Capítulo 01
Actualidad
Douglas Lake, Tennessee
Domingo, 4 de marzo
09:30 a.m.
—Dios, odio esta parte del trabajo. ¿Cómo demonios puedes comer en un momento como éste?
Hutchins miró la plácida y calma mañana en Douglas Lake. Pensó en el cuerpo que inevitablemente iba a tener que sacar y en la estupidez de la pérdida. Terminó el resto de su rosquilla con la calma propia del veterano sheriff que era.
—Porque no tendré ganas de comer cuando saquen a ese chico. —Lanzó una mirada comprensiva a la cara verde de su nuevo recluta—. Ya te acostumbrarás muchacho. Desafortunadamente, te acostumbrarás.
McCoy negó con la cabeza.
—Uno pensaría que son más inteligentes.
—Los niños no siempre son inteligentes. También te acostumbraras a eso. Sobre todo cuando están de vacaciones de primavera. Espero tener que sacar un par más de ellos del lago antes de la temporada haya terminado.
—Supongo que tendré que decírselo a los padres cuando todo acabe.
Hutchins se encogió de hombros y encendió un cigarrillo.
—Tú lo empezaste muchacho. Bien podrías terminarlo. Tampoco es mi tarea favorita, pero hay que aprender a dar las malas noticias.
McCoy se concentró en el barco que lentamente sondeaba con el gancho el fondo del lago.
—Todavía están esperando que aparezca con vida en algún lado. Te juro Hutch, ¿cómo pueden los padres mantener la esperanza de esa manera? Los otros chicos lo dijeron bien claro. Estaban bebiendo y tonteando, y vieron caer al chico del jet ski. Ellos lo vieron hundirse.
Hutchins prolongó la pitada y dejó salir el humo en un suspiro.
—Los chicos son estúpidos, vivo diciéndotelo. Pero los padres —negó con la cabeza gris—, tienen esperanza. La tienen hasta que los obligas a identificar un cuerpo en la morgue.
—Lo que quede de él —se quejó McCoy
—Eh, Tyler. —Las palabras salieron repiqueteando de la radio de McCoy.
—Hey, Wendell —respondió McCoy, tragando la bilis que le subía ante la idea de lo que el gancho de Wendell estaba a punto de sacar—. ¿Qué tienes?
—Bueno no es un cuerpo, eso es malditamente seguro.
Hutchins agarró la radio.
—¿De qué estás hablando muchacho?
—Es un auto sheriff.
Hutchins resopló.
—Hay suficientes coches ahí para llenar un lote de autos usados, la casa de mi bisabuela también está ahí abajo. —Toda esa mierda eran los restos de la inundación, cuando se había construido la presa en 1930. Todo el mundo lo sabía.
—Sí, todos modelos T. Este es más reciente. Parece un Ford de finales de los 80. Hay una mochila de niño en el asiento trasero, una de esas cosas de las Tortugas Ninjas. Lo estamos sacando.
—Maldición. —Hutchins apagó su cigarrillo con el pie—. Si no es una cosa, es otra. Tráiganlo, después sigan buscando al muchacho.
Asheville, Carolina del Norte
Domingo, 4 de marzo
11:50 p.m.
—Mierda —exclamó el muchacho—. Hijo de puta.
Rob Winters miró desapasionadamente al muchacho cuyos ojos habían comenzado a girar hacia atrás en su cabeza. Qué vergüenza, pensó que el chico tendría más espíritu. A los 14 años él mismo había sido capaz de recibir las palizas de su viejo con la cabeza bien alta. Aplicó más presión a la mano oscura que había atrapado en una llave de agarre. Solo un poco más. El muchacho gimió otra vez y cayó de espalda contra la pared del callejón, con suficiente fuerza como para producir un chasquido cuando la cabeza, con sus ridículas trenzas de lana, golpeó el ladrillo.
—No sé nada. Ya te lo he dicho. —El muchacho tomó aliento y trató de tirar de su mano—. Puedes dejarme ir. No voy a ir a la policía. Te lo juro, hombre. Sobre la tumba de mi madre.
Winters sonrió burlonamente.
—Yo apostaría un mes de bonos de comida a que tu mamá está viva. Y si quieres que siga con vida, me dirás lo que quiero saber. —La voz de Winters era baja y calma en contraste con los gritos y jadeos procedentes de la boca hinchada del chico—. Alonso Jones, ¿dónde está?
El chico luchó pero Winters lo sostuvo con firmeza contra la pared del callejón. Él gimió pero Winters solo apretó su aplastante agarre. Se acercó a la cabeza del muchacho, de modo que sus labios rozaron su oreja.
—Oye muchacho, y escucha muy bien porque solo lo voy a decir esta vez. Necesito saber dónde encontrar a Alonso, y tú necesitas conservar el uso de tu mano. Si aprieto solo un poco más, tendrás un daño permanente en el nervio. Eso te causará problemas la próxima vez que decidas atracar una tienda de las abiertas toda la noche.
Los ojos del chico se abrieron como platos, el blanco de sus ojos brillaba en la oscuridad.
—Yo no atraqué ninguna tienda, hombre, te lo juro, maldita sea. —Lo último salió en una nota estridente cuando Winters apretó una muesca más.
—Tú lo hiciste, te tenemos en video, muchacho. Tú y tus amigos, esa banda con la que andas, liderada por Alonso Jones. Ahora, puedes venir conmigo a la estación y me dices todo acerca del ataque con un cuchillo a un hombre blanco de sesenta y dos años, desarmado; o me dices donde puedo encontrar a Jones. Lo quiero a él más de lo que quiero ver tu patético culo pudrirse en la cárcel.
El muchacho pasó la lengua por los labios ensangrentados y sus ojos se estrecharon con odio.
—¿Eres policía? Mierda hombre. No necesito hablar contigo. No necesito hablar con nadie más que con mi abogado. Brutalidad policial. Sé que a los policías blancos les gusta aporrearnos a nosotros, la gente negra. —Se recostó contra la pared, le sudaba el labio superior, mientras trataba de liberar su mano—. Tu culo va al horno.
Winters sonrió, le complacía ver el odio en los ojos del muchacho. Apretó duro. Y ladeó la cabeza para poder escuchar el estallido del cartílago, entre los gritos del muchacho.
—¡Maldito seas, hijo de puta!
—¡Qué vocabulario el que tu santa madre te permite usar! ¡Jones! Ahora.
El muchacho se hundió de nuevo, sus rodillas golpeando el asfalto.
—Con su mujer.
Winters soltó la mano y apretó su sucio y flaco cuello, empujándolo hacia la calle. El muchacho acunaba su mano lesionada con su mano buena.
—¿Su nombre?
—No... —Un grito ahogado de dolor cortó la patética negación. Winters levantó el pulgar de la laringe del muchacho—. Chaniqua —jadeó.
Winters golpeó la cadera del chico, que cayó enrollado en un ovillo, llorando como un bebé.
—Su apellido, tú inservible... —Winters pateó de nuevo, la punta de su bota a la altura de los intestinos, tirándolo de espaldas—, ... pedazo de mierda.
Un débil gemido flotaba en el aire.
—Pierce. Chaniqua Pierce. Corta el cabello... En... el centro.
Winters hizo una mueca cuando el chico vació el contenido de su estómago sobre sus botas.
—Eres repugnante. —Con asco le dio una patada. Y luego otra. Y luego otra—. Ahora sabes lo que sintió el viejo cuando estaba acurrucado en el suelo esperando la muerte en un charco de su propia sangre. —Se limpió la bota en los pantalones sucios del chico. Luego apuntó y comenzó a patearlo otra vez, salvajemente. El cuerpo escuálido del muchacho chocó contra el muro de ladrillos, sus ojos en blanco y la sangre fluyendo constantemente de la esquina de su boca. Un tiro final a la cabeza y el trabajo estuvo terminado. El muchacho se estremeció en su último aliento.
Respiró hondo y se limpió las botas sucias en la camisa de muchacho.
Un punk menos en la calle. Lo consideró un trabajo bien hecho. Se sacó los guantes de látex y los tiró en el tercer basurero por el que pasó. Siempre hay que tener cuidado con los punck. Había demasiadas enfermedades en las calles.
Para el momento que en que había caminado el cuarto de milla hasta su camioneta, se había sacado el algodón de las mejillas, la dentadura falsa y la peluca gris. Nadie podría relacionarlo con el punck, si es que a alguien le importaba lo suficiente como para llamar a la policía. Lanzó una breve mirada a ambos lados de la calle antes de dejar cuidadosamente la peluca a un lado. Se cambió las botas, dejándolas en la parte de atrás, con el ceño fruncido. Éstas eran sus mejores botas. Luego se encogió de hombros. Sue Ann las limpiaría más tarde. Se subió al asiento del conductor, de diez pies de alto y a prueba de balas.
Era el momento de hacer una visita a la Señorita Chaniqua Pierce.
Había conducido durante menos de cinco minutos cuando sonó el buscador en su cadera. Miró el número por una esquina del ojo, manteniendo la mirada fija en la calle donde la mayoría de la gente decente ya estaba en sus camas. Maldito sea el infierno. ¿Es que no podía la muy perra dejarlo tranquilo durante cinco minutos? Sacó el teléfono del bolsillo con un gruñido y marcó el número de ella de un puñetazo.
—Ross.
Winters apretó los dientes. Ross, la teniente. La perra que le robó el trabajo que debería haber sido suyo.
Su voz rezumó tanta sinceridad como pudo reunir con el estomago contraído.
—Winters. ¿Qué pasa?
—Lo mismo que pasaba las anteriores seis veces que llamé en la última hora. ¿Se puede saber qué es más importante que responder mis llamadas, Detective?
Winters respiró. Ella ya lo había expedientado una vez por insubordinación. Insubordinación. La sola idea hizo que su estómago ardiera mientras la rabia lo consumía. Él había sido “advertido”. Advertido, maldita sea, por una perra incompetente con un culo del tamaño de Carolina del Sur. Se las arregló a duras penas para controlar su tono de voz.
—Estaba con un informante, Teniente.
—¿Has encontrado a Jones?
—No, pero sé donde está.
—¿Te importaría decírmelo?
Claro, así podría mandar uno de sus chupa-culos favoritos a hacer el arresto. De ninguna forma.
—Prefiero esperar hasta estar seguro.
—Prefiero que me lo digas ahora.
Perra.
—Está con su novia.
Hubo un breve silencio en el otro extremo. Una pequeña victoria pensó.
—¿Esta novia tiene nombre, Detective? Y por favor no juegue conmigo, quiero respuestas y las quiero ahora.
Winters apretó con tanta fuerza los dientes que le dolió.
—Su nombre es Chaniqua Priest. —O Pierce, el chico balbuceaba, al final bien podía haber dicho Priest.
—¿Tienes alguna dirección?
—Solo que es en el centro.
—Muy útil, Detective. Mantenga a su informante disponible en caso de que tengamos más preguntas.
Winters se trago la risa. Su informante ahora solo podía responder a las preguntas del señor del tridente de fuego.
—Sí, señor —dijo, sabiendo que el “señor” la molestaría más que cualquier otra cosa. Pero técnicamente no era algo de lo que pudiera quejarse—. ¿Alguna razón en particular para llamarme, Teniente Ross?
—Sí. Recibió una llamada del sheriff Hutchins de Sevier County, Tennessee. Dice que es urgente que lo llame. —Recitó el número y él lo memorizó al instante, tenía buena memoria para los números y los nombres. Había pasado por Sevier County en su camino a Gatlinburg, pero nunca había oído hablar de Hutchinson.
Winters entró en el estacionamiento de la primera tienda abierta que vio y marcó el número de Hutchinson.
El sheriff estaba disponible, le informó su asistente, si es que por favor podía esperar. Winters se quejó mientras esperaba. Mejor que sea importante, pensó. Estaba usando el teléfono celular oficial. Por fin el ilustre sheriff se puso al teléfono, jadeando y resoplando.
—Siento haberle hecho esperar, Oficial Winters —dijo y se pudo oír el crujido de la silla cuando se sentó.
—Es Detective Winters —corrigió rápidamente. ¿Ross no le había dicho eso? Perra.
—Oh, lo siento. Su teniente me dijo que había sido promovido. Mi cerebro está un poco frito en este momento. Hemos estado todo el día dragando el lago Douglas por una víctima de accidente, y acabo de tener el placer de notificar a sus padres.
—Es una lástima —respondió Winters, volteando los ojos.
—¿Pero, qué tiene que ver con usted, eh? Escuche Winters, mientras estábamos dragando el lago, nos encontramos con algo más. Pensé que debería saberlo antes que se involucren los burócratas.
Winters escuchó, y, de repente la teniente Ross y Alonso Jones eran las últimas cosas en su mente.
Habían encontrado su coche. Siete años de impotente furia se precipitaron sobre él como un tren de carga.
Habían encontrado su coche, pero su hijo no estaba dentro.
Ni su esposa.