CAPÍTULO IX

EL ESPERADO ASESINATO

—SALIMOS para dirigirnos al almacén, volvemos al rascacielos. Renny, Long Tom y Johnny van también al almacén sin que suceda allí nada extraordinario —decía con acento plañidero la voz aniñada de Monk, el velludo químico—. ¡Es para desesperarse! Doc no ha procedido nunca así. En todo esto veo algo raro.

—Tal vez se prepara Doc a visitar a una persona importante. Una persona que la inspire suficiente respeto para no desear que aparezca a su lado tu rostro chocante —insinuó el avispado Ham.

—Conque sí, ¿eh? —dijo Monk—. Lo que probablemente temerá más es que tu chistosa manera de vestir haga concebir a esa persona una idea equivocada de nosotros. Creerá que somos damiselas compuestas y acicaladas. Pero, hablando en serio, sabes tan bien como yo que aquí hay gato escondido.

Ham no tuvo tiempo de replicar. Raras veces entraba una persona en casa de Savage sin que anunciaran su presencia varios aparatos.

Esta vez fue Patricia Savage la que habló, sonriendo desde el umbral:

—A lo que parece, no soy la única a quien preocupan los asuntos de Doc en este momento —manifestó con alegre acento—. Acabo de oír que os preparáis a afrontar lo que venga. ¿Queréis que unamos nuestras fuerzas?

Monk y Ham se habían mostrado siempre satisfechos de tenerla en su compañía, pero, ¡cosa rara! ahora Ham frunció el ceño.

—No creo que le agrade eso a Doc —respondió a la muchacha—. Me parece que se presenta hoy un caso de los más peligrosos.

—Mucho me agradaría que así fuera —replicó Patricia sin inmutarse—. Sólo espero entrar pronto, muy pronto, en acción.

Un zumbido que sonó en aquel mismo instante denunció una llamada telefónica. Ham se deslizó en el interior del laboratorio y cogió el mensaje.

Monk siguió, a su vez, el procedimiento usual de escuchar desde otro aparato y pedirle a la Central la dirección de la persona que llamaba. En esta ocasión no fue necesario. Porque la persona en cuestión sentíase más deseosa de dar su dirección que el hombre de bronce averiguarla.

—¿Es usted Teodoro Marley Brooks? —interrogó a Ham una voz estridente—. ¡Me alegro de oírle! Debo ponerme en contacto enseguida con mister Savage. Me llamo Spade, Cedric Cecil Spade, y no me importa confesar que me siento trastornadísimo. ¡A la verdad estoy tan asustado como todo aquel que se siente próximo a morir!

—Sí; su nombre no me es desconocido —replicóle Ham desde el laboratorio—. Sé que al retirarse de Wall Street se ha dedicado a una especialidad, la de coleccionista de rubíes. ¿Me habla usted desde su finca de recreo?

—¡Precisamente! Bien dicen que los ayudantes de Savage son personas notablemente bien informadas —exclamó mister Spade—. Usted acaba de demostrármelo. En efecto, le hablo desde mi residencia de Manhasset. Es posible que se oiga lo que le digo, pero necesitaba hablar con usted.

—Pues hable usted —repuso Ham—. Dígame ahora cuanto desee, no se dé el caso de que suframos una interrupción.

—Verá: he recibido ya tres advertencias, sin hacerles hasta hoy ningún caso. En este momento acaban de llamarme por teléfono y me dicen que me queda poco tiempo de vida. Dos personas que me han nombrado han muerto ya. Por tratar de auxiliarlas han fallecido también otras varias.

—¿Conque le asusta eso que llaman la marca negra? —inquirió Ham con sorna.

—Ignoro lo que es eso —replicó Spade—. Pero sí sé que no puedo permanecer aquí solo sin riesgo de la vida. Y al propio tiempo temo abandonar la propiedad. Tengo aquí muchas cosas de valor. Primeramente mis rubíes. Después mis valores negociables y...

Ham exclamó, interrumpiéndole:

—No hable con tanta franqueza, mister Spade. Usted mismo acaba de decir que tal vez escuche alguien esta conversación.

—¡Caramba! ¡Lo sé! Y si la persona que nos escucha desea apoderarse de todo lo que poseo lo consideraré como precio, no muy alto, de mi existencia. Daría cuanto tengo por sentirme seguro.

Los hilos telefónicos llevaron hasta ellos una carcajada dura y despreciativa.

—¿Qué ha sido eso? —inquirió, temblorosa, la voz de Spade.

Los oídos de Monk y de Ham percibieron únicamente un zumbido persistente. Aparentemente acababan de cortarse los hilos de la residencia de Manhamet, propiedad de Cedric Cecil Spade.

Ham penetró como una tromba en el laboratorio. Monk entró en su interior por otra puerta.

—¡Maldición! —exclamó—. Lo he oído todo y tenemos que...

El despabilado Ham dijo, interrumpiéndole:

—Pat, nos llamada Doc. Quiere que Monk y yo vayamos sin pérdida de tiempo a reunirnos con él. Vete a casa y en cuanto pueda te llamaré por teléfono. Te prometo que si sucediera algo extraordinario o excitante te avisaría al punto.

Los bellos ojos de Pat expresaron desilusión.

—Si vais directamente a reuniros con Doc, esperaré —replicó pausadamente. Y enseguida añadió:— ¿Verdad que llamaréis si sucede algo sensacional?

—Confía en mí —contestó Ham sin parpadear.

Monk tragó saliva como aquel que siente molestia en la garganta.

Aparentemente, la joven creía al abogado. Con gracia sin igual marchó en dirección de la huerta del laboratorio y la pareja la oyó descender a la planta baja del edificio en uno de los ascensores corrientes.

El astuto Ham no se hubiera sentido tan seguro de ella de haber sido algo más observador. Porque, en realidad, Pat había oído, como ellos, el mensaje de Spade sirviéndose del aparato telefónico instalado en la biblioteca.

Pero Ham no se enteró de esto. Abrió el aparato de radio que había en el laboratorio y, al cabo de un minuto, había captado el coche de Doc.

El hombre de bronce había visto meterse a Ronald Doremon en una cama del hospital erigido en la parte alta de Manhattan. Y en el momento de dejarle, el joven herido deliraba, murmurando frases sin ilación.

Por segunda vez en aquella mañana, resolvió Doc ponerse en contacto con una persona determinada de las que habitaban en la finca del finado Andrés Podrey.

La entrada en escena de "Jingles" Sporado y de sus pistoleros, había echado por tierra varias de sus deducciones. Pero la singular actuación de Arturo Jotther, al arriesgar su vida saltando del automóvil al camino, era una prueba definitiva.

Una vez más emprendió el camino hacia la carretera de Westchester.

Llevaba abierto, por sí acaso, el aparato de radio. La voz de Ham parecía algo impregnada del terror demostrado por Cedric Spade cuando le habló, poco más tarde.

—Quizás exagere Spade —fue la sorprendente respuesta de Doc—. Posee una cantidad enorme de joyas y eso le asusta. El mismo ha debido colgar, sin querer, el auricular. De todos modos, no creo que pueda sentirse miedo a estas horas de la mañana.

—Pero, Doc —insistió Ham,— creo que, en efecto, se han cortado los hilos telefónicos de la quinta porque no hemos podido llamar. ¿No seria conveniente que corriéramos a hablar con él?

Ordenó Doc: Reúnete con Monk a los compañeros en la casa almacén de la ribera del Hudson. Allí puede suceder algo todavía. Yo pienso hacer una pequeña excursión y a mi regreso hablaré con vosotros. ¡No salgáis del hangar!

Bruscamente cortó la comunicación.

Su acción inmediata no estuvo de acuerdo con la réplica a Ham porque le hizo dar media vuelta al coche, a pesar de haber llegado ya a la carretera de Westchester, y se metió por un camino lateral que conducía a Clason Point.

Allí estaba la vía férrea, el camino más corto de todos los que cruzan en dirección de Long Island.

Él le llevaría a College Point desde el cual tan sólo unas millas de distancia le separarían de la quinta veraniega que Cedric Spade poseía en Manhasset.

Doc sentía la premonición de que estaba plenamente justificado el temor de que había dado muestras el propietario de la finca.

Y la sentía porque justamente figuraban su nombre y apellidos en la tercera línea de la lista descubierta en casa de Jaime Mathers.

Lo peor era que, aun yendo a toda la velocidad de que estaba dotado el sedan, tardaría bien una hora en llegar a la residencia de Manhasset.