MARTHA

A su regreso al hotel Glenburn, Martha fue recibida por el silencio solo interrumpido por el hermoso reloj de pie que daba la hora en el vestíbulo, con la esfera cubierta de una pátina oscura resquebrajada nublando a los personajes de las Highlands allí pintados.

Cuando se aproximó al mostrador distinguió los leves acordes de un concierto de piano de Chopin que sonaba por la radio. Agitó la campanilla de latón que había delante de ella y se sonrojó un poco, avergonzada de llamar la atención de una forma tan imperiosa.

—Siento haber tocado la campanilla —se disculpó Martha rápidamente en cuanto Catriona apareció tras ella, vestida con un mono azul, con el pelo recogido en lo alto de la cabeza y la mejilla manchada de polvo—. No sabía dónde estabas.

—No hace falta que te disculpes. Para eso está la campanilla. Estaba peleándome con un colchón viejísimo que parece tener vida propia. —Se echó a reír mientras se quitaba los guantes de goma—. ¡Ja! Es probable que sea literalmente cierto. Aquí los ratones siempre son un riesgo. —Se quedó mirando la cara horrorizada de Martha—. No pasa nada, son ratones de campo. He puesto algunas trampas, pero no te preocupes. No parece que sean capaces de subir las escaleras. —Se detuvo por una fracción de segundo—. Entonces te quedas, ¿no es así?

Martha asintió.

—Volveré a Glasgow mañana.

Catriona sonrió.

—Bien, entonces la cena es a las ocho. —Hizo una pausa—. Y estaba pensando que, ya que eres mi única huésped, si te apetece podríamos comer juntas en la mesa de la cocina.

—Eso sería estupendo —dijo Martha, con ganas de compañía después de todas las revelaciones de ese día—. Ahora mismo me voy a meter en esa bañera antigua de mi cuarto de baño.

—Claro, adelante, he dejado algunas velas sobre la repisa.

Cuando Martha entró en la cocina y exclamó qué bonito era todo, Catriona se sonrojó, complacida.

—Me parece que le estoy pillando el tranquillo a esto de tener un hotel —rio ella—. Supongo que debería haber empezado por reformar las habitaciones, pero como me encanta cocinar…

Hizo un gesto con el que abarcó la cocina francesa color naranja con un mosaico de azulejos marroquíes detrás, y su colección de sartenes de cobre colgadas en las paredes blancas. Junto al horno había una balda de la que colgaban manojos de salvia y romero, y unos botes de mejorana y tomillo sujetaban los libros de cocina colocados sobre una estantería de madera bajo la ventana. El suelo era de baldosas pulidas antiguas y brillaba a la luz de cuatro grandes fanales que había sobre una consola.

—Es absolutamente preciosa. Y eso huele de maravilla —alabó Martha, a quien se le había abierto el apetito al ver los langostinos a la plancha y la mayonesa y el pan, que tomó por caseros.

Y así comenzó una conversación que duró tres platos y dos botellas de vino, y zigzagueó de un tema a otro mientras las dos mujeres se evaluaban. Tímidamente fueron sentando las bases de una amistad completamente inesperada.

A Martha se le soltó la lengua con el vino y la calidez de la hermosa cocina, y le contó su extraña historia a grandes rasgos a Catriona, que la miraba con los ojos muy abiertos.

—Es como si Elizabeth Pringle hubiera preparado la llegada de mamá: dejó las sábanas recién planchadas y el fuego listo para ser prendido, con los troncos junto a la chimenea. —Bebió un sorbo largo de vino y cruzó los brazos sobre la mesa—. No me considero una persona espiritual en absoluto, eso no es algo que encaje bien con el periodismo pero, después de caminar por esas habitaciones, es como si me sintiera en paz conmigo misma. Sé que suena raro, pero noté una presencia. Aunque supongo que tampoco es sorprendente, teniendo en cuenta que todo está tal y como ella lo dejó.

Martha apuró su copa y Catriona abrió la segunda botella de vino.

—¿Crees que alguien más sabe lo de la casa?

Martha se encogió de hombros.

—No lo sé. Me hago esa pregunta constantemente. Lo que pensará la gente…

—Me pregunto si Niall lo sabe.

—¿Niall? Había una postal de él en el recibidor. ¿Quién es?

—Es mi hermano. Acaba de volver de dar una conferencia en Malasia.

Martha se sonrojó un poco, entusiasmada con la información e inclinándose hacia Catriona.

—¿Y le envía postales a Elizabeth Pringle?

—Estaba de viaje cuando ella murió. Eran amigos… Buenos amigos, de hecho. —Catriona se echó a reír—. Forjaron su amistad en torno a las azaleas.

Tratando de contrarrestar los efectos del vino, Martha se concentró para escuchar a Catriona mientras esta le contaba cómo su hermano había llegado a Arran cuatro años antes para ocupar el puesto de horticultor jefe en el castillo de Brodick. Allí era donde había conocido a Elizabeth Pringle. Ambos compartían la pasión por las plantas.

—Niall dice que aprendió más con Elizabeth que durante toda su formación en Kew. Debían de llevarse casi sesenta años, pero no parecía importar. Recientemente, cuando su salud se volvió más frágil y el jardín empezó a ser una carga demasiado grande para ella, mi hermano la ayudaba a cortar el césped y con la poda.

—Eso explica por qué sigue estando tan bonito. Debe de haber continuado cuidándolo incluso después de morir ella. —Martha miró a Catriona sin entenderlo del todo—. Disculpa, pero ¿no te parece un poco extraño?

—Si conocieras a Niall no te lo parecería. Quizá sea su forma de continuar estando cerca de ella. O puede que sea su forma de sobrellevar el duelo. —Catriona miró a Martha a los ojos—. Deberías conocerlo cuando vuelvas de ver a tu madre.

—Debería visitar la tumba de Elizabeth Pringle —anunció Martha repentinamente—. Presentarle mis respetos… cuando vuelva de Glasgow.

Catriona sonrió.

—Solo vas a estar fuera un día, ya habrá tiempo de todo. Estoy segura de que tienes un montón de cosas que resolver, no hay ninguna prisa. —Ella dudó si continuar o no—. Y, ya sabes, estaré encantada de ayudarte.

Martha encaró el viento tratando de desprenderse de la resaca y dejó que la espuma de las olas le refrescase la cara mientras el ferri surcaba las aguas en dirección a tierra firme. El pesado dolor de cabeza era el precio a pagar por la compañía de Catriona, la mujer vivaracha y alegre que la había sorprendido gratamente con su franqueza y su calidez. Pero, mientras se le despejaba la cabeza, volvió a sentir el peso de la culpa en el pecho. Martha era consciente de que la enfermedad de Anna era su pasaporte para esta aventura. Y luchaba contra una verdad aún más difícil de aceptar. No podía contar con nadie más para cuidar de Anna, esa era la realidad. Susie estaba completamente descartada, pues la llamaba por teléfono para que la pusiera «al día», como quien pregunta por el parte meteorológico. Y tampoco contaban los amigos bienintencionados de su madre, que llamaban al timbre del hospital Kingswood armados con su amor y su bondad, trayendo fotos familiares y música para sacar a la luz sus recuerdos, pero que no podían montar guardia y quedarse con una mujer que podría escabullirse silenciosamente de la casa para perderse en la oscuridad y el frío de una noche de febrero.

—Tu madre ha estado muy agitada durante los dos últimos días. Le hemos dado un sedante ligero y esta tarde está un poco más tranquila.

La hermana Adabayo cogió las manos de Martha entre las suyas, fuertes y cálidas, cuando llegó a saludarla a la sala de visitas.

—Me temo que tendrás que acostumbrarte a esto —continuó como si estuviera leyendo la mente de Martha—. No creo que hubiera supuesto ninguna diferencia si hubieras estado aquí. Hoy le ha dicho a una de las enfermeras que tu padre la ha encerrado aquí. Él falleció hace años, ¿no es cierto? —Martha asintió. La hermana Adabayo dudó antes de continuar—: Y tu hermana, Susie. Anoche llamó, pero me temo que tu madre no la reconoció, entonces tu hermana se preocupó mucho. Traté de asegurarle que Anna está en buenas manos. Estoy segura de que todo esto debe ser muy duro para ella, estando tan lejos.

Martha cerró los ojos, intentando controlar su irritación, imaginándose el enfado de Susie y las frases sin acabar, el tono histérico y a la defensiva que solía emplear.

Sentada junto a la cama de su madre, observando su rostro tranquilo, Martha cayó en la cuenta de que nunca antes había visto a Anna durmiendo. ¿Soñaría igual que soñaba antes? ¿O también formaba parte del sueño la misma confusión, la discordancia de personas y lugares, los recuerdos fragmentados y azarosos de hechos reales o imaginarios que ahora llenaban su vida consciente? ¿No sentiría alivio ni en sueños?

Martha colocó delicadamente su mano en la frente de Anna.

—Mamá. Mamá —la llamó con suavidad.

Anna la miró con ojos empañados.

—Martha, te he echado tanto de menos.

Martha comenzó la conversación que había ensayado una y otra vez durante el trayecto en coche desde el ferri.

—He estado en Arran, mamá. He ido a ver esa casa de Lamlash que te gustaba. ¿Te acuerdas de ella? Se llama Holmlea y está en Shore Road.

Anna la miró sin entender y sin parpadear.

Martha sacó el teléfono móvil.

—He sacado algunas fotos con mi nuevo teléfono. Si vieras la casa quizá te resultaría más fácil acordarte de ella.

Anna apartó la vista.

—Por favor, mamá, solo será un minuto.

Anna miró de reojo la foto de la casa tomada desde la verja y un momento después se distrajo e hizo un mohín.

—¿Dónde está mi té? Quiero una taza de té.

—Ahora viene, mamá. Por favor, no atosigues a las enfermeras —le imploró Martha—. Están muy atareadas.

—Me esconden el té —Anna levantó la voz—. Y tampoco me dan de comer.

—Eso no es cierto, Mamá. Chss, no digas eso, por favor. —Martha probó con otra táctica—. Encontré una carta en la repisa encima de la chimenea, te la envió un abogado, te pedía que te pusieras en contacto con él. Debiste dejarla ahí hace algún tiempo.

—No sé de qué estás hablando. —Anna comenzó a juguetear con su anillo de boda.

Martha insistió, creyendo erróneamente que su madre quería salirse con la suya.

—Bueno, mamá, haz lo que te dé la gana —levantó un poco la voz—. Quería hablarte de la casa que tanto te gustaba y que ahora, mira por dónde, te pertenece, pero no importa, no importa en absoluto. Hablaremos de ello en otro momento.

Anna no pareció darse cuenta del cambio de tono de Martha ni tampoco entendió el significado de sus palabras. Se limitó a sonreírle a su hija mayor beatíficamente.

Martha, ahora derrotada, se inclinó hacia delante para darle un beso.

—Te llevaré allí algún día. Quizá te acuerdes cuando la veas. —Sabía que no podía prometer más. No podía decirle a Anna que pronto la llevaría a casa. Si quería que su madre regresara alguna vez a The Oval, Martha tendría que encontrar a alguien, alguien para cuidar de ella ahora y siempre.

Al salir de la habitación se tropezó con una auxiliar simpática que llegaba con el té y las tostadas. Martha no se decidía a marcharse por temor a que Anna riñera a la mujer sonriente.

—Qué maravillosa visita. Esa era tu hija mayor, Martha, ¿no es cierto?

—¿De qué narices estás hablando? —Martha se estremeció al oír el tono de su madre—. Llevo meses sin ver a mi hija.

Para Martha aquellas palabras fueron como pedradas.

Mientras se dirigía al coche trató de evocar a la Anna que recordaba, a una madre fuerte y abnegada que día tras día había ocultado su propia angustia para evitarles a sus hijas adolescentes lo peor del cáncer que había consumido a su padre. Martha nunca olvidaría el sonido de la puerta del baño que presagiaba una tos agónica incesante que se prolongaba hasta que ella se imaginaba a su padre sin aliento y con los órganos en carne viva. No importaba lo mucho que se cubriera la cabeza con la almohada, Martha siempre oía ese temible sonido resonando por la casa, mezclado con la voz de Susie suplicándole a su madre que papá parara.

Ese último año, cuando Martha tenía quince años, Anna se aseguró de que las niñas se llevaran el mejor recuerdo posible de su padre, haciendo que empleara toda su energía en pasar el tiempo con ellas en lugar de con su mujer, acompañándolas a algún viaje escolar o llevándolas al cine a ver la última de Bond, o simplemente yendo a buscarlas al colegio los días de lluvia, entreteniéndose en una librería o una tienda de discos de camino a casa, mientras Anna trabajaba a tiempo completo. Había intentado con todas sus fuerzas dejarles un cúmulo de recuerdos a sus hijas y ahora Martha estaba intentando desesperadamente mantener a Anna viva en su propia memoria.