CAPÍTULO II

MANOS EN LA OSCURIDAD

SUS palabras arrojaron una luz reveladora sobre el misterio de los sucesos extraordinarios desarrollados aquella noche en la finca.

Mientras Podrey moría sentado ante su mesa y con una marca enigmática sobre el pecho, sus invitados representaban la propia concepción de una comedia, las diversiones del rufián en una de sus juergas.

Sin embargo, las mujeres de rostro pintarrajeado, los hombres de cara patibularia y pantalones de pana, pertenecían a la flor y nata de la sociedad neoyorquina.

Las armas que usaban estaban cargadas de proyectiles inofensivos. Todos ellos imitaban, en lo posible, los dichos y hechos de las gentes de baja estofa.

¡Aquello era lo que se llama una gangster's party: Una fiesta de falsos ladrones, asesinos y atracadores! Pero Staid, el puro Westchester, iba a necesitar más de un día para recobrarse del mal efecto que sobre él debía producir aquella nocturna orgía de sangre.

—Traed a esta habitación hasta el último habitante de la casa, invitados inclusive —dispuso Graves,— sin enterarles de lo que van a ver hasta que no estén todos aquí.

Entre la élite de asistentes a la fiesta reunidos en la cámara mortuoria, dos llamaban especialmente la atención a causa, quizá, del color cobrizo de sus cabellos.

Mahoney el "Rojo" era cameraman de una empresa cinematográfica y había tomado ya varias instantáneas de la fiesta para llevarlas más adelante a la pantalla con el titulo sugestivo de "Excentricidades registradas por nuestro Noticiario".

En el momento en que le hallamos rebosaba de ardor y de entusiasmo. Se felicitaba de concurrir a la reunión ya que, gracias a ello, seguía la pista de una noticia sensacional.

¡Menuda película pensaba brindarle al público! Como que en ella aparecería nada menos que un futbolista famoso, José Carphaton el "Feliz", asesinado, lo mismo que dos agentes de policía, en la carretera de Westchester.

Ahora, la muerte del millonario dueño de la finca, también asesinado al parecer, venia a colmar la copa que le brindaba aquella noche la buena suerte.

Por ello acogió con afán aquella visita a la biblioteca. Su ambición profesional le impulsaba a actuar y en su imaginación veía ya aquella parte del Noticiario en que aparecería, muerto, y sentado delante de la mesa de despacho, mister Podrey Vandersleeve.

A este fin recorrió con la mirada todos los posibles escondites que le ofrecía la biblioteca.

La segunda de los cabellos llamativos era una mujer. Ninguna capa de mal untado cosmético escondía su belleza. Incluso el color escarlata de sus labios pintados para la fiesta, ponía de manifiesto la dorada inteligencia de sus pupilas.

Pero el cabello de esta joven no era rojo, Cada uno, por separado, parecía frotado con polvillo de oro.

La encantadora joven era nada menos que Patricia Savage, prima del famosísimo Doc Savage.

El cuerpo del millonario asesinado se había colocado de manera que lo primero que al entrar en la pieza vieran todos y cada uno de los invitados fuera la negra señal que ostentaba sobre el pecho, a la altura del corazón.

El experimento no dejaba de ser arriesgado.

Por ello, junto al cadáver, estaban varios agentes de policía.

Cada vez que se desvanecía una mujer, con un grito de horror, ellos la sacaban de allí. De usual no era un hombre duro el capitán Graves.

Pero se había asesinado, en esta ocasión, a dos de sus mejores agentes y, además, estaba convencido de que entre los invitados a la fiesta estaba aún la persona que habla actuado de acuerdo con los malhechores de la carretera.

Por ello había colocado a sus hombres junto al difunto y se dedicaba a estudiar, con ahínco, las reacciones que experimentaban las personas que iban entrando en la biblioteca.

Con ayuda del propio Mahoney, un ayudante metió dentro de ella, sin que se advirtiera, un aparato toma vistas con su correspondiente carrete giratorio.

Atento como estaba a su examen psicológico, el capitán no se dio cuenta de nada. Sin embargo, acababan de desaparecer dos de las personas que hasta entonces habían permanecido en la habitación.

Sabemos que una de ellas era el cameraman. La otra era Patricia Savage.

Se ocultó tras de una cortina de terciopelo del gabinete y gracias a esto se enteró, más tarde, de circunstancias tan curiosas como el cambio sufrido por la sangre del millonario, la marca negra dejada sobre su pecho y la desaparición de una parte del dinero dejado sobre la mesa del despacho.

Una vez que hubo salido de la biblioteca el último invitado, el capitán Graves cerró la puerta.

Hecho esto se volvió a Arturo Jotther.

—Las circunstancias me obligan a detenerle —dijo—, con objeto de poder interrogarle más tarde. Ahora dígame lo que ha hecho de los treinta y un mil dólares que faltan. Supongo que habrá supuesto que rompiendo la copa de whisky ingerido por mister Podrey escaparía el licor a un análisis. Así y todo, espero hallar su rastro en los trozos rotos del cristal.

Arturo Jotther se mantuvo en su fría actitud.

—También yo esperaba esta detención —replicó tranquilamente—. Pero confío verme pronto en libertad para ayudarles a buscar al verdadero asesino.

Una vez llevada a cabo la formal detención de Jotther, el capitán Graves dio muestras de indecisión. Tras de un momento de visible perplejidad dijo al forense:

—Bueno. Proceda a verificar la autopsia de ese cadáver lo antes posible. No podemos hacer nada de provecho hasta que no se haya descubierto la verdadera naturaleza del veneno administrado.

El doctor había estado examinando los ojos de Podrey.

—Es posible que se trate de un veneno, pero lo dudo un poco —manifestó.

—¡Pues tiene que haber algo! —gruñó Graves—. ¿Qué significaría sino esa marca negra?

—Si me lo explicara no habrá necesidad de hacer la autopsia —dijo el forense.

Antes de que Graves pudiera replicar, se iluminó la biblioteca con una luz blanca y deslumbrante.

A1 propio tiempo, surgió el leve ¡clic, clic, clic! de una máquina toma vistas de detrás de una cortina de terciopelo que hacia juego con aquella que ocultaba a Patricia Savage.

Mahoney el "Rojo" acababa de tomar un rápido set —up. Le había prendido fuego a una luz de calcio que duraría por lo menos minuto y medio.

Ya tenía registrada en la cinta de celuloide en movimiento la noticia más sensacional de la jornada.

El capitán Graves lanzó un rugido y su cuerpo voluminoso se lanzó con ímpetu al otro lado de la habitación. Allí descorrió, de un tirón, la cortina de terciopelo. Mahoney le dirigió una sonrisa conciliadora.

—¡Hola, capitán! —dijo, sin dejar de darle a la manivela—. No pretendo molestarle, pero he visto la oportunidad de hacer una buena película y la aprovecho. ¿Querría apartarse un poquito?

—¡No permito sacar vistas de ese aposento! —gritó el capitán de policía—. ¡Ea, dame ese carrete!

—Ya está tomado —observó, riendo, el cameraman—. Ahora pertenece a la Future Pintures Corporation y...

—¡Aunque sea propiedad de Hollywood en peso no consentiré que se lo lleve! —volvió a gritar el capitán—. ¡Aquí, Johnnson! ¡Coge esa máquina!

Johnnson, un fornido agente, se apoderó de la cámara fotográfica. Entonces se disparó el puño de Mahoney. Siguió la dirección horizontal, luego ascendió, tropezó en su camino con la ingenua barbilla del polizonte y ¡zas! se abatió sobre ella. El capitán Graves asió por el cuello al cameraman.

—Ese puñetazo puede costarle unos sesenta días de estancia a la sombra —le advirtió, mientras que se apoderaba con la otra mano del carrete—. Yo guardaré este carrete. No quiero que nadie...

Se apagó la luz. La oscuridad sobrevino, en consecuencia, tan rápidamente, que a cada uno de los presentes parecióle como si les hubieran soplado en los ojos humo de carbón.

Mahoney se soltó retorciendo la mano que le tenía asida el capitán Graves.

Pero el airado Johnnson, que ya estaba en pie, se balanceó y devolvió al cameraman la píldora que aquél le había hecho tragar.

A1 propio tiempo alguien le quitó de la mano a Graves el carrete que empuñaba. Como loco se lanzó sobre el ladrón, invisible en la oscuridad. Los dedos duros y huesudos de un hombre le asieron por la garganta; luego le soltaron.

Patricia Savage se escurría ya en dirección de la puerta.

Sus pies pequeños no hacían ruido al pisar las baldosas de la biblioteca. A tientas, buscó la salida. Alguien le dio, de pronto, con la puerta en las narices.

Pero salió al corredor antes de que pudieran impedírselo. Se habían apagado todas las luces de la casa. De la planta baja llegaron hasta ella chillidos femeninos.

Alguien se alejaba rápidamente de la biblioteca. Patricia no hubiera podido decir si la persona invisible había estado junto a la puerta por la parte de dentro o por la parte de fuera.

Recordaba la posición de un aparato telefónico que se hallaba abajo, en el hall vecino a la sala de fiestas, porque quería llamar a su primo Doc al cuartel general de Manhattan.

En la biblioteca, Graves había sacado, entre tanto, una lámpara de bolsillo. Mahoney estaba sentado en el suelo. La sangre manaba de su mentón, allí donde le había pegado Johnnson con los nudillos.

—Bien. ¡Ahora entrégueme ese carrete! —le ordenó el capitán de policía.

—No me haga reír que me duele la cara —replicó el rojo cameraman.

—¿Quién lo tiene? —preguntó Graves.

La luz de su lámpara recorrió los rostros de todos los presentes. Acarició, fugaz, el semblante del médico forense. Arturo Jotther estaba pacíficamente al lado de uno de los agentes. La luz no reveló la presencia en la biblioteca de un extraño.

—Si creyera que había hecho esto algún desconocido —dijo a Mahoney—, le tendría seis meses en la cárcel acusado de resistencia y de asalto a la autoridad.

—No será nunca célebre —replicó melancólicamente el "Rojo",— porque preveo que no va a encontrar el carrete y tampoco lo tengo yo.

Mahoney decía la verdad. El no tenía el carrete.

En lo alto del piso ochenta y seis de uno de los rascacielos más importantes de la ciudad, comenzó a sonar un leve zumbido.

Una voz dijo mecánicamente:

—Habla con un aparato automático. Doc Savage está fuera de casa. Pero si desea dejarle algún recado le será comunicado mediante el dictáfono que, más tarde, le llamará la atención. Diga, pues, lo que guste.

Pat dijo muy bajito:

—Doc: me encuentro en la finca de Podrey, cerca de Port Chester. Han asesinado al dueño de la casa, han asesinado a tres personas más. Sobre el corazón de Podrey he visto una marca oscura. Sé que le han despojado de su dinero, de una suerte suma que guardaba en la biblioteca. Sé, asimismo...

El aparato instalado en el departamento de Doc no registró más palabras de Pat.

Lo que sí registró fue una ahogada exclamación. Esta procedía de la garganta de la joven. Luego, un ruido singular.

Lo producía el auricular de casa de Podrey en el momento de ser arrancado de la mano de Patricia.

La palma que alguien le colocó sobre la boca era suave y fría. Una voz le murmuró, simultáneamente, al oído:

—Como hayas metido a Doc Savage en esto, ¡será su última aventura! En cuanto a ti...

A Pat no se le dio ocasión de chillar. Su apresador descubrió, sin embargo, que tenía sujeta a una cabra montés en la oscuridad.

Unos dedos enfundados en el zapato de piel le hirieron las canillas. Una mano pequeña, de duros dedos, le asió por una oreja y la retorció sin compasión.

El hombre suspiró y juró en la misma cara de Pat. Ella bajó la cabeza, tratando de darle unos puñetazos en la nariz o la barbilla.

—¡Eh, roja del demonio! —le gritó su captor—. ¡Ya me las pagarás!

Pat enloquecía de furor cuando la llamaban "roja". Por ello, a pesar de que no podía casi respirar, metió un codo en las costillas del hombre.

Ellas chocaron contra una puerta que conducía a las escaleras del sótano y como no estaba cerrada con llave, al choque se abrió de par en par.

Pat se hizo varios chichones en los dos segundos subsiguientes.

Su apresador debió sacar unos cuantos más. Ambos rodaron, sin separarse, escaleras abajo y descansaron en un suelo de hormigón, en la oscuridad.

El golpe dejó semi —atontada a la muchacha. Pero sentía una rabia loca.

Había venido armada de su automática especial a la fiesta del millonario, y la llevaba cargada, como los demás, de pólvora sola.

Pero incluso la pólvora sola puede hacer daño en los ojos disparada a quemarropa.

Pat aguardó a que el hombre se descubriera mediante un gruñido revelador y entonces le asestó la pistola a la cara. El hombre retrocedió jurando más y mejor.

Por suerte, la pistola iba cargada exclusivamente de pólvora, como ya hemos dicho. Los dos fogonazos que se sucedieron le cegaron. Las vibrantes detonaciones originaron la carrera rápida de unos pies, arriba, en el hall.

En lo alto de la escalera aparecieron Mahoney y un agente de policía provistos de sendas lámparas de bolsillo.

El asaltante de Pat había huido por la parte trasera del sótano. Los agentes de policía registraron el sótano. Todos volvieron con las manos vacías.

—Ha salido al camino por una ventana —dijo a Pat uno de ellos. Mahoney el "Rojo" tenía los movimientos muy ágiles para ser hombre tan corpulento.

Mientras Pat contemplaba las pesquisas llevadas a cabo por la policía, el habla plantado su cámara en el suelo y tomaba una película a la luz de calcio que ardía ahora.

Pat había explicado cómo la habían sorprendido en el hall sin mencionar la causa verdadera del ataque. Dijo que intentaba telefonearle a un amigo.

Arriba los agentes de policía buscaron a un individuo que ostentara la quemadura reciente de la pólvora, pero no lo encontraron.

En vano se repasó la lista de invitados. Ni uno de ellos podía haberse despistado de aquel modo. La lista estaba completa.

El rojo Mahoney dijo sonriendo a Patricia Savage:

—Bien. He perdido el film de Podrey en la biblioteca y ahora no me queda cosa que valga la pena. Es decir... ¡aguarde! ¡Mire usted!

Había buscado un nuevo carrete en el maletín de cuero. De pronto lo cerró y se acercó más a Pat.

—Escuche, miss Savage —le dijo en son de confidencia—. ¡Me han vuelto a poner en el maletín el film desaparecido arriba!

Mahoney se rascó la cabeza. Estaba perplejo.

—La misma persona que apagó las luces de la casa y se apoderó del carrete quiere ahora que aparezca ese film en la pantalla —manifestó la prudente Pat,— ¿Por qué será, digo yo?

Mahoney se apresuró a responder:

—Juraría que con objeto de amedrentar a determinada persona.

Pat hizo un gesto de asentimiento. El capitán seguía asiendo a Jotther por un brazo. Los invitados al gangster's party iban saliendo de la casa después de dejar su nombre y apellidos para el caso de que se les llamara a juicio en calidad de testigos.

Pat pedía interiormente que Doc hubiera recibido su mensaje.