ELIZABETH

En los años posteriores a la guerra Arran volvió a ser un lugar tranquilo, excepto en verano. En julio y agosto, los veraneantes ocupaban las casas que sus dueños alquilaban y dejaban libres tras mudarse a casitas que construían en la parte trasera, o bien alquilaban habitaciones en casas de huéspedes, o montaban sus tiendas de campaña en los terrenos de las granjas, o reservaban plaza de un año para otro en los bonitos hoteles construidos en la época eduardiana. Las playas estaban plagadas de sombrillas de rayas y mantas de viaje de tartán. Y todos los niños que construían castillos de arena llevaban un atuendo que se asemejaba a dos toallas cosidas con aberturas para el cuello y los brazos.

Durante esos bulliciosos meses de verano yo me refugiaba en mi jardín. Siempre había mucho que hacer. Tenía que recoger las frambuesas y las grosellas, y también recolectar los guisantes, los puerros y las lechugas del huerto de la parte de atrás. Me sumergía en un libro durante horas, sentada en mi tumbona, la misma que sigo teniendo en el cobertizo, protegiéndome la cabeza con el sombrero de ala ancha de paja de madre.

Una de mis novelas favoritas era Sunset Song, que causó un gran revuelo cuando fue publicada. Me hubiera encantado conocer a alguien como Chris Guthrie. Era una mujer íntegra y le había tocado soportar unos tiempos muy duros. Sin duda era mi heroína predilecta. Pensaba en ella cuando me asaltaban los pensamientos indeseados, en los momentos en los que ansiaba saber qué habría sido de Robert, cuando me entraba la sensación agridulce de que era feliz, que estaba satisfecho. En otras ocasiones leía Janet la Torcida, el relato breve de Robert Louis Stevenson, y me preguntaba si acabaría pareciéndome a ella cuando me hiciera vieja: encorvada, solitaria e incluso un poco aterradora.

Solía encargar los libros en la tienda Alexander’s, en Brodick, y aguardaba la llegada de mis paquetes con alegría. Era la edad dorada de los libros de bolsillo y los de tapa dura eran mi único capricho, además de alguna botella que otra de buen whisky de malta. En Alexander’s también se vendían toda clase de juguetes y, en los años cincuenta, las estanterías estaban repletas de todo tipo de juegos de mesa, rompecabezas y maquetas de aviones para montar en los días de lluvia, tan abundantes, coches de carreras y bolos, peonzas de colores brillantes y álbumes de cromos, sin contar con los omnipresentes cubos y palas para la playa.

Era un día anormalmente caluroso de junio y había ido en bicicleta desde Lamlash para recoger una copia de El señor de las moscas. Había leído que el escritor Edward Morgan Foster lo había elegido libro del año la Navidad anterior y sentía curiosidad e intriga por leer el retrato de William Golding de esos náufragos. Había observado a menudo la conducta de mis alumnos y la forma que tenían de categorizarse como líderes o seguidores, débiles y fuertes.

Mientras esperaba ante el mostrador a que el señor Alexander encontrara mi paquete en las profundidades de la trastienda, oí sin querer una discusión detrás de unas estanterías.

—Pero yo la vi primero.

—Pero ¿para qué la quieres?

—¿Por qué no iba a quererla?

—Porque eres un niño, idiota.

—Pues me la puedo quedar si quiero.

—Se lo contaré a papá.

Asomé la cabeza por el pasillo contiguo y vi a un niño con el pelo encrespado sentado en el suelo aferrado a la caja de una muñeca de ojos grandes. Su hermana se cernía sobre él amenazante tratando de quitarle la caja mientras él se mordía el labio, intentando no llorar. Cuando advirtieron mi presencia enmudecieron. Los hermosos ojos azules del niño estaban al borde de las lágrimas y tenía la cara como un tomate.

Por naturaleza no soy muy de intervenir, pero el niño parecía tan infeliz…

—¿No podéis comprar una muñeca cada uno? —pregunté.

La niña se mostró escandalizada.

—¡Pero si es un chico!

—¿Y entonces está prohibido? —repuse, sonriendo.

—Se supone que Peter iba a comprarse un coche con la paga de las vacaciones —insistió la niña con firmeza.

—Pero no quiero un coche. Quiero una muñeca —repuso Peter con voz temblorosa.

Eché un vistazo al resto de la tienda.

—¿Dónde están vuestros papás?

Fue la niña la que contestó.

—Papá está en el campamento de la playa. —Y luego, en voz más baja, añadió—: Y mamá está muerta.

—Siento mucho oír eso —dije, desando haber sido más amable, más circunspecta—. ¿Sabe vuestro padre dónde estáis? —Los dos negaron con la cabeza, avergonzados—. Me llamo Elizabeth Pringle —me presenté—. Quizá debería acompañaros a la playa. Vuestro padre podría estar preocupado por vosotros.

—Está muy ocupado preparando el sermón de la playa —repuso Peter con una vocecilla desanimada.

Le pregunté a la niña su nombre.

—Soy Esme —contestó con timidez.

—Es un nombre muy bonito. —Les tendí la mano—. Encantada de conoceros a los dos.

Al cruzar la calle distinguí el estribillo familiar de la canción del campamento de verano cristiano:

Ven a adorar al Señor,

solo Él es la verdad,

perdonará a todos los pecadores,

a ti también te perdonará.

Siempre me había resultado un misterio que los pastores animaran a los niños a creer que eran pecadores. Suponía que la joven congregación estaba demasiado ocupada construyendo bancos de iglesia de arena y decorándolos con conchas como para darse cuenta de que los estaban estigmatizando con el pecado. Pero lo que más desconcertante me resultaba era que sus padres estuvieran más pendientes de su bronceado, del intercambio de cotilleos o de sus lecturas que de sus hijos, de quienes se habían desentendido.

Había un hombre en medio de un grupo de niños que los estaba informando de las actividades previstas para el día siguiente que intuí que sería el padre de Peter y Esme. Cuando nos vio nos miró con perplejidad por encima de las cabezas de su joven rebaño. Tan pronto como les dio su bendición se acercó a nosotros apresuradamente e, ignorándome por completo, asió a Esme del brazo con cierta brusquedad.

—¿Dónde os habíais metido? Os dije que no os marcharais de la playa.

—Fuimos a la tienda con nuestra paga del verano —explicó Peter con voz chillona, encogiéndose ante su padre.

—Esme, te dije que cuidaras de tu hermano. Estoy trabajando, no puedo vigilaros todo el tiempo.

Me decidí a intervenir, insistiendo en que en Alexander’s estaban seguros y que se lo habían pasado muy bien debatiendo qué debían comprar.

Peter me lanzó una mirada nerviosa y le sonreí para tranquilizarlo.

Su padre, un hombre bastante orondo, me miró por primera vez.

—Lo siento muchísimo. Qué maleducado he sido. Soy Alistair Smart y ellos, como habrá supuesto, son mis hijos.

Le estreché la mano.

—Elizabeth Pringle. Vivo en Lamlash.

—Bueno, he de darle las gracias por traer a los niños. ¿Podemos invitarla a una taza de té para compensarla por las molestias?

Miré las caritas ilusionadas de Esme y Peter y pensé que sería muy agradable tener algo de compañía.

—Gracias, me dará fuerzas para subir la colina pedaleando.

—¿Monta en bicicleta? Los niños están deseando que alquile bicicletas para ellos, pero el campamento absorbe todo mi tiempo.

—Pero estamos tan aburridos de la playa… —se quejó Esme lastimeramente.

—Basta, Esme. La señorita Pringle va a pensarse que eres una malcriada.

Pensé lo rápido que se advertía la ausencia de un anillo de boda.

Nos sentamos bajo una sombrilla en el jardín del hotel Kingsley. Los niños estaban encantados con las copas de soda que la camarera había coronado con bolas de helado de vainilla. El reverendo Smart me explicó que había suspendido durante un mes sus obligaciones en la parroquia de Aberfoyle para encargarse del campamento de verano. Había creído que a los niños les vendría bien el cambio tras el reciente fallecimiento de su esposa.

—Los niños me lo han contado —dije—. Siento mucho su pérdida.

Él suspiró.

—Es la voluntad de Dios.

—Entonces Dios no es muy misericordioso —repliqué sin poder contenerme, aunque me disculpé de inmediato por mi salida de tono.

—Por favor, no se disculpe —dijo él tristemente—. A veces incluso a mí me resulta difícil no pensarlo.

Observamos a Esme y a Peter jugar al croquet y le felicité por tener unos hijos tan encantadores. Él se echó a reír.

—¿De verdad lo cree? No siempre son tan complacientes, se lo puedo asegurar.

—Ningún niño lo es —objeté—. Tengo treinta en mi clase.

—Entonces debe disfrutar de la tranquilidad del verano.

—A decir verdad los echo de menos. —Y, entonces, sin pararme a pensar, le solté—: Me encantaría cuidar de Esme y de Peter. Podemos montar juntos en bicicleta, podría enseñarles la isla.

—¿De verdad haría eso? —inquirió él con una rapidez excesiva—. No se sienta en la obligación. Me temo que mi sueldo del campamento no…

Lo detuve, un tanto avergonzada.

—Por favor, no quiero que me pague. Para mí sería un placer.

Llamó a los niños para que se acercaran y les contó las noticias… sin preguntarles si la idea les parecía bien. Esme tenía los ojos como platos.

—¿De verdad? ¿Va a cuidar de nosotros?

—¿Y nos llevará a explorar la isla? —preguntó Peter sin dejar de dar saltos. Miró a su padre como si no estuviera del todo seguro y este le indicó:

—Dale las gracias.

—Gracias, señorita Pringle.

Me eché a reír y les dije que tenían que llamarme Elizabeth, pues de lo contrario creería que estaba en la clase.

Al día siguiente fui a recoger a Peter y a Esme al bungaló húmedo y oscuro de Ormidale Road que el reverendo Smart había alquilado para ese mes. Yo había hecho sándwiches de huevo y llevaba algunos trozos de bizcocho de té y limonada preparada siguiendo la receta de madre. Lo había guardado todo en la cesta de mi bicicleta. Cuando llegué ellos ya habían conseguido las suyas, y Esme me contó que el hombre que las alquilaba había tenido que levantar su sillín, pues con solo diez años ya casi medía un metro y medio. Luego fue el turno de Peter, que afirmó orgullosamente:

—Yo tengo ocho y medio.

Había planeado hacer una excursión a Blackwaterfoot, pero no había caído en la cuenta de que, aunque yo montaba en bicicleta todos los días, los niños no estarían tan acostumbrados. Pronto, la alegría de bajar a los valles a toda velocidad fue sustituida por el esfuerzo de empujar las bicis cuesta arriba, ya que la carretera que conducía a nuestro destino subía y bajaba. Al principio fueron demasiado educados como para quejarse pero, finalmente, un exhausto Peter me preguntó si podíamos dar media vuelta.

—¡Pero, mirad! —exclamé con entusiasmo—. Ya se ve el mar. —Pero el niño se estaba viniendo abajo, por lo que dejé su bici en la cuneta y la cubrí con helechos—. Vamos, Peter, el resto del camino te llevo yo —propuse. Pero Peter no tenía ni un pelo de tonto y sabía perfectamente que eso no solucionaría nuestro problema.

—Pero ¿cómo vamos a volver a casa? —gimoteó.

—Tengo un plan.

Esme no parecía muy convencida.

Les conté que el camión de correos salía de Blackwaterfoot en dirección a Brodick a las cuatro de la tarde y que sabía con seguridad que el señor Menzies, el cartero, nos llevaría y también se haría cargo de las bicis, si quedaba espacio. Los niños se animaron, y Esme y yo bajamos pedaleando hasta la orilla mientras Peter me rodeaba la cintura con los brazos. Noté su mejilla ardiendo contra la espalda.

Después de nuestro picnic junto a los columpios, les pedí que me esperaran sin moverse de allí mientras iba a la oficina de correos. Sin embargo, cuando volví adonde los había dejado, no vi a ninguno de los dos niños. Pensé que me iba a dar un infarto pero, cuando salí corriendo hacia el césped los vi, se habían quedado dormidos apoyados contra un promontorio, completamente despatarrados, con sus caras angelicales vueltas al sol.

Me senté a su lado y los dejé que durmieran durante un rato, tapando el sol con el cuerpo de manera que les diera la sombra en la cara, observando el sube y baja del pecho con la respiración y los gestos involuntarios que hacían en sueños, como rascarse la nariz de vez en cuando o cada vez que arrugaban los labios, emitiendo una especie de ronroneo.

La vuelta a casa en el camión de correos fue el punto álgido de nuestra primera escapada y, durante los días siguientes, nadamos en las pozas en las rocas de las laderas de Glen Rosa, cogimos el autobús a Lochranza y jugamos al escondite en el castillo de la orilla. Incluso rodeamos la isleta de Pladda en el vapor de ruedas Waverly. A cada día que pasaba conocía mejor a los niños. Me enteré que a Esme le encantaban los cromos, especialmente los de flores, y a Peter le gustaba que le leyera en voz alta cuando nos tumbábamos al sol. Fingía ser Dickon, de El jardín secreto.

—Mamá solía leernos un cuento antes de ir a dormir y no le importaba si abrazaba una de las muñecas de Esme mientras tanto, pero papá no me deja.

Noté que Esme le lanzaba una mirada cortante.

—Creo que todos los niños deberían tener una muñeca o un oso de peluche al que poder abrazar —dije amablemente.

—¿Ves, Esme? —exclamó Peter, triunfante—. ¡Y Elizabeth es profesora!

Esme se relajó. Luego, sin venir a cuento, preguntó:

—¿Tu madre todavía está viva?

Cuando les conté que mi madre había muerto hacía más de veinte años me preguntó tímidamente si todavía la echaba de menos. Advertí que Peter me estudiaba atentamente.

—Pienso en ella casi todos los días. Tengo muchos recuerdos de ella y los conservo con mucho cariño —añadí.

Esme comenzó a llorar desconsoladamente.

—Mamá solía peinarme todas las mañanas, me pasaba el cepillo cien veces por el pelo —sollozó.

La cogí de la mano y luego le pregunté a Peter en qué pensaba cuando se acordaba de su mamá.

—Hacía tortillas para desayunar y olían muy bien.

Una mañana, cuando estábamos a punto de salir y el reverendo Smart se disponía a marcharse al campamento, el tiempo cambió y pasamos de un sol reluciente a un granizo tan grande como pelotas de golf, por lo que no nos quedó más remedio que refugiarnos durante el resto de la mañana en la inhóspita casita. Los niños y yo pusimos la mesa auxiliar junto a la ventana y comenzamos a hacer puzles mientras su padre se enfrascaba en sus libros. Recuerdo que estábamos recomponiendo una imagen muy cursi de una casita con el techo de paja, tanta paja que me dolía la cabeza de buscar las piezas.

Esme se fijó en la cubierta de uno de los libros que su padre tenía junto al codo.

—Papá, háblale a Elizabeth de las hadas. Por favor —añadió rápidamente.

Él levantó la mano en gesto de protesta.

—Esme, ya basta. A la señorita Pringle no le interesará.

Acudí al rescate de la niña.

—¿Por qué no me lo cuentas tú, Esme?

Encantada con tamaña responsabilidad, comenzó a explicármelo.

—Papá encontró un libro en nuestra casa que fue escrito por un pastor de Aberfoyle hace cuatrocientos años.

—Pero el libro fue impreso en 1815 —añadió Peter, dándose importancia.

Esme continuó.

—El reverendo se llamaba Robert Kirk y creía que existía un reino de hadas. Él fue a visitarlo y vio lo que comían y lo escribió todo en ese libro, todo con unas palabras muy antiguas, que hacen que sea un poco difícil de leer.

Alistair Smart me pasó el delgado volumen.

—Es un libro antiguo y extraño, pero parece que el reverendo Kirk no veía impedimentos para reconciliar su fe presbiteriana con una especie de reino fantástico, que aseguraba que estaba habitado por familias de hadas y por unos seres llamados Siths, algunos de los cuales son nuestros álter ego. —Hizo una pausa—. El reverendo albergaba esa fantasía y creía en ella a pies juntillas.

Peter me trajo el libro y miré el título en el ex libris del frontispicio.

—Ensayo acerca de la naturaleza y acciones de las gentes subterráneas e invisibles: elfos, faunos, hadas y similares.

—Puede leerlo si gusta —le ofreció Alistair Smart—. Pero es una rareza, se lo aseguro.

Esa noche no pegué ojo. Solo me había llevado un rato leer el relato completo del reverendo sobre aquel mundo fantástico, pero volvía una y otra vez sobre un capítulo concreto porque, a pesar de que soy una persona racional y por aquella época nunca se me habría ocurrido pensar que existiera un mundo de espíritus, su contenido cautivó mi imaginación. Me sentí como si se me hubieran abierto las puertas a otra realidad. El reverendo Kirk describía un lugar llamado «la colina de las hadas», un «hoyo», un montículo que solía haber junto a los cementerios donde, según él, reposaban las almas hasta que los cuerpos resucitaban y volvían a reunirse con ellos.

Los niños estaban deseando saber qué me había parecido el libro del reverendo Kirk. Teniendo en cuenta las ideas de su padre, les dije lo más sinceramente que pude que quizá el pastor tuviera una imaginación desorbitada. Admití que quizá hubiera visto algo, un pájaro que extendía las alas o un murciélago colgado al abrigo de un árbol o algunas hojas arremolinadas por el viento que emulaban unos susurros; en lugar de eso, podía haberse figurado que veía seres fantásticos y basándose en aquellos elementos había desarrollado una historia mágica.

—Mmm —murmuró Esme frunciendo el ceño—. Papá quiere que creamos en Dios, aunque no haya ninguna prueba de su existencia, y no quiere que creamos en las hadas aunque no haya pruebas de que no existan.

Me eché a reír y le di un abrazo.

—Esme, serías una filósofa excelente.

Les había tomado mucho cariño a los niños y estaba claro que, durante esas pocas semanas, ellos también me habían cogido aprecio. A medida que se aproximaba el día de su partida me di cuenta de que trataban de acercarse más a mí, poniendo excusas para quedarse más tiempo conmigo al final del día. Traté de animarlos diciéndoles que tendríamos una última aventura y conseguí que el barquero hiciera un viaje especial a Holy solo para nosotros. Estábamos buscando un tesoro enterrado, como Jim Hawkins. Compré espadas de madera y parches para el ojo de Alexander’s y convertí algunos chales viejos en bandanas. Disfrazados así, subimos a la cumbre de Mullach Beag y, con un viejo catalejo de latón de mi padre, oteamos la bahía de Lamlash en busca de piratas. Hicimos salchichas en una cocina de campaña peligrosamente vieja que encontré en el cobertizo y comimos mucho más caramelo del recomendable. Había escondido dos saquitos de algodón llenos de peniques entre las rocas, y Esme y Peter prorrumpieron en gritos de alegría cuando los encontraron y en el trayecto de regreso a Brodick en el autobús fueron haciendo tintinear el botín. Los tres íbamos apretados en un asiento para dos y se quedaron dormidos apoyados en mis hombros. Les prometí que iría al muelle a despedirme de ellos al día siguiente y supe que tendría que hacer acopio de fuerzas para no llorar.

Esa noche, mientras bosquejaba en un cañamazo un dibujo para un nuevo tapiz y pensaba en el color del hilo que iba a usar, el sonido del timbre de la casa me sorprendió de lo poco acostumbrada que estaba a que alguien llamara. Cuando abrí la puerta y me encontré con Alistair Smart en el umbral, lo primero que pensé es que algo malo le había sucedido a alguno de los niños.

—No, no, los dos están bien —me tranquilizó él nerviosamente, entrando en el vestíbulo con paso enérgico sin ser invitado—. Le he pedido a la señora Murchie, la casera, que se quede con ellos un rato.

Le pedí que me siguiera al salón y le ofrecí un whisky, que él declinó educadamente, pero yo me serví uno de todas maneras. Nos sentamos, visiblemente incómodos, quizá porque yo tenía una vaga idea acerca de cuál podía ser el motivo de su visita. No tuve que esperar mucho a que me soltara su discurso.

—Señorita Pringle, ¿o puedo llamarla Elizabeth, como hacen Esme y Peter? —me preguntó, y continuó sin esperar a que respondiera—: Los niños le han tomado mucho cariño y sé que la van a echar mucho de menos. —Se detuvo y carraspeó un poco—. Lo siento, no sé cómo plantear esto. Soy consciente de que apenas nos conocemos, pero la admiro mucho y ambos estamos solos.

Me dispuse a interrumpirlo para impedir que continuara hablando y nos pusiera a los dos en una situación embarazosa pero, ignorando mi mirada de consternación, el pastor continuó:

—Cuento con la parroquia de Aberfoyle por todo el tiempo que desee, y la casa del pastor es una hermosa vivienda.

No podía esperar más. No estaba preparada para escuchar una proposición de matrimonio que parecía sacada de una novela de Jane Austen.

—Deténgase, por favor —le pedí, levantando la palma de la mano—. No quiero que diga ni una palabra más si está sugiriendo lo que creo que está sugiriendo.

Él jugueteó con su alzacuello.

—Siento mucho habérselo soltado así, pero si pudiera considerarlo… Sería muy bienvenida a nuestra familia.

—Para cuidar de sus hijos —añadí con calma—. Eso es a lo que se refiere, ¿no es cierto?

Él se ruborizó aún más y cuando fue a asentir advertí que se le estaban formando goterones de sudor en la frente.

—Le estoy pidiendo que considere casarse conmigo.

Controlé mi temperamento para no herirle.

—Señor Smart, sé que está pensando en el bienestar de sus hijos, pero creo que me ha malinterpretado. Echaré de menos a Peter y a Esme, por supuesto que lo haré, pero nunca podría casarme por ese motivo, y me temo que no soy capaz de imaginarme ninguna otra razón para hacerlo.

Se puso de pie tan rápido que estuvo a punto de perder el equilibrio.

—Lo siento mucho, nunca debí atreverme a hacerle una propuesta así. Ha sido muy egoísta por mi parte.

—No pasa nada. No ha herido los sentimientos de nadie. Ha debido de ser muy difícil para usted, pero yo no soy la respuesta… —Me detuve—. Iba a decir la «respuesta a sus problemas», pero eso no sería justo. Sus hijos son inteligentes y cariñosos y le honran a usted y a su difunta esposa.

Él sonrió débilmente y repuso:

—Lo que realmente quiere decir es que en lo sucesivo tendría que ocuparme de mi rebaño mejor de lo que lo estoy haciendo.

—Esas son sus palabras, señor Smart, no las mías.

Me preguntó si de todas formas acudiría al puerto a la mañana siguiente para despedirme de los niños. Yo asentí.

—Por supuesto, nunca rompo una promesa.

Cuando se marchó entré en la cocina a por un vaso de agua y, cuando me lo llevé a los labios, me di cuenta de que estaba temblando y que sentía náuseas. Me senté para calmarme y entonces busqué el faro de la bicicleta y fui pedaleando hasta Whitehouse. El aire frío de la noche en mi rostro era una sensación bienvenida. Cuando llegué al camino de la casa oí que Mary estaba tocando su concierto favorito de Mozart al piano, el número veintiuno, interpretándolo con ligereza y sentimiento. Sabía que tendría los ojos cerrados, como todas las veces que había tocado la pieza para madre.

Me hicieron pasar al salón y ella notó de inmediato que algo iba mal. Pero solo cuando le describí lo sucedido advertí lo violentada que me sentía por aquella intromisión. También comencé a dudar de mí misma. ¿Le habría dado esperanzas sin querer a Alistair Smart a través de la relación de afecto que había entablado con Esme y Peter?

—No seas tan dura contigo misma —me reprendió ella—. Simplemente les estabas prestando a esos niños la atención que tanto necesitaban y ofreciéndoles algo de diversión. —Le dio una calada profunda a su cigarrillo—. Elizabeth, tienes que dejar de dudar de ti misma.

Pero había algo más.

—Mary, le he mentido. Cuando me ha preguntado si iría a despedirme por la mañana le he dicho que por supuesto, que nunca rompería una promesa. Pero sabemos que eso no es verdad, ¿no es cierto?

Me miró fijamente y me quitó un mechón de pelo de delante de los ojos, como había hecho tantas veces cuando era niña.

—Eso fue hace mucho tiempo. Tienes que dejarlo correr o acabará contigo.

Nos quedamos conversando hasta bien entrada la noche. A Mary le encantaba recordar a madre y a mí me encantaba escucharla. Me había hablado muchas veces del encaprichamiento del señor Cadell con ella, a pesar de que él era «un soltero incorregible», como solía decir Mary, y lo halagada que madre se había sentido a pesar de todo, cómo había florecido durante ese verano.

—¿Sabes? Te pareces mucho a ella —comentó Mary con cariño—. Y, a medida que te haces mayor, más te pareces, con esa frente alta, la forma de caminar, la manera de sonreír.

Allí sentadas a la luz de la lámpara me fijé que Mary parecía desmejorada, casi la sombra de sí misma y, de cuando en cuando, se llevaba una mano esbelta a la sien y apretaba, como si quisiera erradicar un dolor. Entonces me invadió el pánico y un sentimiento egoísta: pensé que pronto la perdería y que entonces me quedaría completamente sola en el mundo.

Cada vez me resulta más y más difícil escribir y me empieza a faltar el aliento. Estoy sentada frente a la ventana con mi falda de tweed, una rebeca y un par de zapatos bastos que ya no puedo ni atarme, cosa que molesta, aunque sea imperceptible para la mayoría de la gente. Ayer me vi reflejada ante el espejo y sé que la vida me está abandonando, pero aún no puedo descansar, no hasta que haya terminado.

Saul vendrá pronto a apremiarme con sus palabras amables. Ahora estoy segura que no volveré a ver a Niall de nuevo, al menos en esta vida. Cuando cierro los ojos y me imagino su rostro, noto que sonrío.

Al día siguiente, cuando fui caminando a la parada para esperar el autobús de Brodick, sentí una gran pesadumbre, como si estuviera intentando zafarme de un peso invisible. En el muelle busqué a los niños en medio del caos de los veraneantes que se marchaban: padres, hijos, abuelos y perros ladrando, todos revueltos con el equipaje, los palos de golf y las sombrillas de la playa enrolladas, pero fueron Esme y Peter los que me encontraron. Los tres nos dimos un largo abrazo, intercambiando palabras afectuosas y diciéndonos adiós con voz queda mientras su padre se quedaba un poco apartado, manteniendo las distancias. Yo había traído conmigo el libro del reverendo Kirk, pero Alistair Smart aseguró que no lo necesitaba.

—Quédeselo —insistió, un tanto avergonzado—. Como recuerdo del tiempo que ha pasado con los niños. Ellos desde luego nunca la olvidarán.

Qué rápido se marcharon. Entonces volví a quedarme prácticamente sola. Una vez más, me apoyé en Mary. Ella siempre fue para mí un roble alto y fuerte donde encontrar cobijo. Pero ahora me traía obsesionada su aspecto demacrado y la respiración ronca, y esa tos que le entraba después de reír. Veía que se iba marchitando poco a poco, que su cuerpo se estaba apagando, y me aterrorizaba perderla. Mary, duquesa de Montrose, la mujer que me había ayudado a convertirme en la persona que era. Y, desde el preciso instante en que me enseñó a plantar un árbol joven en el bosque que ella misma había proyectado cuando yo no tenía más que diez años, se convirtió en una maestra amable y paciente para mí.

Aquí sentada, junto al tapiz de azaleas rosadas que Mary pintó y luego yo bordé, contemplo los pétalos de seda y me vienen a la mente las tardes pasadas en su salón privado del castillo de Brodick. Cuando madre y yo íbamos a visitarla, Mary solía tener preparada una bandeja grande de marquetería cubierta con una servilleta de damasco blanco. Luego sacaba cuidadosamente ocho flores de rododendro de una caja de madera del jardín cubierta de musgo, pronunciaba el nombre de cada variedad en voz alta, despacio y con precisión, y finalmente las iba colocando sobre la servilleta con un cartelito con el nombre junto a cada capullo. Le encantaba enseñarnos variedades distintas, conseguidas a veces gracias a nuevas expediciones, por lo que el juego nunca era idéntico. Algunos ejemplares tenían unos nombres espectaculares: el griesonianum, por ejemplo, tenía unas vistosas flores rojas de pétalos alargados y estambres blancos, o las trompetas de amarillo vivo del apiense o el color cremoso de la hermosa roza stevenson.

Mi tarea consistía en estudiar la bandeja durante cinco minutos cronometrados con el reloj de porcelana encima de la repisa de la chimenea, mientras ella repetía los nombres. Luego cubría la bandeja con otro paño de damasco antes de extraer con habilidad las tarjetas con los nombres y finalmente, cuando el tiempo expiraba, levantaba el trapo una vez más con una floritura y yo contaba con diez minutos para escribir los nombres de las ocho flores. La Rhododendron cerasinum era mi favorita por aquel entonces y Mary siempre se aseguraba de que estuviera en la bandeja. Con el tiempo me regalaría mi propio cerasinum y cada año aguardo el momento en que las flores se abran y esas campanas color cereza con el centro blanco impoluto se revelen.

Si cierro los ojos me parece que la estoy viendo en el jardín de Whitehouse, agachada sobre un parterre o arrodillada en la alfombrilla que solía usar, perdida en sus pensamientos, con su spaniel blanco y negro tumbado a su lado, inspeccionando el trabajo.

No podía imaginarme que llegaría el día en el que no volvería a pasear por la isla que tanto amaba y, cada vez que hablaba de lo que pasaría con el castillo cuando ella falleciera, yo siempre trataba de silenciarla. Ella solía replicar: «Vamos, Elizabeth, bien sabe Dios que no quiero vivir para siempre. No hay ninguna familia, y mucho menos la mía, que pueda permitirse mantener todo esto», decía haciendo un gesto en dirección a la cima de Goatfell. «Así que debo ser práctica si no queremos que la propiedad caiga en el abandono».

Murió con setenta y tres años pero todavía conservaba la esencia de la belleza que De Lázló capturó en el retrato que pintó cuando ella tenía veintiocho años y que aún cuelga en la sala del castillo.

Un trabajador de la propiedad me trajo las noticias, con la cabeza inclinada y retorciendo la gorra con las manos. En el entierro me escondí en la parte de atrás de la iglesia de Brodick y, cuando toda la congregación y la multitud que se había reunido en el exterior comenzó a entonar «Oh, amor, nunca me abandonará…», me apresuré a salir del templo con el corazón desbocado. Me faltaba el aire y, cuando regresé a Lamlash, me dirigí al jardín vacío de Whitehouse. Me senté en su banco favorito e inspiré su aroma en el perfume de la hierba, en el olor a tierra húmeda, en la fragancia acre de la artemisa y el tomillo.

Ese fue el momento en que comencé a retirarme del mundo lentamente, algo semejante a los retiros espirituales que Saul me ha descrito salvo porque, en mi caso, los muros los había construido yo misma. Continué interpretando un pequeño papel en el mundo exterior, a cuyos ojos era una maestra solterona que ayudaba a los demás cuando era necesario, que saludaba amablemente a los vecinos y que rara vez acudía a la iglesia. Una mujer a la que cualquiera podía acudir con alguna pregunta difícil sobre esta o aquella planta, o pedirle que le sugiriera qué arbusto encajaría mejor en un jardín orientado hacia el oeste.

Saul me confesó una vez que le resultaba difícil casar que tuviera una mente tan activa con mi falta de interés por lo que sucedía en el mundo. Le sorprendía que pasara por alto las guerras, los asesinatos y los desastres. Eso no era cierto, claro, pero no me gustaba especular y tener conversaciones poco fundamentadas, así que leía los periódicos pero me guardaba mis opiniones y, salvo por otra excepción, pasé prácticamente el resto de mi vida sola.

Tal y como Mary deseaba, el castillo fue a manos de la tesorería pública y luego pasó a formar parte del patrimonio nacional. Dos años después de su muerte fue abierto al público y para ello se necesitaron voluntarios. No precisaba que nadie me animara a hacerlo, fui la primera en presentarme. Al margen de la familia y del personal, nadie conocía el castillo tan bien como yo. Había enseñado durante muchos años, pero Mary me había legado en su testamento una cantidad de dinero y, como yo vivía con frugalidad, realmente no necesitaba mi pequeño salario. Sabía que a Mary le habría alegrado que hubiera estado allí, ocupándome de las estancias donde madre, ella y yo nos habíamos sentado juntas.

Me responsabilicé en concreto de la sala de la porcelana, donde catalogué y limpié esas piezas tan exquisitas de Meissen, de Limoges, de Wedgwood. Solía prolongar mis horas de voluntariado de tanto que me gustaba sostener las tazas y admirar su luminosidad y la delicadeza de su factura, girándolas a la luz de la ventana para no perderme ningún detalle del pincel del artesano.

Luego ocupaba mi puesto en la sala como «parte de la decoración», observando a los visitantes en silencio, respondiendo cuando me preguntaban y disfrutando de ver cómo la gente admiraba tanto las salas de recepción como las habitaciones privadas. A veces, acunada por el suave tictac del reloj rococó, me perdía en mis recuerdos hasta que me sacaba de mi ensimismamiento el grito de un padre advirtiendo a su hijo que no tocara el gusano de plata del pico del ganso que decoraba la sopera de porcelana china, o que no saltara por encima de la cuerda para sentarse en el sofá tapizado en seda amarilla.

Iba un día entre semana al castillo, los fines de semana y también durante las vacaciones, para ayudar tanto en la casa como en los jardines. Esta actividad siempre me levantaba el ánimo y, después de conocer a Niall, empecé a acudir con energías renovadas. Siempre teníamos algo que enseñarnos el uno al otro. Yo apuntaba mis observaciones para dárselas cuando nos veíamos y él siempre tenía alguna historia de una nueva variedad híbrida o del dinero de una herencia que les permitiría construir un sistema de drenaje o un puente que querían tender sobre uno de los riachuelos.

Él estaba de viaje el fatídico día que me caí en mitad de la calle en Lamlash. Entonces tomé la decisión de dejar de trabajar en el castillo no fuera a convertirme en una carga. Sin saberlo, ese día me disponía a embarcarme en otro viaje que me llevaría a confeccionar un mapa de mi pasado cuando el futuro comenzaba a desvanecerse ante mis ojos.