Capítulo 21

Chicago

Domingo, 18 de marzo

06:30 p.m.

—Habrá una próxima vez, Tom —prometió Barry cuando la van de su padre se detuvo frente al apartamento de Tom.

Tom lanzó un puñetazo al hombro de su mejor amigo, decidido a no dejar ver su decepción por el regreso prematuro.

—Por supuesto. ¿Crees que tu papá va a estar bien?

Barry hizo una mueca mientras miraba a su padre sentado en el asiento del copiloto, con el rostro ceniciento.

—Por supuesto. Mamá se hará cargo de él y va a estar como nuevo. —Hizo otra mueca—. Tal vez la próxima semana. Me alegro de que no hayamos comido las salchichas.

Tom asintió con la cabeza.

—Sí, y me alegro de que tu mamá se las arreglara para encontrar nuestro campamento. La próxima vez nos traeremos bengalas y una radio de emergencia.

Barry sonrió.

—La próxima vez, que compruebe la fecha de vencimiento de las salchichas —susurró.

—He oído eso —se quejó su padre desde el asiento delantero.

—Pensé que esas cosas no se echaban a perder, Sr. Grant —dijo Tom con simpatía—. Espero que se sienta mejor en poco tiempo. —Abrió la puerta de la camioneta—. Gracias por venir a buscarnos, señora Grant.

Tom puso al hombro su equipaje y con un gesto hacia atrás aterrizó de un salto.

—Hola, Mr. A... —Se detuvo y frunció el ceño. Saludar a Sy Adelman era tan mecánico como respirar. Era la primera vez que recordara que el viejo se ausentara de su lugar en el escalón inferior. Las personas mayores a veces se caían y no podían levantarse, aunque nunca el señor Adelman le había parecido un típico hombre de edad.

Tom frunció el ceño cuando giró la llave y no desbloqueó la cerradura. Ya estaba abierta. Tendría que tener una charla con su madre. Su cerebro no estaba funcionando con todos los cilindros desde de Max Hunter había llegado a sus vidas. Olvidándose de poner el cerrojo de la puerta estaba pidiendo a los punks de la pandilla del barrio que les robaran.

Su apartamento estaba inquietante tranquilo. Mamá debe estar con Max, pensó, todavía no era seguro que el hombre fuera de confianza. Pero su madre dijo que lo amaba y eso tendría que ser suficiente por ahora. Por lo menos podía estar bastante seguro de que su madre estaría a salvo con Max Hunter. Incluso cuando el hombre se enojó, no levantó los puños. Mamá había dicho que Dana creía en él también. La opinión de Dana significaba mucho. Dejó caer su bolso de lona en el suelo, y se dirigió a la cocina. Cuatro horas en el coche con el Sr. Grant con arcadas habían hecho que él y Barry perdieran el apetito. Se comió dos patas de pollo, de pie frente al mostrador, antes de buscar el tarro de las galletas.

Tom frunció el ceño ante el flash plateado y el cascabeleo de las llaves cuando movió el frasco. Las llaves de su madre. Nunca salía de casa sin sus llaves. El corto cabello de la parte posterior de su cuello se erizó y miró a su alrededor con cautela, como si el hombre del saco estuviera detrás de él. En silencio, tomó su bate de béisbol del armario del vestíbulo y se desplazó sigilosamente por el pasillo.

Cuarto de baño... Miró dentro antes de empujar la cortina a un lado. Vacío.

Dormitorio de su madre... Echó un vistazo en su interior. Vacío. Había dado un paso atrás cuando vio los restos del San José de su madre en el suelo. Los años volvieron atrás, confundidos en una nebulosa.

—Oh, Dios —susurró, su corazón tronando en el pecho—. No, Dios, por favor. —Obligando a sus pies a moverse, tomó una de las piezas sobre la cama—. ¿Mamá? —llamó, con cautela—. Mamá, ¿estás aquí? —Dio un paso al lado de la puerta del armario antes de intentar abrirlo. Estaba vacío. Fue escasamente consciente de que había estado conteniendo el aliento.

El último cuarto fue su dormitorio. La sangre le golpeaba en los oídos. Las palmas de sus manos estaban resbaladizas. Se secó una, luego la otra en las perneras de sus pantalones, luego apretó el bate. Con cautela, abrió la puerta y se detuvo. Su cama estaba hecha, la colcha tan apretada que podría rebotar sobre la misma. Él nunca había hecho su cama. Nunca. No desde el día en que habían huido, porque él siempre le había dado la gran importancia. Era la forma que tenía Tom de rebelarse contra él. El ver su cama hecha con precisión militar lo llevó de regreso a una casita muy lejana y su corazón latió más fuerte en sus oídos. Sintiendo un vuelco enfermizo en el estómago, Tom miró lentamente alrededor de su habitación. Los trofeos más viejos en la parte superior de su cómoda le llamaron la atención. Dio un paso hacia adelante cuando la mano que llevaba el bate lo dejo caer sin fuerzas a su lado. Los trofeos estaban organizados. Por fecha. Habían sido limpiados y pulidos. Atrapaban la luz y brillaban como la plata.

—Oh, Dios. —Se oyó gemir y cerró los ojos, deseando que todo fuera una pesadilla. Deseando que su habitación volviera a su estado normal de desorden cuando los abriera.

No lo había hecho.

Él había estado aquí. Aquí, en el lugar en el que su madre había estado tan segura de estar a salvo.

Mamá.

—No debería haberla dejado —susurró, corriendo a la mesa del comedor. Se detuvo en seco. La tapa de un frasco de mayonesa estaba en la mesita de la ventana. Su madre usaba la mesa para poner al sol sus petunias. Las petunias descansaban en una pila en el suelo, la maceta de barro en pedazos. Él no tenía necesidad de observar el interior de la tapa del frasco para saber lo que iba a encontrar allí.

La tapa estaba llena de colillas de cigarrillos.

Y la alfombra junto a las petunias estaba cubierta de sangre.

Chicago

Domingo, 18 de marzo

07:00 p.m.

El silencio era absoluto ya que su familia trataba de absorber las verdades que Max aún no había logrado aceptar por completo. Cathy se sentó con la cabeza apoyada en el sofá, con los ojos cerrados, el cuello ferozmente en tensión. Elizabeth lloró abiertamente, sin vergüenza. David se sentó en el extremo del sofá, con la barbilla apoyada en la rodilla que había doblado cerca de su pecho, la mirada proclamando silenciosamente su apoyo incondicional.

Ma fue la primera en hablar.

—Oh, Max —susurró con voz ahogada por las lágrimas—. Esa pobre muchacha. Lo aterrador que debe haber sido.

Peter se aclaró la garganta.

—Vamos a conseguir un abogado. Conozco uno en quien podemos confiar...

El pronunciamiento comenzó el revuelo de comentarios y Max tragó, sintiendo sus propios ojos picar. El apoyo incondicional de su familia era un tesoro inesperado en medio de este infierno. El pesar por los años que había perdido apretó su corazón, ciertamente no por primera vez.

Él levantó la mano y las voces se aquietaron.

—Caroline... tiene que estar de acuerdo.

—Bueno, llámala, Max —ordenó su madre.

—Ella no está respondiendo sus llamadas telefónicas, Ma —dijo David en voz baja.

Su madre se quedó con las manos en las caderas.

—Entonces, ¿qué estás haciendo aquí? —Exigió—. Súbete a tu coche alemán de lujo y ve por ella y tráela de vuelta aquí.

Max sintió una sonrisa tironeando en sus labios.

—¿Por qué no pensé en eso?

Phoebe Hunter puso los ojos en blanco.

—La haces empacar su maleta y vuelven aquí, hijo. Dile que es bienvenida en mi familia. —Dio un paso adelante, hacia la silla en la que Max estaba sentado y le alisó el pelo de la frente—. Dile que es bienvenida a mi muchacho —agregó con la voz en un ronco susurro. La caricia, tan suave, rompió la última barrera de resistencia y Max apoyó la mejilla en la palma de su mano, necesitaba el consuelo que sólo una madre puede ofrecer. Sin importarle que toda su familia viera las lágrimas que rodaban por su rostro.

—Él la lastimó, Ma —susurró, su voz torturada—. Ella tiene las cicatrices... —Se estremeció y se entregó a la suave presión de las manos de su madre cuando ella lo acercó a su pecho—. Dios, Ma. Estoy tan avergonzado

—¿Por qué, Max? —murmuró contra la parte superior de su cabeza.

—La acusé de no querer casarse conmigo por mis cicatrices. Entonces ella me mostró las suyas.

Le acarició la cabeza.

—Se llama golpe de realidad, Max. Yo diría que ya era hora.

Ella inclinó la frente y le secó la humedad de sus mejillas con el puño de la blusa y Max se preguntó cuántas veces ella había hecho lo mismo a lo largo de su vida.

Max sacudió la cabeza.

Su madre le alisó el pelo de la frente nuevamente y recordó las noches cuando le alisaba el cabello de la misma forma antes de meterlo en la cama. Repentinamente calmo esperó, sabiendo lo que venía después.

—Te amo, Max —declaró sin miramientos.

—Te quiero, también, mamá.

Ella lo ayudó a ponerse de pie y puso su bastón en la mano.

—Ve por ella, Max. Tráela a casa.

Peter le llevó su abrigo y David estaba en la puerta, tirando las llaves de ida y vuelta.

—Voy contigo —declaró David—. Tal vez su amiga esté allí. —Sonrió a las cejas arqueadas de Max—. No le he visto un anillo en la mano y no puedes tener a los dos. —David hizo un guiño a Peter—. Tenía las piernas hasta la barbilla.

Peter rió y abrió la puerta justo cuando el teléfono comenzó a sonar.

—Tú solo vete. Yo me encargaré del teléfono.

Habían llegado a la entrada cuando Peter apareció en el porche, el teléfono inalámbrico en una mano, agitándolo frenéticamente, el ceño fruncido su rostro.

—¡Max, espera! Creo que tienes que atender esta llamada. Es el hijo de Caroline. Él está bastante alterado.

Chicago

Domingo, 18 de marzo

08:00 p.m.

Max cerró los ojos, su mente entumecida.

—No es tu culpa, Max —dijo David, con los ojos fijos en el camino, poniendo el pie de la aceleración del Mercedes a prueba—. Esto no es tu culpa.

—No debería haberla dejado ir así. Yo debería asegurarme de que ella llegara a casa sana y salva.

—Eso es absurdo. Caroline no necesita que te tortures ahora. Ella necesita que te controles para que puedas hacerte cargo de Tom.

Tom. Max tragó su propio terror mientras lo llenaba la empatía por el hijo de Caroline. Dios, lo que el niño había pasado en la última hora.

—¿Cuánto tiempo antes de que estemos allí? —Ellos estaban corriendo hacia el recinto para reunirse con el teniente Spinnelli.

—Veinte minutos. ¿Qué es exactamente lo que dice la policía? Este Spinnelli. ¿Qué dijo?

Max se frotó las manos sobre el rostro.

—Él dijo que habían rastreado a Winters a Chicago. Él lleva dos semanas buscando a Caroline. Han estado trabajando con la policía de Asheville.

—¿Carolina del Norte?

—Sí. Es el lugar donde Caroline creció. El teniente Spinnelli dijo que enviaría a alguien para buscar a Tom y llevarlo a la estación de policía.

—¿Qué pasa con la muchacha?

—¿Evie? El hospital dijo que todavía estaba en estado crítico. Ellos estaban tratando de encontrar a Dana para decirle que me llame.

David apretó la mandíbula.

—¿Coincidencia?

—Spinnelli no lo creía. No dijo por qué, sólo que me encontraría en la estación de policía.

En ese mismo momento, su teléfono celular sonó. Un instante de miedo lo paralizó, él se imaginaba a la policía llamando para darle malas noticias acerca de Caroline. Casi perforó el botón para hablar.

—¿Hola?

—¿Max? Es Dana. Lamento no haberte llamado antes por lo de Evie. Yo no estaba pensando.

Se aclaró la garganta.

—¿Cómo está?

Dana suspiró.

—Todavía inconsciente, pero resistiendo. No puedo creer esto, Max. No puedo creer que alguien entrara en mi apartamento y le hiciera esto.

—Dana, tengo que decirte algo.

Hubo un compás de silencio.

—¿Qué?

Max respiró.

—Caroline ha desaparecido. La policía dice que su marido se enteró de que estaba en Chicago de alguna manera. Él... —Su voz se quebró—, la tiene, Dana.

—Oh, Dios, no. Oh, Dios, Max.

Max se llevó los nudillos contra sus labios al tiempo que David apretaba su brazo del otro lado del coche.

—Tom encontró sangre en su apartamento.

—No. —Llegaron los sollozos de Dana a través del teléfono y retorcieron el corazón de Max aún más.

—Dana,... la policía... Ellos piensan que el esposo de Caroline, puede haber dañado a Evie también.

—No, Max. No.

—Sí, Dana.

—Pero... ¡Oh, Dios, Max! —La voz de Dana se estaba volviendo histérica—. El que hizo esto a Evie también la violó.

El estómago de Max se contrajo.

—¿Están seguros?

—Ella podría morir, Max —susurró Dana—. Tiene una hemorragia interna. Fue... brutal.

Sostuvo el teléfono en silencio por unos momentos, unidos por un terror compartido. Ese monstruo tenía a Caroline. Era capaz de cualquier cosa... La imaginación de Max fustigó imágenes que hicieron que su estómago se retorciera y la frente comenzara a sudar frío. Él los empujó a un lado, todos los conjuros retorcidos complicando su imaginación. No tenía tiempo para pensar en Caroline de esa manera ahora. Necesitaba su mente clara y nítida. Con un plan. Para encontrar una manera de recuperarla.

—Dana, ¿puedes hablar con la policía? Ellos están tratando de obtener toda la información que puedan sobre él. —Las imágenes desfilaban, claras como el cristal y se le revolvían las tripas—. Nosotros... —se atragantó con la palabra—. Tenemos que encontrarla.

—Que vengan a la sala de espera en la UCI —dijo Dana con voz ronca—. Voy a estar allí.

Chicago

Domingo, 18 de marzo

08:30 p.m.

Max y David fueron escoltados a una pequeña sala de conferencias, donde un detective con un traje marrón arrugado estaba sentado en la esquina y Tom caminaba a ritmo por todo el perímetro. Cuando entraron, Tom se detuvo y levantó la mirada. La garganta de Max se cerró por el aspecto de devastación en los ojos de muchacho, iguales a los de Caroline. Dudó un momento y luego acortó la distancia entre ellos y envolvió con sus brazos los hombros del chico.

Tom se puso rígido, y luego fue como una explosión. Grandes sollozos desgarradores salieron de su pecho y su cuerpo tembló mientras trataba de contener el torrente. Max le palmeó la espalda, sin saber qué decir para calmar el miedo del muchacho. Su propio miedo.

—Vamos a encontrarla, Tom —susurró, deseando desesperadamente creer en sus propias palabras.

—Esto es mi culpa —dijo Tom con una serie de respiraciones estremecidas mientras intentaba recuperar la compostura.

—No, no lo es. —Max empujó los hombros de Tom, hasta que pudo mirarlo a la cara—. Esto no es tu culpa. —Max lo vio apretar la mandíbula obstinadamente y en ese momento vio a Caroline tan vívidamente que no supo si podría soportarlo—. ¿Por qué es tu culpa, Tom?

—No debería haberla dejado sola. No debería haber ido de camping.

Max agarró los hombros de Tom y lo sacudió suavemente.

—Ella quería que fueras a ese viaje. Ella me lo dijo. Debería haberla acompañado hasta la puerta y comprobar todos los armarios. Si alguien tiene la culpa de esto, soy yo. Debería haber cuidado mejor de ella.

—Yo diría que es culpa del miserable hijo de puta que tiene la desgracia de llamarse tu padre —dijo David con suavidad, apoyado en la jamba de la puerta, con los brazos ligeramente cruzados a través de su pecho. Él era la imagen de la calma por fuera, pero Max pudo ver la ira en la postura casual de su hermano.

—Yo diría que esa es la cosa más inteligente que he oído en toda la noche —dijo el detective, arrastrando las palabras.

Max y Tom se volvieron, cada uno con una mirada hostil. Tom se secó los ojos con la manga.

—Él no es mi padre —dijo Tom apretando la mandíbula—. La desgracia quiso que donara el ADN. Eso es todo.

—Reconozco mi error. —Acercándose a la mesa, David le ofreció una silla—. Siéntate, Tom. Tu también, Max. Sospecho que esta va a ser una noche muy larga.

El detective se puso de pie y le tendió la mano.

—Soy Murphy. Spinnelli es mi teniente. Él estará aquí pronto. —Max le estrechó la mano y tomó el asiento que David le ofrecía. Tom seguía de pie y el policía se encogió de hombros antes de sentarse él mismo—. Tengo que conseguir algo de información de ti, hijo. —Abrió un bloc de notas—. ¿Cuándo fue la última vez que viste a tu padre? —Miró hacia arriba y vio los ojos turbulentos de Tom—. Quiero decir, el hombre del ADN.

Tom se inclinó contra la pared y metió las manos en los bolsillos.

—Siete años y medio, desde la mañana del 30 de mayo. Yo tenía siete años.

—¿Por qué no lo has visto desde entonces?

—Hemos estado escondiéndonos. ¿Por qué ahora? ¿Cómo supo encontrarnos ahora, después de todo este tiempo? —Exigió Tom.

—Vas a tener que hacerle esa pregunta al teniente Spinnelli, hijo.

—¿Cuándo va a estar aquí?—preguntó Tom, ahora las manos en sus caderas.

—Él está aquí. —Un hombre corpulento, con un bigote color sal y pimienta apareció en la puerta—. Soy Spinnelli. Tú debes ser Tom. ¿Y usted es el Dr. Hunter?

Max medio se levantó de su silla para darle la mano a Spinnelli, su corazón aumentando la velocidad cuando una nueva ola de miedo le atacó.

—Ese soy, y éste es mi hermano, David Hunter. ¿Qué información nos puede dar? ¿Dónde está Caroline?

Spinnelli suspiró.

—No lo sabemos, Dr. Hunter, pero creemos que con Rob Winters. Tom, ¿dónde está el coche con el que os alejasteis hace siete años?

Tom se puso rígido.

—Mamá lo escondió. En un lago en Tennessee. ¿Por qué? —Abrió los ojos cuando la realización cayó sobre él—. Encontraron el auto. Por eso él inició la búsqueda.

—Me temo que sí, hijo. Winters ha estado en busca de tu madre desde hace unas dos semanas. Hasta el momento, se cree que mató a tres personas durante el curso de su búsqueda.

Tom cogió una silla y se hundió en ella, con el rostro ceniciento.

—Pero...

Max cubrió la mano de Tom con la suya, su corazón acelerado y saltando. Tres personas. El hijo de puta había matado a tres personas. Y tenía a Caroline. Oh Dios. Por favor.

—¿Evie Wilson? ¿Ella es...?

Spinnelli negó con la cabeza.

—Aún está con vida. Pero tenemos algunas pistas. Hemos encontrado el coche de alquiler que había estado conduciendo, abandonado en una parada de descanso en el norte de Indiana hace unas horas.

—¿Está seguro? —preguntó Max, enderezándose en su silla.

Spinnelli asintió con la cabeza.

—Sí. —Se inclinó hacia adelante, centrando su atención en Tom—. Hemos encontrado el cuerpo de un anciano en el maletero, Tom. Caucásico, barba, calvo, de unos setenta y cinco años.

La barbilla de Tom se estremeció.

—El Sr. Adelman. No estaba en el escalón. Yo iba a ir a ver cómo estaba. Pensé que tal vez se había caído y se había lastimado. Me olvidé de fijarme cuando me enteré que mamá se había ido.

Spinnelli asintió de nuevo.

—Sí, coincide con la descripción del anciano con el que mis hombres hablaron la mañana de ayer. Hemos encontrado algo más, algo un poco más alentador. Tu mamá es ingeniosa, Tom. Al parecer, se detuvo en una estación de servicio fuera de Lexington, Kentucky. Tu mamá dejó un mensaje en el cuarto de baño, envuelto en el papel higiénico. Dio su nombre, que había sido secuestrada por Rob Winters y que todo el que encontrara el mensaje debía ponerse en contacto conmigo. Alguien lo hizo.

Tom tragó en forma audible.

—Se dirige hacia el sur. De vuelta a Carolina del Norte.

—Esa fue mi presunción, pero estamos confundidos. Hemos estado trabajando con el Agente Especial Thatcher y la Teniente Ross, de Asheville. Están convencidos de que va detrás de ti, no de tu madre. Que está obsesionado por encontrarte a ti. ¿Sabes dónde se la llevaría, Tom?

La cabeza de Tom movió cansadamente.

—No sé. A casa.

—Tenemos vigilancia allí. Él lo sabe. ¿Puedes pensar en cualquier otro lugar?

Tom negó con la cabeza, una expresión de frustración impotente.

Max miró el reloj.

—¿Qué tan lejos está Asheville?

—Max... —comenzó David, luego movió los hombros en aceptación—. Vamos.

Spinnelli frunció el ceño.

—¿Supongo que no serviría de nada decirles que serían más útiles para nosotros aquí? Eso pensé. —Tomó el bloc de notas de Murphy y garabateó un nombre y un número—. Llame al Agente Especial Steven Thatcher. Él es el principal en este caso, en Asheville.

—¿Es un caso? —preguntó Tom—. ¿Qué tipo de caso?

El bigote de Spinnelli se inclinó.

—Hace dos semanas, el caso fue reabierto como un homicidio. El tuyo, jovencito. Que no se haga realidad. No hagas nada estúpido, ¿de acuerdo?

Tom tomó el pedazo de papel y lo dobló en tres partes precisas.

—Vamos, Max.

Max sacudió la cabeza con fuerza.

—De ninguna manera. De ninguna manera voy a permitir que dejes Chicago. Tu madre pedirá mi cabeza si te pongo en peligro.

Tom se levantó, su rostro seguía siendo alarmantemente pálido, pero con un aplomo y dignidad decidida que desmentía su edad.

—Cada minuto que pasamos discutiendo es uno que perdemos de estar en camino. —Le tendió la mano a Spinnelli—. Gracias por su ayuda, señor. ¿Hay alguna manera de pueda conservar el cuerpo del señor Adelman hasta que mi mamá y yo volvamos? Él era como de la familia. No tenía a nadie más.

Spinnelli estrechó la mano que le ofrecía Tom, una mirada de respeto en su rostro.

—Voy a hacer lo mejor posible, Tom. Conduzcan con cuidado y den mis saludos a Thatcher y Ross.

Asheville

Lunes, 19 de marzo

07:00 a.m.

La mañana era tranquila y oscura en las horas antes del amanecer. El único sonido que Winters podía escuchar, eran los tambores de sus dedos en el volante y el murmullo de su radio de policía mientras vigilaba la calle ante cualquier señal de Sue Ann. Que vendría, ni siquiera era una pregunta en su mente. Que viniera sola, quedaba por ver.

Necesitaba un poco de dinero. Sus tarjetas de crédito habían sido negadas. Todas ellas, incluso las de su alias. Sus labios se afinaron mientras su enojo hervía a fuego lento. Ellos sabían. Ellos sabían de sus alias. Habían estado en su casa, alterado sus cosas.

Thatcher estaba detrás de esto, de eso estaba seguro. Thatcher pagaría. Al igual que Ross.

Alcanzó a subir el volumen de la radio de la policía cuando el Chevy maltratado de Sue Ann salió a la vista. Winters se encorvó en el asiento de la camioneta blanca sucia que había recogido en el oeste de Virginia del Norte, en la frontera con Carolina. Había cambiado dos veces de autos en el camino. Se había añadido un poco de tiempo de viaje, pero era una diversión que valía la pena. El Chevy de Sue Ann se estacionó en el lote de estacionamiento de una tienda de ofertas, donde le había dicho que esperara.

Echó un vistazo rápido a la parte trasera de la camioneta, vio la mirada firme de Mary Grace. Ella le había sorprendido, mirando hacia abajo y negándose a obedecer. Había cambiado y había sobrestimado la facilidad con la que él sería capaz de doblegarla a su voluntad. No hay problema. Ella pensaba que era fuerte. Mary Grace en realidad pensaba que era contrincante para él. Sonrió fríamente, satisfecho de ver su trabajo, su garganta forcejeaba debajo de la cinta adhesiva que le cubría media cara cuando ella tragó saliva.

Sabría conseguir lo que quería de ella.

Había maneras. Él sonrió, pensando en todas ellas.

Winters volvió su atención hacia el estacionamiento donde Sue Ann salió de su coche y entró en la tienda, como le había indicado. Unos minutos más tarde salió con una taza de café, como le había dicho. Él afinó su oído a la radio de la policía.

A través de la estática, escuchó que sus sospechas eran confirmadas. Se informó que la sujeto de la vigilancia había llegado al punto de encuentro. Sabían que Sue Ann iba a venir. Podría ser que Sue Ann le hubiera traicionado, o habían intervenido el teléfono de su casa. Sue Ann nunca se atrevería a ponerle una trampa. De eso estaba seguro. Además de ser demasiado estúpida para vivir, la mujer estaba adecuadamente puesta en su lugar.

No, la traición había partido de la policía. Sus primeros hermanos, los hombres con los que había servido durante años. Hombres que había apoyado en un sinnúmero de llamadas contra el crimen en toda la ciudad.

Ellos lo estaban esperando, listos para llevárselo como si fuera un adicto al crack común en la calle. Ross estaba detrás de esto. Él estaba seguro de ello. Pero sus hermanos la habían seguido. Ya no eran sus hermanos, ya no. Con disgusto, Winters puso la camioneta en reversa y se alejó del lugar observando hacia donde Sue Ann esperaría hasta que fuera llevada para un interrogatorio.

Condujo hasta llegar a una casa abandonada lejos de la tienda y de su propia casa, se detuvo en el camino de entrada, bajó la ventanilla y metió la mano en el buzón. Y sonrió. Sacó un sobre grueso, con el dinero que Sue Ann había encontrado en su caja fuerte en casa y que había pagado a su sobrino para que dejara en este buzón de correo fuera de la vista. Buena chica, pensó, contando el dinero en efectivo. Tendría que ser suficiente por ahora.

—Ya estamos en camino al fin, Mary Grace —dijo hacia la parte trasera de la camioneta—. Creo que vamos hacia el oeste. Ha pasado un tiempo desde que has estado en la cabaña.

Caroline dejó que sus ojos se entreabrieran por un momento mientras parte de la esperanza drenaba de su corazón. La cabaña. Remota y aislada. Y una escapada secreta de Rob. Había pertenecido al padre de Rob, un hombre vicioso, indiferente. Cuando murió su padre, se la había dejado a Rob. Era un lugar al que Rob la había llevado sólo un par de veces, por lo general prefería ir por su cuenta.

Nadie sabría dónde estaba. Nadie iría a su rescate. Tendría que encontrar una manera de escapar por sí misma.

No, no por sí misma. Ya no era así. Ahora había alguien más a quien considerar, a quien proteger.

Caroline abrió los ojos y se quedó mirando el gris oscuro en la parte trasera de la camioneta sólo para ver una carita con los ojos abiertos mirando hacia atrás. Una delgada franja de pecas se podía ver por encima de la cinta plateada, que cubría a medias la cara pequeña. Pelo rojo alborotado estaba erizado. Todavía llevaba el pijama de Spiderman. El niño había sido sacado de su cama, cinta adhesiva en su boca, las manos y los pies atados. No tenía idea de por qué el niño estaba ahí ni lo que había motivado a Rob a secuestrarlo.

Ella volvió su cuerpo para que su propio pie atado pudiera rozar contra su pierna pequeña. Desesperado, movió la pierna de golpe, acercándola más a ella antes de parpadear, enviando lentamente un torrente de lágrimas por su rostro.