Capítulo 05
Chicago
Martes, 6 de marzo
10:55 a.m
Caroline cerró la puerta de la oficina de Eli, con un suave clic. Luego se volvió y apoyó la frente contra la madera fresca de la puerta. No le gustaba esto. Nada de esto. Ni un poco. El ritual hombre-mujer de buscar y perseguir estaba sobrevalorado. Sobre todo cuando el hombre era tan poco profundo como un charco de verano y la mujer tonta como una adolescente.
Inhaló profundamente, buscando el perfume de la cera para muebles de limón y a Old Spice de Eli, que siempre había calmado sus nervios en el pasado. En cambio, olía el aroma a maderas que rápidamente había llegado a asociar con Max Hunter, y su pulso se aceleró en respuesta. En un solo día, esa habitación había dejado de pertenecer a Eli, el refugio seguro que había llegado a atesorar. Ahora era el de Max. Ella estaba entrometiéndose. Irrumpiendo.
Fantasías. Oh, Dios. Dejó escapar el aliento que no se había dado cuenta que estaba conteniendo, mientras el contenido de sus sueños de la noche anterior se precipitaba en su cabeza, dejándola temblorosa, con la piel sensible, su cuerpo palpitante, cuando ella nunca antes había sentido tales sensaciones. Ahora sabía lo que significaba esa frase. Por un lado se preguntaba cómo había pasado treinta años sin sentir el pulso palpitante en la profundidad más íntima de su cuerpo. Por otra parte, deseaba seguir unos cuantos años más sin saber lo que se había estado perdiendo. Era primitivo. Se estremeció y apretó las piernas.
Misericordia.
También era devastador porque ahora sabía el significado de “amor no correspondido”. Bueno, lujuria no correspondida. Respiró hondo de nuevo, tratando de serenar su acelerado corazón. Sintiéndose más tonta a cada momento. Tonta y enojada. Y dolida. Sobre todo dolida.
Max no estaba ahí. Todavía estaba en clase. Charlando con las dos bellezas voluptuosas sentadas en primera fila, pendientes de cada una de sus palabras. Missi y Stephie. Caroline puso los ojos en blanco, recordando cómo se habían reído de cada una de sus bromas. Sus largas piernas desnudas hasta el dobladillo de sus minifaldas apenas decentes. Ni una arruga, ni una cicatriz. Probablemente ni siquiera tenían línea de bronceado que estropeara la piel dorada que habían mantenido durante el frío invierno de Chicago, cortesía del salón de bronceado fuera del campus. Jóvenes, de piernas largas y gráciles. Caroline frunció el ceño, sintiendo sus cejas fruncirse contra la suave madera. Y encima, sacaban buenas notas. Ni siquiera tenían la decencia de ser estúpidas rubias cabeza hueca que reprobaban y serían obligadas a casarse con hombres de cincuenta años.
Caroline había esperado unos minutos después de la clase, planificando volver con él a la oficina. Se honesta contigo misma, Caroline, se reprendió a sí misma. ¿Quién se estaba engañando de todos modos? Se demoró con la esperanza de poder robar unos minutos a solas con él. Con la esperanza de ver esos enigmáticos ojos grises, centrándose en ella con la misma intención con que la habían mirado de arriba a abajo el día anterior, evaluando sus atributos.
Dejó escapar un suspiro, refrescando la frente caliente. Qué ridícula estaba siendo. Solo una, solo una mirada caliente de un hombre, y se le iba la cabeza. No había pensado en otra cosa en toda la noche. Y maldijo la sonrisa silenciosa de Dana durante la cena. Bueno, las maldiciones no habían sido tan silenciosas una vez que Tom se fuera a la cama. Dana se limitó a sonreír un poco más y a recordarle que vistiera de negro al otro día, incluso se ofreció a retocarle las raíces.
—Voy a retocar yo misma mis malditas raíces. —Había murmurado. Y lo había hecho. ¿Y para qué? Para que Max Hunter la ignorase por completo y se concentrase en niñas que eran de la mitad de su edad. Bueno, dos tercios de su edad. Tenía treinta y seis, lo había comprobado.
Aunque, ¿qué importaba? Sintió repentina vergüenza por su abrumadora estupidez.
—No puedo creer esto, Eli —murmuró—. Estoy celosa. Tengo celos por un hombre que no me ha dirigido más que una sonrisa. —Pero qué sonrisa tenía Max—. Es simplemente patético. —Tragó fuerte, para aliviar la tensión en su garganta—. Y me siento sola —agregó en un susurro apenas audible—. Estoy tan cansada de estar sola.
Se enderezó y se volvió para mirar la oficina que había ocupado su difunto amigo durante cuarenta años. La computadora de Max ocupaba el espacio donde había estado el tablero de ajedrez de mármol de Eli. Muchos fueron los días en que Eli y Wade se habían sentado ahí, discutiendo sobre el próximo movimiento, discutiendo sobre política, sobre quien era el mejor cantante del Rat Pack, sobre quien se quedaría con la última porción de su tarta casera. Ella había amado escucharlos hablar. Sus días ya no serían completos sin Eli.
Dana tenía razón. Se había rodeado de hombres inofensivos, que no estaban disponibles. Y seguiría haciéndolo, probablemente con la ayuda de Max Hunter. Es posible que la hubiese mirado un poco ayer, pero solo porque estaba a mano. Una vez que había conseguido echar un ojo sobre las mujeres jóvenes del campus, ella había ido a parar al fondo del montón.
Daba igual. Ella no estaba en condiciones de coquetear con un hombre como Max Hunter de todos modos. Con ningún hombre, llegado el caso.
Pero seguro que no hería su ego que él la mirara. En tanto no pasara de allí.
Sus ojos se encontraron con una caja en suelo, junto al escritorio de Max. Su material de oficina había llegado.
—Es hora de parar tu parloteo y ganar tu sueldo, Caroline —murmuró. Se subió el vestido negro hasta las rodillas y se dejó caer junto a la caja.
Asheville, Carolina del Norte
Martes, 6 de marzo
11:00 a.m.
Steven Thatcher hizo una pausa ante la puerta de la división de homicidios del Departamento de Policía de Asheville. Era un desorden de mapas y fotos de los más buscados de la zona en todas las paredes, al igual que cientos de otras divisiones de la policía en todo el estado. Los teléfonos sonaban, una impresora zumbaba y vio el destello ocasional de una fotocopiadora por el rabillo del ojo. Le llegó el aroma de café rancio y palomitas de microondas. Respiró hondo, preparándose mentalmente para lo que podría ser una larga investigación. Eso era ser simplista...
Steven se detuvo cerca de un escritorio, cuyo ocupante trataba de escribir en una máquina de escribir antigua, el dedo índice picoteando una tecla a la vez. Miró fijo por un momento, sorprendido de ver una de esas máquinas antiguas todavía en uso. La placa de identificación en el escritorio dejaba leer “Det. B. Jolley”. Solo cabía esperar que fuera alegre1.
—¿Detective Jolley?
Jolley levantó la vista de su tipeado de dos dedos, los ojos entornados bajo espesas cejas grises, con la cara apretada en una mueca. No es, pensó Steven, una representación fiel de su nombre.
—¿Si? —Su voz retumbó profunda y ronca. Sus ojos se centraron en el maletín de Steven, para después ir hasta sus ojos—. ¿Qué quiere?
—Estoy buscando a la Teniente Ross.
Jolley se reclinó en la silla, con la cabeza ligeramente inclinada.
—Su oficina está allá. —Hizo un gesto a la pared del fondo—. ¿Quién es usted?
Steven sacó su placa.
—Thatcher, Oficina Estatal de Investigaciones.
Un oscuro rubor tiñó las mejillas de Jolley, y fue bajando a su cuello carnoso.
—Él no lo hizo.
Las cejas de Steven subieron.
—¿Perdón?
Jolley se puso de pie y Steven se encontró con cara a cara, con un metro ochenta y ciento diez kilos de detective beligerante.
—Le digo que Winters no lo hizo —gruñó Jolley, con el cuerpo inclinado hacia adelante, con la cara lo suficientemente cerca como para dar a Steven una visión clara de sus ojos inyectados en sangre, con fines intimidatorios. Era una mirada más hostil de lo que Steven hubiese esperado—. Puede darse la vuelta y regresar desde donde sea que se haya arrastrado hasta aquí.
Steven tomó aliento.
—Mire Detective, si solo da un paso al costado, tengo una cita con la Teniente Ross.
—Ben. —Apareció otro detective, justo detrás del hombro derecho de Jolley—. Siéntate y tómate un descanso, ahora Ben. —Palmeó sobre el hombro y lo empujó en la silla, cerrando los ojos brevemente cuando, a regañadientes, Jolley accedió. Abrió los ojos y Steven creyó reconocer señales de auxilio—. Agente Thatcher, la Teniente lo está esperando.
Steven lo siguió, fijándose en la forma en que el hombre apretaba las manos a los costados. Se detuvieron fuera del despacho de Ross, y el detective se volvió hacia él.
—Espero que disculpe a Ben Jolley. Él y Rob son amigos desde que están en la fuerza. Ben fue su apoyo cuando su mujer y su hijo desaparecieron hace siete años. Ben lo defendió entonces, y está preparado para hacerlo otra vez. Sabiendo que el caso está en marcha nuevamente, la mayoría de los muchachos está... sensible.
Steven estudió el rostro del detective. Su cabello dorado estaba perfectamente peinado y sus ojos eran azules. Podría haber parecido juvenil, tal vez incluso afeminado, sino fuera por la fuerza bruta de sus hombros y las líneas de preocupación alrededor de los ojos.
—¿Y usted, también está sensible?
Una esquina de la boca del detective se levanto.
—Creo que voy a dejar que determine ese hecho por usted mismo. Soy el Detective Lambert. Jonathan Lambert. Hágame saber si puedo hacer algo por usted mientras esta aquí. —Se volvió y golpeó ligeramente en la puerta, empujando y abriendo al mismo tiempo—. Tony, el agente de la Oficina Estatal de Investigaciones está aquí. Agente especial Thatcher, la Teniente Ross. —Y con un gesto se volvió sobre sus talones y se alejó dejando a Steven mirando su espalda con el ceño fruncido.
—¿Agente Especial Thatcher?
Steven volvió la atención a la mujer de pie delante de él. Así que esa era la Teniente Antoinette Ross. Había oído unas cuantas cosas de la colega de Lennie en la oficina de Ashevile. Todas ejemplares. Era una buena policía, de principios, difícil. Steven enarcó una ceja. En un primer vistazo, su cuerpo le pareció el de una corredora. Una mirada a la pared del fondo le confirmó su impresión. Ross siguió su mirada y una sonrisa se formó en sus labios mientras miraba la foto de una corredora con el número en el pecho.
—Tardé 260 segundos. Siempre fue mi sueño correr el maratón de Nueva York.
—Siempre fue mi sueño terminar una maratón sin un ataque al corazón —bromeó Steven y Ross se rió y cerró suavemente la puerta.
—Tome asiento, Agente Especial Thatcher. Gracias por venir.
Steven se sentó en una silla de respaldo recto, cuando ella se sentó en el sillón acolchado. Sacó la carpeta que Lennie le había dado del maletín
—Leí el archivo del caso. No hay mucha información.
Ross frunció el ceño y se puso unos anteojos. Abrió el cajón junto a su rodilla y retiró un sobre color gris.
—No. No hay mucho aquí tampoco. —Miró a Steven frunciendo levemente las cejas—. Tengo algunas fotos, y algunas notas transcriptas de testigos, sé que hubo más.
Steven se inclinó hacia atrás con el ceño fruncido.
—¿Usted estuvo en el caso hace siete años?
—No, pero recuerdo oír hablar de él. Yo trabajaba encubierta en ese momento. Narcóticos.
Así que era dura.
—No es una tarea atractiva, incluso en una ciudad del tamaño de Asheville.
Ross bajo las gafas, las apoyó sobre el escritorio, y se masajeó el puente de la nariz.
—No, no lo fue. En cualquier caso, yo no estaba aquí, físicamente en el recinto todos los días. Así que no tengo un recuerdo muy detallado de lo sucedido. Pero había más.
Steven se movió en la dura silla, descansando un tobillo en la rodilla opuesta, sin dejar de mirarla a los ojos.
—¿Por qué llamó a la Oficina Estatal, Teniente?
Ross le devolvió la mirada. Fijamente.
—Siempre he tenido una sensación en las entrañas... sobre Winters, Agente Thatcher... Él me inquieta. No sé si es justificado. O simplemente es mi reacción humana por el hecho de que Winters me falta el respeto a diario. Lo reprendí por insubordinación hace seis meses.
—¿Puedo preguntar por qué?
Ross se empujó con los pies, se giró y fijó la mirada en los arboles fuera de la ventana.
—No es fácil ser una teniente, mujer y negra.
—Supongo que no —murmuró Steven, un poco sorprendido al escuchar a Ross hablar tan abiertamente.
—Digamos que el detective Winters cuestionó mi método de promoción, así como puso en tela de juicio la santidad de mis votos matrimoniales.
—Imprudente —señaló Steven, prestando especial atención a la rígida línea de su columna vertebral.
—En mi cara, frente a mis hombres —dijo Ross en voz baja.
—Imprudente y estúpido.
Ross aparto la vista de la ventana, su rostro determinado.
—Desafió mi autoridad en público. Su amonestación fue igualmente pública, aquí todo el mundo lo sabe. Quiero justicia para Mary Grace Winters y su hijo. Si Winters tuvo algo que ver, quiero saber eso también. Pero también quiero estar segura de que esta investigación se lleva a cabo de manera que mantenga los derechos civiles de Winters y la credibilidad de esta oficina. Esta asignación no va ser bonita, Agente Thatcher.
—No esperaba que lo fuera, Teniente.
—Muchos de mis hombres lo tratarán con desprecio y falta de respeto.
—¿Al igual que Ben Jolley?
Una extraña sonrisa curvó la esquina de su boca.
—Ya lo ha conocido, por lo visto.
Steven se puso de pie, colocó ambas manos sobre el escritorio muy desordenado y se inclinó hacia adelante.
—No estoy aquí para ganar un concurso de popularidad, Teniente. Estoy aquí para llegar al fondo de lo que pasó con esa mujer y su hijo hace siete años. —Dejó que sus ojos se ablandaran—. Así que, mantengamos funcionando este espectáculo, ¿de acuerdo?
Chicago
Martes, 6 de marzo
11:15 am
Max salió corriendo de la clase, tanto como le fue posible. Había pensado que las jóvenes no se irían nunca. Todas risas y miradas tímidas. Pero esa era la forma en que siempre eran, hasta que veían el bastón. Hasta que lo veían luchar para cruzar la habitación, mientras se apoyaba en la maldita cosa. No sabía por qué había permanecido sentado tras su escritorio, el bastón fuera de la vista, hasta que las muchachas se alejaron. Supuso que era algún tipo de ego residual, que todavía esperaba que él pudiera hacer volver la cabeza a una mujer sexy.
Las había hecho volver la cabeza, pensó, pero el disgusto corría por sus venas. También había hecho voltear la cabeza de Caroline, mientras ella se dirigía hacia la puerta. Ella había esperado a que terminara la charla sin sentido con las jóvenes. Sus expresivos ojos cada vez más y más heridos, hasta que finalmente se volvió, y salió de la habitación. Y él la dejo ir sin una palabra. Sacudió la cabeza, enojado consigo mismo. David estaba en lo cierto. Realmente soy un hijo de puta autocompasivo, pensó, mientras la puerta de la oficina llegaba a sus ojos. Resopló un poco por el esfuerzo y tiró de la puerta, las palabras de disculpas en sus labios.
Su escritorio estaba vacío.
Ella no estaba allí. No lo estaba esperando. Su mente terminó el pensamiento, burlándose de él. Había esperado que ella aguardara con ansias su glorioso retorno. Dios, soy un idiota pomposo, pensó, disgustado consigo mismo un poco más. La vida de Caroline no giraba en torno a él, incluso si sus pensamientos habían girado en torno a ella desde que había entrado en la oficina veinticuatro horas atrás.
Y ahí estaba el problema. Él quería una mujer, la mujer adecuada, cuya vida girara alrededor de él, o por lo menos quería ser el centro de sus pensamientos. De su corazón. Había querido ser el centro del corazón de una mujer durante mucho tiempo. No era un secreto oculto, por lo menos para él mismo. Quería a alguien que cuidara de él, que lo escuchara. Que lo mirara con descarado deseo en sus ojos. Incluso después de haber visto su bastón.
Y sus cicatrices.
Max recorrió los pasos desde la puerta de entrada hasta el escritorio de Caroline, y ausente cogió su pluma. Su aroma pendía allí, ligero y... femenino. Agradable. Ella había visto su bastón, y no le había molestado. Pudo darse cuenta de inmediato. Instintivamente, sabía que una mujer como Caroline no rehuiría de la imperfección. Por lo menos quería creerlo. Quería creerlo mucho.
Suavemente puso de nuevo la pluma de Caroline en su escritorio, mirando sus ordenadas pilas y listas de tareas pendientes.
Tenía una lista tan larga que no podría permitirse el lujo de estar lejos de su escritorio mucho tiempo. Estaría de vuelta muy pronto y podría disculparse con ella inmediatamente. Por ahora, él tenía que hacer su propio trabajo.
Corrió los pensamientos de disculpa de su cabeza, llenando su lugar con los planes para su clase de la tarde. Monarquía Constitucional había ido bien esa mañana, los estudiantes de posgrado eran atentos e interactuaban. Pero esa tarde, tendría un grupo de estudiantes de primer año, que iban a su clase porque lo requería la Universidad. La mayoría todavía usaba frenillos, y crema para los granos. La mayoría de sus cerebros se aburrían. Sería un reto mantener su atención. Él amaba los desafíos. Le encantaba cuando los estudiantes se centraban en una historia y eran esclavos de ella. El curso de la tarde estaba dedicado a la guerra civil americana. El reto era encontrar una historia que rivalizara con la sangre de Hollywood. Tenía una perfecta.
Max abrió la puerta de su oficina. Y se detuvo. Abruptamente.
Todos los pensamientos sobre horribles amputaciones en el campo de batalla, sierras, palos, botellas de whisky barato, se vaporizaron en un instante.
Sus ojos se agrandaron.
Su boca se secó.
Su garganta se cerró.
Su corazón explotó.
Oh, Dios mío. Las palabras se formaron silenciosamente en sus labios, que ahora sentía como de caucho blando.
Caroline estaba arrodillada en el suelo buscando algo en una caja. Su trasero apuntando directamente hacia él, redondo y perfecto. De forma perfecta, el tamaño perfecto para cubrir con sus manos. Cerró los puños contra la fiebre de lujuria que rugía a través de su cuerpo. Con ella allí, de rodillas, cada sudorosa fantasía de la noche anterior pasó frente a sus ojos. Cada gemido, cada pequeño gemido que ella había hecho en sus sueños, le llenaba ahora los oídos.
No debía recordar. No debía mirar. No debía fantasear con tenerla tendida desnuda en su cama, mirándolo con los ojos azules vidriosos de pasión, suplicantes... oh Dios, las cosas que ella había suplicado en sus sueños...
Tragó con fuerza, tratando de hidratar su boca que estaba más seca que el desierto de Mohabi. Ella se movió buscando algo en la caja, los hombros en una dirección y su redondo trasero en otra. Marcándose sus curvas en el sexy vestido negro. Tragó de nuevo.
Un hombre decente evitaría mirar, pensó. Al parecer, él no era un hombre decente. No, no era un hombre decente después de todo. Él se había puesto tan duro que dolía. Con una mueca de dolor dio un paso adelante, con los pies dirigidos por el cerebro que ahora latía en sus pantalones.
El cuerpo de Caroline se tensó ligeramente y la oscura cabeza se levantó cuando sintió su presencia.
Caroline se sobresaltó en su tarea cuando oyó el sonido leve, el roce en la alfombra, al igual que el aroma de su colonia que llegaba a su nariz. Miró por encima del hombro para ver la superficie negro brillante de los zapatos de Max Hunter directamente detrás de ella.
Respiró apretadamente. Había regresado. La habitación se sintió más pequeñas por el hecho de saber que él estaba en ella.
—Ha vuelto —dijo en voz baja, sin mirar más arriba de sus zapatos—. Los suministros están aquí. Si me puede dar unos minutos, tendré todo acomodado en los estantes. —Solo vete, pensó, la ira comenzando a bullir en su interior. No necesito ver que no soy nada especial.
Los zapatos brillantes no se movieron ni un centímetro.
Caroline suspiró, dejando hundir sus hombros. ¿Qué importa de todos modos? Ni siquiera pienses en ello, se reprendió. No pienses en jardines con verjas ni en bebés de cabello negro, y en “cariño estoy en casa”, simplemente... simplemente no. Esas cosas no eran para ella.
—Hice un poco de café. Está en mi escritorio, sírvase.
No dijo nada, no intentó responder. Pero ella lo sentía. Una energía que sensibilizaba la piel, erizaba los ligeros bellos de sus brazos. Usando una de las esquinas del cajón como palanca, se levantó, dando vuelta sobre sus pies para enfrentarse a él en un solo movimiento.
Y se detuvo. Abruptamente. Estaba cerca, mirándola, su rostro duro y oscuro, con una contracción espasmódica del músculo de la mejilla. Una mano en puño a su lado. La que agarraba el bastón, lo hacía con tanta fuerza que los nudillos estaban blanco brillante. Sus ojos se fijaron en sus manos, ya que la abrió por un instante y para cerrarla en un puño después.
Tenía manos grandes.
Grandes puños.
Sintió un pánico familiar insertarse dentro de ella. Muy adentro, donde no podía luchar contra él. No lo podía calmar, no lo podía hacer desaparecer. Trato de introducir aire en sus pulmones, pero el aire era demasiado espeso. Sus pies eran de plomo en la melaza de la alfombra. A pesar de que su mente le decía que no era Rob, que era Max Hunter, su jefe, aún cuando sabía que no estaba en Carolina del Norte, sino en Chicago, a salvo de los puños de Rob. Cuando sabía que ya no era la tímida y asustada Mary Grace, sus pies retrocedieron un paso. Por pura fuerza de voluntad levantó los ojos de los puños de Max hacia su rostro. Sus ojos eran duros, brillantes. Estaba furioso y era decir poco.
Silenciosamente, buscó en su mente la razón de su repentina ira. Que pudo haber hecho para molestarlo. Trató de pensar en las palabras correctas que decir, para suavizar su rostro, hacer que sus puños se relajen. Hacerlo desaparecer.
Pero no podía pensar en ninguna palabra. Así que lo miró sin decir nada, su corazón latiendo en su pecho como las alas de un pájaro atrapado. Él no se fue. En su lugar dio un gigante paso hacia adelante, y luego, como en cámara lenta, la mano libre abierta se alzó hacia su rostro.
Ella se estremeció, encogiéndose tan violentamente que se tambaleó hacia atrás, ahogando un grito de alarma cuando el filo de una caja se le clavó en la pantorrilla y su contenido se desparramó, haciéndola tambalear en el piso alfombrado. Y así de rápido, sus manos estuvieron sobre ellas, sujetándola fuertemente por los brazos, estabilizándola, liberándola cuando ella se mantuvo firme otra vez.
Ella abrió los ojos, levemente sorprendida por haberlos cerrado. Él estaba demasiado cerca. Las puntas de sus brillantes zapatos a menos de una pulgada de los suyos. Su bastón yacía en la alfombra, en el ángulo en que él lo había tirado para impedir que ella cayera. Por un breve momento, pensó en agarrarlo y usarlo para protegerse.
Entonces él hablo, su voz cargada de preocupación.
—Caroline, ¿estás bien? —Levantó los ojos lentamente, rezando porque la ira se hubiese ido. Se quedó sin aliento en la garganta. La ira se había ido, siendo sustituida por una dulzura inesperada—. Lo siento. —Su voz era más suave ahora, sus manos estaban sobre sus hombros, a una fracción de pulgada de tocarla. Pero no la tocó. No la agarró. No la lastimó—. No era mi intención asustarte. ¿Estás bien?
Ella asintió con la cabeza, incapaz de obligar a salir a las palabras por entre la masa de miedo residual en su garganta.
Sus cejas se unieron, dándole un aspecto de autoridad de inmediato.
—Entonces di algo, me estás asustando.
Caroline se aclaró la garganta. Le dolía la garganta. Le dolía el cuerpo, especialmente la espalda, de tensar los músculos. Estar demasiado tensa siempre le daba dolores de espalda, cortesía de su lesión de hacia años. Nueve años para ser exactos.
Nueve años. Ella levantó la barbilla, obligando a que el miedo retrocediera, obligando a que sus músculos se relajaran. Nueve años habían pasado desde que él la tirara por la escalera. Siete desde que había escapado. Siete años de miedo, de mirar por encima del hombro. De dar un paso atrás cada vez que alguien la tocaba.
¿Cuánto tiempo más permitiría que él afectara su vida? Él. Se obligó a pensar en su nombre. Rob Winters. Un hijo de puta mal nacido, que aterrorizaba a patadas a los más débiles que él. Los años con Dana como guía, afloraron en su mente y una perla de sabiduría por fin hizo clic. Él. No, se obligó a decir su nombre. Rob Winters. Rob Winters no puede hacerte daño, nunca más. Rob se fue. Mary Grace se fue. Caroline estaba aquí. Estoy aquí para quedarme, pensó.
Entonces quédate, Caroline. Deja de huir.
Ella todavía estaba huyendo. Ya no de los lugares, pero sí de la gente. ¿Cuánto tiempo más iba a permitir que Rob Winters la mantuviera aislada de otros seres humanos?
Tenía que parar. Hoy.
Ahora.
Ella podía hacer que parara. Ella misma. Hoy. Había poder en esa revelación. Poder y un vertiginoso aumento de energía. Era emocionante, electrizante. Era...
La realidad invadió sus pensamientos. Sacudió la cabeza cuando Max chasqueó los dedos frente a su cara.
—Caroline, di algo o llamo a la enfermera. Estas blanca como una hoja.
Caroline se encogió por dentro, avergonzada hizo a un lado la emoción de saberse dueña de su propio destino. La realidad se alzaba frente a ella, un metro noventa de precioso sexo masculino, que la estaba mirando como si ella hubiera perdido toda cordura.
—Estoy bien. —Se las arregló para respirar hondo—. Estoy bien. —Y lo estaría, mas tarde. Tomar una postura mental no significaba que se convertiría instantáneamente en la mujer maravilla. Necesitaba estar sola, en algún lugar donde pudiera procesar los eventos de los últimos diez minutos, y después de la descarga, poder dejar de temblar en privado—. Lo siento, no suelo hacer cosas así. —Dejó de lado la caja de suministros—. Saldré de su camino.
—Caroline, espera. Siéntate.
Abrió la boca para protestar, pero él la empujó a una de las sillas frente al escritorio.
—Quédate quieta un momento. —Poco a poco se colocó sobre una rodilla, llegando a un costado para tomar el bastón, luego se puso de pie y permaneció al lado de su silla, con la mirada de preocupación todavía en su rostro. Le paso una mano suavemente por la frente—. ¿Te sientes bien? Estas tan pálida. Si estás enferma, deberías estar en tu casa, en cama.
Ella quería hundirse en el suelo.
—Estoy bien.
Él frunció los labios.
—Sí, claro. —No parecía muy convencido—. El color ya está volviendo. ¿Hay alguien a quien debería llamar?
Ella negó con la cabeza.
—No. De verdad, solo necesito un poco de aire.
Y un agujero donde meterme, pensó.
—Entonces ven conmigo, vamos a dar un paseo. —Extendió su brazo, su expresión decía que estaba realmente preocupado.
—De verdad, estoy...
—Bien. Ya te he oí. Pero no lo creo. —Su boca se inclinó en un gesto suave—. A ver, ponte de pie si puedes hacerlo.
Su temperamento despertó, y fue desplazando a la vergüenza.
—Dr. Hunter, por favor. Soy perfectamente capaz de cuidar de mi misma.
Dio un paso atrás y se encogió de hombros.
—Muy bien. Haz lo que quieras. Yo solo trataba de ayudar.
Caroline puso a prueba su equilibrio. No había vuelto a ser igual desde su accidente. La habitación se inclinó y después se enderezó.
—Se lo agradezco. En verdad. —Lo miró para encontrarlo apretando la mandíbula, y los brazos cruzados fuertemente sobre su pecho, cuando se apoyó en el borde del escritorio.
Sus ojos se centraron en su cara.
—Estás atontada —dijo aún con el ceño fruncido.
Caroline forzó una sonrisa.
—Y eso que ni siquiera soy rubia. —Gracias a Clairol, eso era cierto.
—Esto no es divertido, Caroline. —Max se adelantó y tomó la barbilla entre sus dedos, inclinando su rostro hacia arriba—. Tus pupilas se ven bien.
Caroline tragó audiblemente. Solo la mano en su rostro estaba enviando pequeños escalofríos a todo su cuerpo.
—¿Ahora es doctor en medicina, Dr. Hunter?
Uno de los lados de su boca se arqueó hacia arriba.
—No, pero he pasado tiempo suficiente en hospitales como para conocer la profesión. —Su boca se puso seria nuevamente. Sus ojos vagaban por su rostro, buscando. Caroline sentía que estaba siendo inspeccionada. Luego, mientras continuaba la silenciosa evaluación se sintió suspendida en el aire, al borde de algo nuevo. El pecho apretado. Sus senos se estremecieron. Su mirada se estaba volviendo cada vez más intensa, tal como la había mirado cuando entró en la habitación. Cuando había estado enojado. Pero ahora no estaba enfadado. ¿Y si no hubiera estado enojado entonces? Ya no estaba segura.
Todavía estaba mirándola, sus dedos aun estaban en su barbilla.
—¿Qué? —Había intentado que la palabra saliera atrevida e irónica. En cambio surgió ronca. Entrecortada. ¿Sexy? Dios. Ella no sabía que su voz podía hacer eso. Sus ojos se estrecharon, ligeramente, pensativos. Max aflojó el agarre sobre su rostro. Pero su mano se quedó donde estaba, el dedo índice curvándose para acunar su barbilla.
—Tienes unos ojos increíbles —murmuró.
Sus ojos se abrieron. Los de Max quedaron trabados en los de ella. Señor. No, él no había estado enojado antes. Todo estaba claro ahora. La expresión dura, los ojos brillantes. Los puños apretados. No, eso no era ira. Había sido una escalada repentina de las ardientes miradas del día anterior.
Tragó audiblemente otra vez. Sintiéndose caer por una peligrosa pendiente. No tenía miedo de él ahora. No, definitivamente no tenía miedo. Pero había una gran diferencia entre no tener miedo y sucumbir a la mirada de aquellos ojos grises. Era una línea que no debía cruzar. Realmente no debía. Una línea a la que sería más sabio ni acercarse.
—Umm... gracias —susurró. ¿Gracias? Eso fue lo mejor que se le ocurrió decir después de casi siete años de educación universitaria. Sus profesores de Lengua estarían muy orgullosos. Cerró los “increíbles” ojos, contra una segunda oleada de vergüenza en menos de media hora.
Ella esperaba que liberara su rostro y se riera de su torpe idiotez.
En cambio, pasó su pulgar sobre los labios. Una vez. Dos veces. Tres veces.
Piedad.
—Abre los ojos —ordenó en voz baja.
Caroline obedeció, temiendo la diversión condescendiente que sabía que iba a ver en su rostro. Miró por el rabillo del ojo, forzando a su visión periférica al límite, en un esfuerzo sincero por evitar mirarlo a la cara.
El se aclaró la garganta y tiró de su barbilla. Suavemente.
—Estoy aquí, Caroline.
Arrastró los ojos hasta su cara. Y contuvo el aliento. No había condescendencia allí. No había diversión. Sus ojos estaban fijos en ella. Oscuros y seductores. Había interés ahí.
Peligro.
Pero ella no tenía miedo. El miedo estaba bien abajo en la lista de sensaciones en ese momento. Bajísimo. ¿Y en la cima? Calor. Lujuria. Absoluto deseo. Desesperada, se visualizó a sí misma dibujando una línea en la arena. Una línea que no debía a cruzar. Línea a la que no debía acercarse. Ella no estaba disponible. Él lo estaba. Disponible. Sexy. Suave.
—Lo siento —dijo él en voz baja.
—¿Por qué? —la palabra se formó en sus labios. Pero de su boca no salió ningún sonido.
Su pulgar recorrió su labio inferior, y un escalofrío sacudió su columna vertebral.
—Por esta mañana.
Caroline frunció el ceño, el entendimiento escapaba de su nublado cerebro. Entonces la niebla se despejó. Las estudiantes. Missi y Stephie. Piernas largas. Sonrisas brillantes. Bronceado dorado. Los celos surgieron espontáneamente y no deseados. Apretó la mandíbula y trató de apartarse. Pero él le mantuvo la barbilla con firmeza. Podría haber tirado con más fuerza, pero... no lo hizo.
Se obligó a sonreír, pero sentía que solo estaba enseñando los dientes.
—No hay necesidad de pedir disculpas, Max. Puede hablar con quien quiera. Estoy segura que Missi y Stephie estarán más que dispuestas a proporcionar una estimulante conversación.
Oyó la maldad en su voz cuando pronunció los cursis nombres de las jóvenes. Preguntándose si serían igual de atractivas con nombres como Hildegarda o Gertrude. Por supuesto que lo serían. Se harían llamar Hildy o Gertie.
Max sacudió la cabeza, levantando las cejas.
—Tal vez para alguien de veintidós años. No para mí. —Sus ojos brillaban—. Estoy buscando a alguien un poco más... —vaciló. Luego se encogió de hombros—. Ven a cenar conmigo. Por favor.
La boca de Caroline se abrió. Max se la cerró con el dedo que aún descansaba en su barbilla.
—¿Yo?
Max sonrió con ironía y miró la oficina vacía.
—¿Ves a alguien más? Sí, tú. ¿Por qué estas tan sorprendida? Debes tener hombres pidiéndotelo todo el tiempo.
Caroline tragó.
—No, no tan a menudo como uno pensaría.
¿Dónde era que estaba esa línea en la arena?
La sonrisa de Max disminuyó un poco cuando ella no aceptó.
—¿Estás saliendo con alguien, Caroline?
Ella negó con la cabeza. No te está pidiendo que te cases con él, tonta. Te está invitando a ir a cenar. Sin duda una cena no lastimaría a nadie, ¿cierto?
—¿Entonces qué hay de la cena?
Caroline llenó de aire sus pulmones, pero el aire no parecía suficiente. Se sentía acorralada. Parada en el borde del acantilado. Ella era el capitán de su destino. La dueña de su destino. Cierto. Uh-uh, ¿entonces por qué se sentía tan ridícula como la imagen mental del coyote en caída libre, usando un tonto paraguas como paracaídas?
—Está bien.
La boca de Max sonrió. Una sonrisa verdadera, que transformó su rostro. Caroline tuvo la clara sensación de que él se sentía aliviado. Como si su rechazo hubiera significado algo. Tal vez incluso, como si hubiera sido capaz de herirlo. Parecía increíble. Pero cosas más extrañas habían sucedido.
Después de todo, el Dr. Maximilian Hunter la había invitado a cenar. Y ella había dicho que sí.
Piedad.