MARTHA

A la mañana siguiente, Martha se despertó temprano y se quedó un rato tumbada, deleitándose en el recuerdo de su encuentro con Niall, embelleciéndolo con algunos detalles, otorgándose frases más ingeniosas, imaginando sus miradas de admiración, hasta que le invadió la sensación de que había hecho el ridículo, que había sido indecentemente coqueta y que sus atenciones no eran más que simple y llana cortesía.

De repente la asaltaron los chillidos de las gaviotas peleando con los ostreros en la playa de abajo, enzarzados en su batalla diaria por el territorio. Le entraron unas ganas incontenibles de volver al santuario que era Holmlea, y saltó de la cama y se dio una ducha rápida antes de ponerse las primeras prendas que encontró a mano, una camiseta vieja, un par de vaqueros oscuros ajustados y las Converse. Dejó una nota para Catriona, que aún dormía, cogió un plátano del frutero y se dirigió en bicicleta a Shore Road, respirando la brisa salobre, deseando con todas sus fuerzas que Niall no se encontrara en ese momento contemplándola desde su muro de cristal.

Lo primero que hizo Martha al llegar a casa fue abrir las ventanas de par en par, algo que resultó sorprendentemente fácil teniendo en cuenta lo antiguos que eran los marcos. Sonrió para sí. Elizabeth Pringle había pensado en todo. Encontró unas viejas escaleras plegables en el armario del hueco de las escaleras y, tambaleándose peligrosamente en el último peldaño, descolgó las pesadas cortinas de brocado del comedor y las dejó caer al suelo de una en una, mientras levantaba una nube de polvo. A medida que la luz inundaba la habitación, Martha se fue sintiendo más entusiasmada. Había empezado.

Cerró las escaleras y, al sacarlas del comedor al pasillo, golpeó la mesa donde Niall había dejado la fotografía de Elizabeth y el retrato a acuarela enmarcado. La primera salió volando y el segundo se estrelló contra el suelo. Aterrizaron una junto al otro, pero milagrosamente el cristal no se rompió y, cuando fue a agacharse para recogerlos, cayó en la cuenta. ¿Cómo se le podía haber pasado por alto? Era evidente que eran madre e hija. Elizabeth tenía una sonrisa amplia y generosa y los pómulos altos, mientras que la boca de su madre era más rígida y tenía la mandíbula más afilada. Pero ambas tenían el mismo porte, la misma mirada directa e inclinaban la cabeza de la misma manera, esas dos mujeres que habían vivido bajo el mismo techo.

Se miró en el espejo que había encima de la mesa y volvió a examinar su rostro en busca de la impronta de su madre, alguna prueba de la herencia genética que la unía con Anna y Susie y con su padre. Se dio cuenta de que nunca había pensado en las similitudes que compartía con su hermana, solo en las diferencias. Pero, si se fijaba bien, el parecido estaba ahí, la misma frente amplia, las cejas bellamente arqueadas. Luego estaban los gestos, la forma que ambas tenían de apartarse el pelo de la cara y de arrugar la nariz cuando se concentraban.

Trató de pensar en otras características que tenía en común con su hermana en lugar de todos los rasgos que las separaban. Si hubiera sido más generosa con Susie, ¿acaso habrían mantenido una relación menos crispada, menos tensa? Susie creía que Martha se había llevado la mejor parte del cariño de Anna, una acusación que Martha había rechazado en repetidas ocasiones, a veces con un suspiro de frustración, pero ¿y si Susie llevaba razón?

Martha se enderezó y apretó los labios frente al espejo. La llamaría pronto. Había pospuesto demasiado contarle lo de Holmlea y ahora también tendría que explicarle la presencia de Bea Starecki. Para ser sincera, no había tenido en cuenta a su hermana a la hora de tomar ninguna de esas decisiones.

Le sorprendió el sonido metálico de la vieja campanilla de la puerta. Al abrirla se encontró con una figura alta al contraluz resplandeciente del sol de la mañana.

—Hola, ¿eres Saul? —le preguntó, guiñando a causa de la luz.

—A no ser que conozcas a otros budistas en Arran, sí… Supongo que soy tu hombre.

Martha sonrió y le invitó a entrar con un gesto. Al pasar, ella se fijó que sus largos ropajes ocultaban una figura alta y fibrosa. La impresionaron sus ojos azules, dos turquesas luminiscentes que destacaban en ese rostro curtido.

Inclinó la cabeza levemente por un instante.

—He aguardado el momento oportuno para prestarte mi ayuda en tu búsqueda en torno a la figura de Elizabeth Pringle.

Martha reprimió las ganas de reír al oír su tono grandilocuente y, al darse cuenta de que no estaba de broma, le agradeció que se hubiera puesto en contacto con ella.

—Se me ocurren más preguntas cada día que pasa —añadió—. Pero, antes de nada, necesitamos un café, ¿o los budistas no toman? Lo siento, quizá te resulte ridículo, pero eres el primero que conozco.

Saul sonrió y su cara se transformó en un abanico de arruguitas.

—Oye, si supiera que has instalado una máquina de hacer expreso en la cocina de Elizabeth estaría en el séptimo cielo, te lo juro.

—Es una forma de verlo —se rio Martha, disfrutando del ritmo de ese tonteo inofensivo—. Al menos creo que podré superar el Nescafé.

—Adelante, por favor, cuanto más cargado, mejor.

Bajo la túnica granate Saul llevaba puesta una camiseta blanca que resaltaba sus brazos bronceados. Las líneas de expresión alrededor de los ojos contenían hendiduras pálidas forjadas por el sol y el viento. Tenía la nariz larga y aguileña y un arete de oro en la oreja derecha. Catriona tenía razón. Despedía cierto magnetismo sexual, del aura del monje se desprendía una energía poderosa y una franqueza desconcertante en lugar de la dulzura benigna que cabría esperar.

—¿Te importa si fumo? —preguntó, sacando una cajita abollada de hojalata con flores en relieve, antes de que ella tuviera oportunidad de responder.

—En absoluto, adelante.

Abrió la tapadera y sacó un librillo de papel y un montoncito de tabaco de liar de olor acre.

—¿Te apetece uno?

Martha negó con la cabeza y observó, fascinada, cómo rellenaba el papel y lo manipulaba diestramente hasta que apareció como por arte de magia un cilindro perfecto entre sus dedos huesudos.

—Llevaba mucho tiempo sin ver a alguien hacerlo —comentó, riéndose.

—Es como un ritual: la caja, el tabaco. No puedo abandonar la costumbre. Supongo que es una debilidad. —Encendió el cigarrillo—. Una de tantas.

Martha inspiró el aroma dulzón.

—La verdad es que solo fumo en las fiestas.

—Bueno, tú avísame —le dijo mirándola, mientras sus ojos danzaban ante ella.

Martha no sabía si se refería al cigarrillo o a las fiestas.

Se sentaron en el jardín y, después de su primer sorbo de café solo preparado en la vieja cafetera de Elizabeth, justo cuando Martha estaba rumiando su primera pregunta, Saul tomó las riendas de la conversación.

—Tengo una proposición. Ven a la isla de Holy. —Le dio una calada al cigarrillo y continuó hablando sin dejar de observar la bahía—. Deberías ver la isla como a ella le gustaba, en pleno esplendor de principios de verano. —Se giró para mirarla—. Solíamos pasar mucho tiempo juntos, hablando… y también sin hablar. —Inhaló con fuerza una última calada—. Creo que te podría ayudar a entenderla. Eso es lo que quieres, ¿no?

Martha bajó la mirada al detectar un rastro de beligerancia en sus palabras, y empleó el mismo tono para dirigirse a él.

—¿Te sorprendió mucho que le dejara la casa a mi madre?

—En absoluto —dijo con más suavidad, mientras apagaba el pitillo en la maceta que tenía al lado—. Tenía sus razones, yo respetaba su criterio ante todo. Era una persona muy intuitiva y también muy espiritual aunque, con los años, había empezado a desconfiar de la religión establecida. De hecho, tuvimos un par de encontronazos.

—¿Sobre qué?

—Sobre montones de cosas. Por ejemplo, lo de la reencarnación no iba con ella. —Se rio entre dientes al recordar algún episodio.

—¿Y contigo sí que va? —replicó Martha.

Saul entrecerró los ojos.

—Yo estoy abierto a todo.

Martha advirtió que la estaba desafiando, pero no tenía intención de picar el anzuelo, por eso replicó con dulzura:

—Eso está muy bien.

Se levantó y se envolvió con la túnica.

—¿Lista para marcharnos?

—¿Qué? ¿Ahora mismo?

—¿Por qué no? Hace un día precioso. ¿Tienes que ir a algún otro sitio?

La proposición pilló a Martha desprevenida y negó con la cabeza.

—No, supongo que no.

Mientras caminaban hacia el embarcadero, Martha casi corriendo para igualar las largas zancadas de Saul, él se detuvo y se giró hacia ella.

—Hay una cosa que seguro te gustará saber. Elizabeth solía rememorar un verano precioso en el que hizo tan buen tiempo que se pasaba el día trabajando en el jardín. Decía que veía a una mujer joven pasar con un cochecito de bebé azulón por delante de casa todos los días, recorriendo Shore Road en ambos sentidos, y se quedaba escuchando cómo ella le hablaba a la niña y cómo la pequeña balbuceaba y se reía, como si estuvieran teniendo una conversación de lo más entretenida. Decía que las palabras se las traía el viento, que eran como música. —Hizo una pausa—. ¿Eras tú la del cochecito?

Martha se levantó con los ojos como platos, absorbiendo lo que Saul le estaba contando. Por primera vez, recreó la escena. Su corazón le latió con más fuerza a medida que se fue dando cuenta de que Elizabeth Pringle y ella habían coexistido en el mismo espacio. Estaba abrumada por la revelación de que ambas habían respirado la misma brisa de verano, habían oído los mismos sonidos, quizá se habían detenido a contemplar el revoloteo de la misma mariposa. La niñita de mejillas rosadas y la mujer silenciosa y solitaria, una a cada lado del mismo cercado de piedra antiguo. ¿Se miraron exactamente en el mismo momento, unidas por un hilo invisible? ¿Existía Elizabeth Pringle en algún rincón de la memoria de Martha?

Oyó la voz de Saul como si proviniera de un lugar muy lejano.

—Creo que Elizabeth tomó la decisión de legarle la casa a tu madre hace mucho tiempo, quizá ese mismo verano.

Con un enorme esfuerzo mental, Martha se obligó a desandar aquellos treinta y un años para regresar al presente.

—¿Y nunca lo mencionó? —preguntó, aferrándose a cada palabra, luchando contra el vértigo de regresar a ese verano en el momento menos pensado.

Saul negó con la cabeza.

—Ni una sola vez.

—¿No crees que eso es un poco extraño?

—Solo para la gente que suele meterse en los asuntos ajenos.

Martha se mordió el labio. Primero la juzgaba Niall, ahora Saul y ninguno de los dos la conocía en absoluto.

Sintiéndose indignada, estuvo a punto de preguntarle a Saul si la estaba criticando pero, antes de que pudiera hacerlo, él cambió de tema.

—Escucha esto —indicó Saul y, cuando se aproximó al final del embarcadero, Martha oyó el tintineo metálico de las jarcias de los barcos amarrados, que se mecían suavemente con la brisa—. Siempre asocio ese sonido con la partida a Holy. También fue la banda sonora de mi infancia.

Martha lo miró con socarronería.

—¿No te resulta extraño vivir aquí?

Saul echó hacia atrás la cabeza y comenzó a reírse con ganas.

—Lo que en realidad quieres decir es «¿cómo un judío neoyorquino de cuarenta y tres años acaba metiéndose a budista y malviviendo en una celda espartana en una isla escocesa, especialmente si siente debilidad por el tabaco, el whisky de malta y la compañía de otras personas?».

Martha se preguntó si no se referiría realmente a la «compañía femenina» pero, en lugar de eso, preguntó:

—Bueno, y entonces ¿cómo es que acabaste aquí? No estoy dando nada por sentado, simplemente tengo curiosidad. Es peligroso emitir juicios de valor a la ligera, ¿no crees? —Se sintió irritada consigo misma al comprobar lo estirada y mojigata que parecía con su comentario.

Saul volvió a reírse.

—Bueno, señorita Martha, no le falta razón.

Ella se dirigió al bote con cabina que estaba amarrado al embarcadero de arenisca roja. Una tira de banderines de colores vivos colgaba del mástil a la popa y revoloteaba con la brisa.

Saul la tomó del brazo para retenerla.

—Ese es para los visitantes de pago. —Señaló con la cabeza un punto más alejado del embarcadero—. Nuestro yate de lujo es aquel. —Estaba apuntando a un pequeño esquife que apenas sobresalía del agua. Era el mismo que ella había visto navegando hacia la orilla el primer día.

Saul bajó la escalerilla metálica que había encastrada en el muelle y subió a la barca. La sujetó para que Martha pudiera bajar y la cogió de la mano para guiarla hasta su asiento, un banquito cubierto por una alfombra india de colores situado de espaldas a la proa. Saul se sentó en la popa y se alejó remando del puerto, antes de levantarse para colocarse las ropas de manera que no interfirieran con el motor fueraborda. Luego encendió el motor y volvió a sentarse con la mano en el timón y los ojos clavados en Martha. Unos momentos más tarde, atravesaban las aguas a un ritmo pausado.

Ella se giró para mirar hacia dónde se dirigían. Mientras se aproximaban a la isla de Holy, la casa de dos plantas alargada y encalada y el magnífico faro habían dejado de ser unas formas distantes y borrosas y se habían convertido en un par de edificios sólidos.

Aunque ninguno de los dos vio a Niall y a Catriona, estos se encontraban en el césped junto a la orilla, frente al hotel Glenburn, y se habían girado al escuchar el sonido familiar del pequeño motor. Habían estado examinando el tejado del hotel y ahora observaban los progresos del esquife por la bahía.

Martha se giró para mirar a Saul cuando oyó que él elevaba el tono de voz para hacerse oír por encima del ruido del motor.

—Me has preguntado por qué vine aquí.

—Simplemente tengo curiosidad. Supongo que sería más tentador hacerse budista en un lugar más propicio, tipo California.

—Ja, haces que suene como si fuera un simple estilo de vida. No tiene nada que ver con el tiempo o con las playas, pero en cierto modo tienes razón. Supongo que se podría decir que sentí la llamada de lo salvaje.

Le contó que había estado viviendo en el Meatpacking District de Nueva York antes de su aburguesamiento, cuando no existían clubs de entrada restringida, hoteles con fachadas de cristal y piscinas en las terrazas repletas de universitarios holgazanes y sobrealimentados, y ricos de Wall Street. Solo había miles de trabajadores del sector cárnico con los rostros marcados por el cansancio, bregando día tras días en los almacenes del siglo XIX y cargando miles de piezas pesadas en camiones para satisfacer el voraz apetito de América.

—¿Trabajabas allí?

Saul había captado toda la atención de Martha.

—No. Prácticamente habían terminado de trabajar cuando yo me levantaba. Yo solo oía los enormes camiones refrigerados salir de las dársenas y atravesar las calles adoquinadas para dirigirse a su destino. No, yo no me dedicaba a eso. Era el mánager de varios grupos de música, componía letras de canciones y escribía poesía. También actuaba de vez en cuando, solía hacerlo junto a mi apartamento, en un restaurante abierto las veinticuatro horas llamado Florent. Pero sus dos dueños acabaron por echar el cierre. Dejó de gustarles la zona, con sus lofts de diez millones de dólares y sus ejércitos de gente flacucha. En cualquier caso, esa gente se pensó que yo tenía talento, aunque mis poemas no tenían nada de especial, y adquirí una reputación completamente inmerecida. Como diría Elizabeth, «aquello se me subió un poco a la cabeza».

Saul sonrió. Él había sido, según decía, un poeta beat tardío y frustrado, un embaucador en fiestas glamurosas y un consumidor de polvo blanco boliviano tan constante que podría haber alimentado a todos los niños de la calle del país andino durante un año. Y eso que nunca había pagado por ello.

Se pasó una mano por la cara para secarse las salpicaduras del agua marina.

—Seguro que te imaginas perfectamente lo sórdido que era ese ambiente.

—¿Y qué pasó? ¿Cómo terminó todo?

Él se rio.

—Ya veo que empiezas a sentir compasión por mí. En realidad no terminó de ninguna manera. No tuve ningún episodio al estilo Pulp Fiction, si es a lo que te refieres. Simplemente me desperté una mañana en el baño de mármol de alguien y estaba sangrando tanto por la nariz que pensé que me la habían volado de un tiro sin darme cuenta. A decir verdad, todo fue bastante patético.

—¿Y entonces el budismo te salvó?

Saul le lanzó una mirada y suspiró.

—En realidad lo que pasó fue que empecé a sentirme perdido entre la multitud.

Saul le habló de un artículo que había leído en el que retrataban la isla de Holy como el paraíso, «si me perdonas que utilice esa metáfora tan sobada», así que hizo las maletas y se marchó.

—¿Qué me dices de tus amigos, de tu familia y del resto? ¿No creíste que aquí te sentirías aún más solo?

Él negó despacio con la cabeza.

—Las cosas nunca fueron así. En realidad no tenía lazos familiares. Lo cierto es que mis padres sobrevivieron al Holocausto solo para morir de vejez prematura… por eso y por culpa del tabaco. Mi hermana mayor se casó con un granjero de Iowa y desde entonces ha participado activamente en la repoblación del planeta. La verdad es que sus hijos le ocupan casi todo el tiempo.

—¿Y qué hay del resto?

Se encogió de hombros.

—En realidad no hay mucho que contar. Solo una serie de relaciones fracasadas. Fue fácil tomar la decisión. Así que vendí mi loft por un pastón a una aspirante a estrella de cine más seca que un palo.

Ella enarcó las cejas y sonrió.

—Eh, lo sé, no parece un gesto demasiado zen viniendo de mí. Ya basta por el momento. Hasta yo me estoy aburriendo, seguro que tú también estás aburrida.

La verdad es que Saul la intrigaba, pero se alegró de comprobar que tampoco la encandilaba. Mientras la cogía del brazo para ayudarla a bajar del esquife ella pensó que sería divertido darse un revolcón con él, pero que nunca se enamoraría. ¿Y de Niall sí? Le costaba descifrar sus sentimientos.

Mientras caminaban juntos por la orilla de Holy, Martha contempló las estatuas torpemente pintadas de colores chillones y los faroles que marcaban su ruta. Se apartaron para dejar que un rebaño de ovejas Soay cruzaran su camino, seguidas por una procesión de patos y patitos, que los ignoraron por completo.

—Me asombra saber que tantos hombres santos han pasado por aquí.

—¿Eso incluye a Richard Gere?

Saul no se dignó a responder a su comentario sarcástico.

—Tenemos la esperanza de que el Dalai Lama pase aquí su setenta cumpleaños, pero es un hombre muy popular.

Saul señaló el camino que discurría junto a la orilla en dirección al extremo norte del faro.

—¿Damos un paseo? —Echaron a andar a paso relajado—. A Elizabeth le fascinaba la idea del retiro espiritual y le provocaba curiosidad, aunque también se horrorizó un poco cuando le conté que unas monjas se habían enclaustrado en un refugio situado en un cabo de la isla —comentó, señalando un punto en la dirección del faro—. El pasado otoño un grupo de diez mujeres emprendieron un retiro espiritual de cuatro años.

—¿Tienen voto de silencio?

Saul le contó que podían hablar entre ellas o con su consejero espiritual, su maestro, si así lo deseaban. Tenían libros y podían cultivar y disfrutar de un jardín, y disponían de la paz necesaria para meditar. Pero Elizabeth, por alguna razón, se sentía visiblemente incómoda al pensar en su aislamiento.

—Y, a pesar de todo, ella había hecho de su casa una especie de retiro.

—Sí, eso fue lo que me pareció a mí cuando la conocí.

Alcanzaron un pequeño desvío en el sendero, tan estrecho como un camino de cabras y bordeado de helechos.

—De hecho, quería enseñarte algo —dijo Saul mientras se introducía en el espeso follaje—. Hace quince siglos san Molio, un discípulo de santa Colomba, vivió aquí como un ermitaño. —Martha lo siguió un breve trecho hasta que llegaron a una cueva no mucho mayor que un bote de remos colocado en posición horizontal—. Elizabeth me contó que a veces se refugiaba aquí cuando empezaba a llover y que contemplaba los campos de King’s Cross al otro lado de las aguas.

Martha se agachó, como habría hecho Elizabeth y, de repente, se retrotrajo a otra época, cuando ella y Susie chapoteaban en la playa de King’s Cross, vestidas con sus petos de rayas multicolores a juego, mientras Anna las observaba acodada en una manta de viaje y ellas entraban y salían del agua corriendo con sus cangrejeras, chillando y riendo, mientras las olas les lamían los pantalones remangados. Su padre, como siempre, se afanaba con la sartén y el camping gas, protegiendo la llama bajo un viejo toldo a rayas. Martha cerró los ojos: casi podía oler el aroma de las salchichas y oír el eco de la voz de Anna. «John, estoy segura de que se están quemando». A lo que su padre respondía pacientemente: «Anna, querida, siempre dices lo mismo. Deja que yo me encargue». Luego miraba a las niñas. «Mamá será la reina de la cocina, pero yo soy el rey de las salchichas fritas».

Se preguntó por qué ella siempre se había sentido tan atraída por Arran mientras que a Susie nunca le había pasado. Quizá los recuerdos de su hermana de la vida familiar, cuando todo giraba en torno a su padre, eran demasiado dolorosos. Pensó que había sido muy desconsiderada al no preguntarle nunca a Susie por qué nunca las acompañaba a ella y a Anna en las excursiones de fin de semana.

—¿Martha? —Saul le tocó el brazo—. Estás completamente ausente.

Ella volvió a la realidad, reacia.

—Estaba rememorando un día idílico de verano allí en la playa con mi familia, hace muchos años.

—Quizá Elizabeth os estuviera observando.

—¿Qué? —Martha se sobresaltó—. ¿Qué quieres decir?

—Quizá estaba aquí —contestó él—. Oye, no pretendía darte un susto.

Pero Martha no estaba asustada. Se limitó a conservar esa idea. Saul pasó los dedos por encima de las runas talladas en el saliente de piedra.

—Elizabeth me contó que san Molio había dejado estas marcas. Me dijo: «Sabes, Saul, creo que los del pueblo piensan que soy una ermitaña, pero lo cierto es que no tengo casi nada que decirle a la mayoría de la gente». Luego me sonrió y añadió: «Quizá debería grabar alguna inscripción en la carbonera de la casa».

—Ja —se rio Martha—. Tendré que echar un vistazo cuando regrese.

Salieron de la cueva y regresaron al camino.

—Si Elizabeth era una mujer tan solitaria debió de haber visto algo muy especial en ti y en Niall que la hiciera salir de su ensimismamiento.

—Creo que hizo una excepción con nosotros. Fuimos episodios tardíos en su vida. La pasión de Niall por la jardinería reavivó la suya y yo, bueno, creo que nuestra vida espiritual se retroalimentaba cuando estábamos juntos, si no te parece demasiado arrogante por mi parte. —Se detuvo y le sonrió—. Aunque estoy seguro de que me lo dirías si así fuera.

Martha se sonrojó.

—No, no suena para nada arrogante. —Luego le vino a la mente la fotografía—. Pero no siempre estuvo sola. Encontré una fotografía suya con dos niños, Esme y Peter. Daba la impresión de que los conocía bien. ¿Alguna vez te habló de ellos?

Saul negó con la cabeza.

—No, pero en más de una ocasión dijo que siempre se había sentido muy realizada gracias a su vocación. Quizá los niños fueran sus alumnos.

—La foto dejaba entrever otro tipo de familiaridad —comentó Martha pensativamente.

Fueron interrumpidos por el sonido apagado de unas voces apacibles que se aproximaban. Procedentes del otro lado de la colina, aparecieron dos mujeres caminando con las cabezas casi juntas. Se detuvieron con evidente sorpresa.

Saul hizo una pequeña inclinación.

—Martha, tengo el honor de presentarte a la hermana Indra, líder de la Sangha, el término en sánscrito para definir nuestra comunidad monástica, y a una de nuestras novicias, la hermana Sara.

Martha se adelantó para estrecharles la mano a las dos monjas tonsuradas, que llevaban la misma túnica color azafrán y granate que Saul. Sara, la más joven de las dos, que lucía una lágrima tatuada en el dorso de la mano izquierda y un pequeño piercing de rubí en la nariz, le estrechó la mano calurosamente.

La hermana Indra ignoró la mano que Martha le tendía, unió las suyas y se inclinó para saludarla, mientras le dirigía una sonrisa tirante que apenas alteraba su semblante frío.

—Bienvenida a Holy. Saul nos ha hablado un poco de…, ¿cómo podría decirse?, de tu buena fortuna.

Martha se enervó. ¿Por qué todo el mundo tenía que juzgarla? Pero antes de que pudiera pensar en una respuesta cortante, Sara se adelantó:

—¿Te gusta vivir en Lamlash?

—Llevo viniendo aquí desde que era una niña —respondió, con palpable irritación.

—Eso ya lo sabemos —añadió la hermana Indra secamente—. Pero vivir aquí es bastante distinto.

Sara hizo otro intento por entablar conversación.

—Los jueves doy clases de yoga en el granero que hay detrás de la oficina de correos. Si te interesa, eres bienvenida.

—Gracias, quizá cuando me haya instalado del todo.

—Catriona afirma que Sara es una profesora excelente, muy sabia —añadió Saul.

Martha se fijó que la hermana Indra entrecerraba los ojos ligeramente y, en ese momento, la conversación languideció del todo.

Saul se inclinó ante las dos monjas y condujo a Martha hacia el faro.

—Me ha parecido detectar cierta frialdad por parte de la madre superiora, ¿no? —comentó Martha.

—Ya estás como siempre, a la caza de la indirecta —respondió Saul en un tono sardónico.

Martha no cejaba en su empeño.

—¿Los budistas pueden tener relaciones?

—Si me estás preguntando si he tenido relaciones carnales con la hermana Indra, la respuesta es no.

—No lo estaba haciendo, pero vale —dijo Martha, notando que se estaba pasando—. Fin del interrogatorio.

Entonces le pareció ver un destello que se desprendía de un cristal.

—¿Qué es eso? —preguntó, señalando hacia un grupo de edificios casi camuflados entre los tojos color amarillo vivo y una fila de árboles jóvenes que se erguían como esbeltos centinelas.

—Los lugareños los llaman «los escondrijos» —respondió Saul—. Son cabañas de retiro espiritual. Algunos de sus ocupantes son monjes, otros son visitantes que necesitan un periodo de silencio e introspección. —Saul sonrió—. Escondrijos es un nombre que les va bien, ¿no? Yo solo he estado de retiro durante tres días y nada más que lo he hecho una vez en los tres años que llevo aquí.

—Quizá no tengas madera de monje.

—Quizá no. Lo cierto es que me parece insoportable no tener más compañía que mi sombra, pero mis maestros son pacientes. Me repito todos los días: «La sabiduría no se nos otorga, debemos adquirirla por nuestros propios medios después de una travesía en el desierto, nadie más puede hacerla por nosotros y nadie puede privarnos de ella. Pues nuestra sabiduría es el punto de vista desde el que interpretaremos el mundo algún día».

Saul le contó que a Elizabeth le gustaba que él le recitara esas palabras y que ella solía decirle: «¡Me pregunto cuánto faltará para que encuentre la sabiduría necesaria para interpretar el mundo!».

Solían leerse el uno a la otra poemas de Longfellow y de Christina Rossetti, y ella solía hablar del consuelo que le proporcionaba la poesía. Le contó que, cuando les enseñaba un poema a sus alumnos, por breve que fuera, consideraba que les estaba dando un pequeño don que podrían guardar en el bolsillo para el resto de sus días.

—Es una reflexión preciosa.

—Era una mujer extraordinaria. Para el resto del mundo era reservada, una mujer de pocas palabras pero, a medida que nos fuimos conociendo, se volvió más libre, más expresiva.

Saul se detuvo y miró en dirección a Holmlea.

—Ella me enseñó esto: «¿Acaso el camino llega hasta allá arriba? Sí, hasta el final llega. ¿Acaso este viaje durará todo el día? Desde el alba hasta el ocaso, amigo mío».

Las palabras reverberaron en la mente de Martha y, al divisar Holmlea, pensó en Anna.

—No hay otro camino, ¿verdad?

Saul se giró para mirarla y en sus ojos se leía la tristeza.

—No, no lo hay, todos nos limitamos a seguir caminando. Eso es lo decía Elizabeth también.

Se sentaron cerca del faro, bajo la sombra alargada de la tarde que proyectaban los muros, pero lo bastante lejos como para no molestar a las monjas que lo habitaban. Saul sacó un termo y dos vasos de su morral. Sirvió uno y se lo pasó a Martha.

—Limonada casera con una pizca de menta. Es una de nuestras especialidades. Sláinte.

Sláinte. —Martha le dio un sorbo—. Mmm, qué maravilla. Apuesto a que está buenísima con ginebra.

—¿Ginebra y limonada? Esa mezcla no la he probado nunca —repuso él con escepticismo.

—En Ayrshire destilan una ginebra que va bien con todo. Quizá compre una botella para Catriona.

—No creo que le vayan mucho los destilados. Ella es más de vino.

Martha enarcó las cejas.

—Quizá tengas razón. Tú la conoces mejor que yo, estoy segura.

—Vaya, una pregunta disfrazada de afirmación. ¿Es otro de los trucos de la profesión?

—No, no lo es —protestó Martha.

Saul se levantó y se puso unas gafas de sol cuadradas.

—Estoy seguro de que si Catriona quisiera contártelo, lo acabará haciendo. Acábate eso y te llevaré a casa en el bote.