Capítulo 03

Carrington College, Chicago

Lunes, 5 de marzo

10:15 a.m.

El mundo clamaba que los lunes eran un infierno, pero a Caroline le daban una bienvenida sensación de rutina. No habían sido muchas las constantes en su vida. De alguna manera los presupuestos, las presentaciones y las preguntas constantes de los estudiantes, levantaban su día, más que aburrirla. Este era su mundo. Uno pequeño, al que algunos considerarían insignificante. Pero era su mundo y ella prosperaba en él.

Una triste sonrisa se dibujó en su boca, cuando su mirada se topó con la imagen enmarcada de Eli en su escritorio. Había sido su primer profesor en Carrigthon. El primero y el mejor. Tenía el don sobrenatural de crear una imagen tridimensional de la historia, una que vivía y respiraba y que cautivó la atención de Caroline desde un principio. Ella había estado considerando muchas asignaturas que sirvieran de base para su carrera en pre leyes. Una clase con Eli Bradford, hizo muy simple la decisión final.

Recordó aquella primera semana en la escuela nocturna. El sentimiento poco familiar de estar sentada en un aula nuevamente, después de tantos años. Era una madre joven con un hijo de siete años, un trabajo agotador de jornada completa y poco tiempo para disfrutar la única clase que podía pagar ese cuatrimestre. Eli se dio cuenta y le pidió que esperara, cuando al finalizó su tercera clase.

El había notado su temor de quedarse a solas con él en sus ojos de conejo asustado, y ella pudo ver la compasión en los amables ojos del anciano.

—Devora mis clases, señorita Stewart —dijo—. Me gusta eso.

Entonces le había ofrecido un trabajo como secretaria, con el descuento para empleados en la matrícula de los cursos. Había sido flexible, permitiéndole adaptar el trabajo a los horarios de sus clases. Dejaba que llevara a Tom al trabajo durante los fines de semana y en vacaciones escolares. Gracias a Eli y a Dana nunca necesitó niñera, ni una sola vez en los siete años desde que llegó a Chicago, con poco más que la ropa que llevaba puesta.

Y ahora él se había ido. Eli se había ido. El dolor se le clavó como una lanza. Nunca la vería graduarse, y estaba tan cerca. Solo un cuatrimestre más y tendría su título. Ella, una desertora de la escuela secundaria, tendría un título universitario. En lo profundo de su corazón, agradecía que Dana la hubiera presionado para obtener el título secundario. En lo profundo de su corazón, le daba las gracias a Eli por darle la oportunidad de lograr mucho más de lo que había soñado posible.

Su fuerte suspiro sacudió los papeles del escritorio. Y ahora él se había ido.

Miró el reloj, decidida a no llorar todo el día. Solo tenía una hora antes de que llegara el Dr. Hunter, suficiente para terminar el reporte de la nómina.

El sonido de arrastre de pies desvió su concentración de la nómina. Ella ya había escuchado ese sonido antes. Era el sonido de los hospitales. Los pacientes arrastrando sus pies por el suelo de baldosas, andadores y bastones de apoyo, dedicados a la dolorosa tarea de aprender a caminar de nuevo. Todavía era un sonido que podía hacerla estremecer. Pero no se estremeció. Era una ley no escrita en rehabilitación. Nunca demostrar pena o rechazo hacia quienes te rodean. Era una ética muy fuerte entre los lisiados y en recuperación.

Haciendo una inspiración profunda y componiendo una sonrisa sincera, Caroline levantó la vista de los papeles para encontrar una mano, ancha y suave de largos dedos, agarrando el extremo de un bastón de madera curvada. Subió su mirada un poco más para encontrar una cintura angosta y un pecho muy amplio cubierto con un traje cruzado. Tragó. Miró más arriba. Sus ojos subieron hasta llegar al rostro del hombre que estaba de pie ante su escritorio. Era alto, más alto que Tom. Era oscuro, pero ciertamente no amenazante, con la mandíbula fuerte y cuadrada, sus cejas oscuras ligeramente pobladas. Su cabello era espeso y negro, recortado cerca de su nuca. Un mechón le caía sobre la frente, dándole un aspecto casi infantil. Su traje era azul marino y parecía encajar y adaptarse muy bien a sus hombros. Su corbata era estampada y destacaba los fuertes músculos del cuello. Unos ojos gris humo le devolvieron la mirada, una boca grave que no mostraba rastro de sonrisa. Abruptamente enganchó el bastón en la parte de atrás de su cinturón, quedando oculto por el abrigo.

Inexplicablemente el corazón de Caroline comenzó a latir más rápido. Este era un hombre con H mayúscula, como Dana solía decir. Ahora entendió el significado de sex appeal. Lo emanaba por cada uno de sus perfectos poros.

Misericordia.

Se aclaró la garganta.

—¿Pue...? —tropezó con las sílabas y sintió enrojecer su rostro por la vergüenza. Aunque un hombre que se veía como él, debía dejar babeando y tartamudeando a las mujeres a su paso todos los días. Se aclaró la garganta—. ¿Puedo ayudarle?

—Espero que sí. Estoy buscando a Caroline Stewart.

Los ojos de la mujer se abrieron y Max sintió que la habitación se hacía de repente más pequeña. Su sonrisa fue genuina, casi tanto como para arrancarle la fachada de severidad que quería imponer en su primer día. El cabello castaño oscuro le colgaba a mitad de la espalda en una trenza floja, algunos bucles escapando para enmarcar su rostro. Nariz mediana, agradable. Labios llenos, cejas arqueadas delicadamente. Pero eran sus ojos los que lo sorprendieron. Azul como el mar del Caribe, y fáciles de leer como un libro. Ella había quedado impresionada con su rostro. Él lo notó. Se había sorprendido, pero no había sentido rechazo por su bastón. Esa reacción era menos frecuente y mucho más significativa.

Entonces, se puso de pie, extendiendo una mano firme. Uñas agradables, prolijas, sin pintar, compatibles con el maquillaje sencillo que apenas salpicaba su rostro. La parte superior de la cabeza no le llegaría ni a los hombros. Solo mirarla lo hacía sentirse más grande, más fuerte. Ella volvió a hablar, su voz bañada en miel. Un fuerte, profundo y sexy acento sureño.

—Yo soy Caroline Stewart.

La sonrisa de ella se había iluminado un poco, dibujando un gesto de respuesta en sus propios labios. Su secretaria. Bueno, bueno. La vida por fin comenzaba a inclinarse hacia su lado, pensó mientras le estrechaba la mano que le ofrecía.

—Yo soy el Dr. Hunter. —Ella parpadeó, y quedó boquiabierta. Su pequeña mano se volvió en la suya—. Usted estaba esperándome, ¿cierto?

—Yo... eh... —Tragó saliva y recuperó la compostura—. Sí, por supuesto, claro. —Sus labios se curvaron y un hoyuelo apareció en la mejilla—. Simplemente no es lo que esperaba. —Le estrechó la mano efusivamente.

—¿Qué es lo que esperaba, exactamente?

—Un hombre de sesenta y cinco años. —Inclinó la cabeza a un lado y entrecerró los ojos—. Ese viejo tramposo. Usted ya ha conocido a Wade Grayson, uno de los otros profesores, ¿no?

Él asintió con cautela.

—Solo una vez. Durante mí entrevista con el decano.

Su secretaria se rió entre dientes, un sonido rico y lleno de risueño arrepentimiento.

—Es que me sigue y persigue, desde que el decano anunció que usted iba a venir, haciéndome creer que era un solterón mayor. —Alzó la vista y su hoyuelo se hizo más profundo—. No se preocupe. Él tendrá que pagar tarde o temprano. Así que usted es mi nuevo y joven jefe. Bienvenido Dr. Hunter

Bonita y encantadora. Esto mejora por momentos, pensó él.

—Gracias. Es un placer conocerla, Señorita Stewart.

—Soy Caroline para todos aquí. ¿Cómo prefiere que lo llamemos? —Sus ojos bailaron ante él—. Espero que no quiera que usemos su nombre completo.

Esta vez, su sonrisa se abrió paso.

—Lo tendría bien empleado, si lo hago. —Vaciló y luego decidió. Debía iniciar esta nueva etapa en su vida sin las viejas barreras. No más Dr. Hunter—. Puedes llamarme Max.

—Una mejora para Maximilian Alexander. —Sacudió la cabeza. Los ojos llenos de diversión—. Sus padres tenían grandes esperanzas para usted.

Apreció su sentido del humo.

—¿No es ese el punto de tener hijos?

Caroline pensó en Tom, en todo lo que había sacrificado y seguiría sacrificando por él.

—Sí, tiene toda la razón. —Salió de detrás del escritorio y se puso delante de él, con la cabeza todavía inclinada hacia atrás—. Le voy a mostrar su oficina. Luego, deberá decirme como desea proceder.

Se dirigió a una puerta cerrada y Max se quedó donde estaba durante cinco fuertes latidos de su corazón, los ojos fijos en la caderas que giraban con gracia mientras se movían. La fuerza misma de la reacción de su cuerpo lo tomó por sorpresa. No seas loco, se reprendió. No puedes suplir a Elise con la primera mujer que se cruza en tu camino. No se estaba escuchando a sí mismo, lo sabía. Sus ojos seguían sobre el redondeado trasero en la modesta falda negra. Tragó saliva, y apenas logró levantar sus ojos en el momento que ella se detuvo, con la mano en el pomo de la puerta. Ella miró por encima del hombro para encontrarlo arraigado en el mismo lugar.

—Esta es su oficina —dijo, ya con la mirada seria. El cambio fue tan abrupto e inconfundible como el pinchazo de tristeza en su corazón. Su voz dijo “su oficina”. Para ella siempre pertenecería a Eli Bradford. Ella había amado al viejo profesor, eso estaba claro.

Recuperando su bastón Max la siguió a una oficina, cubierta de paneles de madera. Con filas y filas de libreros empotrados. Alfombra de felpa color vino, contrastando con la madera. Pulidor de muebles de limón, mezclado con el agradable olor de los libros antiguos, y el cuero de un largo sofá desgastado, ideal para una siesta de vez en cuando. Reproducciones y cuadros cubrían las paredes, una mezcla ecléctica de Monet, Warhol, O`Keeffe. Una batalla aérea en escala se estaba produciendo en una esquina de la habitación, un británico Spitifire y un alemán ME-109, que colgaban de finos alambres. Con una sonrisa Max tomó nota del ME-109 cayendo en llamas. Al parecer los buenos ganaban en el mundo del Dr. Bradford.

Un gran escritorio de caoba dominaba la habitación, acompañado de una silla a juego, iluminado desde atrás por un gran ventanal que daba al patio cubierto de nieve, donde un estudiante, de vez en cuando, desafiaba a la ola de frio de principios de primavera. Era una oficina bonita, pensó satisfecho. Pero la mesa se encontraba totalmente desnuda. Levantó una ceja al ver el resto de la habitación llena de libros, haciendo que el escritorio vacío destacara.

Caroline cruzó la habitación y ajustó las persianas, para cortar el resplandor del sol de la mañana.

—Esta es una de las mejores vistas del campus. En un mes podrá ver las flores de la escuela de agronomía. —Se volvió y vio su mirada apuntando a la superficie vacía—. Esa era... la del Dr. Bradford... no sabía si usted tendría su propia mesa, o si desearía utilizar la suya. —Su mano rozó la superficie desgastada, una caricia inconsciente—. Tengo un catálogo que puede utilizar para pedir los suministros que desea si decide quedársela.

Ella alzó los ojos para encontrar los suyos y él no supo si era consciente de la súplica que llenaba las profundidades azules. Fue más conmovedora que la sonrisa de minutos antes. Dean Whitfield le había dicho lo estimado que era Bradford. Era evidente que su secretaria era una de las más apegadas.

Ella tragó y volvió la cabeza, pero no antes de que él captara la tristeza en sus ojos

—Si usted decide... no mantener sus accesorios, por favor hágamelo saber. Hay muchos de nosotros que estaremos encantados de conservarlos.

La mano que rozó el escritorio, temblaba, y envió un pulso de compasión a través de él. La sensación desconocida lo tomó por sorpresa. Él tenía un escritorio, uno que había hecho hacer a la medida de su altura hacia años, pero solo la idea de agregar más tristeza en esos ojos, de repente se le hizo intolerable.

—Consideraré un honor mantener la oficina como está, Caroline. —Su alivio fue algo tangible—. Sin embargo, requeriré algunos muebles adicionales. —Se volvió y calculó el espacio—. Tengo un escabel por mi pierna —añadió juntando un poco las cejas. Para mérito suyo, Caroline no se inmutó ni se mostró incomoda. La opinión que tenía de ella subió un nivel más—. Y una mesa de ordenador.

—Yo me ocuparé de ello. ¿Siguen en Denver?

—No, están en mi casa de Wheaton, alrededor de una hora en coche desde el centro.

Caroline lo miró sorprendida.

—¿Ya tiene una casa en Chicago?

—Era de mi abuela. Me la dejó hace un par de años. Uno de mis sobrinos ha estado viviendo allí y manteniendo el lugar. Pero le ofrecieron un trabajo en la costa este y se trasladó la semana pasada. La llamada de Dean Whitfield fue... providencial. —Pensó en Denver, en el dolor de dejar atrás lo que casi había tenido. En realidad, venir a Chicago había sido providencial.

—Bien, si me da la dirección, haré los arreglos para trasladar los muebles y todo lo que usted quiera —vaciló, los ojos llenos de incertidumbre—. ¿Qué más le gustaría que hiciera hoy por usted?

Max levantó las cejas.

—Nunca me había convertido en el Jefe de un Departamento después de que su fundador falleciera inesperadamente. ¿Qué me recomendaría?

La vio suspirar de alivio. ¿Qué tipo de hombre esperaba que él fuera? Era poco probable que su reputación lo hubiese precedido tan rápidamente.

—Bueno, tengo los archivos del personal y el presupuesto del departamento para que usted los revise. —Empezó a contar las tareas con los dedos—. Tiene que firmar hoy las asignaciones, o los nativos se revolucionarán. Ya tengo lista su agenda. Tiene la primera clase mañana a las nueve y media. Eli tiene apuntes preparados para todo el semestre. Puede usar los de él o los suyos propios, por supuesto. Tiene reuniones con su personal a partir de la una treinta hasta las cinco y una cena con Dean Whitfield a las seis. Él va a enviarle un auto. Están todos los archivos de los estudiantes, por supuesto y...

—Whoa, detente. —Levantó una mano en señal de fingida rendición—. Lo primero es lo primero. ¿Hay alguna manera de que pueda conseguir café? Todavía estoy con el horario de Denver.

Sus hoyuelos volvieron.

—Nos prepararé un poco. ¿Cómo lo toma?

—Crema y azúcar. Montones de azúcar. Si ordenas una cafetera, lo haré yo mismo y no te molestaré con eso. —Fue a sentarse detrás del escritorio, aliviando la presión de su cadera—. Y, ¿Caroline?

Ella se volvió desde la puerta y él... la miró, incapaz de mantener los ojos alejados de su bonito rostro.

Ella era tan atractiva cuando iba como cuando venía, decidió con rapidez. Vestida con una falda casual negra, era la imagen de natural femineidad. El azul de su jersey de cuello alto profundizaba el azul de sus ojos y modelaba suavemente lo que parecían ser senos muy agradables. Las palmas de sus manos le picaban de solo medir con los ojos. Tenían el tamaño perfecto, suficiente para llenar con sus manos, pero no demasiado grandes. Él había preferido siempre las mujeres con figuras redondeadas. La figura de Caroline Stewart, era simplemente perfecta. La falda abrazaba las estrechas caderas y caía a la mitad de las pantorrillas, donde las medias de seda cubrían el resto de sus muy agradables piernas. Sus zapatos eran sencillos, sin embargo mostraban sus pantorrillas a la perfección. De un tirón subió los ojos de nuevo a su rostro. Ella lo observaba serenamente, su atención cada vez más intensa. Y era interés lo que veía en su rostro. Del bueno. Había estado fuera de carrera mucho tiempo, pero no tanto como para no reconocer la mirada de una mujer consciente de un hombre. Sincera, honesta, y saludablemente consciente. Saludablemente. La mera palabra lo sobresaltó cuando apareció en su mente. Una decisión se instaló acabadamente en su mente, una que más tarde analizaría profundamente. Pero éste era un nuevo comienzo, una segunda oportunidad, y él había comenzado el día honrando la promesa que se había hecho a sí mismo, la resolución de vivir su vida con espontaneidad.

El archivo personal de Caroline sería lo primero que iba a leer. Su estado civil la primera línea que buscaría. Y si ella no estaba casada, la invitaría a salir. Era tan simple como eso.

Caroline sintió una ola de calor subir hasta el cuello mientras él la miraba de arriba abajo. Se le hizo agua la boca y tragó duro mientras volvía a la realidad una vez más. Ella se quedó simplemente de pie, mirándolo, por lo menos durante un minuto. Él le había dicho algo. Sin embargo, lo que habían estado hablando era solo un recuerdo borroso.

—¿Sí? —Ella sabía que los ojos gris humo la estaban midiendo, y ese conocimiento la hizo temblar en lo profundo, preguntándose acerca de sus conclusiones. Era un hombre muy atractivo. Y era su jefe. Eran aguas muy arteras y peligrosas.

—Sírvete una taza de café y acompáñame. Lo primero que quiero hacer, es conocerte.

Caroline lo encontró veinte minutos después sentado ante el escritorio de Eli, rodeado de pilas de libros de Eli. No, se corrigió, sintiendo el dolor de la pérdida una vez más. El escritorio de Max y los libros de Max. Era una distinción importante y tendría que recordarla todos los días.

Aclarándose la garganta, apoyó la bandeja en la mesita de la esquina.

—Aquí están la crema y el azúcar. Dejaré que lo prepare usted mismo esta vez, así sabré como hacerlo en el futuro.

Sus cejas de Max se unieron, formando el primer ceño que le había visto.

—Realmente dije en serio lo del café, Caroline. Tu trabajo no es ir a buscar café. Soy perfectamente capaz de hacerlo yo mismo.

Ella parpadeó y se sentó en la silla frente a su escritorio, acunando su propia taza de café con ambas manos. Tenía la clara impresión de que su deseo de hacer su propio café, no tenía nada que ver con las funciones de las secretarias y todo con demostrar que el bastón no era un obstáculo. Cualquiera fuera el motivo, estaba bien para ella. Ciertamente comprendía la necesidad de probar que una discapacidad no era una limitación.

Con un encogimiento de hombros dijo:

—Está bien para mí. ¿Pero va a rechazar también mis bollos rellenos de crema?

El ceño se desvaneció abruptamente.

—¿Bollos de crema? ¿Caseros?

Ella ocultó su sonrisa detrás de la taza de café. Era evidente que este magnífico hombre tenía debilidad por los dulces.

—En la bandeja. Caseros.

El placer dominó sus rasgos cuando tomó el primer bocado.

—Voy a hacer un trato Caroline, yo traeré el café y tú los pasteles. —Él lamió sus dedos, lo que provocó pequeños impulsos a través del cuerpo de Caroline. Eran similares a los impulsos que había sentido las primeras veces que ella y Dana se habían desecho viendo los comerciales del modelo Coca Diet, pero estos impulsos eran mucho más fuertes que esos. Y la forma en que sus ojos ahumados la miraron... ella tomó un sorbo de café, haciendo una mueca cuando se quemó la garganta.

—Así que... —Él se recostó en la silla y estudió su rostro—. Háblame de ti.

Caroline se encogió de hombros, incomoda bajo su escrutinio.

—Me temo que no hay mucho que contar. He estado aquí por casi siete años, trabajando en la oficina del Director, como secretaria del Dr. Bradford. Hago lo que hay que hacer, y trabajo en mi carrera en el tiempo que me queda.

—¿Así que también eres estudiante?

—Soy una de sus estudiantes. Monarquía Constitucional. He oído que usted da una gran clase.

—Me lo dirás una vez que la presencies. Monarquía Constitucional es un curso de posgrado. —Se recostó en su silla—. ¿Así que ya eres una estudiante de posgrado, entonces?

—No, sigo trabajando en mi licenciatura. Monarquía Constitucional, es solo por diversión y solo la estoy cursando como oyente, no para el examen. —Se puso melancólica—. Quería tener a Eli como profesor una última vez. Me graduaré al final del cuatrimestre.

—¿Y entonces que vas a hacer?

Su barbilla se elevó una fracción.

—He sido aceptada en la Escuela de Leyes de la UI.

Tenía la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado.

—Universidad de la Facultad de Derecho de Illinois. Bien por ti. ¿Vas a seguir trabajando aquí una vez que hayas completado la licenciatura?

Su simple elogio la hizo ruborizar. Nunca había podido controlar su tendencia a ruborizarse. Era su cruz. Se movió en el asiento, cruzando las piernas, observando que sus ojos seguían en silencio cada movimiento. Misericordia.

—Bueno, nuestro plan era que yo trabajaría medio tiempo y Evie tomaría el relevo, pero Eli se encargó de eso. —Vaciló y tragó. La idea misma de que Eli la había recordado en su testamento era suficiente para llenarle los ojos de lágrimas. Él le había dado tanto a lo largo de los años. Y ahora...—. Él me dejó lo suficiente para pagar la escuela y mis gastos. Así que Evie se hará cargo de todas mis responsabilidades cuando me gradúe.

—¿Evie?

—Si, Evie Wilson. Ella es mi ayudante ahora, pero Eli estaba de acuerdo con que estaría lista para cuando me graduara.

Max vio como sus ojos se enternecían ante la mención de su ayudante. Había cariño, sin duda, pero sin embargo, él dijo lo que pensaba.

—Sin ánimo de ofender al Dr. Brandford, eso tendré que decidirlo por mí mismo. —Vio con fascinación como un flash cruzaba los ojos azules, igualando el brillo de zafiros contra su piel marfil. Así que tiene un poco de mal genio también, pensó, encontrando la idea muy estimulante—. Dije “sin ánimo de ofender”, Caroline. —El flash se apagó de inmediato y ella bajo la cabeza, tranquilizando su respiración.

—Lo siento. Por supuesto que tiene razón. —Se enderezó en la silla y levantó la mirada—. ¿Entonces qué más quiere saber?

¿Quieres ir a cenar conmigo mañana por la noche?, es lo que él quería preguntar, pero se contuvo. Teniendo en cuenta su apego al Dr. Bradford, le daría un poco de tiempo para acostumbrarse a su presencia. Luego sería más espontaneo, se prometió.

—¿De dónde vienes?

Caroline controló el impulso de retroceder, parpadeando a cambio. Tan preparada como estaba, la pregunta seguía sobresaltándola. Detestaba la necesidad de inventar un pasado. Pero era necesario. Aun. Siempre.

—Nací en San Luis. —Así mantenía la información de su certificado de nacimiento “prestado”—. Pero mis padres se trasladaban mucho mientras estaba creciendo. —Ayudaba a explicar el acento de Carolina del Norte que no había sido capaz de aniquilar por completo.

—¿Tu padre estaba en el ejército?

Caroline negó con la cabeza.

—No, solo se mudaban mucho. Terminé abandonando la escuela antes de graduarme. —Lo que era cierto. Ella había quedado embarazada de Tom y había tenido tanto miedo—. Así que cuando llegué a Chicago, saque mi GDE y conseguí un trabajo en un almacén, mientras estudiaba para secretaria por la noche. —Había sido duro trabajar en el almacén, levantando cajas que pesaban casi tanto como ella. Su lesión en la espalda todavía la afectaba en esos días, por lo que usaba un bastón para ir desde su departamento a la parada del autobús y de allí al trabajo. Había noches que no podía dormir del dolor. No fue sino pura determinación, Dana alentando constantemente, y el pensamiento de su hijo creciendo en la pobreza lo que le hacía practicar su taquigrafía y dactilografía hasta que la espalda le dolía y los ojos le quemaban...—. Entonces conocí a Eli, me ofreció un trabajo y aquí estoy desde entonces.

Max abrió su archivo personal, en la parte superior de la pila de archivos. Caroline esperó hasta que sus ojos se agrandaron, sabiendo que había encontrado la mención de Tom.

—Y tengo un hijo de catorce años.

Sus ojos grises mostraron sorpresa e interés, cuando hizo el cálculo mental.

—Así que por eso abandonaste la escuela. No podrías haber tenido más de...

Caroline levantó la barbilla.

—Yo tenía dieciséis años cuando él nació.

El sostuvo la mirada fija en su rostro.

—Y pronto te graduarás. Espero que tu hijo aprecie lo que has hecho.

Ella inmediatamente se suavizó.

—Tom es un buen chico. Estoy muy orgullosa de él.

—Y también el Dr. Bradford, por lo que dice en sus notas. —Max archivó el expediente y levantó su taza—. Así que vas a ser abogada. —Él hizo una mueca de fingida desesperación—. ¿Vas a ser uno de esos tiburones corporativos?

Caroline se echó a reír en voz alta, arrancando una sonrisa en los ojos grises.

—Oh, no, yo no. Voy a practicar derecho de familia. —Iba a representar a las mujeres maltratadas, a las mujeres cuyos maridos exitosos las abandonaban por otras más jóvenes, dejándolas sin medios para vivir. Ella las iba a representar e iba a ganar.

—Nunca vas a ser millonaria.

—No, pero tendré respeto por mí misma.

Los ojos de él parpadearon por un momento, luego pasó al siguiente archivo.

—Háblame del resto de mi personal. Comienza con Wade Greyson.

—Ayudó a Eli a iniciar el Departamento de Historia aquí, en Carrigthon. Vino de la Universidad de Illinois...

—No, no, puedo leer todo eso yo mismo. Cuéntame de él.

Caroline lo miró con seriedad durante un momento.

—Wade es un buen hombre. Amable, gentil. Daría su camisa si alguien la necesitara. Es brillante y totalmente sin pretensiones. Él y su esposa siguen viviendo en el departamento que tenían cuando Wade obtuvo la titularidad. Juegan cada semana a la canasta con los amigos que han tenido durante años...

Max hizo una nota en la cubierta interior del archivo.

—¿Qué acaba de escribir?

Max levantó la cabeza y observó su sobria expresión, a la que respondió con igual seriedad.

—Que es leal.

Ella asintió complacida.

—Tiene razón.

Él levantó las cejas.

—Es por eso que soy el Jefe del Departamento.

Tuvo el efecto deseado, ya que la hizo reír en voz alta otra vez. Ella tenía una risa hermosa y él quería oírla a menudo.

Pasaron por tres profesores más y seis estudiantes graduados asistentes antes de llegar al último archivo.

—¿Qué hay de Monica Shaw?

La sonrisa desapareció abruptamente, el rostro de Caroline se convirtió en piedra. Bueno, eso decía mucho, pensó Max. Se notaba que estaba allí sentada escogiendo las palabras cuidadosamente. Él permaneció esperando pacientemente, con curiosidad por saber cómo de política podía ser.

—La Dra. Shaw es... —Vaciló, suspiró y comenzó de nuevo—. La Dra. Shaw es muy meticulosa.

Él esperó y luego frunció el ceño cuando ella cruzó las manos en el regazo, con los labios completamente convertidos en una delgada línea.

—¿Y?

—Eso es todo.

—Eso no puede ser todo, Caroline.

Frunció el ceño de nuevo y se puso rígida en su silla.

—Es todo lo que va a obtener de mí.

—Entonces, eso ya dice bastante.

Se encogió de hombros y apretó más los labios.

—Por favor, Dr. Hunter, Max —añadió cuando su boca se abrió para corregirla—. Por favor, no me pida que añada nada más. Al igual que con Evie, tiene que hacer su propia evaluación sobre todos nosotros. Yo incluida. No quiero ser la que ande con cuentos el primer día.

Max se preguntó si ella era consciente de que su acento se hacía más notorio cuando estaba agitada. Se volvía casi nasal. En otras circunstancias lo habría encontrado encantador, pero ahora solo podía escuchar su consternación.

—Está bien. —Él luchó contra la ola de decepción que lo embargó cuando ella se levantó—. Eso es suficiente para un día. ¿Cuándo la conoceré?

—¿A quién?

—A la Dra. Shaw.

Una miríada de emociones pasó a través de sus expresivos ojos. La ira y el resentimiento, él ya los esperaba, pero la inseguridad en sus ojos lo sorprendió. Mónica Shaw hacía que Caroline se sintiera inferior. Estaba a la vista. Por algún motivo, eso enojó a Max.

—La conocerá aquí a las dos y media. Si necesita cualquier cosa, simplemente llámeme.

Sevier County

Lunes, 5 de marzo

03:30 p.m.

Winters se acercó al taller de la policía de Sevier, lentamente, cada paso era más difícil que el anterior. Había estado en cientos de talleres de Asheville, quizás miles de veces a lo largo de su carrera de catorce años con el Departamento de Policía de Asheville. Pero siempre estando en la línea del deber. Hoy... abrió la pesada puerta de acero, su ritmo cardíaco tuvo un pico hacia arriba. Hoy vería el último lugar en que su hijo había estado, antes de que le fuera arrebatado... Winters no se atrevía a decir las palabras que marcarían definitivamente el destino de Robbie.

El olor a aceite lo golpeó con toda su fuerza ¿Cómo hacían los mecánicos para permanecer conscientes en este lugar? La ventilación era casi inexistente. Dio una última inspiración profunda de aire fresco y obligó sus pies a moverse. Cuatro lanchas esperaban en fila para mantenimiento. El resto del lugar estaba lleno de una docena de vehículos variados, desde un corvette rojo cubierto de barro, hasta un Ford que reconoció en el instante desgarrador en que lo vio.

Le vino el nombre del mecánico a la cabeza, Russ Vandalia.

—Vandalia —gritó, con la esperanza de que el mecánico no estuviera ahí. Con la esperanza de poder examinar el auto antes que nadie. Quería pruebas. Quería pistas. Quería al hijo de puta que había secuestrado a su precioso hijo y lo había mandado al fondo del lago Douglas.

—Sí, ¿qué quiere? —respondió en voz baja Vandalia, saliendo de detrás de un coche a metros de distancia, la suciedad cubría el rostro arrugado por la edad, la mejilla abultaba por el tabaco que masticaba—. ¿Puedo ayudarle? —Volvió a preguntar Vandalia, y escupió discretamente.

—Soy el detective Rob Winters, del Departamento de Policía de Asheville.

Vandalia lo estudió durante un buen rato y luego asintió con la cabeza.

—Pensé que andaría por aquí pronto. —Se volvió sin decir nada por el pasillo, entre los coches estacionados. Un Chrysler, una camioneta con el frente aplastado, un surtido de coches japoneses, un Corvette rojo fuego. Vandalia dio unas palmadita en el Corvette a su paso—. Incautado en un asunto por drogas en la Interestatal 40 —comentó—. Yo estaré en primera fila cuando se subaste esta dama.

Finalmente llegó al más sucio de los coches del taller. La placa había sido limpiada, pero Winters no tenía que mirar, la sabía de memoria. Esa placa había estado en las listas de búsquedas de cada fuerza en las Carolinas y en tres estados más. Él mismo la había buscado cada vez que había salido a la carretera.

Por supuesto, nunca la habría visto. Nadie la habría visto. Obviamente había estado en el fondo del lago Douglas mucho, mucho tiempo. Se quedó mirando el coche hasta que Vandalia se aclaró la garganta.

—Modelo Tempo del 85. Todo suyo detective. El condado de Sevier inició la búsqueda de la matrícula y el número de serie ayer por la mañana, ni bien lo sacaron del lago. Lo trajeron aquí por la tarde.

—¿Ha encontrado algo en el interior? —Se oyó preguntar a sí mismo.

Vandalia se encogió de hombros.

—Aparte del lodo, una mochila de niño.

Winters sintió que se le cerraba la garganta.

—¿De las tortugas ninja? —preguntó con voz ronca.

—Sí.

Winters se obligó a tragar el nudo en la garganta que amenazaba con ahogarlo. Se la había regalado él para su séptimo cumpleaños. Robbie había estado orgulloso de esa mochila. Recordó la forma en que la había inspeccionado, seriamente y con cuidado. La forma en que se irguió como un soldado, cuando se la puso por primera vez en la espalda. La forma en que había dicho “Gracias, papá” con respeto, de la forma en que los chicos ya no se comportaban. Su niño había sido especial. Apretó los puños.

—¿Algo más?

Vandalia movió los pies, incómodo.

—Detective, en realidad no debería estar aquí hasta que el detective principal...

Winters avanzó un solo paso, dirigiendo una mirada dura al larguirucho cuerpo de Russel Vandalia en su sucio mono.

—¿Qué más? —Le espetó con los dientes apretados.

Vandalia se quedó en silencio sin mover un músculo. Winters lo odiaba, odiaba la forma en que se movía a su propia maldita lenta velocidad, sin preocuparse por las cosas importantes a su alrededor. Vandalia se encogió de hombros y volvió a escupir

—La cartera de su esposa.

—¿Su billetera?

—Está aquí. Su licencia de conducir también. No hay dinero, ni tarjetas de crédito.

Ella no había tenido ninguna tarjeta de crédito. Él nunca lo permitió. No podía confiar en Mary Grace, con más de veinte dólares, menos con tarjeta de crédito. Su billetera estaba allí, pero vacía. Ella había sido asaltada. Se le revolvió el estomago. Su hijo había muerto por menos de veinte dólares.

—¿Qué más?

—Su bastón en el asiento trasero. Un juego de cables en el maletero. —Hizo un pausa y se encogió de hombros—. Una estatua en el suelo, del lado del conductor.

Winters inhaló fuertemente, se le erizaron todos los cabellos.

—¿Qué? —El taller y su diverso contenido pasó a un segundo plano cuando se centró en el anciano que se mantenía obstinadamente en silencio. Dio otro paso hacia adelante, empujando las manos hundidas en los bolsillos, el impulso de sacudir a Vandalia era demasiado fuerte de resistir—. ¿Qué ha dicho?

—Una estatua. —Vandalia lo miró con recelo—. De alrededor de ocho pulgadas de altura. Una de esas estatuas baratas que uno pone en el jardín. Las he visto por quince dólares en Cerámica Carolina. No soy católico, así que no puedo decir con certeza quién es. Tal vez la Virgen María.

—¿Dónde está? —preguntó, haciendo que su voz sonara firme e impersonal. No quería levantar las sospechas del viejo. Tenía que echar un buen vistazo a esa estatua. Vandalia se sacudió los hombros y se dirigió a una mesa junto al coche. Él lo siguió. No podía creer lo que veían sus ojos. Apenas era capaz de controlar el rugido salvaje de ira asesina que lo inundó. Se acercó a la mesa.

Allí estaba. Esa maldita estatua. Ella se la había dado. La puta asistente de enfermería que no podía mantener la nariz fuera de los asuntos de los demás. La joven que lo miraba como si fuera un estanque de escoria, que no merecía vivir. Que había mimado a Mary Grace como si fuera algún tipo de víctima. ¡Ha!. Mary Grace solo había sido víctima de su propia estupidez y desobediencia. La misma existencia de esa estatua era una prueba de piedra de ello.

Winters miró con incredulidad las grietas de la arcilla, recordando vivamente el día que había arrastrado su patético culo consentido del hospital a la casa. La enfermera jefe, la vieja, decía que su esposa debía permanecer otros tres meses más en el hospital, tal vez ir a un centro de rehabilitación de lujo. Patrañas. Lo que Mary Grace necesitaba era estar en su casa. Había estado descansando en una cama de hospital durante tres meses, mientras él hacia sus tareas en el hogar. Mientras mantenía a Robbie limpio y alimentado. Estaba cansado de pedir comida china para llevar. Cansado de los macarrones con queso que Robbie preparaba cada vez que cocinaba. Cansado de llevar su ropa a la tintorería de la esquina. Cansado de la forma lamentable en que Robbie limpiaba el piso y hacía las camas. Cansado de que el muchacho hiciera el trabajo de las mujeres.

Ella podía moverse. Era suficiente para que hiciera sus tareas. Mary Grace necesitaba estar en casa. Era su lugar.

Así que él había llevado a su esposa a casa. Ella quería conservar la estatua, realmente pensaba que le permitiría un recordatorio de la enfermera entrometida que lo miraba como a un monstruo. La fea estatua católica había estado sobre la mesa, junto a su cama del hospital durante tanto tiempo que dejó una marca entre el polvo que nunca se molestaron en limpiar las enfermeras. Ese hospital era una pocilga.

En el momento que se arrastró por la puerta principal detrás de su andador, él agarró su bolso de las manos de Robbie y sacó la estatua para que ella la viera. Le dijo que se olvidara de todo lo que había oído en el hospital. Ella estaba ahora en casa. En su casa. Donde él estaba a cargo. Ningún santo, médico o enfermera, tomaba las decisiones. Él había esperado un poco de resistencia, pero ella lo había sorprendido. Sus ojos brillaron con un odio tan vivo e inesperado que se sintió desconcertado. Sin embargo el dorso de la mano le borró la actitud y para el momento en que ella pudo ponerse de nuevo en pie, la maldita estatua yacía hecha pedazos en el suelo de la cocina. Ordenó a Robbie que barriera el suelo y él obedientemente recogió los pedazos y los tiró a la basura. Y eso había sido todo. No había tenido que volver a ver esa terrible cosa religiosa.

Hasta hoy. Las grietas en la arcilla eran anchas, los bordes astillados. La estatua había sido pegada. Sus ojos se estrecharon. Mary Grace había mantenido en secreto la estatua a pesar de sus órdenes estrictas. Y ahora estaba allí. Entre las cosas que Vandalia había sacado del coche.

Sintió una oleada de frío subir junto con su furia. Esto solo podía significar una cosa. Ella y Robbie no habían sido secuestrados como había temido todos esos años. La intrigante, manipuladora y mentirosa perra había planeado todo. Mary Grace había huido deliberadamente. Se había llevado a su hijo deliberadamente. ¿Pero cómo había acabado el coche en el lago Douglas? ¿Por qué no se había llevado la estatua y su billetera? ¿Dónde habría ido? ¿Cómo habría vivido? ¿Cómo mantenía a su hijo? Ella era una lisiada, una renga. No era capaz de hacer ningún trabajo físico. No sería capaz de mantener un trabajo de bajo nivel. Y seguro como el demonio que no era suficientemente inteligente como para conseguir algo mejor que fregar pisos.

Ella habría tenido ayuda. Asistencia pública. Caridad. El solo pensamiento de su hijo viviendo de la caridad hacía que se le revolviera el estomago. Pero eso es lo que debían haber hecho o se habrían muerto de hambre. Pero para obtener asistencia necesitaba su licencia, su tarjeta de seguro social. Alguna identificación. Ella habría necesitado esas cosas. Así que, ¿por qué la había dejado atrás? A menos que...

Una idea hecho raíces.

Increíble.

Imposible.

A menos que ella hubiera planeado desaparecer. Convertirse en otra persona.

Aturdido, el pensamiento lo sacudió. Mary Grace no era tan inteligente como para organizar un plan tan elaborado. Ella no era lo suficientemente fuerte como para llevar un cesto de ropa más de seis pasos por vez. No pudo haberlo planeado sola. Tenía que haber tenido ayuda. Era la única explicación, por la forma en que había desaparecido por completo. La furia comenzó como una pequeña brasa, avivándose por completo.

Esperanza. Si Mary Grace se había escapado, huido de verdad de él, ella se había llevado al niño. Ella nunca se habría ido sin el niño.

Su hijo estaba ahí, en algún lugar.

Lo encontraría. Y lo traería a casa.

Y que Dios ayudara a Mary Grace. Porque cuando él terminara con ella, solo Dios podría hacerlo.

Iba a encontrarla. Fuese quién fuese. Y entonces, maldita fuera, iba a terminar el trabajo que debería haber hecho años atrás.