Capítulo 19
Chicago
Domingo, 18 de marzo
08:00 a.m
—Buenos días.
Caroline abrió los ojos al oír la voz de Max. Y olfateó. Comida. Olía maravilloso. Parpadeó en la luz brillante de la mañana y se concentró en él de pie junto a la cama, casi desnudo, colocando una bandeja de desayuno en la mesita de noche. Desde donde estaba, tenía una visión de hombros anchos y de un trasero apretado que le hizo agua la boca más que los panqueques y el jarabe que había apilados en los dos platos.
Había sido una noche tremenda.
Él era un hombre tremendo.
Se empujó a sentarse sobre las almohadas, tirando automáticamente de la sábana para cubrirse. No estaba tan cómoda con su desnudez a plena luz del día como lo estaba él, obviamente. Sus dedos jugaron con su pelo, subrepticiamente, tirándolo hacia abajo para cubrir el costado de su cuello.
—¿Me preparaste el desayuno?
Max le sirvió una taza de café.
—No te ilusiones demasiado. Es de una mezcla que mi madre ha encontrado de oferta. Debe haber tenido unos cupones o algo así. Solo añadí el agua. —Se sentó en el borde de la cama y se inclinó sobre la bandeja para servirse su café.
Caroline se agachó al suelo, junto a la cama, y recuperó la camisa.
—No te pongas eso —dijo Max en voz baja. La miró, sus manos estaban quietas en la cafetera—. Quiero verte. A la luz del día.
Caroline se mordió el labio. En la luz del día. Hasta ese momento habían hecho el amor en la noche. En la oscuridad. A la luz del fuego. Incluso ayer por la mañana se había mantenido en las sombras, las persianas bajas, mantenimiento su habitación en penumbra. Pero esa mañana todas las persianas estaban altas, dejando pasar cada rayo de sol de la mañana. Todas sus cicatrices serían visibles en la luz del día. Pero las tendría que ver tarde o temprano, se dijo. Dejó caer la camisa de nuevo al piso.
—Muy bien, Max. —Sin embargo, apretó los brazos por encima de la sabana, manteniéndola en su lugar mientras tomaba el plato que le ofrecía—. Huele bien. Creo que tenía más hambre de lo que pensaba.
Levantó una ceja irónica.
—Anoche hemos trabajado como para tener mucho apetito.
Caroline sintió que sus mejillas ardían, pero no pudo evitar la sonrisa que curvó sus labios.
—Creo que eso hicimos. —Oh, chica, lo hicieron. Su cuerpo se estremecía aún por el esfuerzo. Le dolían músculos que no sabía que existían. Max ciertamente no dejaba que su discapacidad le impidiera la movilidad plena, en la cama o fuera de ella.
Piedad.
Había sido un hombre muy generoso, muchas veces.
Max se rió y bebió un sorbo de café.
—Tienes el rubor más adorable. —Se inclinó y cubrió su boca con la suya, casi tocando la bandeja en su regazo. Miró hacia abajo en el plato.
—¿Has tenido suficiente o quieres comer más todavía?
Había lugar todavía para tomar otro bocado.
—Depende. ¿Qué sugieres que hagamos en su lugar?
—Mmm —murmuró, corriendo su boca desde la curva de su mandíbula hasta su oído. Caroline sintió un delicioso escalofrío recorrerla por todo su cuerpo—. Obviamente no estabas prestando suficiente atención anoche. Necesitas algunas lecciones después de clases
Ella sonrió contra su mejilla recién afeitada.
—¿Más lugares?
El plato se movió en su regazo y lo colocó en la mesilla de noche, donde afortunadamente se quedó.
—Vas a tener sabanas pegajosas, si no tienes cuidado —advirtió ella.
—Las lavaré —murmuró, mientras empujaba su espalda hacia la cama para mirarla a la cara. Sus ojos tenían esa mirada que había llegado a conocer tan bien durante las últimas cuarenta y ocho horas. Él la deseaba. Una vez más. Su cuerpo entró en calor sólo por la forma en que sus ojos la poseían, como si fuera... preciosa.
Él la hacía sentir valiosa. Y de repente, toda la culpa saltó sobre ella como una gran ola. Ella le debía más honestidad que la que le había dado hasta ahora. Había dejado que esto fuera demasiado lejos sin hablar con él antes sobre ese maldito certificado de matrimonio en el Palacio de Justicia del condado de Buncombe, Carolina del Norte. Ella le debía el resto de la historia, y se la debía ahora.
—Max —comenzó a decir, pero él la interrumpió con un beso tan posesivo que le robó el aliento. Lo tomó por los hombros y lo empujó hacia atrás para hablar con él, pero sus manos, traicioneras como eran, continuaron a través de la anchura de su espalda. Las palmas de sus manos apretaron fuertes tendones y músculos, arrancando un apreciativo gemido desde lo profundo de su pecho. La boca de Max dejó la suya, sólo para recorrer un sendero por el lado de su cuello.
Ella se puso tensa. Con la luz de la mañana se veían claramente sus cicatrices. Pero no hubo grito de asombro o de disgusto. Él ni siquiera dudó un instante mientras su boca caliente recorría su piel. No se había dado cuenta. O si lo había hecho, no sintió rechazo después de todo.
Se relajó, hundiéndose en las sensaciones que él creaba sólo con el roce de sus labios. Sus manos vagaban, explorándolo con una nueva libertad, deslizándose por la espalda, las caderas, las nalgas apretadas bruscamente en respuesta a las suaves acaricia.
Él se irguió para poder mirarla, la tensión sexual endureciendo los rasgos de su rostro. Sin decir una palabra, le apartó el cabello de la cara, con tanta suavidad que los ojos de Caroline desbordaban por la belleza del gesto, tan opuesto a la ferocidad de su expresión.
Era preciosa, pensó Max, esa mujer que tenía en sus brazos. Era suya.
—Te amo, Caroline —dijo con voz ronca—. Creo que te he estado esperando toda mi vida.
Ella parpadeó, enviando dos gruesas lágrimas por los lados de su cara y él las secó con sus pulgares.
—Me alegro de que no saber entonces qué hermoso sería esto. —Su respuesta fue un susurro débil—. No creo que pudiera haber sobrevivido sin ti como lo hice.
Su corazón se contrajo. Puso un beso en su frente.
—Estoy tan malditamente feliz de que lo hayas hecho. —Tomó sus labios entonces, alejando la tristeza de la manera que halló más efectiva. La forma en que intentaría hacerlo por el resto de sus vidas. La besó hasta que sus brazos se enrollaron alrededor de su cuello, hasta que le devolvió el beso. De todo corazón, sin ninguna retención. Era lo que había estado esperando.
Ella se arqueó contra él a, volviéndolo loco con la forma en que su cuerpo buscaba el suyo, incluso a través de la sabana a la que se aferraba como un escudo.
Ya era hora. La forma en que lo había soñado todos esos años de noches solitarias en su cama. Levantó la cabeza para decir las palabras, pero sus labios querían más, así que la besó con una presión descendente que empujó su cabeza hacia atrás en las almohadas.
—Cásate conmigo, Caroline —dijo contra sus labios. Y esperó a que ella dijera que sí, como lo había hecho cada vez que había jugado con esa escena en su mente.
En vez de eso su cuerpo quedó inmóvil. Tieso. Y su corazón se detuvo. Levantó la cabeza para encontrar su cara pálida, sus ojos azules muy abiertos.
Y horrorizados.
—¿Caroline?
Abrió la boca, formando la palabra “No”, pero ningún sonido salió para acompañar el rechazo. Ella negó con la cabeza. Fuerte. Con decisión.
Apretó la mandíbula. Había previsto, en su jugada más calculada de esta escena, que iba a necesitar tiempo para pensar en ello. Que era demasiado pronto. No esperaba un rotundo no. No esperaba el horror. No de Caroline.
Él se apartó de ella, su espalda tan rígida como la de ella. Se incorporó, ensanchando la distancia entre ellos.
—¿Te molestaría decirme por qué?
Ella asintió con la cabeza.
—En voz alta —agregó.
Se humedeció los labios. Se sentó y acomodó la maldita sabana superior. Pero todavía no produjo nada parecido a una explicación verbal.
—En algún momento de este siglo, Caroline.
Sus ojos brillaron y ella apretó los labios. La había hecho enojar. Bien. Porque él también lo estaba.
—Permíteme que lo haga más fácil para ti —dijo, echando las piernas hacia el lado de la cama para tomar un par de shorts del cajón más cercano. Se tambaleó cuando caminó hasta la silla en la esquina. El enojo aumentó, y lo puso salvajemente bajo control mientras se sentaba. Metió las piernas en los pantalones cortos, luego se los subió y se puso de pie en un mismo movimiento.
—Vamos a darte una múltiple elección. —Buscó en la habitación su bastón y cojeó a recogerlo—. Opción A. Tienes miedo de mí. ¿Crees que te voy a lastimar como lo hizo tu ex-marido?
Él se acercó, apoyándose en el bastón, mirándola en su cama, con la espalda apoyada contra la almohada. Ella le devolvió la mirada, estrechando ahora los ojos fijos en él, de color azul brillante como el núcleo de una llama de gas.
—Vamos —dijo en voz baja—. Estoy ansiosa por escuchar el resto de mis opciones.
Se detuvo donde estaba, su ira amainando un poco. Ella ya no estaba horrorizada, ya no sólo estaba enojada. Ella estaba furiosa. Nunca había visto ese lado de ella, esa furia fría, incluso la noche que arrasó en su casa para tirar al su propia autocompasión. Se sentó en el borde de la cama y se estiró para tomar su mano. Caroline cruzó los brazos sobre el pecho en respuesta.
—¿Cuál es la opción B, Dr. Hunter? —preguntó en esa misma voz engañosamente suave. Enarcó una ceja oscura hacia arriba—. Realmente quiero saber.
Max tomó una respiración profunda. Se había metido en algo. No habría manera ahora de evitarlo. Tendría que pasar por ello.
—Que no me quieres tanto como tú... me llevaste a creer.
Su mandíbula siguió apretada.
—¿Y la opción C? Por favor, no me decepcione, profesor. Sencillamente debe existir una opción C o no sería un examen justo.
Max miró hacia otro lado.
—Éstas. —Señaló las feas cicatrices rojas en sus propias piernas—. Y esto —Sostuvo su bastón e hizo una mueca cuando ella se echó a reír con amargura. La cama se movió y cuando miró hacia atrás, ella había tomado la camisa y se la había cerrado como una bata de baño.
—¿Esas son mis opciones? —preguntó, recogiendo la ropa del piso, donde había quedado la noche anterior—. Soy una tonta, soy una mentirosa, o soy una hipócrita. —Se enderezó y se volvió hacia él, sus ojos brillantes, ya no con la llama de su ira, pero sí con lágrimas—. Creo que deberías de averiguar lo que realmente piensas de mí, Max, antes de hacer algo estúpido como pedirme que me case contigo. Elijo D. Ninguna de los anteriores. —Caminó alrededor de la cama donde él seguía sentado, las lágrimas corrían por su rostro—. Sería una tonta si pensara que eras como Rob. Eres suave. Él era abusivo y colérico. El único rasgo común que puedo ver es que ambos sois propensos a las rabietas cuando no conseguís las cosas a su manera inmediatamente. —Bajó los ojos a la curva de su bastón, deseando con todas sus fuerzas poder borrar las palabras. Pero, por supuesto, ya era demasiado tarde.
—Sería una mentirosa si dijera que no te amo —continuó, con la voz quebrada. No podía mirar hacia arriba—. Porque lo hago. Más de lo que nunca creí posible. Y te diré otra cosa, Max. Rob dañó mi cuerpo, pero nunca, nunca me rompió el corazón. —Lo oyó soltar una exhalación—. Porque yo nunca lo amé.
Se puso de pie para seguirla mientras se movía hacia la puerta y se detuvo cuando ella se volvió bruscamente, sus ojos ahora salvajes y heridos.
—No vengas detrás de mí. No me toques. No quiero que me toques. —Ella se dio la vuelta, la cola de la camisa dio un vuelo a raíz de la brisa que originó.
Max levantó las manos, las palmas hacia fuera, en señal de rendición.
—Caroline, espera. Por favor.
Se detuvo, de espaldas a él todavía.
—¿Por qué?
—Lo siento.
Su espalda se puso rígida.
—Que lo sientes —repitió ella con cuidado—. Eso es muy agradable. ¿Lo sientes pero me acusas de ser tan superficial, tan hipócrita, que iba a juzgarte sobre la base de tus cicatrices? ¿No escuchaste nada de lo que te dije anoche? Maldito seas, Max. Piensa en alguien además de ti mismo por un maldito minuto. —Le dio la espalda y dejó caer la camisa al suelo.
El estómago de Max se sacudió como si hubiera recibido un golpe y la bilis subió a su garganta, con náuseas. Se dejó caer en el borde de la cama, apenas consciente que lo había hecho. Su espalda...
—Caroline. —Fue como si su nombre fuera arrancado de su pecho. Junto con su corazón y hasta el último de los nervios en su cuerpo. Se sentó, incapaz de moverse—. Dios mío.
—¿Quieres comparar cicatrices, Max? —preguntó, su voz tranquila ahora—. Creo que yo gano.
Chicago
Domingo, 18 de marzo
09:00 a.m.
El timbre del teléfono sacudió a Winters de un agradable sueño. Se dio la vuelta y se estiró, viendo a Evie alcanzando el teléfono junto a su cama, con los ojos cerrados todavía.
Había algo que decir acerca de las mujeres más jóvenes.
No se levantaban con las gallinas, pero sin duda eran... inventivas.
Evie encontró el receptor y lo acercó a la oreja.
—¿Hola? —Hizo una pausa y frunció el ceño—. Ella no está aquí. ¡Espera, Caroline! ¿Qué pasó? —Se detuvo de nuevo—. Porque estás llorando, por eso. ¿Qué pasó?
Los oídos de Winters se animaron con el sonido de ese nombre. Parecía que Mary Grace no estaba teniendo un buen día.
—Ella trabajó ayer por la noche —dijo Evie—. No estará en casa por lo menos hasta dentro de una hora. —Se volvió y le dirigió una sonrisa distraída—. Intenta con su localizador. Caroline, espera. —Ella rodó y se sentó, sosteniendo el teléfono con las dos manos—. No cuelgues. Mira, sobre lo que pasó el viernes. Lo siento, por lo que dije y lo que hice. Quiero que seas feliz con Max. —Evie se estremeció y retiró el teléfono de la oreja, frunciendo el ceño mientras lo miraba antes de colgar para arriba.
—¿Qué fue todo eso? —preguntó Winters, manteniendo su voz en el nivel adecuado de interés.
Evie le dio al teléfono una última mirada perpleja, y luego se volvió hacia él con un encogimiento de hombros.
—Eso fue Caroline, tú sabes, mi amiga con la que me peleé. ¡Oh, por supuesto que la conoces, tú arreglaste sus tuberías! —Ella puso los ojos en blanco y rio—. Eso fue estúpido de mi parte. De todos modos, ella necesitaba quien la llevara a su casa. —Arrugó la comisura de su boca—. Ha tenido una pelea con Max. Una bastante mala, supongo. Ella me dijo que podía quedármelo. —Lo miró con una sonrisa—. Un poco demasiado tarde, ¿eh?
Winters le devolvió la sonrisa, su mente ya estaba trabajando. Tenía que llegar primero donde Caroline. Tenía que estar esperándola. Si habían tenido una pelea, el hombre alto con el bastón estaría ausente. Era la oportunidad que había estado esperando.
—Escucha, cariño, me tengo que ir. Tu compañera de habitación llegará pronto, y... —Se levantó de la cama sólo para que ella juguetonamente lo tirara hacia atrás.
—Tenemos una hora, Mike. Podemos hacer mucho con sesenta minutos completos. Además, si Dana va a recoger a Caroline no estará en casa hasta las once. Vamos, es domingo. No me digas que trabajas los domingos.
Winters le sacó las manos de su cintura, no muy suavemente.
—Realmente necesito irme, Evie. Te llamaré más tarde. —Se levantó de la cama y comenzó a tirar de la ropa. Ella lo siguió, agarrando la chaqueta de una silla y poniéndosela. Ella era tan alta que su chaqueta apenas cubría su trasero desnudo. La miró por encima, ligeramente admirativo. Tenía un buen trasero desnudo—. Dame mi chaqueta, Evie. Tengo que irme.
Ella sonrió descaradamente.
—Vas a tener que quitármela.
Winters puso los ojos en blanco. Esto iba más allá de lo divertido.
—Dame mi chaqueta. Ahora. —Él tomó el cuello de la camisa y tiró de él para quitársela. Ella luchó, siguió jugando, pero se detuvo cuando algo pequeño cayó del bolsillo. Winters trató de tomarlo, pero ella lo había visto y ya se había agachado para recogerlo.
—¿Qué es esto? —preguntó, volviéndose con el marco de oro falso y la foto de 3 × 5.
Winters la observaba, midiendo su reacción, esperando por su bien que ella fuera muy, pero muy estúpida. Ella lo había superado. Y había sido una de las mejores encamadas que había tenido en meses.
Ella lo miró, su ceño fruncido. Maldita sea. Ella no era estúpida.
—Esta es una foto de Tom Stewart. Robaste esto del apartamento de Caroline. —Una mirada de asco cruzó su rostro—. Oh, Dios mío. Te gustan los chicos. ¡Oh, Dios mío! —Miró hacia la imagen nuevamente y frunció el ceño ante la pequeña foto que él mismo había pegado en la esquina—. Esto no tiene sentido. Se trata de Tom hace mucho tiempo. —Tiró la imagen pequeña de la esquina del marco, y leyó la fecha en el reverso y su rostro se puso pálido. Ella dio un paso atrás—. Oh, Dios mío. Tu eres... —Sus ojos se volvieron a los suyos, amplios y aterrorizados ahora.
Maldita sea. Tendría que haber sido realmente estúpida. Él siempre había pensado que Dios había desperdiciado el cerebro en las mujeres.
Se movió hacia la puerta de la habitación, todavía con nada más que su chaqueta. Tenía que quitársela. La mancha de sangre era una perra para sacar. Winters la tomó por la muñeca hasta que ella cayó de rodillas.
Interesantes posibilidades. Pero tenía prisa. No había más tiempo para la diversión. Aun cuando la chica tuviera una boca como una aspiradora. Que la tenía.
Ella lo miró, llorando ahora.
—No lo hagas. Por favor, no lo hagas.
Quitó la chaqueta de su espalda antes de tirar de ella a sus pies.
—Ahora, Evie, ¿qué crees que voy a hacer? —La empujó a la cama y buscó en el bolsillo de la chaqueta la bola de hilo que había comprado en el camino a recogerla la noche anterior. Con Adelman no había planificado.
No pretendía estar tan poco preparado cuando finalmente tuviera a Mary Grace en sus manos.
Y una buena preparación siempre valía la pena.
Miró su reloj. No tenía mucho tiempo para esto. Lo mejor era simplemente acabar de una vez y terminar el trabajo.
Él sonrió a Evie, que lo miraba con ojos vidriosos de terror. No podía esperar a ver la misma mirada en los azules ojos de Mary Grace.
—¿Evie, tus padres no te enseñaron a no entrar en los coches con hombres extraños?
Chicago
Domingo, 18 de marzo
10:00 a.m.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —dijo Dana mientras acortaba los pasos hacia el porche de Max—. ¿Por qué estás sentada aquí en el frío? ¿Y qué pasó?
Caroline mantuvo sus ojos en el gran roble en el patio de Max, recordando la primera vez que lo había visto, las fantasías estúpidas con la pequeña de pelo negro, y los niños, pidiendo a gritos ser empujados en el columpio.
—Sólo llévame a casa.
—No voy a hacer nada por el estilo. Hablé con este hombre ayer, Caroline. Él se preocupa por ti.
Caroline se detuvo.
—¡Él piensa que soy mentirosa y poco profunda...! —Bajó la escalinata y tiró de la puerta de la vieja chatarra de Dana. Por supuesto, siendo una prudente nativa de Chicago, Dana había trabado las puertas. Caroline tiró de nuevo de la puerta y miró a Dana, que obstinadamente seguía en la parte delantera porche de Max.
Max abrió la puerta y la miró, sus ojos angustiados. Así es cómo deben estar, pensó Caroline.
—Ella no quiere entrar —le dijo a Dana. Finalmente dejó de mirarla para buscar a Dana en busca de ayuda.
Dana suspiró.
—¿Caroline, terca? Dime que no es así. Ven a la casa, Caro. Tenemos que poner lo sucedido sobre la mesa.
Caroline se echó a reír con amargura.
—Por así decirlo. Puedes ponerlo en cualquier lugar que desees, Dana. Sólo tienes que dejarme fuera de ello.
—Yo la jodí —dijo Max a Dana, con voz tranquila.
—Él lo hizo —confirmó Caroline.
Dana miró a Max y a Caroline, luego volvió a suspirar.
—Caro, he estado despierta toda la noche. Conocí a tres familias separadas en la estación de autobuses. Estoy cansada y estoy entrando en ese momento del mes. Si vas a darme rosca a mí, elegiste un momento del demonio. —Miró a Max—. Entremos y oigámoslo.
A Caroline se le cayó la mandíbula cuando la traición de Dana dio en el blanco.
—¿Qué? No puedes hacer eso.
Dana le lanzó una mirada firme.
—¿Por qué no? Esto no siempre es acerca de ti, Caroline. Le dices a alguien que lo amas, lo involucras. Lo incluyes. Ahora crece y mete tu culo en esta casa.
Caroline la miró durante un largo minuto, y luego puso los ojos en blanco.
—Lo que sea. —Esta era la Dana que la había ayudado a salir de Hannover House y empujado para obtener su GED. La Dana que la amaba como a una hermana. Sin quererlo, hizo mover sus pies. Max abrió la puerta para ella y Caroline entró, mirándolo a la cara.
Su rostro estaba preocupado, demacrado.
El rostro que la había mirada con ternura cuando había hecho el amor con ella toda la noche. El rostro al que ella todavía no le había dicho toda la verdad.
Dana dio unas palmaditas en la mesa de la cocina.
—Todo el mundo siéntese. ¿Tienes algún café?
—Voy a preparar un poco —dijo Caroline—. Siéntate, Dana. Te ves como el infierno.
—Gracias —replicó con ironía Dana—. Te amo, también. Toma asiento, Max, y pon tus jodidas cartas sobre la mesa.
Max se sentó y relató los acontecimientos de la mañana, sin dejar nada fuera. Caroline lo observaba mientras hablaba. Había estado en lo cierto. Él no era para nada como Rob Winters. Max Hunter era un buen hombre. Un hombre bueno que por desgracia llevaba una piedra en sus hombros del tamaño del Peñón de Gibraltar cuando se trataba de su discapacidad. En el momento en que había terminado, el café estuvo preparado. Sirvió tres tazas y las puso sobre la mesa.
Dana tomó la de ella y tragó, parpadeando.
—Dios, esto es fuerte.
Caroline se sentó en la silla más lejana a Max, a sabiendas de que su turno en el banquillo de los acusados se acercaba rápidamente. Me he dejado llevar por mi temperamento, pensó. No debería haberle mostrado la espalda de esa manera. No lo había hecho para compartir la verdad con el hombre que decía que amaba. Lo había hecho como venganza. Pura y simple.
—Parecía que lo necesitabas fuerte. —Se encogió de hombros—. Yo lo necesito de todos modos.
Dana la miró, la decepción en sus ojos marrones. Caroline miró hacia otro lado.
—¿Dejaste que todo siga y siga y todavía no le dijiste? —preguntó Dana con cansancio.
Carolina se encogió de hombros.
—Yo estaba enojada.
—Tú querías ganar tiempo. —El disparo de Dana fue cien por ciento correcto.
—¿Dime por qué? —preguntó Max, su voz ahora se mostraba recelosa.
—Dile. —Dana puso su taza sobre la mesa con un golpe, moviendo su mano justo a tiempo para evitar que el café caliente se derramara sobre los bordes.
Caroline fue a levantarse por una toalla y Dana la cogió por el borde del suéter, y la sentó en su silla.
—¡Pon tu culo en la silla y dile la maldita verdad! ¡No voy a decirlo otra vez!
—¿Decirme qué? —preguntó Max—. Caroline, ¿qué está pasando aquí?
Caroline se cubrió el rostro con las manos.
—No sé por dónde empezar, Max. Yo soy... —Su voz tembló y ella tragó—. Estoy muy asustada de decirte esto.
—¿Por qué? —Su voz era suave—. ¿Por qué tienes miedo de mí todavía?
Ella bajó sus manos y lo miró directamente a los ojos. Se merecía tanto.
—Yo no te tengo miedo. Te lo dije ya y lo dije en serio. Tengo miedo de lo que dirás cuando te diga por qué te dije que no esta mañana cuando me pediste que me casara contigo.
Max se estiró a través de la mesa y le tomó la mano.
—Dime. Por favor.
Caroline cerró los ojos.
—Yo no soy realmente morena. —¿Por qué fue eso lo primero que le vino a la mente? Se habría pateado a sí misma de haber podido hacerlo.
—Me di cuenta de eso por mí mismo —respondió Max secamente—. Puedo caminar con un bastón y sufrir de auto-compasión terminal, pero no estoy ciego, incluso en la oscuridad.
Dana se aclaró la garganta.
—Yo no necesitaba escuchar eso. Vamos, Caro. Llega a la parte buena antes de que me duerma en esta incómoda silla.
Max miró a Dana antes de buscar de nuevo los ojos de Caroline.
—Me preguntaba por qué te teñías el cabello si lo mismo era bonito el color que... —Se detuvo cuando Dana se atragantó con el café—. Pensé que me lo contarías cuando estuvieras preparaba. —Miró a la mesa—. Pensé que confiabas más en mí.
Caroline hizo una mueca.
—Golpe directo. —Llenó sus pulmones de aire y dejo salir el aliento en un suspiro enorme—. Max, yo no soy la persona que piensas que soy.
—Caroline, eso no es cierto —añadió Dana—. Eres exactamente la persona que piensa que eres.
Miró a Dana con una media sonrisa.
—Estas dividiendo los pelos, Dana. —Caroline se volvió a Max cuyos ojos se estrecharon cautelosos—. Te conté que intenté huir de Rob una vez y me empujó por las escaleras.
Max asintió con la cabeza.
—La noche que perdiste a tu bebé.
El fuerte suspiro de Dana había sorprendido a los dos volviéndose hacia ella, luego de vuelta entre sí.
—Yo estaba escuchando, Caroline —dijo en voz baja—. Incluso si pensaste que no lo hacía.
Recordó sus palabras. Lo lamentaba.
—Lo siento, Max. No debí haber dicho eso. Tuve mi propia rabieta, supongo. La siguiente vez que me empujó por las escaleras fue después de que firmé una orden de alejamiento. Él me dejo en el hospital durante tres meses. Mi espalda estaba rota y en un primer momento los médicos no estaban seguros de si alguna vez volvería a caminar. —Cerró los ojos—. Rob me dijo que si le contaba a alguien lo que había pasado terminaría el trabajo. —Abrió los ojos para encontrar su rostro conmocionado y pálido—. Yo le creí. Después de que mi madre lo hubiera llamado, cuando había intentado huir antes... su coche se salió de la carretera unos meses más tarde. Él no quería que ella le contara a nadie. Así que cuando me dijo que no le contara a nadie, yo no se lo conté a nadie. Pero escuché. Una de las enfermeras en el hospital me decía que lo abandonara para obtener ayuda. Como si fuera tan fácil. Pero un día ella me dio la información que podía usar. El nombre de Hanover House, un lugar en donde me ayudarían a cambiar mi nombre y conseguir todos los papeles que necesitaba para vivir una nueva vida. —Caroline cubrió sus manos con las suyas y vio el parpadeo de sus ojos grises, su mente sagaz procesando.
—Durante los tres meses que pasé en la cama del hospital, escuché y planifiqué mi huida. Me despertaba por la mañana y veía mi estatua, mi estatua de San Rita, y sabía que no era un caso imposible, que un día podría salir y llevarme a Robbie conmigo.
—¿Robbie? —preguntó Max, su voz ronca. Levantó sus ojos a Dana y Caroline sintió que se le revolvía el estómago. Él no podía mirarla. Tal vez fuera mejor así.
Dana asintió con la cabeza.
—Robbie es el niño que conocí en la estación de Greyhound esa noche, agarrando la mano de su madre. Tom es el chico que salió de Hannover House. Él es el chico que conocemos hoy en día. —Miró a Caroline—. Termina, cariño. Sólo tienes que acabar de una vez.
Caroline arrastró los ojos de la cara demacrada de Max a la preocupada de Dana.
—Yo no podía caminar entonces, cuando por primera vez fui a casa. No pude huir enseguida. Sabía que me encontraría, sabía que el andador me hacia sobresalir como un pulgar dolorido. —Ella bajó los ojos a la mesa—. Él no me dejó volver a rehabilitación. Yo sabía que no lo haría, así que presté atención a los médicos cuando estaba todavía en el hospital. Tomé notas y cuando llegué a casa, hice todas las cosas que me dijeron que hiciera.
—Hiciste tu propia rehabilitación —comentó Dana en voz baja—. Nunca me dijiste esa parte tampoco.
—No podía volver a revivirlo. Nunca quise recordarlo de nuevo. —Pero cerró los ojos y se obligó a recordar—. Trabajé con sus pesas cuando él no estaba en casa, me hacía más fuerte cada día. Pero nunca dejé que lo viera. Caminé con el andador, y mantuve el brazo herido contra mi cuerpo como había estado todos los días en el hospital. Dejando caer cuencos y fingiendo tropezar. Pero cada día me hacía más fuerte. Hacia el final, caminaba por la casa con una mochila en la espalda llena de piedras cada vez que él no estaba. —Caroline torció los labios, los recuerdos todavía la humillaban—. Él no estaba mucho en casa. Se quedaba con la vecina de al lado. Ella era más bonita que yo. Más mujer que yo. Yo era una lisiada. —Tragó con fuerza—. Ya no me tocaba con la misma frecuencia. Fue la única cosa buena que salió de todo esto. Pero él me tocaba. Lo suficiente. —Sintió que un terror familiar caía sobre ella y lo empujó hacia atrás—. No te preocupes, Max. Me he hecho estudios cuando llevaba aquí más de un año. De alguna manera me las arreglé para escapar sin infecciones. —Ella lanzó una mirada a Dana—. La enfermera en la clínica me dijo que debería dar gracias a Dios. Pasó más de un año antes de que pudiera encontrar cualquier agradecimiento en mí.
—Creo que Dios entiende —murmuró Dana—. Creo que todavía lo hace.
Caroline se encogió de hombros.
—Tal vez. De todos modos, cuando por fin pude llevar la mochila llena de piedras durante ocho horas seguidas, supe que era lo suficientemente fuerte. Cosí todo el dinero que había guardado dentro de mi camisa y recogí a Robbie de la escuela un día a finales de mayo. Habían pasado dos años desde que me despertara en el hospital.
—¿Dos años? — Max cayó a tierra.
Caroline se encogió de hombros.
—Yo te dije una vez que la rehabilitación para la gente pobre es una mierda. Se necesita mucho más tiempo cuando la hace un aficionado —suspiró—. Yo tenía mi ruta trazada. Sabía que Rob no estaría en casa hasta la mañana, que pasaría la noche en la casa de Holly. Eso me dio tiempo suficiente para conducir a Tennessee y abandonar mi coche.
—¿Dónde lo abandonaste? —preguntó Dana.
Una sonrisa de satisfacción inclinó los labios de Caroline.
—En el fondo de un lago profundo donde nadie lo encontraría. Santa Rita hizo de peso en el acelerador. —Hizo una pausa, un dulce recuerdo particular—. Recuerdo estar viendo el lanzamiento del coche y como se hundía. Había sido tal como lo había soñado cada vez que pensaba en escapar. Y así fue la mirada de asombro en el rostro de Robbie cuando cogí la mochila y comencé a caminar.
—¿No sabía? —preguntó Max.
—No. Yo no quería cargarlo con otro secreto del que su padre sospecharía. Caminamos a Gatlinburg, Tennessee. Eran todos turistas, así que nadie ni siquiera nos tomó en cuenta. Tres traslados en autobús después estábamos en Chicago.
—Con una escala en San Luis —dijo Dana.
—¿Por qué? —preguntó Max, con la cabeza ahora en sus manos.
—Para pedir un certificado de nacimiento. Es muy fácil, da miedo. Vas a un cementerio, y encuentras el nombre de un niño que murió cuando era un bebé con la fecha de nacimiento correcta, vas a la cabecera municipal y solicitas una copia del acta de nacimiento. Deambulé por el cementerio durante horas, buscando el nombre correcto, y antes de la fecha de nacimiento me decidí por Caroline.
—¿Cuál era tu nombre antes? —Su voz sonó apagada.
—Mary Grace. Mary Grace Winters. —Hizo una pausa—. ¿Entiendes ahora, Max?
Él asintió con la cabeza todavía hacia abajo.
—Sí, lo hago. Tú te escapaste. Desapareciste. Y nunca te divorciaste del hijo de puta que aterrorizó todos los días de tu vida. —Levantó la cabeza, sus ojos grises ahora feroces y vivos—. Y sientes que tienes que honrar el vínculo jurídico que te une a un monstruo al que debiste haber disparado con su propia arma mientras dormía.
—Es rápido, Caro —comentó Dana—. Llegó exactamente a la misma opinión que yo.
—Dana, por favor. —Caroline le apretó las manos—. No puedo casarme contigo, Max. —Sintió que los ojos le ardían y apretó los dientes. Ella no iba a llorar. No lo haría. Ya había llorado demasiado por un día—. Quiero casarme contigo más de lo que quiero respirar. Pero no puedo.
—Caroline... —comenzó Max, pero ella lo interrumpió.
—No trates de convencerme de lo contrario. Te amo, y estoy dispuesta a hacer casi cualquier cosa menos eso. No está bien.
—Mantener tus votos a un monstruo está mal, Caroline —insistió Max—. Negarnos a nosotros la oportunidad de ser felices está mal. No me digas que no has soñado con pasar el resto de tu vida conmigo. —Le tomó las manos y puso una a cada lado de su rostro—. No me digas que no has soñado despierta conmigo. No me digas que no has soñado con los bebés que tendríamos juntos. —Dejó caer las manos y se puso de pie, caminó alrededor de la mesa, sosteniéndose del borde mientras se abría camino hacia ella. Cuando la alcanzó, la tomó por los hombros y la puso de pie, obligándola a mirarlo a los ojos color gris acero con determinación—. Una familia, Caroline. Una familia real. Negarnos la oportunidad de tener una familia normal está mal.
Caroline cerró los ojos, incapaz de sostener su penetrante mirada. Incapaz de ver el dolor que estaba a punto de poner en esos ojos.
—He soñado con todas esas cosas —dijo, con voz temblorosa—. Sabes que lo hago. Max, por favor trata de entender. No me pidas que haga algo que yo creo que está mal.
Max le soltó los hombros y se alejó.
—¿Por qué elijes tu integridad por encima de mí?
—No, nunca he dicho eso.
—Entonces, ¿qué estás diciendo? —dijo detrás de los dientes apretados.
—Ella está diciendo que va a vivir contigo en pecado, pero no se casara en una iglesia delante de Dios y de todo el mundo —dijo Dana rotundamente.
Caroline la miró, los ojos entrecerrados.
—Cállate, Dana.
Max sacudió la cabeza.
—No, Caroline. ¿Tiene razón? ¿Es eso lo que estás diciendo?
Caroline miró a Max y a Dana otra vez y a Max nuevamente.
—Eso es lo que estoy diciendo.
La cara de Max palideció.
—Entonces creo que hemos terminado de hablar.
Una voz nueva se entrometió. La voz de David.
—Max, espera.
Todo el grupo, miró al arco que conectaba la cocina al salón de entrada. Caroline giro los ojos.
—¡Oh, por el Amor de Dios, David! ¿Haces de estar al acecho en el vestíbulo escuchándome derramar mis entrañas, una costumbre?
David se encogió de hombros.
—Max me llamó. Dijo que necesitaba mi ayuda. He venido.
—¿Cuánto tiempo has estado ahí? —preguntó Max inexpresivo.
—Lo suficiente. Max, no te apresures a decidir esto, por favor.
Max se encogió de hombros y se sentó en una de las sillas de la cocina.
—Tú eres el que me dice que debo ser más espontáneo.
—Max...
Max levantó la mano, los ojos cerrados.
—Basta, David. Ya he oído bastante. Caroline realmente cree en sus convicciones. Yo también, yo quiero una esposa, una familia. Quiero que sea legal, delante de Dios y todo el mundo. Tengo mi integridad, también.
—Quieres ser normal —murmuró David—. Max, por favor...
—No hay nada más que decir. —Max abrió los ojos y Caroline sintió que su corazón moría. Ella lo había herido. Más de lo que había creído posible—. No voy a vivir a su manera y ella dice que no va a vivir a la mía. Estamos... en un punto muerto.
Caroline se tragó el sollozo que se alojó en su garganta.
—¿Así que eso es todo?
Max asintió con la cabeza, su mandíbula apretada con gravedad.
—Tus reglas, Caroline.
—Lo siento, Max —susurró. Se inclinó para darle un beso de despedida y él volvió la cara hacia un lado, fuera de su alcance.
—Sólo tienes que irte, Caroline.