CAPÍTULO XXI
DEIZWEILER, Boomer, Lock y Sparsoll cambiaron una mirada por encima de la amplia mesa de despacho que ornaba la biblioteca de Mathers. Ya no les interesaban ni los manjares ni las bebidas que tenían delante.
Los cuatro guardaban silencio.
En mitad de la mesa, y agrupados en planos paquetes, estaba el dinero.
José permanecía junto a ella frotándose las manos. "Jingles" Sporado estaba, de pie, junto a una de las puertas de la biblioteca.
—Caballeros —anunció a los cuatro invitados como si fuera el maestro de ceremonias de un club nocturno,— tengo que transmitirles un mensaje. La marca negra ha hablado. Cada uno de ustedes sabe, en estos momentos, por qué está aquí.
El tímido y tembloroso Sparsoll profirió un juramento que equivalía a una plegaria.
—¡No... no, no, no! —dijo con un alarido—. ¡Eso no! Si se trata de una jugarreta que nos estáis haciendo ahí tenéis dinero bastante para resarciros de lo que sea. Tenéis casi un millón sobre esa mesa. ¡Esto cancelará la deuda contraída!
"Jingles" hurgóse los bolsillos haciendo tintinear las monedas que llevaba en su interior.
—No es eso lo que ha decidido la marca negra —dijo pausadamente—. Ella no les dejará escoger por aquello que se dice de "ojo por ojo, diente por diente". Caballeros, asisten ustedes a la última reunión de su vida. Muchos han entrado. Sin embargo, ninguno de ustedes saldrá ya de esta casa.
A Sparsoll le tembló la barbilla. Los ojos se le humedecieron de lágrimas.
Lock era de carácter más recio y templado. Profirió un juramento, pero como viera que le apuntaban con las bocas de las ametralladoras, no trató de levantarse de la silla.
Una línea gris se le dibujaba en torno de los finos labios al escurridizo Jacob Boomer.
—Bueno. Se trata de una encerrona, ¿eh? —comentó—. ¿Cuánto piden por dar fin a esta... llamémosle, escena de mal gusto? ¿Doblaremos la cantidad que hay sobre esa mesa?
Un codicioso resplandor iluminó las pupilas de "Jingles”. José el "Escurridizo" se pasó la lengua por los labios.
Ante sus ojos tenían los pistoleros que formaban parte de su banda, varios miles de dólares que, en total, casi componían un millón.
Sí, ¡un millón! Porque junto a las sumas dejadas por los cuatro invitados improvisados, estaba la que Doc Savage había sacado de los Bancos de Jaime Mathers.
¡Qué base para hacer una fortuna! ¿Quién iba a impedirles que tumbaran a todas aquellas personas y que se largaran después con el dinero?
¡Más de un millón!
"Jingles" Sporado era muy vivo. Sorprendió la mirada interrogadora de sus hombres y les dijo sin levantar un ápice la voz:
—Todo aquel que trate de salir de la biblioteca antes de haberse acabado la ceremonia, se tropezará con la marca negra en el camino. ¡Sepan ustedes, caballeros, que la tenemos en la casa!
Temblaron las bocas de las ametralladoras. Fue porque se estremecieron un poco las manos que las sostenían.
¡Un millón! ¡Un millón entero a la vista!
Pero la marca negra, la originadora de aquella muerte que ellos mismos habían presenciado, en ocasiones, aguardaba al primero que se moviera.
"Jingles" Sporado se sonrió. A la sazón eran introducidos los presos en el despacho con los brazos ligados.
—Honor y muy grande será para nosotros la presencia de Doc Savage en nuestro pequeño festín de la muerte —dijo burlonamente—. Vosotros alinead a los prisioneros, junto a la pared.
Los brazos de Doc Savage estaban ligados aun a su espalda. Y ligados de la misma manera estaban también los brazos de los demás presos. Pero tenían los pies desatados.
Las mejillas de Pat Savage estaban cadavéricas a causa del esparadrapo que, en parte, le tapaba todavía la boca.
La cabeza de Doremon, llena de ampollas y en carne viva, le daba el aspecto singular de un cuervo. En su escuálida garganta le subía y bajaba la nuez de manera fascinadora.
La faz solemne del joven se asemejaba a la del predicador que está a punto de acompañar el cadáver de un fiel a su última morada. Monk había recobrado el conocimiento. El simiesco químico dirigía a sus apresadores miradas fulminantes por debajo de las rojas cejas. Gruñendo, dijo a Ham, que se hallaba a su lado:
—¡Aguarda a que salgamos de aquí, picapleitos del demonio, y verás cómo te rebano el pescuezo con uno de los estoques! Si no me hubieras pinchado en la oscuridad no estaríamos ahora en este lugar.
Ham replicó entre dientes:
—Si salimos de aquí tendrás que sacarte de la oreja uno de mis estoques, como le llamas, antes de que ensartes a nadie con él.
Monk casi echó espumarajos de rabia por la boca. Le molestaba en extremo la alusión a su oreja que acababa de hacer el abogado, porque justamente tenía en ella un agujero parecido al que produce una bala, como en efecto lo era.
Long Tom y Johnny fueron colocados, atados de brazos, junto a sus camaradas. En las doradas pupilas de Doc girabas los consabidos remolinos, pero, al parecer, no llevaba encima aparato alguno de su invención capaz de salvarles.
Su mirada no se apartaba de Pat Savage. Pat era una mujer y Doc no dudaba de que, gracias al plan infame y astuto de aquellos bandidos, iba a ser eliminada como los hombres.
Entre los prisioneros no estaba Renny. Había desaparecido antes de que "Jingles" reuniera a los invitados al festín. Había salido del piso por la cocina sirviéndose, luego, sin duda, para bajar a la calle, del ascensor destinado al servicio de la casa.
Dos de los hombres de "Jingles" entraron en la biblioteca con la caja redonda de metal, en qué Mahoney encerraba la película virgen.
Sporado la examinó con aire de entendido. La cosa iba bien, por lo visto.
—Colocad ahí la cámara —dispuso—, de manera que quede de frente a nuestros amigos y vosotros, muchachos, ¡cuidad de que no vayáis a quedar desenfocados!
Se aflojaron las ligaduras que ataban los grandes brazos del operador y antes de comenzar a filmar, él se detuvo un instante a contemplar el cuadro presentado por la biblioteca, incluyendo la docena de pistoleros que, puestos en línea, presentaban la amenazadora boca de sus ametralladoras.
"Jingles" manoseó en el bolsillo las consabidas monedas de plata.
—Cuidado, rojillo —dijo—. Recuerda, y no te irá mal, que debes tomar bien la película para que la marca negra pueda conservarla después en debida forma.
El cameraman abrió, en silencio, el estuche de cuero. Sus manos parecían de enorme tamaño mientras elegía la cuadrada caja negra de la máquina con que pensaba operar y la rueda toma —vistas en que gira el film.
En las cámaras dedicadas a la impresión de cintas cinematográficas, la cinta de celuloide pasa de una rueda, toma —vistas a la lente, y de aquí sale a la otra rueda.
Por primera vez desde que entrara en la biblioteca, habló Doc.
—Estoy bien informado de tu intento, Sporado —manifestó sin alterarse—. Tu amo, o jefe, el señor de la marca negra, ha decretado el fin de todos nosotros. Tu idea es la de darnos muerte a mí y a mis hombres porque nos tenéis miedo. Según tengo entendido, esos caballeros, que veo sentados ante la mesa de despacho, morirán. Pero aquí hay otras dos personas que no se hallan en uno ni en otro caso.
"Jingles" se sonrió. Miró a Pat Savage y luego al joven Doremon.
—Comprendo, Doc Savage —respondió—. Aludes a esos dos.
—Eso es —dijo tranquilamente Doc—. La señorita se halla aquí por una casualidad; Doremon nada tiene que ver con los asesinatos perpetrados.
"Jingles" se quedó mirando a Patricia Savage. Luego, posó la vista, con obstinación, en Doremon. Luego denegó con la cabeza.
—La marca negra se halla por encima de nuestros deseos —respondió entonces el bandido—. Las mujeres hablan más que los hombres. ¡Vamos, "Rojo", a ver cómo sale ese film!
Renny no estaba, como ya sabemos, entre los prisioneros hechos en el estudio de Mathers. En realidad, se había ocultado en la parte alta del ascensor y metido en el reducido espacio que aquél le dejaba.
No había descendido a la calle. Por el contrario, aplicaba el oído y así fue como oyó salir a sus compañeros del departamento para subir al estudio que estaba más arriba. El departamento quedó sólo porque todos les hombres de "Jingles" habíanse convidado al festín de la muerte.
Entonces volvió nuevamente a la cocina. Se dirigía a la puerta con los bolsillos llenos de aparatos que podían serle útiles en caso de apuro cuando, de pronto, se quedó transformado en estatua de piedra.
Acababa de oír un roce pronunciado. El roce salía del ascensor. ¡Alguien subía por él, en la oscuridad! Aquel sonido se produjo a intervalos como si la persona que ascendía se detuviera, de vez en cuando, a reposar.
Renny se acurrucó junto al ascensor. El roce continuaba en las tinieblas.
Ahora pudo ya oír la respiración entrecortada y anhelosa de la persona que subía.
Se colocó en posición y extendió las manos.
Con sonido chírriante se abrió la puerta del ascensor de servicio y aparecieron primero la cabeza, luego los hombros de un hombre.
Renny alargó los brazos y asió un cuello delgaducho. El desconocido pesaba poco, por lo cual le metió sin esfuerzo en el interior de la cocina.
El hombrecillo se agitó y luchó entre sus brazos. Se asfixiaba. Pero una mano gigante le tapó la boca para impedir que gritase mientras que, con la otra, buscaba la lámpara de bolsillo.
A1 salir de ella un rayo de luz iluminó de lleno el rostro del desconocido.
—¡Toma! ¿Tú aquí? —dijo entre dientes el ingeniero—. ¡Bienvenido! Bueno. Mantén las manos fuera de los bolsillos. Por nada del mundo quisiera que me condecorases con la marca negra. Pero ¿qué es esto?
De los bolsillos del preso acababa de sacar primero un revólver automático, luego otro y otro. Este último salió de debajo de su cinto de cuero.
—¡Vaya, no andas mal provisto! —comentó con acento burlón—. Ahora, dime a qué has venido antes de que te saque los dientes de un puñetazo.
Arturo Jotther, fugado de la cárcel de Westchester, salvado de la voladura de la que inundó de pronto la biblioteca entera, isla en la propiedad de Cecil Spade y escapado milagrosamente del desastre de los dos autos a la salida de la mansión habitada por duendes del difunto Hobbs, aspiró una bocanada de aire antes de responder con voz sofocada:
—¡Suélteme usted! ¡Suélteme usted antes de que sea demasiado tarde!
—¿Eh? —dijo Renny—. Tarde será para usted, mister, cuando salga por ese agujero (por el ascensor) a la portería. Me parece que ya estoy harto de verle en tantos sitios distintos. Conque, explíqueme la razón. No tema; tengo muchísima paciencia.
Arturo Jotther era de cuerpo pequeño y menudo y su aspecto era el del hombre débil. A la sazón, el ingeniero tenía ocupadas las manos con los tres automáticos de que había despojado al preso, y los contemplaba estupefacto.
Le parecía demasiado aquel arsenal para un hombre tan débil y apocado, al parecer. En cambio, era ligero como el que más.
Alargó un brazo y con la mano huesuda le quitó una de las pistolas a Renny.
Con la otra le apagó la luz.
Simultáneamente salió de su garganta una carcajada ronca y casi burlona.
La puerta oscilante de la cocina le dio a Renny en las narices cuando trató de seguirle. Y antes de que pudiera ver dónde se había metido Jotther, había cruzado y salido de la vecina habitación.
Mahoney el "Rojo" colocó el trípode de su cámara cerca de la pared, al extremo de la hilera formada por los presos. "Jingles" se volvió a mirar al rostro y cabeza tan espantosamente heridos de Ronald Doremon.
—Ven, ponte aquí, a un lado —le dijo—, porque no estás muy bello que digamos para figurar en una película. Bueno, rojillo, cumple tu misión. Y, sobre todo, cuidado de no dejarte por filmar a esos cuatro caballeros que ves sentados ante la mesa escritorio. Cuida, asimismo, de que se vea el dinero, para que constituya una especie de coartada cuando se trate de castigar los crímenes de la marca negra.
José el "Escurridizo" no quiso moverse de junto al montón de dinero porque ni siquiera en sí mismo confiaba.
—¡Eh, José, mantente fuera de la línea de la cámara! —le advirtió "Jingles"—. Y ahora, caballeros, cuando nuestro amigo Mahoney comience a rodar recibiremos la visita del ser que ustedes conocen por la posesión de la marca negra. Jamás se habrá producido un film como el futuro en los anales de la cinematografía.
"Y una vez que el tal film les hiera la retina digo yo —dirigiéndose a sus hombres—, que reuniremos bastante dinero entre todos ¿no os parece?
Toda conversación había huido, al parecer, de la biblioteca. Los cuatro invitados se asían con mano convulsa, a la mesa. Se les pusieron blancos los nudillos.
Todas las miradas estaban posadas en la cámara cinematográfica de Mahoney. Con la lengua se humedecían los secos labios. Uno trató de hablar, mas únicamente logró emitir un susurro entrecortado.
Junto a Doc se mantenía en pie Komolo, el gigante japonés. Debido, tal vez, al fatalismo propio de la raza no demostraba la menor emoción. Su amarillo semblante se mantenía impasible. Sólo sus ojos oblicuos, negrísimos, lanzaban constantes llamaradas.
Monk respiraba con anhelo.
Doc registró con la vista los cuatro ángulos de la biblioteca. "Jingles" había afirmado que iba a filmarse la actuación de la singular marca negra.
Ahora bien: ella tenía que originarse por fuerza de alguna fuente invisible y no obstante las precauciones adoptadas, cuatro de sus compañeros estaban colocados de modo que podían ser asesinados.
Luego venían Pat Savage y Ronald Doremon.
Doc se había colocado de frente a una de las puertas de la biblioteca.
El cameraman de la roja cabellera se sacó del bolsillo la mecha de magnesio destinada a arder por espacio de un minuto. Y a la vivida claridad Doc vió aparecer una faz junto a la puerta en cuestión, sólo que de la parte del pasillo.
El rostro se mostró un instante, luego desapareció.
Era el rostro gris, de topo, de Arturo Jotther.
Durante los segundos que sucedieren a la aparición, Doc tuvo que desplegar toda la energía de que era capaz para dominar sus nervios. Pero sus manos se movían dentro de las ligaduras flojas que le ceñían las muñecas.
El cameraman dio la primera vuelta a la rueda del toma —vistas.
—¡A tierra y no se mueva! —le ordenó Doc. Los invitados sentados ante la mesa de despacho no se dejaron caer al suelo. Se pusieron de pie y se llevaron las manos a los ojos. Los hombres de "Jingles" que sostenían las ametralladoras, comenzaron a gritar:
—¡Eh, "Jingles", "Jingles" ¿qué sucede?
La voz del bandido rugió en respuesta:
—¡La marca negra! ¡Pronto! ¡Que me den la marca negra!
Sus pies anduvieron sobre el parquet. Pero nadie le vió. Ni quisiera Doc Savage. Este le oyó solamente. Todo el mundo había perdido la vista en el interior de la biblioteca.
Todos, incluso el cameraman, acababan de quedarse ciegos. De la cámara cinematográfica salía un silbido como el del aire que está sujeto a una presión.
Aquel aire era un gas químico, incoloro e inlahoro, ideado por el hombre de bronce. Afectaba únicamente a los ojos y era como cortina corrida de súbito delante de todos los ocupantes de la habitación.
Por suerte, Doc tenía impreso con claridad deslumbradora, en la mente, hasta el más pequeño objeto que había dentro de la habitación. Sus movimientos fueron eficientes, firmes como si pudiera ver.
No sólo recordaba con exactitud la posición que ocupaba toda persona sino que su oído aguzado fue el primero en captar todo sonido o movimiento verificado en el interior de la biblioteca.
Y el hombre de bronce arrojó su inmenso cuerpo al otro extremo de la habitación.
Simultáneamente comenzó a disparar una ametralladora.
—¡No! ¡No hagáis eso!
Pronunció el grito la voz súbitamente temblorosa de José el "Escurridizo".
Los disparos de la ametralladora debieron atravesarle la garganta porque al propio tiempo que la frase emitió un gorgoteo singular.
—¡Dame eso... dame eso...! ¡Maldito idiota!
Era la voz de "Jingles" la que ahora se oía. Ya no conservaba la fría calma; estaba impregnada de terror. Al incorporarse la persona de Doc entre los dos hombres unidos por mortal abrazo, uno de ellos lanzó un grito de agonía.
—¡Y, toma eso!
Aquella voz era la de "Jingles". Dirigido por ella, Doc hendió con el puño las tinieblas. Los dientes de "Jingles" crujieron.
El hombre de bronce asió con sus vigorosos dedos las muñecas del bandido, retorciéndoselas y a continuación le sustrajo un suave cilindro de acero que llevaba, metido en uno de los pulgares.
Este cilindro no era más largo que una pluma estilográfica.
De pronto sonó otra ametralladora. Luego un alarido de Monk.
—¿Eres tú, Ham? —interrogó.
La réplica indicó que no era Ham. Entonces se oyó un crujido de huesos.
Aparentemente Monk había deseado asegurarse de que no estaba retorciendo el cuello de su camarada. Pat Savage lanzó un grito agudo a través del esparadrapo que le cubría en parte la boca.
Gruñó la voz gutural de Komolo, el gigante japonés. Uno de los ratas de "Jingles" chilló como el animal que imitaba. Las manos de Komolo acababan de encontrar un punto vulnerable en las tinieblas.
"Jingles" todavía continuaba de pie. El puño bronceado de Doc se tendió en las tinieblas. Pero encontró el vacío.
"Jingles" había caído, sin duda, sobre el cuerpo tendido de otro hombre.
Doc sentía vibrar en su mano el cilindro metálico y por ello lo dirigió hacia tierra mientras que sus dedos lo palpaban en busca de palanca o botones.
Por fin descubrió una pequeña palanca en uno de sus extremos. A1 apretarla cesó la vibración.
—¡Para, para! ¡Soy yo, Johnny!
Aquella era la voz de Long Tom. El geólogo Johnny era un esqueleto. Nadie le hubiera tomado por un luchador.
Pero cuando tenía empeñada una batalla obedecía a las reglas impuestas por las circunstancias. Cuando no podía morder usaba cualquiera de las llaves que Doc le había enseñado.
Por lo visto, ahora le aplicaba una de ellas a Long Tom.
Los hombres de "Jingles' buscaban a tientas las paredes de la biblioteca, esperando, sin duda, encontrar una puerta por la cual escapar.
Pero fuera, en el recibidor, estaban tres o cuatro de sus compañeros, con las armas en la mano y con vista para más.
Debido a esto podían ver a los ocupantes de la biblioteca. Uno de ellos abrió el fuego. El cameraman de la roja cabellera gimió, luego lanzó un rugido.
—¡Eh, asesinos! —gritó.
Pasó por encima del trípode colocado en posición todavía, pues aunque estaba tan ciego como el resto de la reunión, su instinto le movió a lanzar su cuerpo voluminoso en la dirección en que había oído el tiro.
Doc alargó un pie y le paró diestramente.
—¡Quieto, Renny! —le ordenó.
Porque el rojo cameraman era Renny, no Mahoney. El desconocido de la cocina, el mismo que se había apoderado de Jotther, dejándole más tarde escapar, era el rojo Mahoney.
Durante los pocos minutos pasados en la prisión del piso dieciocho, Doc había cambiado la identidad de los dos. No quería que un extraño corriera los riesgos que implicaba la aventura. Pero en el estuche de Mahoney se había encerrado un recipiente especial lleno de gas que cegaba la vista y aquel recipiente afectaba la forma de una cámara cinematográfica.
Dentro de la biblioteca, disparaba sin cesar una tercera ametralladora. Ahora bien: los ciegos pistoleros cometieron un error porque las balas llegaban, silbando, a las puertas y salían por ellas al pasillo.
Se recordará que en él estaban los pocos afortunados que no habían perdido el uso de la vista. Pero ahora les abandonó la suerte y cayeron entre la granizada de balas que salían de la ametralladora.
—Yo soy Simón Lock —manifestó una voz llena y majestuosa—. No me atropelle.
La vocecilla aflautada de Monk replicó:
—¡Oh, le presento mis excusas! —pero lo había dicho tarde. Uno de sus puños acababa de echarle a perder la nariz a Lock. Un simple puñetazo le hacía perder para siempre la armónica majestad de su rostro. De allí en adelante sería como el boxeador a quien se ha despojado del hueso de la nariz.
Otra voz rugió en el umbral de una puerta. Mahoney acababa de llegar a tiempo para presenciar la escena que ofrecían los invitados luchando sin verse unos contra otros. El gas se iba disipando, sin embargo, pero continuaban ciegos. Por el contrario, Mahoney tenía vista.
Por ello distinguió al punto a Pat Savage. La muchacha cruzaba a tientas la biblioteca. Se dirigía justamente hacia uno de los gansters que, armado de ametralladora, la dirigía ora a la izquierda ora a la derecha.
El cañón de acero de aquella arma oscilaba a unos pasos de distancia del semblante de Pat.
Mahoney inició un salto digno de un futbolista. Su hombro vigoroso golpeó a la muchacha en las rodillas. La oscilante ametralladora pasó por encima de su cabeza.
Luego nuevos pies subieron los peldaños de la escalera que conducía al estudio. La docena de recién llegados iban armados de revólveres y de ametralladoras.
De súbito una voz autoritaria dirigió la palabra a la asamblea desde una de las puertas de la biblioteca:
—¡Arriba las manos ¡Dispararé sobre el primero que me desobedezca!
Graves, el conocido capitán de la policía estatal, penetró luego en la pieza seguido por otro capitán de la policía neoyorquina.
—Ese es Jotther. ¡Cogedle! —dispuso—. ¡Caramba! ¿Qué ha sucedido aquí? O ha estado aquí Doc Savage o está todavía. ¿No os lo decía yo?
Los agentes de la policía estatal y de la ciudad rodearon a los restantes sujetos de la banda de "Jingles". José el "Escurridizo" se había desangrado por el boquete abierto en su cuerpo por la ametralladora.
Arturo Jotther se mantenía de espaldas a la pared. Su diestra empuñaba un automático. Con la otra mano se tapaba los ojos. También a él le había alcanzado el gas.
—Yo tenía ordenado que se vigilara a Doc Savage —exclamó Graves—. ¡Eh! ¿Qué va a hacer?
La pregunta se dirigía a Doc Savage que acababa de coger el estuche de cuero de Mahoney.
De él extrajo un frasquito y se humedeció la punta de los dedos con su contenido que se pasó por los ojos. Entonces pudo presenciar el caos que imperaba en la habitación.
Doc le pasó el frasco a Renny. Pasado que hubo un minuto todos los camaradas de Doc se habían recobrado de la ceguera del producto químico encerrado en la cámara de Mahoney.
Los cuatro caballeros invitados estaban tendidos en el suelo. Dos de ellos se desangraban por las heridas abiertas que, afortunadamente, no revestían la menor gravedad, como se vió después.
—Bueno, capitán Graves, se acabó el festín —anunció Doc al capitán de policía—. Ha sido lo más sensacional, a pesar de no concluir como pretendían el asesino poseedor de la marca negra y los pistoleros que había alquilado para que le guardasen la espalda.
—Bien, bien; veo que tiene muchas cosas que explicarme, Savage —replicó Graves—. Por lo menos tenemos en nuestro poder al asesino.
Arturo Jotther ostentaba sendas esposas en las muñecas.
—Efectivamente, tengo que explicarle muchas cosas —dijo Doc—. Para resumir, le diré que todo lo sucedido se origina del llamado extraño caso de Antonio Hobbs.
—¿Hobbs? ¿Aquel caballero que se suicidó durante el año veintinueve en Park Ridge?
—Precisamente. Se mató porque un grupo de financieros de Wall Street le había despojado hasta del último millón de dólares que constituía toda su fortuna. Ocho individuos invirtieron su inteligencia en despojarle de su dinero. Dividida en partes desiguales, la fortuna substraída a Hobbs constituye el total de las cantidades robadas hoy después de cada crimen perpetrado por la marca negra.
—¡Está usted loco! —exclamó Graves—. Ese asunto del dinero robado ha sido exclusivamente una excusa dada por ese sujeto —señalando a Jotther—, para cometer el asesinato.
—Está usted en un error, capitán —replicó Savage—. Por el contrario, lo que en realidad pretendió Jotther fue descubrir al verdadero asesino para librarse él de toda sospecha.
—Si cree engañarnos usando de argumento tan pobre, le vuelvo la espalda —declaró Graves.
—No se trata de eso, capitán —respondió Doc—. Le explicaré lo ocurrido. Cuando su padre se ahorcó se hallaba interno en un colegio el hijo de Antonio Hobbs. No es imposible que la ruina de su padre, que le privaba de sus estudios, así como el dolor natural producido por aquella muerte, le volvieran medio loco. Así, al entrar en posesión del nuevo invento electro —químico a que llamamos "la marca negra", resolvióse a vengar la muerte y pérdidas de Antonio Hobbs.
—Pero, ¿por qué dio muerte a tantas otras personas? —inquirió Graves.
—¡Porque tenía trastornado el juicio! —manifestó Doc—. Este hijo de Antonio Hobbs comprendió lo expuesto que era operar solo. Estaba dispuesto a matar a todo aquel que se mezclase a sus asuntos y por ello buscó la ayuda de "Jingles" Sporado y de su banda, prometiéndoles la entrega de la marca negra para cuando él hubiera vengado a su padre.
Inesperadamente dijo Simón Lock:
—Mister Savage dice la verdad, capitán. Nosotros mismos llevamos varias semanas amenazados por la marca negra.
—Pero eso no impide que sea Jotther un asesino y que haya escapado de la cárcel —insistió el testarudo capitán.
—Pues sí que lo impide —manifestó Doc—. No puede ser el asesino de Podrey porque no ha sido nunca hijo de Antonio Hobbs, aun cuando estoy seguro de que conocía la verdadera personalidad del asesino. Desde hace algún tiempo, le conocía yo también, pero he tratado, antes de descubrirle, de hacerle caer en un lazo ya que las pruebas que poseía eran suficientes.
—¿De qué pruebas habla usted? —quiso saber Graves.
—Me refiero a los tres cabellos hallados en casa de Cecil Spade —dijo el hombre de bronce—. Dichos cabellos estaban quemados. Antes de esto ya había visto la sombra de una cara en la película sacada por Mahoney para un noticiario con motivo del asesinato de Podrey. Esta cara quedó tan desfigurada poco después que nadie hubiera podido reconocerla.
—Si lo sabe ¿quién es entonces el asesino poseedor de la marca, el autor de tantas muertes pasadas? —inquirió el capitán Graves—. ¡Díganoslo y nos apoderaremos de él!
—No es necesario —replicó Doc—, porque al ver que fracasaba su plan, bien se volvió la marca sobre sí mismo, bien lo hizo "Jingles". Yo la cogí de la mano de este último y después le alcanzó una bala.
"El invento, conforme lo usaba el asesino, estaba metido dentro de un aparato parecido a un pluma fuente.
Doc indicó con un ademán la figura huesuda que permanecía tendida en el suelo. La camisa de este hombre estaba desgarrada en el punto ocupado por la pechera.
Sobre su corazón había un redondo punto negro, tan perfecto como un círculo geométrico.
—Donald Doremon era en realidad, Donald Hobbs, hijo de Antonio Hobbs —siguió diciendo el hombre de bronce—. Mientras le creíamos en el hospital se dirigió a la finca de Spade, en Long Island. Volvió a Manhattan a tiempo de ser atrapado y considerado presa del delirio, lo cual le salvó de toda responsabilidad.
"Fue él también quien le prendió fuego a la fábrica y laboratorio de la Electro Chemical Research Corporation, para hacernos creer que habían tratado de invadirla gentes extrañas y desviar hacia ellas la atención general. Mientras, el verdadero ladrón de la marca negra era él. Por espacio de varios años había trabajado en el experimento y Cogdon, el gerente, lo sabia. Lo que ignora es que el experimento diera, al fin, resultado.
"Fue Doremon quien mató también en su yate a Pearsall después de perpetrar el asesinato de Podrey, en cuya casa se encontraba, disfrazado, la noche de la fiesta apache.
El rojo Mahoney se sonrió y miró a Pat.
—Y esto, creo yo, que me justifica —manifestó—. Ahora confieso que cuando la vi por vez primera me pareció que la conocía de toda la vida. Nuestra amistad durará eternamente, ¿no le parece?
—Siempre —afirmó Pat—. ¿Por qué se manifestó tan desagradable después? Imagínese que el propio Doc juzgó indispensable tenerme metida en casa.
—Y lo sigo creyendo —observó con calma el aludido.
Realmente Pat era una mujer atractiva a pesar de tener sucia la cara en aquellos momentos.
—Bien. ¡Cuidadito con volver a echar a perder las cámaras! —exclamó Mahoney—. Me cuestan muy caras. Y ahora, ¡un momento! que voy a sacar una instantánea.
Pero, al mirar en torno, ¡había desaparecido el hombre de bronce!
FIN
Título original: The Black Spot