MARTHA

Sin pensárselo dos veces, Martha decidió ir a arreglarse a Holmlea para la cena con Niall. Metió sus frascos y sus cremas en una bolsa y una hora más tarde estaba preparando un baño en la bañera de hierro esmaltada, echando una cantidad exagerada de aceite perfumado Chanel Nº 5 en el agua y rogando para que el vetusto termo resistiera. Limpió el vapor del espejo antiguo que había sobre el lavabo y, cuando se miró, se sorprendió al comprobar que algo había cambiado. Tenía los ojos más límpidos y la zona de los párpados bajo las cejas, un tanto descuidadas, menos arrugada. La piel, que a veces adquiría un tono grisáceo, se veía más saludable y los labios habían perdido esa apariencia crispada, solo incrementada por el sempiterno lápiz de labios rojo vivo que solía llevar en Edimburgo.

Encendió una vela perfumada y la colocó encima de la repisa metálica que cruzaba la bañera de un extremo a otro. Mientras se relajaba con el calor del agua contempló su cuerpo, pensando en todo el tiempo que había pasado desde la última vez que alguien lo había admirado. Ni aunque se hubiera convertido en la apergaminada Ayesha de Rider Haggard, Andrew no se habría fijado en ella una vez la relación comenzó a hacer aguas.

Trató de no pensar en él para no contaminar la noche que le esperaba y, en lugar de eso, se imaginó las manos de Niall explorando su cuerpo. Continuó un rato dentro de la bañera, moviendo los dedos lánguidamente por el agua perfumada, hasta que se enfrió y empezó a llover fuera. Se secó con una de las ásperas toallas de baño, acartonadas de tantos años que tendrían, y luego se aplicó una crema hidratante reluciente en la piel.

Si la antigua vida de Martha había estado marcada por un armario repleto de prendas de marca, en Arran hacían furor los vaqueros, los flecos y las botas de montaña. No obstante, había traído consigo su vestido cruzado favorito, una prenda de punto con un estampado azul y beis, y una camisola azul. Sacó de la maleta un sujetador azul oscuro y unas braguitas a juego ribeteadas de satén y se vistió rápidamente. Luego cogió un par de calcetines gruesos y se los puso con unas botas de goma Wellington, y echó a correr escaleras abajo, guardándose un par de bailarinas doradas en el bolsillo de la parka y una botella de Albariño.

En el espejo de la entrada se maquilló con un poco de sombra de ojos, un par de capas de rímel y brillo de labios color coral. Se detuvo un momento con el corazón latiéndole a mil por hora. «Por amor de Dios, no eches esto por tierra», se dijo.

Sacó la antigua bici de Elizabeth del cobertizo y comenzó a pedalear en dirección al centro del pueblo con la cabeza gacha para evitar esa lluvia veraniega. Se detuvo en la esquina de la taberna Sheep’s Head y tras abrirse el semáforo, comenzó a subir la colina justo cuando la llovizna se convertía en un aguacero. Cuando llegó a lo alto de la carretera fue recibida por el rectángulo de luz tenue que emitía la casa de Niall y el resplandor del atardecer.

Martha dejó la bici junto a la puerta y distinguió los acordes de Little Feat mezclados con el trajín de las cacerolas. Llamó a la puerta y, como nadie contestaba, la golpeó con más fuerza, cubriéndose la cabeza con la parka, hasta que, por fin, Niall abrió. Le sonrió.

—Te has arreglado para la cena.

Antes de que ella pudiera decir nada, cogió su rostro mojado entre sus manos y la besó suavemente en los labios.

A Martha le latía el corazón con tanta fuerza que estaba segura de que él podía sentir las vibraciones. Dio un paso atrás, pescó el vino del bolsillo y se lo pasó. Él se la quedó mirando mientras se quitaba el abrigo, las botas y los calcetines.

—Lo siento, debería haber ido a buscarte. Pareces una extraña criatura marina que acabara de salir de las aguas —se disculpó, riéndose.

—¿Puedo asearme un poco? —preguntó ella, un tanto incómoda.

Niall le señaló por dónde se iba al baño y, cuando se miró al espejo, Martha se quedó pasmada. Un ser parecido a un panda la miraba desde el espejo. Tenía la cara enmarcada por mechones de pelo mojados y enredados, manchada de churretones negros y tiznada de sombra de ojos morada. Trató de limpiársela con papel higiénico húmedo, pero solo consiguió irritarse las mejillas, que tomaron un color rosa moteado, como si tuviera alguna enfermedad de la piel.

Cuando regresó descalza al salón, Niall estaba junto a la isleta de la cocina listo para entregarle una copa de vino.

—¿Has podido quitártelo todo?

—Muy gracioso —contestó ella—. Me temo que podría ser permanente.

Cuando sonrió, Martha se asombró de lo atractivo que estaba. Llevaba una camisa a cuadros con el cuello desabrochado y las mangas remangadas que dejaba al descubierto unos brazos bronceados y musculosos. Se había puesto unos vaqueros ajustados e iba descalzo. Por un momento temió que se pensara que le estaba dando un buen repaso, por la forma en que él la estaba mirando, casi divertido.

Martha apartó la vista, se recompuso y echó un vistazo a la habitación. Las paredes estaban pintadas de blanco límpido y el suelo de roble pulido estaba cubierto de alfombras persas. También había un enorme y lujoso sofá de terciopelo morado frente a uno más bajo, en este caso de cuero con armazón de acero. Estaba flanqueado por unas lámparas de cristal gigantes que desprendían una luz cálida. Bajo una gran ventana en claristorio, le sorprendió ver una serie de cuadros que representaban a unos pájaros de vivos colores, hechos a base de recortes de catálogos de ropa.

—¿Dónde has conseguido los Fred Tomaselli?

—Pareces sorprendida.

—Yo también tengo uno. Nunca había conocido a nadie que supiera quién es siquiera.

—Los compré en una galería de Nueva York, de regreso de una visita a un parque natural de secuoyas.

A Martha le habría gustado preguntarle con quién había ido, pero se contuvo. Luego se dio media vuelta y retrocedió un paso, impresionada por el lienzo que cubría la pared ante ella. Los colores saturados dotaban a la imagen de Holy de un intenso resplandor azul, que contrastaba bajo un cielo rojo teja. El mar era de un azul más oscuro. Solo distraía la vista una gaviota distante que despegaba de un poste de telégrafo.

—Craigie Aitchison. Dios mío, tienes un original de Craigie Aitchison —se admiró Martha—. Qué maravilla.

Niall fue hasta donde estaba ella.

—¿Verdad que sí? La gente dice que si tienes el mismo cuadro en la pared durante mucho tiempo dejas de fijarte en él, que pierde la capacidad de conmoverte. Pues con este no pasa. Perteneció a mis padres, fue parte de mi infancia; pero la primera vez que puse un pie en Arran fue cuando me vine a trabajar a Brodick. —Niall se detuvo un instante—. Y ahora puedo ver todos los días el cuadro y la isla de Holy. ¿No es increíble?

Le contó a Martha que la única vez que Elizabeth había venido a visitar su «cajón de cristal», como solía referirse a su casa, había estado mucho rato sentada observando el Aitchison. Le había conocido en una ocasión, casi cuarenta años antes, cuando el pintor fue a Arran a esparcir las cenizas de su madre. Había quedado completamente cautivado por Holy. Niall sonrió.

—Por supuesto, a Elizabeth le encantó el cuadro, probaba que eran espíritus afines. Pero entonces dijo algo raro. Comentó: «No me sorprende que tengas un Craigie Aitchison, Niall». Lo tomé como un halago.

—Quizá estaba estableciendo alguna conexión. Empiezo a tener la impresión de que le gustaba hacer eso.

Martha fue hasta la pared de cristal cubierta de cortinas desde donde se divisaban los tejados de las casas y, más allá, la oscuridad, solo interrumpida por las luces de los mástiles cimbreantes de los barcos fondeados en la bahía. Estaba abrumada por lo que veía a su alrededor: Niall le pareció aún más atractivo que antes rodeado por esas pinturas, esas alfombras y esas lámparas que él mismo había elegido.

Se giró y miró hacia el fondo de la habitación, donde él estaba ultimando los preparativos de la cena.

—Es un espacio fantástico y, tal y como lo has decorado, está precioso.

Se sonrojó un poco.

—Quería que diera la impresión de que la casa emanaba del bosque. Si ves el dormitorio sabrás a lo que me refiero, pero es mejor hacerlo a la luz del día, cuando hay vida en las ramas de los árboles.

Se detuvo y chasqueó los dedos.

—El búho. ¡Ja! He buscado en internet y se puede asociar a un montón de buenos presagios: es símbolo de buena suerte, o un indicio de que una chica soltera está a punto de perder la virginidad.

Ambos se echaron a reír un poco nerviosos y Martha levantó su copa al instante.

—Brindo por el arquitecto, el cocinero y el augur.

Miró la comida que había sobre la encimera: pescado, chuletas de cordero marinadas y queso de Arran, sus bocados favoritos, pero lo que de verdad quería es que lo arrojara todo al suelo de un manotazo y que la tomara allí mismo, en la cocina.

Volvió a acercarse a la ventana y escrutó la oscuridad. Esta vez se fijó en el reflejo para observar a Niall y comprobó que él había levantado la vista de la encimera y que también la estudiaba.

Niall selló las vieiras, aplastándolas ligeramente contra la mantequilla hirviendo y, tras colocarlas en los platos con algo de rúcola y semillas de granada, las llevó hasta una mesa de una sola pata donde había colocado unos candelabros de plata modernos con velas alargadas.

—He apartado la mesa de la ventana para que los del pueblo no tengan espectáculo gratis.

—¿Eso es lo que pasa cuando invitas a alguien a cenar?

—No lo sé. Eres mi primera invitada.

—Es todo un honor —señaló Martha, inclinando la cabeza hacia un lado—. Mmm, están buenísimas. —Él sonrió, complacido con el cumplido, y sirvió más vino en ambas copas.

—Oh, le he preguntado a Ronnie el del castillo por la foto. Recordaba vagamente que Elizabeth trabó amistad con un pastor y sus hijos, allá por los años cincuenta. Dijo que recordaba haberlos visto tomando el té en el hotel Kingsley de Brodick cuando él vino a trabajar aquí. Al parecer, el pastor llegó a la isla con un campamento cristiano de verano y luego se quedó un tiempo en la iglesia de Brodick.

Martha lo escuchó atentamente.

—Gracias, algo es algo.

—También me contó que su hermana, que vive al final del camino del cementerio, solía ver a Elizabeth merodeando por allí hasta hace poco. No dentro del cementerio en sí, sino sentada en un montículo junto a la tapia, siempre en el mismo lugar, en una piedra lisa que sobresale un poco, completamente quieta. No tenía ni idea de que fuera allí. Nunca hablaba de ello, al menos conmigo no.

Martha decidió que era mejor no mencionarle la conversación que había mantenido con Saul en el cementerio.

Dejó el cuchillo y el tenedor sobre la mesa y miró a Niall a los ojos.

—No quiero que pienses que estoy obsesionada con Elizabeth. Tampoco es que me pase las veinticuatro horas del día pensando en ella, pero… —Se detuvo.

—Continúa, por favor. Di todo lo que quieras —le aseguró Niall.

—No puedo quitarme de encima la sensación de que intenta guiarme hacia algún sitio. ¿Por qué si no iba a dejar la casa intacta cuando se marchó a la residencia?

—No lo sé —admitió Niall serenamente—. Pero no hay nada de malo en buscar pistas. Cuando uno hereda una casa quiere saber el motivo. Y, por cierto, no creo que estés obsesionada.

Martha se relajó. Había terminado el discurso que traía preparado y le dio un sorbo al vino. Niall puso música.

—Buffalo Springfield. Dios, hace una eternidad que no los oigo. A mi padre le encantaban. —Estaba empezando a sentir que el mundo no era un lugar tan malo—. Tú me das tranquilidad —dijo sin pensar.

Él la estuvo mirando hasta que Martha apartó la vista.

—Me gusta tu conversación —confesó él—. Me gusta cuando te sonrojas. Me gusta la forma de tus labios. Me gusta que estés aquí.

Se levantó de la silla y se inclinó sobre ella. Martha alzó el rostro y lo besó, primero con suavidad, luego apasionadamente. Cuando él la rodeó con los brazos y empezó a acariciarle el pelo, ella se levantó y se apretó contra él. Fueron dando tumbos hasta el sofá de terciopelo, olvidándose de la cena por completo, y siguieron besándose hasta que Martha, guiada por el calor del vino y por la sensación tóxica que despierta el deseo, se levantó del sofá y se desabrochó el vestido.

El pitido agudo del molinillo de café despertó a Martha por completo. Cuando emergió de debajo del edredón de lino blanco se encontró con un paisaje de árboles, cegada por los rayos de sol que se colaban entre las ramas como láseres. Se asustó un momento al no reconocer dónde estaba y, entonces, enfocó la vista y advirtió el ventanal de cristal frente a ella y un par de pinzones revoloteando y flirteando alrededor de un serbal.

Niall abrió la puerta con dos tazas de café.

—Es una manera estupenda de despertarse, ¿verdad?

Martha se echó a reír.

—¿Contemplando el bosque o en tu cama?

Se sentó en un lado de la cama, le retiró el pelo enredado de la cara con delicadeza y le susurró al oído:

—Las dos.

Martha le tomó la mano y se la besó, y cerró un instante los ojos para repasar lo sucedido la noche anterior.

—No tengo ni idea de qué hora es —confesó lánguidamente, estirando los brazos por encima de la cabeza sobre el amasijo de almohadas suaves.

—Son las ocho y media —contestó Niall, inclinándose hacia delante para darle un beso en la axila—. Y tengo que marcharme, de lo contrario las azaleas se convertirán en plantas asesinas.

—¿Qué? Mierda. El señor Wilson, el constructor, llegará a la casa a las nueve con el arquitecto.

Niall descolgó un albornoz de la percha de la puerta y la envolvió en él cuando Martha se bajó de la cama.

—Vas a ser la comidilla de todos los cotillas del pueblo, te verán desde detrás de las cortinas con tu bici y tu vestido sexy.

Ella le lanzó una mirada fulminante.

—Justo lo que necesito, mala reputación.

Niall metió las manos por debajo del albornoz y le acarició los pechos.

—Sí, exactamente. —La besó con dulzura, enlazando la lengua con la suya—. A la luz del día estás aún más sensual, aunque parezca imposible.

Martha se duchó y se vistió rápidamente. Y, cuando iba a salir de la habitación, se fijó en una mesita junto a la ventana con una fotografía casi oculta por una profusión de flores rosas de cactus.

Se veía a una pareja joven ante una casa de arenisca roja. El niño iba de la mano de su madre y la niña se reía en brazos del padre. No había duda de que eran Niall y Catriona. Se preguntó si la última noche no habrían evitado deliberadamente hablar de sus familias por miedo a que esas complejas emociones todavía a flor de piel rompieran la magia. O quizá simplemente es que estaban locos el uno por el otro.

Pasó pedaleando furiosamente delante del puerto y recorrió Shore Road sin mirar ni a derecha ni a izquierda y, cuando vio la casa delante de ella a lo lejos, se le vino el alma a los pies al distinguir a dos figuras apoyadas contra una pared junto a una camioneta azul, observando su carrera con la misma atención que si estuvieran viendo el Tour de Francia. Redujo la velocidad y, cuando se estaba aproximando, el más corpulento le gritó:

—¡Bonita mañana para montar en bici!

El señor Wilson se tocó la gorra a modo de saludo y enganchó las manos en el mono que llevaba puesto. Martha le dirigió una sonrisa cansada.

Aparcó la bici detrás de la cerca y el señor Wilson le presentó a Douglas Gordon, un arquitecto de mediana edad de rostro simpático, vestido con vaqueros y una chaqueta de pana con los bolsillos repletos de libretas. Le estrechó la mano calurosamente y ella creyó advertir que se avergonzaba un poco de su compañero.

Martha sacó la llave del fondo del bolsillo de la parka, rezó porque no hubiera correo en el felpudo y luego recordó que el cartero pasaba por la tarde. Dio gracias a Dios por la vida pausada de la isla.

Martha preparó café para los tres y, utilizando los bocetos de Niall y un montón de recortes de revistas, les explicó a los dos hombres cómo quería transformar la cocina y el comedor en un único espacio. Ellos la escucharon pacientemente mientras Martha les explicaba que era consciente de que tendrían que cambiar las tuberías y el sistema eléctrico, instalar calefacción central y poner un suelo nuevo pero, para ahorrar dinero, ella decoraría la parte de arriba, pues no quería que la tomaran por una derrochadora.

—Ah, eso está muy bien —apuntó el señor Wilson como si lo encontrara de lo más divertido—. Eso supondrá una gran diferencia. —Enarcó las cejas pobladas, a juego con los pelos que le salían de las orejas y, mirando de reojo al silencioso Douglas Gordon, preguntó:

—¿Y cuánto tiempo le gustaría que tardáramos, muchacha?

—¿No se supone que eso me lo tienen que decir ustedes? —repuso ella, dirigiéndose directamente al arquitecto—. En cualquier caso, la respuesta es «tan rápido como puedan».

—Bueno, ¿tú que dices, Douglas? Podemos conseguir que tu primo el del ayuntamiento nos dé el permiso de obra. —Hizo alarde de estar haciendo las cuentas de cabeza—. Veamos, si posponemos el tejado hasta la primavera, si empleo a mi mejor cuadrilla y no descansamos ningún día a la semana, podríamos terminar en tres semanas. Pero solo por ser usted.

—¿De verdad? ¿Solo tres semanas? —Martha se mostró escéptica—. ¡Eso sería un milagro!

—Nada de milagros —repuso él—. Pero Dios me ha enviado algo casi igual de bueno, un encargado polaco.

Los acompañó a la puerta y, cuando estaba a punto de salir, el señor Wilson se detuvo y la miró con curiosidad.

—En realidad nunca conocí a la señora Pringle. Mi esposa se preguntaba si ustedes dos estaban emparentadas.

Esta vez fue el turno de Martha de mostrarse divertida.

—En absoluto. —El constructor la miró esperando a que continuara—. Es una historia complicada.

Él se inclinó hacia delante.

—Cuando mi cocina nueva esté terminada le invitaré a un whisky para contársela —se rio Martha—. Uno doble.

El señor Wilson parecía decepcionado.

—Le tomo la palabra, señorita Morrison, se lo aseguro —afirmó él, poniéndose una vieja gorra de tweed y calándosela a fondo.

Martha se puso manos a la obra para vaciar los armarios de la cocina de todo su contenido. Había platos de distintas vajillas, sobre todo de la casa Mason’s Ironstone, y otro juego de café de porcelana, con anémonas azules y rosas pintadas sobre un fondo de puntitos verdes y las iniciales EMP grabadas en el reverso de la base.

Lo envolvió todo cuidadosamente en papel de seda y lo guardó en una caja de madera. Luego sacó los libros de cocina de la estantería: El libro de cocina de Glasgow, Los consejos de la señora Beetons para llevar bien la casa, La guía Rowallan para elaborar queso y una serie de cuadernos llenos de recetas escritas a mano.

Se fijó en un librito que había volcado en el fondo del estante, titulado Todo sobre Arran. Lo abrió para ver la fecha de publicación —junio de 1933— y, al pasar la página, se encontró que las dos caras siguientes estaban llenas de nombres escritos con letra infantil. Distinguió las palabras que habían escrito en medio: «Para la señorita Pringle, de todos sus alumnos de la escuela Shiskine».

Martha ojeó los capítulos: «Arran en la Historia», «Paseos y rutas de montaña» y, cuando llegó al capítulo sobre «Flores y plantas», encontró una nota doblada casi pegada al lomo. Dejó el libro en la mesa y sacó con cuidado el papel pero, al empezar a leerlo, se sintió desfallecer. Tuvo que sujetarse al borde de la mesa y volver a concentrarse en la página. La letra era inequívoca. Era una carta de su madre dirigida a Elizabeth Pringle.

Querida señorita Pringle:

Le ruego que me perdone si cree que la estoy molestando. Ayer, después de echar mi carta por debajo de la puerta de su casa, pensé que debía decirle que tengo una conexión familiar con la isla. La prima predilecta de mi madre es Ellen Stewart, de la granja Balnacraivie, cerca de Shiskine. No sé si la conocerá. Pasé muchos días felices allí durante las vacaciones de mi niñez. En cualquier caso no se preocupe, no echaré más notas por debajo de su puerta.

Saludos cordiales,

Anna Morrison

P. D.: ¡Sus flores de altramuz están preciosas!

Martha contempló la carta con asombro. Anna nunca había mencionado a Ellen Stewart. Trató de acordarse dónde había visto antes el nombre de la granja y cayó en la cuenta de repente. En el reverso de la fotografía que había tirado al suelo en el despacho de casa de su madre ponía «Balnacraivie». Cuando releyó las palabras de Anna comprendió otra cosa: era muy probable que tuviera parientes lejanos en la isla.

Instintivamente, Martha se dispuso a coger el teléfono y a marcar el número de casa para hablar con Anna, antes de darse cuenta con pesadumbre de que le había recomendado encarecidamente a Susie que no lo hiciera. Oyó los graznidos de las gaviotas peleándose encarnizadamente por los restos de comida rescatados de la basura y el inconfundible sonido de una garza que las espantaba antes de descender para apoderarse del botín.

Martha se sentó y enterró la cabeza en sus manos al imaginarse a Anna, mirando su propia carta, sin entender ni una sola palabra.