricando dianas de madera, que se montaban en triángulos de hierro para ser remolcadas al estuario del Clyde donde se llevaban a cabo las prácticas de tiro. Debió de fabricar cientos de ellas, ya que a diario veíamos aviones lanzarse en picado haciendo maniobras de ataque, pues los pilotos se preparaban para bombardear Alemania.

Los músicos locales nunca habían estado tan demandados. Cada semana se organizaban bailes, veladas musicales y obras de teatro en el salón de actos del pueblo. Tal era la sed de los soldados que en uno de los bares había dos grifos de cerveza que nunca se cerraban, pero no se lo reprochábamos.

Algunos días me sentaba en el jardín y contemplaba el espectáculo que ofrecían los pequeños torpederos plateados al aterrizar y despegar de la gigantesca pista aérea flotante que habían montado en la bahía, a la que llamaban cariñosamente el Nenúfar.

Desde cierta distancia se diría que los aviones bailaban sobre la superficie del mar, como libélulas que se posaran momentáneamente en el agua para volver a emprender el vuelo al instante, antes de que se los tragara el océano.

En una ocasión llevé a algunos de los maestros de Clydebank a la isla de Holy. Subimos a Mullach Beag y observamos los barcos mercantes y las fragatas que se hacían a la mar en busca del peligro mientras que, en dirección contraria, los barcos que regresaban a casa iban entrando en el estuario del Clyde, desesperados por ponerse a salvo.

Las mujeres que conocí durante todos esos años eran bastante simpáticas y disfrutaba de su compañía pero, cuando hablaban del miedo que albergaban por lo que pudiera pasarles a sus hermanos, novios o maridos durante la contienda, yo casi siempre me quedaba callada. Recuerdo que una maestra llamada Margaret me preguntó si tenía algún pretendiente. Como me pilló desprevenida, le conté que hacía muchos años no había sido capaz de seguir a mi prometido hasta Australia. Debí de parecer afligida porque ella se disculpó por haberme preguntado. «Lo siento, he hablado más de la cuenta», se disculpó azorada. Quizá debería haber confiado más en ella, pero no soy de las que van por ahí contando historias.

Cuando me sentía descorazonada y vacía siempre recurría a Mary. Aunque los años hubieran pasado, seguía llevando a Robert en mis pensamientos y ahora temía por su vida. Australia había entrado en guerra al mismo tiempo que Gran Bretaña y anhelaba saber si se había alistado, pero había renunciado al derecho a hacer preguntas hacía mucho tiempo.

Seis meses después de haberle escrito para decirle que no podría marcharme a Australia, recibí una carta suya.

Querida Elizabeth:

Me has roto el corazón y todavía no he conseguido entender el motivo. No voy a regresar para tratar de razonar contigo porque temo que de nada servirá. Además, tu tía y tu tío han sido muy buenos conmigo y quieren mantener el acuerdo, pero en este momento están tan débiles que no podría dejarlos, ni a ellos ni a Kilbride. Han puesto toda su confianza y su fe en mí. Ojalá tú pudieras hacer lo mismo. Estoy desolado, pero debo asumir que esta es tu última palabra. No me imagino amando a otra mujer como te he amado a ti.

Siempre tuyo,

Robert.

Por la noche, cuando echaba las pesadas persianas negras, me carcomía la inquietud por no saber de él.

Esa Navidad Mary acogió un recital de villancicos en el castillo de Brodick. Invitó a algunos de los isleños, a los soldados y a los marineros que estaban acantonados en la isla, muchos de ellos canadienses y algunos norteamericanos. Entré en el salón después del recital con una bandeja de vino caliente, whisky e infusión de jengibre verde, cuando me encontré delante de mí a Angus, el hermano mayor de Robert, y a su mujer, Ellen. Llevaba sin verlos más de siete años. Me quedé tan impactada que me detuve en seco, aferrando con fuerza las asas de la bandeja de plata, aunque los vasos amenazaban con derramarse.

—Elizabeth, me alegro mucho de verte. Tienes buen aspecto —me saludó Ellen cariñosamente. Luego me quitó la bandeja de las manos con delicadeza y la depositó sobre el piano de cola. Me había quedado sin palabras. Me asaltaron los recuerdos de cuando Robert y yo nos sentábamos en la mesa de su cocina, de su hospitalidad, del aprecio que me tenía.

Entonces Ellen vino a rescatarme.

—He oído que eres una maestra excelente. Mis espías me han informado de que tratas a los evacuados como si fueran tus propios alumnos.

—Todos hacemos lo que podemos por ellos. Están tan lejos de casa, nunca podría imaginarme… —tartamudeé, sonrojándome al darme cuenta de lo que había dicho.

Armándome de valor, miré a Angus.

—¿Cómo está Robert? ¿Se encuentra bien?

—Sí, está bien, haciendo todo lo que puede para mantener alimentadas y vestidas a las tropas de Australia y Nueva Zelanda —contestó Angus con pragmatismo.

Como tardaba en asimilar sus palabras, Ellen me tocó el brazo.

—Robert intentó alistarse, a pesar de su edad, pero el gobierno estaba más interesado en sus aptitudes como ganadero. Le han ido bien las cosas. Ahora Kilbride es una de las mayores explotaciones ovinas de toda Australia occidental.

No pude contener las lágrimas.

—Oh, me alegro tanto de que no esté en el frente —susurré.

—Elizabeth, hace mucho tiempo que se marchó. Por favor, no te culpes por lo ocurrido —me suplicó Ellen con una sonrisa—. Y ahora él es feliz. Se casó con una chica escocesa, Laura Scott. Pertenece a una familia de agricultores del valle del Clyde, y ahora también han plantado árboles frutales en Kilbride. Él está bien, Elizabeth, te lo prometo.

Creí desvanecer. Se había casado, por supuesto que sí. Solo en mis ensoñaciones egoístas había permanecido soltero.

Mary debía de estar observándome desde el otro extremo de la habitación, donde estaba hablando con uno de los guardabosques, pues de inmediato se abrió camino hábilmente entre los huéspedes y, tomándome del codo con delicadeza, le pidió a los Stewart que me disculparan. Dijo que quería presentarme a algunos soldados.

Le conté todo mientras me llevaba hasta el salón y me abrazó con fuerza mientras yo lloraba por todo lo que había perdido. El dique que había construido, piedra a piedra después de que Robert zarpara, se vino abajo y solo conseguí repararlo gracias a la ayuda y la paciencia de Mary. Siempre me reservó un lugar en su vida, entre su patrimonio, su interés por las plantas, sus arrendatarios y su familia, que también estaba desperdigada por los cuatro puntos cardinales. «La hija de Izzy es como mi hija», solía decir cuando trabajábamos juntas en el jardín, mientras enredábamos los tallos de las pasionarias en las espalderas, o sacábamos las malas hierbas del estanque de los nenúfares.

Estoy cada vez más cansada. He sido tan longeva que me parece que fue ayer cuando ayudé a Saul a plantar algunos serbales de roca. Ahora, en cambio, apenas si puedo sostener la pluma. Todo se acelera. No le temo a la muerte pero debo hacer acopio de fuerzas para llegar hasta el final.

Cuando el 11.º Comando partió el día de Año Nuevo con la tropa repartida en dos barcos, con el propósito de unirse a un convoy que estaba rodeando el cabo, la pena de ver marchar a los soldados se vio incrementada por el frío invernal, que convertía el mar en una plancha de acero gélido y gris. Cientos de personas se congregaron para verlos partir y los soldados se cuadraron en cubierta, luciendo orgullosos la pluma negra, el distintivo de los cuerpos de infantería escoceses. Tanto nosotros como ellos sabíamos que habían sido entrenados para las batallas más duras. Habíamos visto llegar a unos jóvenes larguiruchos y fogosos que se marchaban transformados en unas fuerzas de combate disciplinadas. Todos estábamos orgullosos de ellos. Cuando ese verano oímos que muchos de ellos habían luchado y perecido en la batalla del río Litani, la tristeza se apoderó de Lamlash. Eran nuestros muchachos y ahora estaban muertos.

Pensaba a menudo en ellos, que habían perdido la vida tan lejos de casa. Poco a poco comencé a detestar la actividad y el ajetreo de la isla porque, para tantos otros, la vida se había detenido. Ver a los veraneantes haciendo picnic en la playa y chapoteando en el mar con los buques de guerra atracados frente a ellos me resultaba insoportable, incluso irrespetuoso. La cosa empeoró cuando Arran tuvo que lidiar con unas catástrofes inesperadas. Había hombres que morían en la isla, lejos de sus familias. Sus restos mortales continúan en este territorio, algunos aún perdidos y otros en sepulturas de guerra.

Y, aun así, yo también fui partícipe de esta extraña dicotomía. En medio de la guerra vino a perturbarme la felicidad. Cuando echo la vista atrás, me parece que estoy observando la vida de otra persona a través de una ventana empañada. Las palabras y los gestos de esa mujer me resultan hipnóticos, casi indescifrables, impropios de la persona en la que me convertí cuando todo terminó.

La muerte ensombrece la vida, acecha todos sus movimientos. Desde la guerra hay un sonido que siempre identificaré con la inminencia de un desastre. Hasta hoy, cada vez que el zumbido distante de un motor perturba el cielo nocturno me dan náuseas, me entra el pánico. Es un sonido que sigo temiendo, como lo temía entonces, cuando los cielos de Arran estaban sembrados de aviones. Estábamos situados en mitad de la ruta del Atlántico Norte por donde pasaban las aeronaves canadienses y estadounidenses de camino a la base del cercano campo de aviación de Prestwick y, de ahí, a la batalla. ¿Quién podría haber predicho que los magníficos montes de Goatfell, con sus picachos irregulares y afilados, serían una trampa mortal para tantos —pilotos, artilleros, ingenieros, dinamiteros—, que las mismas colinas se convertirían en una amenaza para la vida? A veces, los aviones militares se veían atrapados por el mal tiempo o por las nubes bajas. Uno incluso se quedó enganchado en la alambrada colocada encima de un muro de piedra, construido para impedir que se escaparan las ovejas. Era una cadena de obstáculos cruel, un juego de guerra retorcido.

El primer accidente se produjo el 10 de agosto de 1941. Un avión con veintidós ocupantes, incluyendo pasajeros y tripulación, despegó de Prestwick con destino a Gander, al este de Canadá, cuando el piloto tuvo que atravesar unas nubes densas y bajas y no fue capaz de distinguir el pico Mullach Buidhe, al norte de Goatfell.

Toda la isla estaba de luto. Salvo uno de los fallecidos, los demás fueron enterrados en Arran. Los voluntarios que subieron a las colinas para buscar los cuerpos nunca volverían a ver la vida con los mismos ojos. A todos los guiaba el mismo propósito: encontrar a esos hombres donde hubieran caído, entre las piedras y el brezo, y ayudarlos a descansar en paz.

El domingo después del primer accidente fui a la iglesia para honrar a los muertos. Me senté en el mismo banco de roble frío donde madre rezaba todos los domingos de su vida, con los guantes en el regazo y la mirada fija en la ventana rematada en arco detrás del púlpito. Después del servicio Mary y yo nos dirigimos a Whitehouse a pie, y le dije que tenía pensado acercarme a la comandancia de la Guardia Doméstica para solicitar que me permitieran unirme a las partidas de búsqueda en la montaña en caso de que otro avión se estrellara. Le expuse que estaba tan en forma como el que más y que conocía las colinas, los barrancos y los riscos mejor que la mayoría. Ya me había enfrentado antes a la muerte, afirmé. Recuerdo que me rodeó con el brazo.

—Pero, Elizabeth —dijo—, ¿serías capaz de soportar algo tan horrible?

—Sabes que puedo hacerlo —contesté con serenidad—. Y se lo debemos. ¿No aprendí eso viendo cómo madre y tú atendíais a hombres cubiertos de heridas y desfigurados? Estaban preparados para sacrificar sus vidas. Vosotras nunca os vinisteis abajo al ver sus heridas o al oír sus desvaríos, ¿verdad? Nunca dudasteis que debíais colaborar de alguna manera.

Conocía a algunos de los hombres de la Guardia Doméstica: pescadores, granjeros, pastores, el director del banco, pero yo fui la primera mujer en participar en estas batidas. No había reglas que me prohibieran hacerlo. A nadie le pareció mal ni tampoco le dieron muchas vueltas.

Por las noches me quedaba despierta oyendo el sonido vibrante de las aeronaves, deseando que volaran a más altura. Me latía el corazón con fuerza cada vez que oía el rugido de un motor y creía sentir las vibraciones en las mismas paredes de la casa. Cuando Estados Unidos se unió a la contienda cientos de aviones siguieron la misma ruta, y solo habían pasado algunos meses desde el primer accidente cuando se produjo una segunda colisión en Goatfell. Esta vez se trataba de un avión del ejército de los Estados Unidos, procedente de un campo de aviación de la costa este con destino a la base de las fuerzas aéreas estadounidenses en Prestwick.

Me desperté al amanecer al oír unos golpes insistentes en las contraventanas y, minutos más tarde, estaba montada en la parte de atrás de un camión con el resto de voluntarios, protegiéndonos del aguanieve bajo la lona ondeante. Estudiamos varios mapas a la luz de las linternas y prestamos atención a las instrucciones con los detalles de dónde debía comenzar la búsqueda y cuántos pilotos debíamos encontrar, aunque las esperanzas de rescatarlos con vida fueran escasas.

Esa madrugada subimos la cañada hasta los riscos cubiertos de nieve. Algunos de los hombres cargaban con camillas portátiles a la espalda que de lejos parecían armas medievales. Nos desplegamos por la colina y comenzamos a subir a buen ritmo. Todos llevábamos la cabeza envuelta en bufandas para protegernos del frío y de la lluvia, y oteamos el terreno esperándonos lo peor, aunque ese día no encontramos nada. No hallamos el avión y a los pilotos hasta que nos trasladamos hasta el Guerrero Durmiente a la mañana siguiente y, en silencio y metódicamente, trabajamos juntos, los hombres con la cabeza descubierta, con la cara sombría y la mirada vacía, buscando alguna identificación, tomando notas y disparando bengalas.

En clase los niños hablaban de los accidentes, intercambiaban los pormenores que se oían en la isla, o repetían fragmentos de alguna conversación que habían escuchado por casualidad: si era un torpedero Bristol Beaufort o un bombardero Liberator, un Flying Fortress o un Lockheed Lodestar, cuántos motores tenía, si llevaba torpedos. Era natural que sintieran curiosidad, no tenía nada de cruel ni de irrespetuoso y, cuando me hacían preguntas sobre lo que había visto en las colinas, sus colinas, yo suavizaba mis explicaciones para evitarles algunos detalles escabrosos y para omitir los hechos que debían permanecer en secreto.

En el verano de 1943, una tormenta inesperada se cobró la vida de los ocupantes de un bombardero durante la noche. Nos llamaron a la mañana siguiente y echamos a caminar bajo un sol radiante en dirección a Glen Rosa, entre dedaleras, dientes de perro y madreselvas, acompañados solo por el zumbido de las abejas y los graznidos de una avefría, concentrados en lo que nos esperaba. Entonces oí una voz próxima a mi hombro:

—Resulta terrible tener que ir a buscar la muerte en medio de tanta belleza.

Me pilló por sorpresa el acento estadounidense melifluo y, cuando me di la vuelta, me encontré frente a un hombre alto y apuesto, de pelo castaño rojizo y ojos verdosos enmarcados por unas cejas oscuras. Vestía el uniforme de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos con las mangas remangadas y me tendió la mano.

—Sam Delaney, encantado de conocerla, señorita. —El apretón de manos fue firme y sereno, y tardamos un instante en soltarnos.

Me presenté y él sonrió.

—Me ha sorprendido ver a una mujer en la partida de búsqueda. Pero ha sido una grata sorpresa, desde luego —añadió rápidamente.

—Y yo estoy sorprendida de que un oficial estadounidense se nos haya unido —repuse, sonrojándome sin querer.

—¿Le importa si caminamos juntos? —me preguntó. Me resultó extraño experimentar al mismo tiempo una sensación de alegría y otra de repulsión. Esto no era un paseo de verano. Lo cierto es que habíamos intercambiado pocas palabras, pero yo estaba cautivada. El corazón me latía deprisa. Finalmente asentí.

—Si hablamos en voz baja, ¿de acuerdo? Lo cierto es que no es el sitio más indicado para hablar.

—No creo que tenga nada de malo —opinó, con una mirada risueña—. Y puede que haga el día más llevadero, ¿no cree?

—Lo siento —acerté a decir—. Ha sonado como un reproche. No pretendía ser maleducada, es que no quiero ser irrespetuosa con los muertos, eso es todo.

—No me ha molestado, en absoluto.

Me contó que era mayor y estaba destinado al mando de Transporte Aéreo de Prestwick, pues ya no tenía edad de entrar en combate. Era piloto comercial de profesión y había aceptado el encargo de organizar los vuelos en la ruta del Atlántico Norte. Había solicitado venir a las colinas para ayudar.

—Al fin y al cabo, estos eran pilotos estadounidenses y me debo a ellos y a sus familias —explicó.

Caminamos juntos y a él le llamó la atención mi largo cayado de pastor.

—Viene bien para apartar el follaje. En esta época del año las hierbas son muy altas. —Me detuve, intentando encontrar las palabras adecuadas—. Cuando estamos buscando…

Él me interrumpió.

—¿Sabe qué? Hace falta ser una mujer especial para hacer esto, subir aquí haga el tiempo que haga sabiendo lo que le espera a uno. La felicito.

—Por favor, no lo haga —repuse rápidamente—. Comparado con cómo están las cosas ahora mismo es una nadería.

Sam Delaney me ponía nerviosa. Me fascinaba su forma de ser tranquila y la fuerza que exudaba. Nos detuvimos para saciar nuestra sed y le serví un vaso de limonada de mi termo y, al pasárselo, nuestros dedos se rozaron.

Él le dio un sorbo.

—Está deliciosa, gracias. ¿No va a tomar un poco?

Cuando le dije que lo haría después de que él terminara, protestó e insistió en que debíamos compartir. Nos fuimos pasando el vaso tímidamente, cada intercambio resultaba más íntimo que el anterior hasta que él echó hacia atrás la cabeza y apuró las últimas gotas. Creí que me iba a desmayar. Me tendió la mano y me ayudó a subir por el brezal. Me estremecí al notar la irresistible atracción que había entre nosotros. Con Robert había experimentado un amor inocente y tierno, pero este era excitante y perturbador, como si un tornado nos hubiera arrastrado a su interior. Nunca antes había sentido esas ganas, ese miedo, ese deseo de poseer a alguien y de ser poseída.

Cuando llegamos a la cumbre me obligué a alejarme de él para explorar las rocas y los barrancos en busca de los restos del avión pero, incluso entonces, me sentía arrastrada hacia su órbita. Era un sacrilegio pensar siquiera en esas cosas cuando teníamos ante nosotros una tarea tan sombría, pero durante todo el día no ansié más que estar a su lado y sentir el calor de su cuerpo junto al mío.

Al escribir estas palabras he despertado emociones largamente enterradas. Estoy tan poco familiarizada con este lenguaje que tengo la sensación de que escribo automáticamente y que la pluma recorre sola la página. Estoy sacando a la luz una versión más joven de mí misma, la persona que fui hace más de sesenta años, al menos durante un tiempo. No sé si me sorprende o no.

Ese día la búsqueda fue infructuosa y, cuando nos disponíamos a regresar a Brodick, todos estábamos abatidos, torturados por nuestro fracaso, que se había vuelto recurrente.

Sam me alcanzó cuando nos dirigíamos al camión y me susurró con urgencia:

—Elizabeth, ¿puedo acompañarte a casa?

Negué con la cabeza, temiéndome lo que pudiera pasar cuando estuviéramos a solas y a puerta cerrada. Pero él insistió y entonces le dije que nos encontraríamos en la estación de tren de Ayr el sábado siguiente al mediodía.

No volvió a unirse a la partida de búsqueda, cosa que agradecí, y pasé tres días largos, calurosos y extenuantes en las colinas con el resto de los hombres, desde el amanecer hasta el anochecer, hasta que finalmente descubrimos el fuselaje encajado en un barranco profundo. Todos nos quedamos en lo alto de la colina con los ojos cerrados y la cabeza inclinada, mientras uno de los hombres leía una oración. Luego señalizamos la zona con banderas para que los soldados retiraran los restos y bajaran a los pilotos del risco para ser enterrados en la isla o enviados a casa junto a sus seres queridos.

Mientras bajábamos de Glen Rosa recogí algunas flores silvestres y, por la mañana temprano, antes de marcharme a Ayr, fui hasta el cementerio y las deposité en un jarrón con agua junto a la lápida de madre. Me tendí un rato en la hierba a la salida del cementerio, con cuidado de no arrugar mi ligero traje de verano, temerosa y sin saber lo que me depararía el día.

A medida que el tren se aproximaba a la estación de Ayr me sentía más nerviosa y tuve que enlazar las manos para evitar que me temblasen. Me pareció que el resto de pasajeros me lanzaba miradas furtivas como si, de alguna manera, llevara escrito en la frente el propósito de mi viaje. Cuando el tren redujo la marcha al llegar al andén distinguí a Sam, que estaba comprobando los vagones ansiosamente. Entonces me vio y me dirigió una sonrisa radiante, se echó la chaqueta al hombro y me saludó con su sombrero fedora.

Cuando el tren se detuvo, él abrió la puerta del vagón y me ayudó a bajar. Tenía el corazón desbocado, pero le estreché la mano. Él sonrió y se inclinó hacia mí, rozándome la mejilla con los labios.

—Pensé que quizá no vendrías —dijo, fervientemente—. Y no habría vuelto a verte nunca más.

Me cogió del codo cuando echamos a pasear por delante de las tiendas concurridas, como cualquier pareja de novios, a la vista de todo el mundo. En realidad éramos dos extraños, apenas si habíamos hablado y estábamos en un lugar desconocido para ambos, en medio de una guerra y desconcertados por el deseo que nos había llevado a esta situación tan incómoda e impetuosa. Ardía en ganas de besarlo, pero entre ambos se había creado una barrera invisible y no tenía palabras para traspasarla.

Sam había reservado mesa en un restaurante de High Street pero, a medida que nos aproximábamos, lo miré de reojo y creí ver la sombra de una duda en su mirada. Llegamos a un pequeño pasaje cubierto y le pregunté si podíamos detenernos allí un instante. En esa penumbra fresca me sentí más calmada, de modo que di un paso atrás y miré su rostro expectante.

—Si has cometido un error, si esto es demasiado difícil, dímelo, por favor —le imploré—. Y nos separaremos ahora y volveré directamente a Arran.

Él vino hacia mí inmediatamente y, rodeándome la cintura con el brazo, me besó, tiernamente al principio y luego con una ferocidad que me dejó sin aliento. Yo le devolví el beso, encajando mi cuerpo con el suyo. Mi atrevimiento me resultó temerario y excitante. Me había convertido en otra Elizabeth Pringle, en una mujer a la que apenas conocía.

Una vez en el restaurante nos sentamos en una banqueta semicircular con la espalda apoyada contra la lujosa tapicería de cuero. Ante nosotros teníamos un mantel blanco inmaculado y unos platos, cubiertos y copas relucientes. En una esquina del salón, un pianista tocaba una melodía suave.

Sam se inclinó hacia mí, con una mirada intranquila y, antes de que pudiera hablar, lo silencié con un dedo en los labios.

—Lo sé —reconocí en voz baja—. No quiero nada de ti que no puedas darme. Y pronto volverás a casa, eso también lo sé.

Vivía en Chicago, en el barrio donde había crecido, en la misma avenida donde nació Hemingway, con el amor de su infancia y dos gemelos que ahora tenían ocho años.

Le dibujé a grandes rasgos lo que había sido mi vida y, al hacerlo, me pareció común y corriente. Incluso las pocas frases que pronuncié sobre Robert sonaron superficiales y maliciosas, mientras que sus historias de la Avenida Michigan, del lago que parecía un mar y de los gánsteres que controlaban la ciudad durante la Ley Seca me entusiasmaron. Me escuchó atentamente cuando le describí la granja que ya no era nuestra y le hablé del padre que había perdido, y de los niños que me maravillaban con su ansia de conocimiento. Era extraño trazar un bosquejo de mi vida, pues hasta entonces no había tenido nunca que explicarle quién era a ninguna otra persona, ni me había preocupado de lo que pudieran pensar de mí. Y, solo cuando empecé a escoger y ordenar las palabras para describir la fuerza, el estoicismo y la compasión de madre, me di cuenta de que deseaba fervientemente que comprendiera la vida que yo había llevado.

Me habló de la base de Prestwick, donde cientos de jóvenes pilotos de combate de Nebraska, Ohio o Maine, que prácticamente nunca habían salido de su estado, se preparaban para llevar a cabo misiones en Francia y Alemania. Estaba fascinado por su capacidad de meterse día tras día en la cabina, especialmente después de presenciar cómo algún amigo con el que hubiera forjado un vínculo rápido y sólido era abatido por el enemigo y perecía brutalmente. A pesar de ser mayor que el resto, como los pilotos se respetaban mucho entre ellos, sobre él recaía la tarea de comunicarles si habían tenido un mal día en el frente o si el resultado había sido positivo.

Estábamos sentados con las cabezas muy próximas, escrutando la cara del otro mientras hablábamos, sin reparar en el tiempo ni en las idas y venidas a nuestro alrededor, hasta que nos dimos cuenta de que el piano ya no sonaba y que el murmullo de voces se había apagado por completo. Eché un vistazo a nuestro alrededor y vi el restaurante vacío y un único camarero que nos observaba, y me di cuenta de que tendría que apresurarme a regresar a la estación si quería alcanzar el tren para tomar el último barco.

Sam me tomó de la mano y se la llevó a los labios.

—Quiero abrazarte, Elizabeth. Quiero enterrar la cara en tu pelo y besar tu hermoso cuello. —En ese momento entendí el poder del deseo y la barrera invisible que nos separaba se desvaneció.

Cuando llegamos a la estación lo abracé y nuestros cuerpos se acoplaron de nuevo. Le susurré que volvería el sábado siguiente y que no regresaría a Arran hasta el domingo. Entonces me besó, y nunca he sido tan consciente del contorno de mis extremidades, ni del peso de cada hueso, ni de la suavidad de mi piel electrizada bajo su tacto, como en esa ocasión. Me sentía como si fuera a levitar, todos mis sentidos se habían aguzado.

Esa noche en el barco encaré el viento, admirada de lo fuerte y lo viva que me sentía. Por primera vez en mi vida iba a ceder a la pasión por el simple gusto de hacerlo, desinteresadamente, sin promesas de ida y vuelta.

Al día siguiente, Mary y yo habíamos quedado en Whitehouse. Yo había planeado una actividad para cuando regresaran los niños el primer trimestre. Les había pedido que recogieran todos los trozos de porcelana rota que encontraran en la orilla durante las vacaciones de verano. Había miles de piezas desperdigadas por las playas de la isla, procedentes de barcos que llevaban mucho tiempo hundidos y de los platos y tazas que los habitantes de Lamlash arrojaban al viejo vertedero de la colina y que habían ido a parar al mar. Se encontraban colores y diseños preciosos, pues había porcelana de todas las clases: Bells, Doulton e incluso Royal Copenhagen. Íbamos a pegar los fragmentos en macetas de terracota para plantar bulbos de flores primaverales. Me había inspirado en un libro que había encontrado en la biblioteca de Mary sobre el arquitecto catalán Antoni Gaudí, que hacía unos diseños preciosos uniendo fragmentos de azulejos. Recuerdo que Mary estaba especialmente elegante ese día, con un twinset rojo geranio y una falda de cuadros de vuelo de algodón blanca y negra. Pero noté que estaba más delgada que de costumbre y un poco encorvada.

Mientras paseábamos por la playa para buscar algunas piezas más, ella me puso una mano en el brazo con dulzura y se giró para estudiarme.

—Elizabeth, hoy pareces distinta. De hecho se te ve radiante. —Se echó a reír—. Si no me equivoco, pareces… Bueno, tienes un aura… Sí, quizá pueda definirse así.

Me sentí cohibida y aparté la vista. ¿De verdad era tan obvio?

Farfullé que había conocido a alguien que se había unido a una de las partidas de búsqueda y ella abrió mucho los ojos. Me miró entusiasmada.

—¡Ah! ¿Es alguien que conozco?

Se me cayó el alma a los pies. Nunca, nunca, nunca le mentiría a Mary. Nunca engañaría a mi ancla, a mi guía, a mi única familia aunque no nos unieran lazos de sangre. Negué con la cabeza.

—Es estadounidense, un oficial.

Esperé a que disparase todas sus preguntas como uno esperaría ante un lanzador de puñales, pero no me hizo ninguna. En lugar de eso me cogió de las manos y, sin dejar de mirarme fijamente y con cariño, me advirtió:

—Ten cuidado, Elizabeth, un gran romance es algo maravilloso y bien sabe Dios que te lo mereces. Pero lo dejaste todo, absolutamente todo, por quedarte en la isla. Que no te rompa el corazón.

Cuánto la quise en ese momento, por confiar en mí y por su sabiduría. Le sonreí, sonrojándome un poco.

—Él me da vida, Mary, me siento más viva de lo que me he sentido en muchos años, pero no te preocupes, no podrá romperme el corazón puesto que no le pertenece.

Continuamos paseando juntas por la playa, encorvadas como las mujeres que solían salir a buscar carbón marino, exclamando alegremente cada vez que alguna encontraba una pieza delicadamente pintada o dos fragmentos del mismo tipo, hasta que llenamos nuestras bolsas. Luego nos sentamos mirando hacia Holy para degustar unos finísimos sándwiches de pepino y unas galletas que había preparado la cocinera de Mary. Bebimos té Darjeeling de un termo de plata, y Mary me contó que mi madre y ella habían hecho un picnic igual una vez que subieron por Ross Road hasta un árbol solitario que había en una colina desde donde se divisaba nuestra antigua granja.

—Pensé que madre nunca había regresado —me sorprendí yo.

—Solo en esa ocasión —contestó Mary quedamente—. Justo un año después de la fecha en que supo que tu padre había muerto.

—¿Y qué dijo? —pregunté tímidamente.

Mary vaciló.

—¿De verdad quieres saberlo?

Asentí lentamente con la cabeza.

—Dijo: «Te diré una cosa, Mary, James nos ha arrebatado la felicidad a Elizabeth y a mí. Arran siempre fue más digna de confianza y más fiel que él».

Sentí que se me cerraba el estómago de la misma manera que una margarita de Livingstone se cierra cuando anochece.

Me desperté poco después del amanecer el sábado. El sol se colaba entre las cortinas inundando mi dormitorio de un suave resplandor, y sentí la brisa cálida entrando por la ventana abierta. Había retirado las sábanas por la noche y me quedé un rato tumbada con los ojos cerrados, oyendo el canto de los pájaros llamándose unos a otros, como si estuvieran anticipando el día que me esperaba.

Preparé un baño y añadí algunas gotas del perfume de madre, lirio del valle. Después me vestí lentamente, deleitándome con el tacto de la combinación de seda color melocotón ribeteada de encaje que había sacado del fondo de mi cómoda, donde había permanecido guardada desde el día que deshice mi equipaje, envuelta en papel de seda. Luego me puse un vestido de verano de algodón color verde y amarillo claro con un poco de escote y me lo ajusté con un cinturón fino. Llevaba las piernas desnudas y me había puesto las únicas sandalias de tacón que tenía. Me retiré el pelo de la cara, lo salpiqué de colonia y me apliqué un poco de vaselina en los labios. Preparé una pequeña maleta y, antes de salir de la casa, cogí un par de guantes de algodón del cajón de la mesa de la entrada. Luego saqué el anillo de boda de mamá del lazo de terciopelo de la escribanía y lo guardé en el monedero.

Sam me esperaba en la puerta de la estación de Ayr, junto a un deportivo Alvis azul oscuro. Se me acercó sin que su rostro bronceado pudiera ocultar la alegría, me atrajo hacia sí y me besó, estrechándome tan fuerte que sentí que me transmitía el calor de su cuerpo. Lo besé en el cuello y le susurré que lo había echado de menos cada minuto del día.

Recorrimos las carreteras de Ayr flanqueadas por árboles hasta llegar a la costa, riéndonos de alegría por el mero hecho de estar juntos. El viento nos alborotaba el pelo y él tuvo que sujetarme con firmeza la falda del vestido. Cuando llegamos a la playa de Dunure, Sam colocó una manta de tartán en la arena y abrió una cesta donde había guardado algo de queso y una botella de vino blanco. No había tomado más que un sorbo cuando se me acercó y me recostó delicadamente en la manta, acariciándome el cuello con la mano, y luego comenzó a besarlo con los labios abiertos, rozando cada punto con la lengua. Sentí que mi cuerpo se relajaba, y él bebió de su copa y me pasó el vino con los labios, atrapando las gotas que se derramaban con el pulgar, sin dejar de besarme tiernamente, mientras el aroma afrutado del vino nos envolvía. Siguió acariciándome hasta que le rogué que se detuviera y, sin palabras, nos dispusimos a regresar al coche. Mientras caminábamos por la arena cálida, él me asió de la cintura y me atrajo hacia sí.

Sam condujo el coche hasta el hotel Abbots Park, un hermoso edificio eduardiano de arenisca situado entre zonas verdes, un poco apartado de la carretera. Me quité el guante y me puse el anillo de boda de madre. Cuando él vino a ayudarme a bajar del coche acercó su rostro al mío y susurró: «Furiosa tormenta que en mí se conmueve y me hace temblar apasionado». Caminamos hasta el hotel y me rodeó con el brazo como si quisiera protegerme. En recepción nos registramos como señor y señora W. Whitman. Una vez salvadas las apariencias, el recepcionista nos entregó la llave de una suite.

Seguramente no fuimos los primeros amantes en tiempo de guerra en subir las escaleras del Abbots Park, ni los únicos que sintieron cierto vértigo ante lo que el día les depararía. Tan pronto como cerramos la puerta nos abalanzamos el uno sobre el otro y empezamos a besarnos la cara y el cuello con frenesí. Me quedé de pie con la espalda pegada a la pared mientras él me deshacía el nudo del cinturón y me desabrochaba los botones delanteros del vestido uno a uno, hasta que la prenda cayó al suelo. Se quitó la camisa y acercó la cara a mi escote y, sosteniendo mis pechos en sus manos, me lamió las gotas de sudor de la piel. Apreté el cuerpo contra el suyo y, tomando su mano, la guie pasado mi ombligo, la coloqué entre mis piernas y la sostuve allí sin retirar la mía, mientras me excitaba con los dedos. Repitió mi nombre una y otra vez antes de tomarme en sus brazos. Le rodeé con las piernas y finalmente me tumbó en la cama. Nunca me creí capaz de un comportamiento tan libertino, pero fue como si un dique en mi interior hubiera reventado. Nos pasamos aquel día y aquella noche haciendo el amor como dos hambrientos, disfrutando cada vez más del placer, explorando y devorando cada centímetro del cuerpo del otro, como si no quisiéramos dejar escapar la ocasión de dar rienda suelta a nuestra pasión. Fue como si estuviéramos bebiéndonos la misma vida.

A la mañana siguiente amanecimos enredados entre sábanas y almohadas y él se acodó en la cama y me miró, sonriendo con tristeza.

—Nunca había estado con otra mujer —confesó en voz baja.

Yo repliqué:

—Estoy segura de que nunca volverás a estarlo. —Sabía que estaba en lo cierto.

¿Fui inmoral? Cada vez que echo la vista atrás reconozco que lo que compartimos ese mes tan breve e intenso estuvo mal, pero siempre estuve convencida de que no le causé ningún daño ni a él ni a su familia.