Capítulo 08
Boone, Carolina del Norte
Miércoles, 7 de marzo
10:30 a.m.
El padre de Lennie Farrell se había retirado a una cabaña grande en las montañas. Con un gran camino de entrada donde descansaba un brillante barco nuevo. La boca de Steven prácticamente se derritió sobre el pavimento mientras pasaba a su lado. Iba a estar pescando en uno de esos bebés ese fin de semana, gracias a la cita a ciegas de Helen. Su nombre era Susana Mendelson y ella estaba, oh, tan excitada por salir con un detective de verdad. Sonaba muy dulce y muy joven. Y nada aficionada a la pesca. Resultaba que su padre tenía un barco con un motor de doscientos caballos y GPS. Susana no estaba segura de para qué se utilizaba el GPS, pero su padre parecía disfrutar teniendo uno. Tenía la sensación de que la cita a ciegas del sábado, caería en la categoría de la gran mayoría de sus citas a ciegas. Sería un total y completo desastre. Lástima, porque el barco del papá de Susana sonaba como un sueño hecho realidad.
Sin dejar de mirar el bote con nostalgia, fue hasta el porche. Le abrió una mujer regordeta y bajita, con una dulce sonrisa. Un aroma delicioso llegó a su nariz.
La mujer sonrió ampliamente.
—Buenos días, Agente Especial Thatcher. Soy Sharlene Farrell. Por favor, pase. Mi esposo lo está esperando. —Lo llevó hasta su marido, que estaba sentado en un enorme sillón, con las piernas elevadas—. Gabe, el Agente Especial Thatcher está aquí. Por favor, tome asiento.
—Perdóneme que no me ponga de pie —tronó, Gabe Farrell a través del cuarto—. Un día de pesca con un grupo de niños de diez años, me dejó muy dolorido. Podría estar así una semana. —Sharlene se apresuró a cubrirle las piernas con una manta. Y Steven sonrió un poco, cuando Gabe Farrell arrancó la manta fuera con un gesto irritado—. Solo me duele mujer, no estoy enfermo.
Sharlene sacudió la manta a toda máquina y la colocó encima de las piernas de Farrell sin perder el ritmo. Cruzó apresuradamente la habitación.
—Voy a buscar café y pastel. Y los dejaré con su trabajo.
—Maldición —gruñó Farrell, tirando la manta de nuevo—. Esa mujer me vuelve completamente loco. —Se acomodó de nuevo—. Así que, hable, Agente Thatcher. ¿Qué lo trae a Boone un bonito día de primavera, aparte de la promesa del pastel de mi bella esposa?
Steven se reclinó en la silla, sintiendo la carpeta almidonada del respaldo haciéndole cosquillas en la parte posterior del cuello.
—Mary Grace Winters. Hace siete años.
Las cejas blancas como la nieve se dispararon hacia arriba.
—Creo recordar el caso —respondió secamente.
Steven sonrió.
—Eso he oído. Los chicos del condado de Sevier sacaron su coche del lago el domingo por la mañana —continuó—. Su bolso con la licencia y fotos de Robbie de bebé estaban bajo el asiento, junto con la mochila de Robbie.
Las pobladas cejas de Farrell se agruparon.
—¿Pero no hay cuerpos?
—Ni uno, señor.
—Siempre supe que la pobre mujer había tenido un final violento. —Entrecerró los ojos—. Siempre sospeché que el marido había tenido algo que ver.
—Él nunca fue acusado.
Farrell suspiró.
—No, no lo fue. Encontré algunas evidencias que indicaban que Winters había abusado de su esposa. Pero nada que indicara que había participado en su desaparición. Fue malditamente frustrante.
Steven se enderezó en su silla.
—¿Encontró evidencias de que Winters abusaba de su mujer? ¿Como cuáles?
Farrell se masajeó el cuello.
—¿Usted tiene todas las fotos?
Steven sacó las dos fotos y las pasó para que Farrell las viera.
—Solo estas.
Farrell hizo una mueca.
—Había más fotos, unas quince de varios años. Radiografías, también. Se podían ver varias visitas a emergencias para curar las fracturas. No puedo recordarlas todas. Recuerdo una serie de fracturas en el antebrazo radial y hubo rotura de la pierna derecha aquí. —Señaló con la mano la mitad del muslo y luego añadió con sarcasmo—. Caramba, me pregunto donde habrán ido a parar las fotos y las radiografías.
Steven guardó la carpeta en el maletín.
—¿Por qué Rob Winters nunca fue acusado formalmente?
Farrell suspiró.
—¿Conoció al hombre?
Negó con la cabeza.
—No.
—Lloró. El grandote y corpulento hombre lloró como un bebé. Hizo anuncios en la televisión. Primero pidiendo el regreso de su esposa e hijo, después pidiendo información para encontrar los cuerpos. Fue totalmente... convincente. Mi propia Sharlene estaba convencida de que era inocente. Colaboró en todos los sentidos para encontrarlos. Dejó que registráramos su casa, sus cuentas bancarias. Todo.
—Hábleme de la casa —pidió Steven, sacando su bloc de notas del bolsillo.
Farrell asintió con aprobación por la pregunta.
—Los muebles estaban impecables. Una sola mota de polvo habría estado demasiado solitaria en el piso de Mary Grace. Era, literalmente, tan limpia como para comer sobre el piso. Las especias estaban guardadas por orden alfabético y los periódicos doblados en tres partes exactamente iguales. Las cajas de detergente del lavadero, estaban alineadas precisamente a una pulgada del borde del estante. La despensa organizada por grupos de alimentos. Nunca había visto algo así en mi vida.
—Sacado del manual de esposos abusivos.
—Sí. Eso y las fotos, fue suficiente para convencerme.
—¿Dónde estaba Rob Winters la noche que desaparecieron?
—Estaba trabajando el segundo turno. Llegó a la casa como a la una, una y media para encontrar que habían desaparecido. Él no informó su desaparición hasta la mañana, siete, siete y media, quizás. No sé, está todo en el archivo. O estaba al menos. —Hizo una pausa cuando Sharlene entró con una bandeja de café y un aromático pastel—. Gracias, querida —dijo a su esposa.
—No hay de qué —dijo. Sus ojos simplemente brillaban, conjurando la imagen de la señora Claus.
—He oído que es famosa por su pastel de batata —comentó Steven, agarrando el plato que le ofrecía—. Esperaba ver si su hijo es tan creíble como siempre parece ser.
Sharlene rió, un sonido juvenil.
—Oh, no puedo servir pastel de camote antes del mediodía. No, señor. No sería apropiado. Si desea probar mi pastel tendrá que regresar, ¿cierto? —Vio la manta y la colocó con la misma rapidez con que había sido tirada—. Pueden hablar todo lo que quieran, sólo llámenme si necesitan algo. —Se volvió a la puerta, llamó la atención de Steven y le guiñó un ojo.
—Ella hace lo de la manta solo para molestarlo —observó Steven.
—Por supuesto. —Farrell sonrió con cariño, a la puerta ahora vacía—. En el pasado diciembre hizo cincuenta años que estoy con esa mujer. Ni una sola vez le levanté la mano. —Atenuó su sonrisa—. Ni una sola vez le fui infiel.
Steven se acomodó en su silla, el tenedor a punto de lanzarse sobre el pastel.
—Pero Rob Winters sí fue infiel.
La vieja cara de Farrell se endureció.
—Me cayó mal. No por el hecho de que fuera con la vecina de al lado. Los hombres a veces se arruinan. Sucede. Sucede con demasiada frecuencia. Lo que me puso absolutamente enfermo, fue la actitud de los hombres de la fuerza. Su esposa era lisiada, no podía "satisfacer sus necesidades". —Fue marcando las palabras en el aire—. Eso hacía que su infidelidad fuera aceptable. Aceptable. —Sacudió la cabeza blanca con incredulidad—. Es por eso que él no llegó a casa hasta las siete de la mañana siguiente para ver que habían desaparecido. Estaba al lado, con esa mujerzuela.
—Holly Rupert. Su nombre figura en el archivo.
—Sí. ¿Qué tipo de mujer puede dormir con un hombre a veinte metros de su esposa? Pero ella era su coartada. —Resopló con burla—. Como si ella pudiera mentir. Como si ella pudiera ocultar la huella de su puño en la cara.
Steven enarcó las cejas.
—¿Golpeaba a la amante, también?
Farrell se encogió de hombros.
—¿Por qué no?
—La señorita Rupert jamás lo admitió.
Farrell resopló
—Me hubiera gustado que lo hiciera.
Steven continuó.
—¿Qué hay de Robbie? ¿Nunca fue a la escuela con moretones?
—Nunca encontré una maestra que hubiera visto alguno. Pero lo describieron como un chico observador, un poco aislado, que no jugaba con los demás. Pero inteligente, rápido como un látigo. Mary Grace nunca dejó que el niño faltara a la escuela. Siempre iba limpio y bien cuidado. Nunca la ropa fuera de lugar cuando llegaba a la escuela, nunca una mancha tampoco cuando regresaba en el autobús.
—¿Miedo a ensuciar la ropa?
—Esa fue mi opinión. Había una practicante que pensaba que el niño necesitaba la atención de un consejero. Había visto grandes moretones en la espalda de Robbie. —Farrell frunció el ceño—. Me lo dijo apenas el niño y su madre desaparecieron. Pero cambió su historia cuando la visité unas semanas más tarde.
—¿Cree que Winters la amenazó?
—Ella lo negó. —Farrell se encogió de hombros—. A la jefa de enfermeras del hospital no le gustaba Winters. Nancy Desmond cuidó a Mary Grace durante los tres meses que estuvo internada. Ella estaba dispuesta a testificar, pero como no se presentaron cargos...
—Iré a hablar con ella.
—No puede, se salió con su coche de la carretera unos seis meses después de que Mary Grace desapareciera. Murió.
—Es una pena.
—Ella me dio las fotos. —Señaló el maletín de Steven—. Me dijo que le había sugerido a Mary Grace casas de seguridad, refugios. Le dio nombres, direcciones. Pero dijo que Mary Grace se le quedaba mirando, con esos grandes ojos azules. Y nunca decía una palabra.
—¿Es posible que Mary Grace huyera con su hijo?
—Supongo que todo es posible. Pero después de su última caída, dudo de que fuera capaz de levantar una taza de café, mucho menos escapar de su esposo abusivo. —Farrell sonrió con un destello afilado en sus ojos—. ¿Qué es lo próximo que tiene planeado, Agente?
—Comprobar los movimientos de Mary Grace el día de su desaparición y la coartada de Winters.
Farrell asintió complacido.
—¿Y después?
—Luego iré a visitar todas las clínicas de mujeres, ubicadas a una o dos horas de aquí. A ver si puedo encontrar a alguien que pueda identificar a Mary Grace como paciente. Quiero demostrar la existencia de abusos continuos y significativos. También quiero establecer si Winters tuvo oportunidad de matar a su esposa y tirar el auto al lago Douglas.
—Busque las clínicas de mujeres en la frontera de Georgia. Ese iba a ser mi siguiente paso.
—¿Qué pasó? ¿Por qué cerró el caso?
—Fui apartado. Dixon, el teniente anterior a Ross, creía a Winters. Diablos hasta yo casi le creía algunos días. Él era un muy afligido esposo y padre o el mejor actor que he visto. —Suspiró—. Entonces, poco después, tuve que retirarme. Y Dix archivó el caso después de unos meses. Pasó el tiempo y la gente simplemente se olvidó.
—Usted no —dijo Steven suavemente.
Farrell volvió su dura mirada a Steven.
—No. Nunca olvido un caso. Especialmente aquéllos en los que hay niños desaparecidos. Todavía puedo ver el rostro de cada niño desaparecido que investigué. ¿Usted tiene hijos, Thatcher?
—Tres. —Cerró los ojos y vio sus rostros— Tres varones. Seis, trece y dieciséis años.
—Y con mucho gusto daría la vida por ellos.
—Hasta el último latido.
—Sharlene y yo perdimos a nuestro primer hijo cuando era bebé. Muerte de cuna, lo llamaban antes. Tuvimos otros, pero nunca olvidamos al que perdimos. Siempre consideré como un tipo de insulto personal a los bastardos que abusan de niños.
—Lo puedo entender. —Miró su reloj—. Me tengo que ir. Quiero ir a Sevier a ver el coche que sacaron del lago. —Se levantó y caminó hacia la puerta, girándose cuando Farrell lo llamó por su nombre—. ¿Sí?
—Me sorprendió que no preguntara por la orden de alejamiento.
Steven se detuvo en seco, regresó y se sentó de nuevo. Se aclaró la garganta.
—¿orden de alejamiento?
—Sí. Mary Grace pidió una orden de alejamiento el día antes de "caer" por las escaleras.
—Eso no estaba en el archivo —murmuró.
Farrell enarcó las blancas cejas.
—Interesante.
—Dígame lo que paso —exigió.
—Mary Grace visitó a un joven abogado de ayuda legal, y obtuvo una orden de alejamiento contra Rob Winters el día antes de caer por las escaleras, hace nueve años. Nunca se presentó. El abogado la llevó al juez la tarde del miércoles, el juez lo tomó en consideración y el jueves temprano por la mañana, Robbie llamó al 911, porque su madre estaba inconsciente con una vértebra quebrada en su columna, por lo que estaba ahogándose en un charco de su propia sangre, en la parte inferior de la escalera del sótano.
Steven sacudió la cabeza con incredulidad.
—¿Y nadie pensó, como mínimo, que esto era un poco raro?
—Yo lo hice. Pero Rob Winters había pintado a su esposa como depresiva y melancólica por años. Había perdido un bebé unos años antes y dijo que nunca volvió a ser la misma. Dio a entender que ella bebía a veces. No había alcohol en la casa. Ni ningún indicio en su sistema. Los médicos dijeron que había estado demasiado tiempo tirada en el suelo del sótano como para poder determinar si había bebido. —Farrell se encogió de hombros—. Una vez más, debería haberlo visto en ese momento. Estaba devastado. Visitó el hospital todos los días.
—¿Quién fue el abogado de ayuda legal?
—Un hombre joven de apellido López. —Hizo una mueca—. Tratamos de encontrarlo. Desapareció de la ciudad.
—Convenientemente —dijo Steven secamente—. ¿Y el juez?
—Quería mas información antes de firmar la orden. Después de la caída, no hubo pruebas de que Winters hubiera estado cerca en ese momento. Y Mary Grace ya se había caído anteriormente.
—¿Winters se encontraba de servicio?
—Sí. Pero la orden de alejamiento y su caída ocurrieron cerca de dos años antes de su desaparición. Después, nadie cuestionó su coartada para esa noche.
—Yo lo haré —murmuró Steven.
—Bien. —Espero hasta que Steven estuvo en la puerta para llamarlo—. ¿Thatcher?
—¿Sí?
—Ponga preso al cabrón durante mucho tiempo.
Condado Sevier, Tennessee
Miércoles, 7 de marzo
03:30 p.m.
Steven manipuló la estatua de cerámica agrietada como si fuera un jarrón Ming. La estatua no estaba incluida en el informe original. El mecánico Russell Vandalia, explicó que la había encontrado después, al limpiar el limo del piso. Vandalia andaba cerca, escupiendo en una lata de café. Steven estaba seguro que el hombre se consideraba discreto. El ayudante Tyler McCoy estaba junto a Vandalia, con una mirada de desconfianza en su rostro
—Se parece a la Virgen María —opinó Vandalia—. Pero ese no es el nombre en la placa.
Steven dio vuelta la estatua y entrecerró los ojos.
—Santa Rita de Casia.
—¿Quién es ella? —preguntó McCoy—. Yo no soy católico.
—Santa Rita es la patrona de las causas imposibles —respondió Steven—. Era el nombre de una escuela parroquial para chicas en mi ciudad natal —agregó, su tono era irónico. Él era católico. De hecho, había sido monaguillo. Incluso en un momento consideró seriamente convertirse en sacerdote. Por supuesto, eso fue antes de que Melissa Peterson, una de las más populares de Santa Rita, le mostrara lo que se estaba perdiendo en la parte trasera del nuevo Cutlass Oldsmobile de su padre. Él había dicho cinco Avemarías después de confesarse un mes más tarde. Había dicho "Sí, quiero" dos meses después de eso. No se arrepentía. Su hijo mayor, Brad, era una de las mayores alegrías de su vida. Matt y Nicky fueron las otras dos. La pesca se situaba en un distante cuarto lugar.
—Me pregunto qué hacía en su auto —dijo McCoy pensativo, sacudiendo a Steven de su viaje mental. Se había preguntado lo mismo. Estaba totalmente fuera de lugar.
—Pregúntele al Detective Winters. Él pareció encontrarla especialmente importante — comentó en voz baja Vandalia.
Steven se dio la vuelta, casi cojeando, con la estatua contra su pecho para mirar a Vandalia.
—¿Winters estuvo aquí? —preguntó bruscamente.
—Sí, señor. El lunes por la tarde. Se quedó mirando la estatua durante mucho tiempo. Parecía agitado.
Steven respiró hondo y puso la estatua en una mesita al lado del coche.
—¿Usted sacó el auto, ayudante McCoy?
McCoy asintió con la cabeza.
—Sí, lo hice. Fuimos al lago buscando una víctima de jet ski, y dimos con él por accidente.
—¿Dónde lo encontraron? ¿En qué parte del lago? —Steven se acercó a un mapa de la zona pegado en la pared.
McCoy fue a su lado, y señaló la esquina suroeste del lago.
—Justo por aquí. Hace siete años esta zona estaba sin desarrollar. Los excursionistas la utilizaban para acampar, pero en general era bastante desierta. El coche estaba a unos quinientos metros de la orilla de la orilla.
—No lo empujaron hasta allí —reflexionó Steven—. Es demasiada distancia. —Frunció el ceño, visualizando la situación—. Apretar el acelerador, conseguir acelerar el motor, después dejarlo volar. ¿Es la estatua lo suficientemente pesada como para mantener abajo el acelerador?
—Eso es lo que pensé —dijo Vandalia, en voz baja como antes.
—¿El secuestrador tenía algún tipo de fijación religiosa? —reflexionó McCoy.
—Tal vez —dijo Steven—. Pero me gustaría saber porque Winters se molestó al verla. —Dio una última mirada a la estatua de Santa Rita—. Creo que es momento de tener una charla con el Detective Winters.
Chicago
Miércoles, 7 de marzo
05:00 p.m.
—Estás terriblemente callada —observó Dana, masticando palomitas de maíz con mantequilla, viendo cómo Caroline observaba el campo de juego, su expresión distante. Tom había perdido dos rebotes y no se había dado cuenta—. ¿Qué pasa?
Caroline parpadeó y miró por el rabillo del ojo.
—Solo pensaba.
—Entonces estamos hundidas en mierda. ¡Oh! —Se cubrió la boca y miró alrededor, para ver si alguno de los adolescentes que la rodeaban la había oído jurar.
—No te preocupes por eso —aconsejó Caro, saludando a Tom que tenía el ceño fruncido—. Estos chicos saben palabras que jamás escuché en siete años de mi vida con un... —se detuvo bruscamente, apretó los labios y cerró los ojos—. Oh, Dios mío.
En siete años de vivir con un policía. No había que ser un genio para saber lo que Caroline iba a decir, callando a tiempo. Lo sorprendente era que Caroline hubiera tenido un desliz. Caroline nunca tenía un desliz. De todas las mujeres que Dana había acogido en Hanover House, Caroline Stewart era la más determinada a que su nueva vida funcionara. Había tomado todas las precauciones necesarias, y honestamente, Dana pensaba que algunas eran innecesarias. El color de cabello que decidiera siete años antes aun era motivo de discordia entre ellas.
Pero el modo de Caroline, había dado resultado. Después de siete años, ella y Tom seguían viviendo en relativa libertad. No sería verdadera libertad hasta que Caroline no dejara de saltar cada vez que alguien se le acercara por detrás. Hasta que se sintiera cómoda en su propia piel. Hasta que tuviera una vida propia. Hasta que Tom dejara de llevar el peso de proteger a su madre de una pesadilla. Caroline diría que relativa libertad era suficiente. Dana no estaba de acuerdo, pero hacía mucho tiempo que había aprendido que discutir con ella era perder el tiempo. Dana tendía a perder gran cantidad de tiempo.
Caroline permaneció en la grada con una mano en la boca y una expresión tan culpable como si le hubiera hecho una proposición al papa.
—¿Qué pasa conmigo? —preguntó—. Yo nunca cometo un desliz, nunca.
Dana se encogió de hombros.
—Tal vez sea porque finalmente has comenzado a sentirte segura.
Caroline no dijo nada, simplemente se sentó y se quedó en la tribuna de madera.
—Me alegro de haber despertado a tiempo para conocer a Max anoche —musitó Dana—. De lo contrario, iba a tener que confiar en la descripción de la señora Polansky. Aunque era bastante exacta. Me dijo que Max Hunter era la cosa más atractiva que había visto en veinticinco años.
Y tenía ojos amables, recordó Dana con alivio. Después de casi diez años en este negocio, Dana había aprendido a confiar en su intuición. Ella podía detectar a los perpetradores, los violentos. Los que hacían de la vida de sus familias un infierno. Había bondad en Max Hunter. Dana quería ese tipo de hombre para Caro por encima de todo.
Caroline la miró por el rabillo del ojo.
—Me pidió que fuera a cenar con él esta noche.
Dana frunció los labios.
—Dos noches seguidas. Interesante. Por supuesto lo rechazaste porque tú nunca te pierdes los partidos de Tom.
Caroline frunció el ceño.
—¿Y qué se supone que significa eso?
Dana dejó que la sonrisa curvara sus labios, sabiendo cómo manejar los hilos de Caroline a la perfección.
—Solo que tú no lo hubieras rechazado porque estés asustada. Tenías que tener una buena razón.
—Cállate, Dana.
Dana rió otra vez y echó un puñado de palomitas en su boca.
—¿Te pidió salir mañana, cuando rechazaste la salida de esta noche?
—Sí.
—¿Y tú has dicho...?
—Sí.
Las respuestas monosilábicas de su mejor amiga agitaron en Dana una profunda compasión. La mantuvo encerrada. Caroline no necesitaba que la malcriaran en ese momento.
—Y ahora estás pensando: “Oh, Dios mío, ¿Qué estoy haciendo?”
Caroline suspiró.
—Sí.
—Que elocuente eres cuando las tripas se te anudan, ¿no?
Caroline la miró.
—Cállate, Dana.
Dana levantó una ceja.
—La fiscalía descansa. Caro, ¿has pasado un buen momento con Max?
—Sí. —Su labio inferior temblaba un poco—. Ha sido una de las mejores noches que he tenido.
Dana empujó la compasión al fondo otra vez. Tantas veces tenía que resistir las ganas de abrazar a la mujer a su cuidado. A veces era apropiado. La mayoría de las veces, no podía permitirse ese tipo de sensibilidad. Porque la mayor parte del tiempo, sus pacientes necesitaban un empujón, suave pero firme. Caroline ya no era una paciente. Esa mujer que se mordía el labio era su amiga. Hizo a un lado sus propios sentimientos y se encogió de hombros.
—Entonces, sal de nuevo con él —dijo como si le diera lo mismo lo que hiciera—. Lo peor que puede ocurrir es conseguir una cena gratis y disfrutar de la vista al otro lado de la mesa.
Caroline frunció el ceño.
—Que cosas terribles dices —espetó, después sus ojos se suavizaron, comprendiendo lo que había sido una maniobra bastante transparente. Dejó escapar un suspiro enorme—. Su hermano ha arreglado mi coche.
Dana miró bruscamente el perfil pensativo de Caroline.
—¿Qué?
—Su hermano. David. Ya sabes...
Dana sonrió.
—¿El que puso en su lugar a Piraña Shaw? Ya me agrada.
Caroline se succionaba las mejillas, luchando contra la risa. Se dio por vencida y dejó que la sonrisa se adueñara de su rostro.
—Fue un espectáculo para los ojos —rió ella—. De todos modos, ayer le mencioné que mi arranque estaba descompuesto, y hoy después del trabajo, David se apareció con las llaves. Dijo que tenía mi coche remolcado en su negocio, donde "por casualidad” tenía un arranque y que no era ningún problema.
—¿Entonces qué hiciste?
Caroline se encogió de hombros con inquietud.
—Pude convencerlo de que me dejara pagar el arranque, pero se negó a aceptar nada por la mano de obra. Así que le dije gracias y tomé las llaves. Parecía tan feliz de ayudar, y yo necesito el auto. —Preocupada se mordió el labio con los dientes—. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Depende. ¿Es parecido a Max?
Caro entrecerró los ojos.
—Sí.
—Entonces lo menos que podías haber hecho era comentarle que tienes una amiga que necesita una puesta a punto.
—¿Y me hubiera estado refiriendo a ti o a tu coche? —preguntó secamente.
Dana sonrió.
—Cualquiera. Ambos. Soy muy flexible. —Y esquivó las palomitas que Caroline le tiró en la cabeza.
Asheville
Miércoles, 7 de marzo
07:00 p.m.
Había empezado a llover, una llovizna ligera, fría, lluvia de primavera suave, golpeteando sobre el techo del auto de alquiler de Steven, estacionado en el camino de entrada vacío de Winters. El interior del coche estaba en silencio, excepto por el silbido rítmico del limpia parabrisas.
—¿Y ahora qué? —se preguntó Steven en voz alta, su voz sonó ronca en el mudo silencio. Se reclinó en el asiento y se pellizcó el puente de la nariz, un gran dolor de cabeza se acercaba. Sue Ann Broughton estaba aterrorizada. Lo había visto en sus ojos. También había visto los moretones desvaneciéndose en su rostro y cuello. Tenían probablemente tres o cuatro días. Lo que significaba que Winters había puesto el puño en su cara más o menos al tiempo de enterarse de lo de su esposa e hijo. Odiaba los casos de abuso doméstico. Eran difíciles. Especialmente cuando un policía estaba involucrado.
Sacudiéndose su estado de ánimo, sacó su teléfono celular y llamó a la línea directa del despacho de Ross.
—¿Teniente? ¿Winters mencionó la idea de tomar vacaciones?
—No —respondió Ross cuidadosamente—. Solo estaba recuperándose del impacto después de que en Sevier encontraran el coche de su esposa.
—¿Le dijo que no saliera de la ciudad?
—Sí. —Hizo una pausa y luego preguntó—. ¿Por qué?
Steven se quedó mirando la casa vacía, excepto por su novia maltratada.
—Porque se ha ido.
Chicago
Miércoles, 7 de marzo
08:30 p.m.
—Pensé que los chicos no se tardaban en el baño como las chicas —se quejó Dana.
—Lo hacen cuando saben que las chicas estarán mirando —contestó Caroline, y lanzó una mirada señalando el vestíbulo de la escuela, donde un grupo de adolescentes esperaba que saliera el equipo local de baloncesto—. De todos modos, aquí viene. Ya podemos irnos.
Tom se separó del grupo, pendiente de las últimas palabras del entrenador. No se veía feliz.
—¿De qué están hablando? —preguntó Dana en voz baja.
—Tom estuvo fuera del juego esta noche —murmuró Caroline de espaldas—. Se perdió un par de tiros libres fáciles y provocó faltas dos veces. Pero Frank es un buen entrenador. Nunca les grita a los chicos. Si lo hiciera, yo ya estaría encima de su cara, para lo que necesitaría una escalera. Probablemente le esté diciendo a Tom que se concentre y deje de prestar atención a las animadoras.
Dana frunció el ceño.
—Antes eso no parecía distraerlo. ¿Qué más le preocupa?
Caroline vio a Tom asentir con la cabeza gacha. Su propio corazón estaba turbado.
—Estaba tranquilo esta mañana en el desayuno. Pero creo que está un poco celoso de Max.
—Pensé que podía ser eso —dijo Dana—. Sería anormal si no lo estuviese.
—Pero se le pasará, ¿cierto?
—La vida continúa, Caro. El pequeño Tom va a tener que aceptar que ahora su mamá es como un imán. Ay... —añadió cuando Caroline le golpeó el brazo.
—Cállate, Dana. —Inclinó la cabeza cuando Tom se acercó—. Una noche dura, ¿eh?
Tom asintió con gravedad.
—Sí —dijo y se dirigió a la puerta sin decir una palabra.
—La articulación de pocas palabras cuando están molestos es de familia —murmuró Dana en voz baja.
—Cállate, Dana. —Se apresuró para alcanzar a Tom—. Tom, ¿qué dijo Frank?
—Nada. —Deliberadamente alargó sus pasos, dejándola atrás.
Caroline giró los ojos.
—Haz como quieras. No por ahí, Tom. —Le hizo un gesto a la derecha, cuando vio que él iba hacia la parada de autobús—. Vamos a la playa de estacionamiento.
Tom miró a Dana y se encogió de hombros.
—Lo que sea.
Los tres caminaron en silencio hasta el antiguo Toyota de Caroline. Tom se paró abruptamente.
—¿Qué es esto? —preguntó, mirando por encima de su hombro.
Caroline frunció los labios.
—Mi coche. —Abrió la puerta del conductor y desbloqueó las puertas—. Entra. —Lo miró por encima del techo del auto—. Por favor...
Subió en el asiento de atrás. Apenas esperó hasta que Dana y ella se abrocharan los cinturones para explotar.
—¿Cómo lo arreglaste? Pensé que no había dinero suficiente para que vaya al campamento de baloncesto porque estábamos ahorrando para arreglar este pedazo de basura. —Dio un golpe furioso en la tapicería desgastada, y luego se apoyó en el respaldo del asiento, con los brazos firmemente cruzados sobre el pecho.
—Uh-oh —murmuró Dana, e hizo una mueca cuando Caroline entrecerró los ojos—. Callándome.
Caroline respiró hondo, poco a poco recuperando el control. Tom rara vez se enojaba, por lo que tenía poca práctica en tratar con él en este tipo de situaciones.
—Tom, lamento que hayas tenido un mal juego. Sé que no sucede con frecuencia suficiente como para que tengas práctica aprendiendo a controlar la decepción. —No está mal, pensó para sus adentros, no está mal en absoluto—. Sin embargo, eso no te da derecho a comportarte como un mal educado. Así que, déjalo ya —agregó bruscamente—. Hablaremos de esto en cuanto dejemos a Dana en su casa.
Tom se enderezó en el asiento trasero.
—¿Cómo conseguiste el dinero para arreglar el auto? —preguntó con suspicacia, haciendo caso omiso de la orden de dejar el tema.
Caroline suspiró y salió del estacionamiento.
—David, el hermano de Max, lo arregló para mí.
Sobrevino un momento de silencio.
—Qué amable de su parte —dijo Tom, con frialdad.
Caroline miró por el espejo retrovisor con sorpresa. Él se había girado, mirando por la ventana, pero podía ver lo suficiente de su perfil para que se le helara la sangre.
—¿Qué significa eso?
—Nada.
Su temperamento despertó ante su tono y ante la idea de que, deliberadamente, había dejado algo sin decir.
—No, no. Si vas a escupir algo como eso, lo terminas, jovencito ¿Qué-se-supone-que-significa-eso?
—Caroline —murmuró Dana.
Caroline apretó el volante, sus manos temblaban. Odiaba los enfrentamientos como ese. Le daban nauseas. Pero Tom era su hijo. Era necesario tratar lo que sentía. También debía aprender que no podía faltar el respeto, sin importar cuál fuera la causa.
—Si está en edad de recorrer ese camino, tiene edad suficiente para explicarse, Dana. ¿Tom? Explícate.
—¿Por qué el hermano de Max arregló tu coche? —preguntó ácidamente.
—Porque es un buen hombre. Anoche cené con Max y su hermano. En la conversación mencioné que el arranque no funcionaba —agregó de manera significativa—. David estaba tratando de ayudar.
—¿Solo así?
—Sí —respondió exasperada—. Solo así. Tom, hay gente buena en el mundo que hace cosas agradables, sin esperar nada a cambio. ¿Puedes entender eso?
Tom no dijo nada durante un momento. Luego respondió.
—Sí. Entiendo.
Caroline mordió el interior de su mejilla. El resto de camino hasta el departamento de Dana lo hicieron en un tenso silencio. Dana le dio unas palmaditas en el hombro mientras se sacaba el cinturón.
—Solo tiene catorce años, Caro —murmuró.
Parecen cuarenta, pensó Caroline. Intentó sonreír.
—Buenas noches, Dana.
Dana miró inquieta hacia el asiento trasero antes de cerrar la puerta del coche.
Caroline hubo conducido por cinco minutos cuando finalmente logró serenar su corazón para hablar con calma.
—Tom, tú y yo hemos pasado por mucho estos últimos años, y siempre he sido honesta contigo. Tú me debes el mismo respeto. —Se detuvo en una luz roja, y miró por el retrovisor. Tom aun miraba por la ventana—. Tom, me agrada Max. —Vio tensarse su mandíbula—. Me gusta mucho. Y ahora seré honesta contigo. Esto es nuevo para mí. No estoy segura de lo que vaya a suceder a continuación. Pero sé que me siento feliz cuando estoy con él. Si tú te lo permites, creo que te agradará también.
Tom no movió ni un músculo y la luz se puso verde. Sacudiendo la cabeza, puso el coche en movimiento.
Otros cinco minutos pasaron antes de que Tom hablara.
—La gente puede hacer cosas agradables sin motivo. Los hombres no.
Caroline sintió que se le revolvía el estomago. Oh, cariño, pensó, luchando contra el impulso de llorar. Pidiéndole al cielo que su hijo no creyera que eso era verdad.
—Tom...
Tom se movió tan de golpe que la sobresaltó. Se adelantó, agarrando su apoya cabeza, dándole una gran sacudida con las manos.
—No puedo creer que no lo veas, mamá. No puedo creer que estés siendo tan ingenua.
Caroline miró al frente, agarraba con tanta fuerza el volante que los nudillos le latían. Respiró, tratando de ignorar la punzada en el corazón.
¿Ingenua? Tal vez lo fuera. Pero era mucho mejor ser ingenua que amargada. A pesar de que en algún momento del camino debió haberse vuelto amargada. ¿Dónde mas podría su hijo haber aprendido ese tono?
Su incipiente relación con Max cobró aun mayor significado.
—Voy a cenar con él mañana, Tom —dijo en voz baja, con firmeza.
—¡Mamá! —exclamó Tom. Molesto, volvió a hundirse en el asiento, con el rostro tenso.
Habían llegado frente a su departamento, Caroline encontró un lugar libre y estacionó, dando gracias porque fuera tan cerca del edificio. El barrio era complicado por la noche. Algún día, ella sería capaz de pagar algo mejor. Algún día, su hijo podría darse cuenta de que la gente... los hombres, podían ser amables. Se volvió para hacer frente a los ojos enojados.
—Sé que estás molesto porque me quieres. Estoy pidiendo que me quieras lo suficiente como para confiar en mí, Tom.
Tom negó con la cabeza.
—No es en ti en quien no confío —murmuró.
Abandonó el coche y caminó hasta el edificio sin mirar atrás.