Capítulo 20

Chicago

Domingo, 18 de marzo

11:30 a.m.

Dana detuvo su coche con un chirrido, rompiendo el silencio que había reinado desde que habían salido del camino de entrada de Max.

—Te juro que es el idiota más grande que Dios ha tenido la mala suerte de poner en este planeta —le espetó, manteniendo su mirada al frente del parabrisas.

Caroline tiró de la manija de la puerta y se lanzó del coche, luego se volvió y se inclinó hacia adentro. Su cara húmeda picaba por el viento frío, pero hacía rato que había dejado de contener las lágrimas.

—¿Y esa sería tu opinión profesional? —preguntó con sarcasmo, con la voz alterada por la nariz congestionada.

Dana ladeó la mandíbula hacia un lado.

—No, esa es mi opinión como tu mejor amiga. No tengo ni idea de por qué te importa tanto la estúpida bigamia de todos modos.

Caroline entrecerró los ojos hinchados.

—Cállate, Dana.

—Cállate tú, Caroline, y escúchate a ti misma. Realmente no creo en toda esto de la bigamia. ¿Sabes por qué? ¿Así que violas la ley al casarte con Max Hunter? No sería la primera ley que rompes y es poco probable que sea la última. Cada vez que firmas con tu nombre cometes fraude. Cada vez que llamas a tu hijo “Tom”, estás multiplicando el fraude. Técnicamente ilegal. Pero lo haces, porque el temor de ser descubierta por tu marido es mucho más poderoso que el miedo de ir a la cárcel. —Suspiró y sacudió la cabeza—. ¿No debería el amor por Max y el deseo de hacerlo feliz ser más fuerte que cualquier pequeñez en lo que se refiere a la ley, que convenientemente se te ocurre respetar ahora?

—Estás pasándote de la raya, Dana.

—No, no lo hago. Porque todo este asunto de la bigamia es demasiado conveniente. Es tu manera de preservarte de que te lastimen. Es tu manera de tener una vía de escape. No sacudas la cabeza y me digas que no, Caroline. Estoy en lo cierto y lo sabes. Si no te atas legalmente Max y las cosas no funcionan, puedes escapar, al igual que huiste de Rob y Mary Grace. Al igual que has evitado cualquier relación seria desde el día que te conocí.

Caroline sintió que su cuerpo temblaba mientras las palabras de Dana calaban profundo. Mientras su traición calaba profundo. Dana había sido su roca, su apoyo, la única que creyó en ella. Y ahora... ahora... Estaba entumecida, su mente incapaz, no podía procesar otro pensamiento. Le dolían los ojos, la cara le quemaba. Su corazón... Ella podría incluso no sentirlo ya.

—Vete, Dana —dijo con cansancio—. ¡Cállate y vete!

Dana golpeó el volante.

—Bien, Caroline. Voy a callar y a desaparecer. De esa manera no tendré que sentarme y ver como desperdicias una legítima oportunidad de perfecta felicidad. —Dana resopló, frustrada, con un suspiro enojado—. Cierra la puerta, Caroline. Vamos, sube hasta tu apartamento y escóndete de tu miedo en soledad. Solo tú eres moralmente superior. Disfrútalo mientras dure. Y más te vale rezar mucho porque Max todavía te quiera de vuelta cuando recuperes el sentido.

Aturdida, Caroline la miró.

—No me creo moralmente superior.

Dana levantó las cejas con asombro sarcástico.

—Oh, sí, lo haces. Juzgas y condenas a todas las mujeres de Hannover House que regresan con su marido.

Los ojos de Caroline se estrecharon a través de sus lágrimas sin fin aparente.

—Ellas son débiles.

Dana movió la cabeza.

—Ellas son humanas. Tienen miedo. Ellas no son tú. Tú juzgas a Max por no querer volver a ver un partido de baloncesto porque le duele.

Caroline negó con la cabeza, incapaz de entender las acusaciones procedentes de la mujer en la que había confiado sobre todos los demás.

—El culpaba a los demás por sus problemas, por lo que todos a su alrededor sufrían a causa de algo que él no podía controlar. Él vivía en el pasado...

Dana pareció calmarse, aunque no movió un músculo.

—¿Y tú no?

Bendito sea, estalló.

—¡No!

Dana suspiró y puso el coche en marcha.

—Bien, entonces. Nos vemos luego, Mary Grace. Cierra mi puerta por favor, —La miró deliberadamente—, Mary Grace.

—¡No me llames así! —Caroline apretó los dientes, mirando a su alrededor para ver si alguien estaba lo suficientemente cerca para escuchar.

Dana suspiró de nuevo, una espectacular exhalación de viento.

—¿Por qué? ¿Debido a que el marido feroz podría estar al acecho en los arbustos? Déjalo ya. Él no viene por ti. Puedes volver a llamarte Mary Grace Winters, víctima extraordinaria. —Se mordió el labio y fue entonces cuando Caroline vio las lágrimas en los ojos de Dana—. Porque seguro como el infierno que no eres la mujer que yo creía conocer. Ella no le hubiera hecho daño a alguien a quien amaba, como acabas hacerlo con Max Hunter. Tú no eres Caroline. —Ella parpadeó, soltando las lágrimas por su rostro—. Cierra la puerta, Mary Grace. Necesito ir a casa.

Hirviendo, Caroline cerró la puerta del coche y vio a Dana alejarse.

—Yo no soy moralmente superior —murmuró a la calle vacía—. No lo soy.

Agitada y llorando, subió las escaleras hasta su apartamento y abrió la puerta. Su abrigo aterrizó en el sofá, su bolso en la silla. Tintinearon sus llaves cuando ella las lanzó a través de la cocina, aterrizando ruidosamente en el rincón, detrás del tarro de galletas. Abrió el refrigerador y luego volvió a cerrarlo cuando la mera visión de los alimentos le revolvió el estómago.

Apoyando su frente en el refrigerador frío, cerró los ojos y susurró:

—No estoy huyendo.

¿Era ella? ¿Era que todo eso de la bigamia simplemente era humo y espejos? ¿Acaso ella alguna vez había existido para el sistema legal de Carolina del Norte? No. La respuesta a esa pregunta era definitivamente no. Miró a su alrededor la cocina, y las migas de pan sobre la mesa, un cuchillo en el fregadero, los restos del último sándwich que Tom había comido antes de partir en su viaje de camping. Su hijo estaba sano, fuerte y bien alimentado. Y seguro. Dana tenía razón. Él estaba a salvo porque había ignorado pensar en el fraude que cometía consiguiendo su certificado de nacimiento y su número de seguro social. Todo lo demás era insignificante en comparación con el hecho de poder mantener a su hijo a salvo. Incluyendo la ley.

Se alegró de que Tom no la hubiera visto así, aun cuando echaba de menos la contención que sabía que él le ofrecería lealmente. La hizo sentir culpable su dependencia de Tom, el peso que había puesto sobre sus hombros todos esos años. Se sorbió los mocos, tratando de aliviar la congestión de la cabeza, pero fue en vano. Con un profundo suspiro, caminó de regreso al cuarto de baño, esperando que una toallita caliente surtiera efecto.

Abrió la puerta del baño y apoyó las manos en el fregadero, dejando colgar la cabeza hacia abajo. Ella lo había herido. Había lastimado a Max en el alma. Lo había visto en sus ojos. Y las palabras de Dana comenzaron a penetrar en su mente. ¿Había estado tratando de escapar?

Dio vuelta la llave del agua caliente hasta que el vapor se elevó del grifo, a continuación, humedeció un paño y lo echó sobre el rostro. Ayudó. El dolor detrás de sus ojos pareció disminuir un poco, lo que le permitió pensar un poco más claro. Bajó la toalla y se quedó mirando su reflejo en el espejo. La mujer que le devolvió la mirada le resultó familiar a pesar de haber pasado años desde que se vieran por última vez. La mujer que le devolvió la mirada había llorado a menudo en los viejos tiempos. En los días de quemaduras, de heridas y contusiones. Antes de que huyera.

Todavía estaba huyendo. Aquí, en la quietud de su propio apartamento, podía admitirlo. Huía porque tenía miedo. No de Max. Nunca de Max. Pero igual tenía miedo. Y había herido al mismo hombre que decía amar. Dejó salir un suspiro y se cubrió el rostro con el paño. Todavía estaba caliente. Se sorbió los mocos. Su nariz se estaba abriendo un poco. Aunque sus ojos todavía palpitaban, se sentían como si ella hubiera pasado cinco rondas con el campeón. O con Rob.

Retiró el paño del rostro y respiró profundamente. Y su cuerpo dejó de moverse.

Olía... a él. Rob. Ese olor penetrante de su loción de afeitar. Se sacudió, miró a la cara roja en el espejo e hizo una mueca, tratando de sacar los miedos irracionales de su mente. No seas tonta, le dijo a su reflejo. Es sólo tu mente jugándote una mala pasada, pensó. Sólo porque has estado removiendo cada día horrible con él y por haber encontrado a San José en pedazos. Dana dijo que nunca iba a volver y ella siempre tiene razón, a pesar de lo cabeza dura que pudiera llegar a ser.

—Cálmate —murmuró en voz alta y mojó el paño en el agua caliente una vez más. Apretó el paño caliente en la cara, la sensación punzante detrás de los ojos se redujo un poco más.

San José en pedazos. Algo había persistido en ella desde que había encontrado la estatua rota el día anterior. Max dijo que Bubba, el gato, había derribado la estatua de la mesilla de noche, pero eso era imposible. Ella había dejado salir a Bubba antes de irse con Max. ¿No había sido así?

Respiró hondo de nuevo, dispuesta a que su corazón palpitante se calmara.

Y se quedó inmóvil, el aliento que había aspirado quedo atrapado en sus pulmones. Tenía un nudo en el estómago, sentía cada músculo de su cuerpo ponerse dolorosamente rígido.

Humo.

Oh, Dios mío. Su estómago se revolvió y ella ahogó la bilis.

Humo de cigarrillo.

Lentamente, bajó la tela y se quedó mirando.

Dana estaba equivocada esta vez, pensó, con los ojos fijos en el reflejo que ahora le devolvía la sonrisa. Llenaba la anchura de la puerta del baño, la parte superior de la cabeza ni siquiera era visible en el espejo. Se apoyó en la jamba de la puerta como si hubiera vivido en su apartamento durante toda su vida. Llevó una gran mano a la boca, un cigarrillo entre los dedos.

Paralizada, vio el humo que se elevaba desde el extremo rojo del cigarrillo, flotando perezosamente hasta el techo. Un recuerdo brilló ante sus ojos. Lo iba a utilizar sobre ella. Como antes. La punta roja le haría daño. El olor acre a carne quemada se combinaría con el olor rancio del humo del cigarrillo. Y le haría daño. Entumecida, vio como el humo seguía subiendo.

Bajó el cigarrillo y sopló el humo de manera que formara una nube alrededor de su cabeza. Él sonrió, dejando al descubierto los dientes amarillos. Ella había visto en sus pesadillas sus colmillos goteando sangre.

Su sonrisa se ensanchó, sus ojos eran tan calculadoramente perversos que ella se encontró fascinada. Los ojos de una cobra, pensó. Lista para atacar.

—Cariño, estoy en casa —canturreó él alegremente—. ¿Qué hay para cenar?

Chicago

Domingo, 18 de marzo

Mediodía

Dana apoyó la cabeza contra la puerta de su apartamento, el cansancio finalmente se apoderaba de su cuerpo. La energía generada por la ira sólo duró un rato y su enojo con Caroline se había disipado sólo a frustración en algún lugar entre la calle frente a su apartamento y la parte superior del tercer tramo de escaleras. En el momento en que había llegado al sexto piso, ya ni siquiera importaba. Negó con la cabeza, girando su frente contra la puerta de acero. El recuerdo de los angustiados ojos de Max Hunter le hizo bajar los hombros. Caroline era una tonta. Y una egoísta. Y tal vez un poco cruel. Ella siempre había sabido que Caroline era terca. Ella la había respetado, incitando, usado esa terquedad, que había sido la herramienta para mantener a Caro persiguiendo sus sueños.

Pero hoy... Dana movió la cabeza otra vez y dejó caer su llavero. Hoy esa terquedad había dejado de ser una herramienta y se había convertido en un arma. Apoyó la mano sobre el pomo de la puerta mientras deslizaba su llave en la cerradura y frunció el ceño cuando el pomo giro con facilidad. Un tirón de fastidio le dio el combustible para propulsar su cuerpo dentro de su apartamento.

—Evie —gritó, su voz, conteniéndose para no lanzar una maldición—. Te olvidaste de cerrar la puerta, de nuevo. —Cerró la puerta y rápidamente puso la cadena y corrió los tres cerrojos, la sucesión de golpes le daba una sensación de seguridad. Con su sueldo no podía permitirse un apartamento en algún barrio seguro. Sólo tenía una cadena, tres cerraduras, una buena relación con los policías locales, y el revólver pequeño que guardaba bajo el colchón, que la hacía sentirse realmente segura.

Evie no respondió. Dana echó un vistazo a su reloj. Esa chica dormía hasta mediodía si nadie la despertaba. Desabrochándose el abrigo mientras caminaba, se dirigió a la parte trasera del dormitorio.

—Maldita sea, Evie, despierta. Te estás durmiendo...

Las palabras se apagaron cuando Dana descubrió la destrucción en la habitación.

—... la vida —susurró—. Oh, no, oh, no. ¡Oh, Dios, Evie! —Cayó de rodillas junto a la cama, con una mano en la garganta de la chica, la otra en el teléfono. Los dedos de su mano derecha marcaron el 911 mientras los dedos de la izquierda desesperadamente trataban de detectar el pulso en el cordel enrollado alrededor del cuello de Evie.

Asheville

Domingo, 18 de marzo

12:30 hs.

El relevo fue bastante tranquilo, comparativamente. Más silencioso que un día de semana. Y, definitivamente, más silencioso que el grupo de periodistas-hambrientos-de-escándalos que se habían reunido para la conferencia de prensa en el auditorio de la Ciudad de Asheville. Steven miró al otro lado de la habitación para encontrar a Lambert intensamente centrado en escribir en su ordenador, los auriculares cubrían sus orejas. Cuando se acercó, Lambert se desprendió de los auriculares y lo miró con una mueca.

—Transcripción de la cinta del teléfono de la casa de Winters —explicó.

—¿Algo?

Lambert sacudió la cabeza y tomó una taza de café de la esquina de su escritorio impecablemente ordenado. Tragó y luego hizo una mueca y escupió otra vez de vuelta en la taza.

—Ugh. Dios. La única manera de hacer que nuestro café sea peor es beberlo frío. Tengo un par de llamadas, en su mayoría agentes de tele mercadeo. Sue Ann llamó a su ginecólogo, sin embargo. Hizo una cita para una visita pre-natal. —Lambert pasó las yemas de sus dedos por su cara y estiró la espalda. Hizo un gesto a una silla vacía—. Odio la transcripción. Me da un maldito dolor de cabeza. ¿Has oído de Spinnelli?

Sentándose, Steven negó con la cabeza.

—Nada nuevo. Envió a otra unidad por la mañana, temprano, pero Caroline Stewart todavía no estaba en casa. Ha dejado algunos mensajes en su máquina, pero ella no los ha devuelto. ¿Alguna noticia de la autopsia del chico?

Lambert pareció hundirse en su silla.

—Toni dice que el forense está noventa y ocho por ciento seguro de que el pelo de las botas de Winters pertenecía al chico. Sabía que sería así, ¿sabes?

—Pero esperabas que no lo fuera.

—Realmente esperaba que no lo fuera. —Lambert miró hacia otro lado, mirando el mapa en la pared—. ¿Tienes alguna idea de lo que es trabajar con un hombre quince años y después descubrir que es un monstruo?

Steven lo consideró. La tenía, pero no en el mismo sentido en que Lambert lo decía. Como no quería pensar en su monstruo personal, se levantó y sirvió dos tazas de café, y luego regresó a la mesa de Lambert y le entregó una.

Lambert le dedicó una sonrisa de gratitud.

—Gracias —vaciló—. Y gracias por alentar a Toni, el otro día. Era lo que necesitaba oír.

Steven se encogió de hombros, un poco incómodo.

—Era la verdad.

—Aun así, gracias. —Otro momento de silencio incómodo se extendió entre ellos. A continuación, Lambert se enderezó en su silla y se pasó la mano por el pelo dorado, despeinándolo. Steven sonrió. Incluso desarreglado el hombre podría posar para la revista GQ, pero de alguna manera eso ya no lo hacía menos policía—. ¿Spinnelli envió una mujer policía a buscar a Caroline Stewart? —preguntó Lambert abruptamente.

—No sé —respondió Steven, dándose patadas a sí mismo por no pensar en eso antes—. Si se asume que ella es Mary Grace, un policía hombre puede ser intimidante, considerando todo lo que pasó con Winters. Si está en casa, incluso podría no abrir la puerta. Además, si Spinnelli no ha sido específico acerca de por qué quiere que lo llame, puede no devolver una llamada telefónica de la policía de Chicago.

—Haremos llamar a Toni —sugirió Lambert, luego sonrió—. Ella puede hablar dulce cuando quiere.

—¿Cuando quiero qué? —preguntó Toni detrás de ellos y Steven se volvió para encontrarla vestida con un traje negro conservador. Era la hora del espectáculo para la prensa.

—Cuando la conferencia de prensa termine, me gustaría que llamaras al apartamento de Caroline Stewart —dijo Steven—. Ella puede que responda a ti, mejor que a un policía masculino.

—Lo haré. Por ahora tenemos una reunión con un grupo de pirañas hambrientas. —Miró a Lambert y una de las esquinas de su boca se inclinó hacia arriba—. Peina tu cabello, Jonathan. Es hora de enfrentar la música. —Miró a Steven cuando Lambert sacó un peine del cajón de su escritorio—. Gracias por venir, Steven. Esta conferencia de prensa es sobre el asalto al muchacho, pero es probable que surja el asunto de Mary Grace.

Steven le dio unas palmaditas en el hombro animosamente. Él odiaba las conferencias de prensa casi tanto como las citas a ciegas.

—No podía dejar que te llevaras toda la gloria, Toni. Eso no sería nada caballeroso.

Chicago

Domingo, 18 de marzo

13:45 p.m.

Se paseaba de arriba a abajo, el rey de su castillo. Caroline le había visto hacerlo antes, muchas veces, por lo general, detrás de los párpados hinchados. Hoy no fue diferente. Un latido sordo la golpeaba en las sienes, en la base del cráneo, lo que le hacía más difícil la concentración. Probó su colmillo superior derecho con la lengua. Lo noto un poco flojo. Sacudió la mandíbula hacia atrás y adelante, tan subrepticiamente como le fue posible. No se había roto. Sin embargo, Rob caminaba a lo largo de su pequeña sala de estar, pistola en mano. Solía hacer eso con regularidad en ese entonces. Solía tomar su revólver, el que su padre le había dejado, ponérselo en la cabeza y hacer clic, tirar del gatillo. Nunca estaba cargado, luego se reía. Pero nunca era seguro.

Sin embargo, hoy era un poco diferente. Hoy el arma tenía un largo silenciador, como si estuviera preparado para dispararla en un lugar cerrado. Como su apartamento.

Rob se detuvo y sonrió.

Desde su asiento en el viejo sofá, se le heló sangre. Consideró brevemente el hecho de huir, pero sus ojos se centraron en la pistola en su mano. Él podría no dispararle, pero ella nunca llegaría a la puerta. Era un hecho, lo sabía.

—Me sorprendes, Mary Grace —dijo, una sonrisa insinuándose en su voz—. Has conseguido llevarme por una larga persecución. Algún día tendrás que decirme cómo arreglaste todo. —Sus ojos se crisparon—. Me gustaría agradecer personalmente a todas aquellas personas que te han ayudado a lo largo del camino. Todas aquellas personas que mintieron por ti. —Su sonrisa cambió de sutil a abierta dejando al descubierto los dientes amarillos—. Todos esos médicos que dijeron que estabas paralizada, que nunca volverías a caminar. —La miró de arriba abajo—. Háblame de ellos. ¿Con cuántos has tenido que dormir para que lleguen a mentir por ti? —Levantó las cejas—. Trataremos ese tema más tarde. Te lo prometo. Por ahora, volvamos a la cuestión principal que nos ocupa. —Dio un paso adelante—. ¿Dónde está Robbie?

Ella le devolvió la mirada, deseando poder parpadear, deseando poder tragar. Y no dijo nada.

Dio otro paso, hasta que sus pies estuvieron a centímetros de los suyos.

—Te ves diferente —comentó—. Tu cabello es demasiado oscuro. —Levantó la mano y agarró un puñado y tirando de él, la puso de pie—. Apuesto a que sigues siendo la misma rubia en las raíces. Tal vez lo descubramos. —Retorció el puñado de pelo alrededor de su muñeca hasta que ella se puso de puntillas, con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Dónde está mi hijo?

Él ya se lo había preguntado antes. ¿Cuántas veces? ¿Una docena? ¿Más? Se había retirado tan profundo que había perdido la noción. Cada vez que le exigía saber dónde había escondido a Robbie, ella no decía nada, ganándose el peso de su furia, sintiendo el dolor cegador cuando la azotaba y golpeaba. Lo había sobrevivido antes. Podría hacerlo de nuevo.

Caroline cerró los ojos, forzando su mente calmarse, obligándose a pensar en otra cosa. Cualquier otra cosa. Cualquier cosa para mantener la verdad alejada de su mente para no dejar escapar nada sin pensar. Sintió el cañón frío del silenciador en la sien y se estremeció.

—Dime, Mary Grace —cantó sedosamente—. Sé que lo has envenenado contra mí. Sé que has hecho que me odie. Has hecho que odie a su propio padre. Eso, Mary Grace, está muy mal. Me dirás dónde está. —Tiró de sus cabellos y ella se tragó el grito—. Sé que esta acampando. Sólo quiero saber dónde. —Presionó más fuerte el silenciador—. Dime dónde.

Caroline mantuvo los ojos apretados, sus labios cerrados. Su mente cerrada. Tendría que matarla primero. Palideció internamente, no podía eliminar la imagen mental de Tom encontrando su cuerpo en el sofá. Iba a encontrarla muerta. La recordaría así para siempre.

—No —murmuró, más para ella misma que para Rob. Tom la recordaría como había sido. Dana le ayudaría con el resto. Independientemente de lo que sucediera, Rob nunca pondría las manos sobre su hijo. Ella respiró fuerte porque Rob tiró el pelo más duro.

—Tú. Tú me lo dirás muy pronto. —La atrajo con fuerza contra él y pasó los labios a lo largo de la curva de su mandíbula. Ella se estremeció. No pudo evitarlo. El cañón frío de la pistola siguió el rastro húmedo que los labios habían dejado atrás—. Tengo formas de hacer que me digas lo que quiero saber, Mary Grace. Puedes pensar que las conoces todas, pero te equivocas. He pasado los últimos siete años... perfeccionando mi oficio.

El teléfono sonó en ese momento y Rob se detuvo, su mano todavía enredada en el pelo, la cabeza todavía inclinada hacia atrás. Su garganta seguía expuesta. Mantén los ojos cerrados, se dijo. El teléfono siguió sonando. Siempre y cuando no lo veas, puedes fingir que estás en otro sitio del mundo, pero no aquí. Había sido su única salvación hacía siete años. Oró por tener todavía la voluntad mental de bloquearlo. Ya estaba tan cansada. Por fin la contestadora se encendió.

—Por favor, deje un mensaje. —Era la voz de Eli. Lo había grabado para ella años atrás, sencillo y dulce. El tono sonó.

—Probablemente es tu papi nuevo —comentó Rob, deslizando el silenciador en su garganta. Max. Él sabía sobre Max. Caroline se puso rígida y Rob rió—. Él ya ha llamado dos veces mientras te estuve esperando. “Por favor, llámame, Caroline. Lo siento mucho, Caroline” —imitaba cruelmente—. He oído que tuvisteis una pelea muy grande esta mañana.

La mente de Caroline fue a Max, recordando la angustia en sus ojos, sabiendo que ésta podría ser la última vez que oía su voz.

—Caroline, toma el maldito teléfono.

Los ojos de Caroline se abrieron. Era la voz de Dana y estaba llorando.

—¡Oh, por el amor de Dios, Caroline, crece y toma el teléfono! Te necesito aquí. Evie está herida. Los paramédicos la están llevando. Alguien la atacó, aquí en mi apartamento. Maldita sea, Caroline, reúnete conmigo en la sala de emergencias. Ella está inconsciente y no sé si sobrevivirá. —Clic.

Caroline volvió su mirada al rostro de Rob, viendo como sus ojos parpadearon, como todo rastro de burla desaparecía. Él se enojó y Caroline sintió su estómago hervir. Entonces, rápidamente, Rob sonrió, apretando su agarre en el pelo, tirando de ella aún más alto sobre sus pies.

—Maldita sea —dijo, casi conversacional—. Pensé que había terminado ese trabajo. Esa chica es demasiado malditamente tenaz para su propio bien.

—Tú —se oyó susurrar Caroline.

Él asintió con la cabeza, oscureciendo su expresión.

—Sí, yo. —La miró, y la piel de Caroline se erizó—. Puse mis manos alrededor de su cuello y apreté hasta que pidió que me detuviera. Así que lo hice. Até sus manos y pies con una cuerda fuerte. Apretado. —Tiró de sus cabellos—. Hice un corte y sangró. —Sus labios curvados, corrió la punta del silenciador en su garganta, entre sus pechos, acariciando la parte inferior de un pecho con el metal frío—. ¿Quieres saber si la violé? No tuve que hacerlo. Ella me lo dio gratis durante todo el fin de semana. —Sonrió, lobuno y petulante—. Pero lo hice de todos modos. ¿La lastimé? Oh, sí, Mary Grace. Le dolió mucho. ¿Gritó? Ella lo hubiera hecho, si no le hubiera cubierto la boca con cinta adhesiva. Estúpida perra. Luego tomé un poco de ese hilo fuerte y lo retorcí alrededor de ese bonito cuello hasta que ella dejó de respirar. Lástima que tenía prisa para llegar aquí, a ti. Fui descuidado.

¡Oh, Dios, Evie! La pena despertó en ella y con ello, la necesidad de llorar en voz alta.

Pero Rob estaba sacudiéndole la cabeza.

—No te preocupes, Mary Grace. Si alguna vez llega a despertar, ella va a decir que fue un hombre de pelo castaño rizado, bigote y ojos azules. —Levantó las cejas oscuras, parpadeó sus ojos castaños—. Lo que yo claramente no soy. Ella va a decir que fue un hombre llamado Mike Flandes. —Empujó los labios en una mueca—. Lástima. Creo que no voy a utilizar ese nombre nuevamente. Maldita sea, eso no fue mi disfraz más sencillo.

Caroline dejó deslizar los ojos cerrados. Había incursionado en él, hacia años. El arte del disfraz. Había, obviamente, perfeccionado su arte. Dios mío, pobre Evie.

Rob retrocedió un paso y ella lo siguió, todavía sobre sus pies. Oyó el ruido sordo de su pistola en la mesa de su pequeño comedor, el roce de la tela mientras buscaba en el bolsillo.

—Abre los ojos, Mary Grace. Vamos a ver esos melancólicos ojos azules tuyos. —Los dedos agarraron su cuello y siguió con voz entrecortada—. Dije que abrieras los ojos. Ahora. O me olvidaré que eres la madre de mi hijo y te trataré como la maldita puta que eres.

Resueltamente, se quedó con los ojos cerrados con fuerza y apenas logró tragar el grito cuando los nudillos se estrellaron contra su mejilla.

—Así que vas a hacer esto difícil, ¿eh? No es un problema. No hay problema en absoluto. De hecho, podría ser que...

Caroline quedó sin aliento nuevamente cuando sintió la mordedura de los hilos en contra de su propia muñeca.

—...que sea un poco más divertido —gruñó, tirando de la cuerda apretada, enganchando su muñeca a la espalda. Él la empujó en la silla y ella se tomó un respiro, preparándose mentalmente para algo mucho peor, pero lo único que podía pensar era en Tom o en Max hallándola atada. Muerta. La mataría. Tenía muy poco que perder—. ¿Dónde está mi hijo? —Exigió a sus espaldas. Empujó sus muñecas hacia atrás de la silla y las ató a los lados de la misma, tirando cuando terminó.

Ella guardó silencio hasta que él la golpeó de nuevo, dejándola en el suelo, con silla y todo. Esta vez no pudo contener un poco de llanto de dolor. Escupió la sangre que le llenaba la boca. Ella estaba ahí, indefensa, tan indefensa cómo lo había estado todos esos años atrás.

No, no indefensa. Nunca había estado realmente indefensa. Había sobrevivido entonces. Sobreviviría ahora también. Alguien la encontraría. Max vendría. Todo lo que tenía que hacer era aguantar. Y bloquear el sonido de su respiración sobre ella.

El teléfono volvió a sonar. Ella se preparó para la voz de Max, a sabiendas de que podría lastimarla tanto como darle algo a qué aferrarse. Una vez más la voz de Eli. Una vez más el tono. Pero esta vez era la voz de una mujer que nunca había oído antes.

—Este mensaje es para Caroline Stewart. Mi nombre es Teniente Antonia Ross del Departamento de Policía de Asheville, Carolina del Norte.

—Maldita sea —susurró Rob y Caroline abrió los ojos para encontrarlo mirando el teléfono, la rabia en cada línea de su cuerpo.

—Estoy buscando a una mujer llamada Mary Grace Winters y tengo razones para creer que ella esté con usted —dijo la voz de la teniente Ross—. La policía de Chicago también ha estado tratando de ubicarla desde ayer. Creemos que está en un gran peligro en relación a Rob Winters, el esposo de Mary Grace. Está armado y es muy peligroso, Sra. Stewart. Póngase en contacto con el Teniente Spinnelli en Chicago inmediatamente, incluso si usted no sabe de la mujer que estamos buscando. Su vida está en peligro. La policía de Chicago le ayudará. Por favor, no tenga miedo de ellos. —Ella recitó un número de teléfono y colgó.

Rob continuó de pie mirando fijamente el teléfono durante un largo minuto, su pecho subía y bajaba con la respiración.

—Hija de puta —gruñó y tiró de ella, levantando la silla—. No puedo creer esto. Levántate —ordenó con dureza—. ¡Dije que te levantes!

Caroline se limitó a mirarlo. Sus ojos se estrecharon, pero no dijo nada. Él había cometido un error en alguna parte. Ellos iban por él. Era sólo cuestión de tiempo antes de que alguien viniera por ella.

Rob cogió la parte delantera de su jersey y la arrastró sobre sus pies.

—No podemos quedarnos aquí. —Cortó los hilos que le ataban las muñecas y la empujó salvajemente hasta la puerta—. Toma tu abrigo.

Chicago

Domingo, 18 de marzo

18:00 hs.

—Apuesta o retirarte, Max —dijo Peter ligeramente.

Max levantó la vista de las cartas que tenía, encontrando expresiones de preocupación alrededor de la mesa.

—Lo siento, Peter. Esta noche soy pésima compañía. —Hizo un esfuerzo y encontró una sonrisa cansada. David había hecho algunas llamadas y de inmediato su familia había abandonado todos sus planes para venir a apoyarlo—. Jugar esta mano sin mí. —Con un esfuerzo, se puso de pie, aceptó el bastón de una sobria Ma y se dirigió a la sala oscura, donde él y Caroline había hecho el amor por primera vez menos de cuarenta y ocho horas antes. Sencillamente, no parecía posible.

Miró fijamente a la chimenea, oliendo las cenizas, escuchando los murmullos apagados procedentes de la cocina. Su familia había venido sin dudar, sin hacer ninguna pregunta. Sin explicación alguna por parte de él. Él sabía que ellos se preguntaban qué había pasado. Sabía que David no diría nada. Lo que se divulgara entre su familia dependía de él.

Lo que había contado era sólo que él y Caroline había peleado y que él se había precipitado.

Se había dado cuenta de que se había apresurado, apenas un cuarto de hora después de que Dana saliera del camino de su casa, lanzando una mirada de pesar por encima del hombro. Al parecer, Caroline no había llegado aún a la misma conclusión. No había cambiado de opinión, no hasta el momento. Aun así, él no aceptaría nada menos que el matrimonio. Él amaba a esa mujer, por amor de Dios. Ella dijo que lo amaba. Ellos debían estar legalmente juntos, como marido y mujer. Legítimamente él debía ser capaz de sonreírle a través de la mesa de la cena. En su cama. Cualquier bebé que tuvieran juntos legalmente debía llevar su nombre. Su nombre, maldita sea, no el nombre de un desconocido que encontró en una tumba de San Luis.

Él no se había equivocado. Sólo apresurado. Caroline no quería no casarse con él. Ella simplemente no encontraba una respuesta a un problema que había vivido durante siete largos años. Quince minutos después de que ella se hubiera ido, su mente había comenzado a aclararse, el dolor se había disipado cuando la lógica comenzó a imponerse. Lógica en la forma de David, por supuesto. Su hermano había esperado hasta que el cacharro de Dana hubo desaparecido antes de volverse hacia él, hacia los tristes ojos grises. Y en quince minutos, su hermano había acabado con su dolor. Max había visto más allá de su propio egoísmo, su propia autocompasión y había visto el valor que Caroline había reunido cada día de su vida. Pero no sólo el valor. Él había visto el miedo y el terror que la hacía temer siete años más tarde. Ella pensaba que no había salida. Pensaba que no había manera de escapar legalmente del hijo de puta que la había embrutecido durante toda su vida adulta.

Él sabía que necesitaba encontrar un camino para finalmente liberarla de su marido, juntos. Cualquier otra cosa no le permitiría casarse con él. Y nada menos que el matrimonio sería insostenible. Suspiró. Porque en su corazón, él conocía la verdadera razón detrás de su dolor. Si Caroline consideraba su matrimonio con el hijo de puta jurídicamente vinculante, significaba que, en su corazón, aún estaba casada. Aun comprometida. Siendo aun una parte de él. No mía, pensó, sintiendo la misma punzada que había sufrido durante todo el día. Si ella conservaba los votos sagrados, significaba que cualquier cosa entre ellos dos sería mancillada. Sucia. Él estaría viviendo con una mujer casada, y Max encontró eso más doloroso que cualquier otra cosa. Nunca se había acostado con una mujer casada, ni siquiera en sus días más salvajes en el béisbol profesional.

Hasta ahora. Sus hombros se hundieron.

Max descubrió que tenía su propia integridad. Las mujeres casadas estaban fuera de los límites. Estrictamente así.

Las luces del techo se encendieron y el olor familiar que su madre había usado desde que era niño le hizo cosquillas en la nariz. El cuero del sofá chirrió mientras ella se sentaba. Él no se movió de donde estaba, incluso cuando ella se apoderó de su brazo y se estiró lo suficiente para colocar un beso en la mejilla sin afeitar. Por el susurro detrás de él, el grupo se había trasladado a la sala. Por último, se volvió y los encontró sentados en una fila, cinco pares de ojos fijos en su rostro.

—Tenemos derecho a saber lo que pasó —comenzó Cathy sin preámbulos.

—Y ni siquiera consideran que puedas decir que no —advirtió Peter.

Elizabeth encogió sus delgados hombros.

—Sería de mala educación, Maxie.

—Tenemos que apoyarte, Max —agregó Peter en voz baja—. Esta vez tenemos que estar contigo.

Max miró a David, quien se limitó a asentir.

—Puedes confiar en nosotros, Max —dijo en voz baja su madre—. Te amamos. Siempre.

Max respiró profundamente y poco a poco se soltó.

—Si se tratara de mi secreto, lo diría sin dudar. Porque es de Caroline, tengo que pedir a cada uno de vosotros que me deis vuestra palabra de que nada de lo que diga va a salir de esta sala. —Cada cabeza asintió con la expresión seria—. Bueno, entonces. Si David me trae una silla de la cocina, tengo una historia que contar. —Logró una leve sonrisa— Por favor, pensad en qué forma puedo hacerlo bien con Caroline y hacer que ambos salgamos de este lío.