ELIZABETH

Mi primer recuerdo es una barca de remos con mi madre y mi padre. Mi padre tenía un gran bigote y una mata de pelo castaño. Lo recuerdo sentado frente a mí, vestido con un atuendo oscuro. Llevaba un reloj de bolsillo de oro en el chaleco de lana que me tenía eclipsada mientras la barca subía y bajaba entre las olas. Siempre llevaba ese reloj, con su pesada cadena, incluso cuando salía al campo. En ocasiones especiales me dejaba darle cuerda y sostenerlo junto a mi oreja. Era suave y pesado, como una piedra pulida por el ir y venir constante de la marea, y yo solía hacerlo girar entre mis manos y acariciar las letras grabadas en su reverso. Era demasiado pequeña para leer lo que decían las líneas que repasaban mis dedos y, cuando le preguntaba por su significado, mi padre respondía:

—Es un mensaje secreto de tu madre.

Cuando salpicaba con los remos y la espuma salada me alcanzaba en la cara, yo soltaba un gritito y mi madre me secaba con un pañuelo blanco rasposo y le pedía que se estuviera quieto. Se reía mientras me abrazaba con fuerza. Siempre que huelo el aroma dulzón de la lavanda, incluso ahora, me acuerdo de ella.

Quizá mi padre estuviera remando hacia la isla de Holy. Era lo bastante fuerte como para cruzar el estrecho hasta la isla, aunque el trayecto puede ser agotador. Debo de haber ido a la isla más de mil veces, pero casi siempre con el barquero.

A veces, si cierro los ojos y me concentro, puedo recrear el eco de las pisadas firmes de mi padre y los pasos más leves de mi madre mientras subíamos al faro en el extremo sur de Holy, dando vueltas y revueltas por las escaleras húmedas y frescas. Me encantaba subir a lo más alto y colocarme ante los grandes espejos. Desde una edad temprana aprendí que, para los marineros, la luz marcaba la diferencia entre la vida y la muerte. El faro fue construido treinta años antes de que yo naciera y ha permanecido en el mismo sitio durando toda mi vida, fuerte y constante. A veces me siento a oscuras junto a la ventana, cuando no puedo conciliar el sueño, y me siento reconfortada por su parpadeo rítmico. Puedo pasarme una hora contando los giros. Cuando era pequeña, mi padre me solía contar que fue el faro el que lo condujo hasta mi madre. Hubo un tiempo en el que me preguntaba si no habría sido el canto de una sirena.

En el salón de la granja había un bordado dentro de un marco de caoba. Era muy sencillo e incluía los nombres y la fecha de su boda, junto con las palabras: «No es amor el amor que cambia siempre por momentos». Cuando le daba la lata a mi madre para que me contara la historia de su noviazgo, ella se ponía rígida y a mí se me hacía un nudo en el estómago como si una mano me lo estrujara con fuerza; pero no cejaba en mi empeño, a pesar de que el corazón me latía con fuerza y me clavaba las uñas en las palmas de las manos de lo tensa que estaba. Mi madre se apartaba el pelo de la frente igual que hacía siempre que invocaba sus pensamientos.

—¿Cuántas veces te lo tengo que contar, Elizabeth? Dios santo, pronto te lo sabrás de memoria. —Suspiraba y comenzaba su relato—. Su familia vivía al otro lado del mar de Irlanda, en Ballycastle. Él capitaneaba el barco de su padre que hacía el trayecto entre Islandmagee y Lamlash, que transportaba piedra caliza a los campos. Y, cuando hacía mal tiempo, anclaba el barco al socaire de la isla de Holy y remaba hasta la orilla para comprar pan y huevos. Tu abuelo solía sacar a pastar las ovejas por la isla y, un día, lo acompañé para echarles un vistazo y vi a tu padre sentado en la hierba junto al embarcadero, como si llevara toda la vida esperándome.

Cada vez que repetía la historia siempre acababa con la misma frase: «Como si llevara toda la vida esperándome». Yo siempre esperaba que me contara un poco más, algo de él, algo de ella y, dependiendo de qué humor estuviera, desvelaba algún detalle adicional de esos que yo tanto codiciaba. «Sus manos eran fuertes y sus ojos de un azul más profundo que ningún otro». ¿Había más cosas que contar? Por supuesto, su historia daba para mucho más, pero a Isabel Pringle le resultaba demasiado doloroso hablarme del hombre en quien más confiaba en el mundo, a pesar de que yo era su única hija y que llegaría el momento en que nos quedaríamos solas.

Nací en abril de 1911, en la época en que paren las ovejas. Madre decía que fue el «clásico día de Arran», cuando las prímulas y su aroma a limón invaden los campos y las nubes ondulantes discurren rápidamente por el cielo. Dijo que, tan pronto como se quitó el abrigo para caldearse la espalda al sol, sintió la lluvia en los hombros. Así suele pasar en la isla. Estaba en lo alto de la colina de detrás de la granja, cuidando de un cordero enfermo, cuando le hice saber con esa insistencia tan propia de mí que estaba a punto de hacer mi aparición. «Pensé que estabas intentando dejarme sin sentido a base de golpearme con tus manitas y de darme patadas. Me extraña que no te pusieras a gritar también».

Mi padre envió a uno de los chicos de la granja a buscar al médico en bicicleta, y nací a mediodía en la gran cama del dormitorio de mis padres. Siempre me encantó esa enorme cama de latón con sus bolas relucientes en cada esquina. Solía acercar la cara a ellas y reírme de lo rara que me veía. Me gustaba acurrucarme bajo el edredón, como si fuera un diminuto ratón de campo, asomando la nariz para ver la luz vacilante de la lámpara de parafina, a salvo entre mis padres, cuando el viento pasaba silbando por Ross Road y hacía vibrar las ventanas. A mi madre le preocupaba que pudiera arrancar de raíz la pequeña araucaria que había plantado en el patio por mi segundo cumpleaños.

Por eso me llamaban Corderillo cariñosamente, pero era un apelativo infantil que no duró más de doce años. Aparte de eso, mi madre solía demostrar el afecto que sentía por mí de una forma más bien práctica. Me enseñó cómo curar resfriados, a bordar, a plantar verduras y a identificar las flores que eran más apropiadas para una isla bañada por la corriente del Golfo —sus amadas azaleas, por supuesto—, y a cocinar y hornear y hacer conservas. Pero eso sucedió cuando nos quedamos solas, casi siempre haciéndonos compañía la una a la otra. Me estaba mostrando cómo ser una buena esposa o asegurándose de que aprendía las herramientas necesarias para sobrevivir por mi cuenta, solo por si acaso. Y heme aquí, sola hasta el final, a mis noventa y cinco años, extrayendo recuerdos de las rendijas y de los armarios y de las viejas cajas que componen mi vida, donde algunos han permanecido durante décadas sin que les prestara atención, y estoy decidida a entregarme a esta tarea con todas mis fuerzas.

Mi madre heredó de su padre la granja Benkiln. Sus dos hermanos murieron a causa de la difteria antes de cumplir los cinco años, así que, cuando ella y mi padre se casaron, ella le enseñó las labores propias de un granjero: los vientos predominantes, las particularidades de aquella tierra oscura y franca, y las manías de cada perro ovejero. A él le encantaba trabajar al aire libre. Adoraba cada animal, cada brizna de hierba, incluso cuando tenía que caminar bajo una tormenta de aguanieve para alimentar a las ovejas.

Cuando aprendí a andar, a menudo me llevaba consigo a la finca a última hora de la tarde, señalando los nidos de las avesfrías entre las altas hierbas y los hoyos donde los conejos se escondían al oír el sonido de nuestros pasos, así como los serbales, los árboles de la suerte, que despuntaban sobre la colina Ross que se alzaba tras la granja.

Me sorprendo a mí misma. De repente los recuerdos de aquellos días me vienen a la mente con la claridad del agua acumulada en las rocas, como si los años hubieran salido volando como flores de algodón agitadas por el viento. Sentada, trabajando junto a la ventana, el ejercicio de la escritura no me cansa tanto como la intensidad de los recuerdos. ¿Tanto hay que rememorar? ¿Qué es lo que verdaderamente recuerdo? Le he prometido a Saul que «le daré expresión a mi vida», como él dice, en estas páginas, pues fue suya la idea peregrina de plasmar la historia de mi vida sobre el papel.

La verdad es que la paz no llega con el paso de los años, a pesar de que solo Saul parece darse cuenta. Tengo las manos surcadas de venas rojas y marchitas, la piel tan apergaminada como la primera capa de una cebolla y manchada de motas marrones; hasta el anillo de boda de madre que llevo en la derecha me queda grande.

Con cuatro años llevaba el pelo castaño corto, casi liso y, cuando madre me lo recogía a un lado con un pasador de carey, se me veía el remolino. Lo sé porque hay una fotografía donde salimos mi padre y yo que fue tomada el día en que «el hombre del Ulster», como solían llamarlo, se ganó un puesto en la cerrada comunidad agrícola donde había acabado viviendo. Un hecho poco habitual de por sí.

Fue el día de mi cuarto cumpleaños. Mi padre participaba en el concurso de arar, una prueba fundamental para cualquier joven granjero. Esa mañana enganchó nuestros dos grandes caballos de tiro Clydesdale a la carreta pintada de verde y recorrimos el páramo hasta llegar a la granja Springbank, en Brodick, donde se había congregado una multitud ruidosa. Nunca antes en mi corta existencia había visto tanta gente junta. Había banderitas colgadas entre los árboles y las mesas, y algunos puestos improvisados que vendían piruletas y tabletas de azúcar cande por entre los cuales iba caminando un hombre, con un bigotón y un chaleco rojo, tocando el acordeón. En un campo espacioso, más allá de donde se desarrollaba la asamblea, se distinguían cientos de filas de surcos que pareciera que se extendían hasta el límite de la tierra, mientras los granjeros jaleaban a sus equipos para que continuaran arando, hondo y recto.

Cuando le llegó el turno a mi padre cogió un arado prestado. Había decorado los ronzales de los caballos con primaveras para celebrar mi cumpleaños y se produjo un gran revuelo cuando ganó el premio. Recuerdo a mi madre sonriendo tímidamente cuando John Stewart, de la granja Sandbay, que se encontraba en Lamlash en el extremo opuesto a la nuestra, se quitó la gorra y le ofreció a mi padre su mano castigada por las inclemencias del tiempo y sus felicitaciones.

Yo no sabía nada de los eventos turbulentos que ensombrecieron ese día. Era demasiado pequeña para percibir ese trasfondo de ansiedad o de captar los ceños fruncidos y las conversaciones susurradas, pero la guerra había llegado a Arran. Pasó mucho tiempo, por lo menos seis años, antes de que escuchara en el colegio la historia del buque Atalanta y su carga, que hizo de la isla un objeto de burla y menosprecio por culpa de un artículo infame publicado en un periódico de la tarde de Glasgow. Un barco de vapor de una chimenea había arribado al muelle de Brodick sin previo aviso el 9 de agosto de 1914, para sorpresa de los que lo vieron, ya que era domingo y día de descanso. Cargaron el barco rápidamente con caballos para el frente. Más tarde, el periódico de Glasgow informó maliciosamente que todo lo que Arran aportaba a la guerra eran ochenta caballos y un hombre. Cuando acabó esa terrible contienda, la isla había perdido buena parte de sus jóvenes y muchas familias quedaron descorazonadas, la mía, tan pequeña, incluida.

Un año más tarde, en 1916, durante un cálido día de verano, mi padre abandonó el muelle de Lamlash para ir a la guerra. Después sería reclutado para formar parte del cuerpo de artilleros. Ese día la bahía estaba a rebosar de barcos, al igual que lo había estado siete siglos atrás cuando el rey vikingo Hakoon reunió a su flota antes de la batalla de Largs entre noruegos y escoceses. Ese día había barcas de pesca, esquifes, lanchas a motor, algunos yates fabulosos y vapores. El más rápido de todos ellos, el Duquesa de Argyll, con sus grandes chimeneas blancas y negras despidiendo humo de carbón, estaba listo para llevarse a mi padre.

Lo rodeaba una multitud: los dos chicos de la granja; dos de sus tías mayores de Ballycastle, con sus largos vestidos de sarga negra y caras igual de largas; el pastor, el reverendo Craig, y el pueblo al completo. Recuerdo que la situación me tenía perpleja, ese mar de caras acechantes; solo quería que se marcharan todos y que nos dejaran tranquilos.

Mi padre me cogió en brazos y yo hundí la cabeza en su hombro mientras él me abrazaba con fuerza. Intenté no llorar, como madre me había recomendado encarecidamente, pero pronto las lágrimas comenzaron a bajarme por las mejillas, haciendo que se me irritaran y que se pusieran coloradas. Miré hacia donde estaba ella para rogarle que le impidiera marcharse. Ella no lloraba y la imagen de su rostro hermético no se ha borrado de mi recuerdo. Pero sus ojos, dos charcos oscuros, delataban su tristeza. Me asustaba su rigidez. Estaba un poco apartada del resto de la gente vestida con su ropa de domingo. Apenas le dirigió la palabra a mi padre, a pesar de que él la llamó por su nombre varias veces, en voz baja.

Echó a andar por la pasarela, luego se dio media vuelta y me llamó. Se arrodilló, me colocó el pesado reloj de bolsillo en las manitas y las cerró alrededor de las suyas. «Cuídate, mi queridísima Elizabeth, y cuida de tu madre». Me pareció algo raro que me pidiera que cuidara de ella, pero asentí solemnemente entre lágrimas.

Cuando el vapor zarpó, la sirena del barco dejó escapar un largo silbido fúnebre y todo el mundo se quedó donde estaba, sin querer marcharse, agitando pañuelos y banderas de Gran Bretaña. Ahora me pregunto si estarían intentando compensar la extraña quietud de madre, atónitos ante su supuesta indiferencia por la partida de un hombre al que le habían dado la bienvenida hacía tan poco tiempo y que temían que nunca regresara a casa.

Permanecimos de pie en el muelle hasta que perdimos de vista la figura de mi padre despidiéndose y, finalmente, hasta que el rastro de humo del Duquesa de Argyll se elevó como una ofrenda a los cielos y el vapor desapareció detrás del cabo Clauchlands y madre me agarró de la mano con fuerza, engatusándome para volver a casa con la promesa de un cuento.