CAPÍTULO XIII
LAS acrobacias mentales a que se entregaba a la sazón el hombre de bronce, no le impedían guiar a la perfección. Sus deducciones continuaban siendo dignas de un rompecabezas.
La policía buscaba a Sporado. Así lo habla manifestado el sargento de la policía en casa de Spade, pues se ignoraba todavía su paradero. Tampoco se sabia dónde había estado escondido recientemente.
E1 sargento creía que quizá estuviera escondido en algún punto de la costa.
Hacia aquella parte operaba por lo menos el capitán Graves.
A1 propio tiempo, el capitán buscaba a Arturo Jotther. Doc Savage se preguntaba, sombrío, si le hallarían alguna vez. Pues de no haber escapado de la isla situada en mitad del estanque, la curiosidad del chófer le habría ocasionado la muerte.
Su coche volaba por la carretera ondulante bajo los grandes olmos que la bordeaban.
A1 volver de la King's Point y la gran carretera de Great Neck y entrar en el Northern Boulevard. Doc lanzó el coche por una pronunciada pendiente.
En su parte alta hay un pequeño lago; a mano derecha se eleva una colina escarpada.
—Pienso salir cuanto antes de la ciudad —le iba diciendo mister Mathers—. El plan de inhibición exige la desaparición de tres hombres. Estos han muerto ya. ¡Ha sido espantoso! Si yo hubiera pagado la suma pedida, también estaría muerto a estas horas.
—En su lugar saldría cuanto antes del país o por lo menos de Nueva York —replicó Doc—. Es un plan excelente.
Un pesado camión llegó corriendo locamente por la pendiente en declive de la loma. Construido para el transporte de muebles, iba cargado, a la sazón de hierro viejo. El motor no funcionaba. Evidentemente se le habían roto los frenos.
El roadster de Doc corría a setenta millas por hora. El camión no avisó previamente. Pesado como era, rozó el asfalto del camino, se le doblaron las ruedas delanteras y volcó.
Doc no tardó en reaccionar. Mas no pudo esquivar el camión que se le venia encima. El estribo del roadster se hundió en el costado del camión. Mister Mathers había tratado de arrojarse al camino. Por fortuna le contuvo la mano de Doc.
—¡Valor! —le aconsejó—. Ahora vamos a darnos una zambullida.
Esta era inevitable. E1 roadster salió disparado, alzó la parte delantera sobre la orilla del lago y se volvió a medias en el aire.
La colisión entre dos coches sucede, de usual, en tan corto tiempo, que no produce impresión en el ánimo del espectador por sorprenderle desprevenido.
Pero Doc Savage había actuado. Se había lanzado sobre Mathers y levantando su cuerpo en vilo del asiento.
Sólo el pánico del corredor le impidió poderle sacar del coche. Forcejeó y se corrió a un lado pegándose en la cabeza contra el parabrisas de cristal irrompible. Doc se quedó con su chaqueta entre las manos.
E1 corredor cayó debajo del coche volcado. Doc se zambulló en el acto con objeto de salvarlo. No sin cierta dificultad logró recuperarlo.
Mientras llevaba su cuerpo inerte hasta la orilla del lago, y le sacaba a la playa, desaparecieron dos hombres de la loma donde se había quedado el camión.
El sonido metálico de pequeñas monedas de plata o de cobre, llegó simultáneamente a los finos oídos del hombre de bronce. A1 propio tiempo entrevió vagamente el rostro de la persona que las hacía sonar.
¡Era "Jingles" Sporado! La necesidad de socorrer a mister Mathers le impidió perseguir al jefe de los pistoleros.
Mahoney no había perdido el tiempo. Distaba unos cien metros de Savage en el momento en que descendió el camión la colina. Su roadster quemó las gomas al frenar de improviso.
Casi al mismo tiempo que el coche de Doc daba la voltereta sobre el lago, salió del roadster y se preparó a tomar una película.
El lente de la cámara se dirigía hacia el destrozado sedan cuando apareció el hombre de bronce, chorreando agua y llevando consigo a mister Mathers.
Sonó la bocina de un coche de la policía. Pero no eran sus agentes los que acababan de llegar al lugar de la catástrofe.
La bocina pertenecía al roadster de Patricia Savage, que venia detrás del de Mahoney. Por lo visto, ella había también presenciado lo ocurrido.
Como otros muchos chóferes en caso de apuro pareció perder de repente la cabeza y todo sentido de la dirección. Su roadster dejó el camino. Se le echó encima al cameraman. Este lanzó un formidable juramento y de un brinco se echó atrás.
Las ruedas del coche patinaron sobre la grava del parque. Sus estribos derribaron el trípode de Mahoney. La cámara fotográfica describió un pequeño arco en el aire y aterrizó en el asfalto.
E1 retintín del cristal probaba que Mahoney iba a tener que reemplazar por otra la costosa lente.
—¡Eh, cabecita loca, poco seso! ¡Vea lo que acaba de hacer! —aulló el "Rojo".
Únicamente su respeto por el sexo y belleza de Pat le impidió emplear palabras más fuertes. Estaba furioso.
Patricia sabia muy bien lo que acababa de hacer. Sabia que había echado a perder una de las cintas que mayor ilusión inspiraban al cameraman y que, para copiar sus propias palabras, estaba llamada a causar sensación.
Mathers respiraba todavía. Una espuma sanguinolenta le salía a flor de labio. Doc comprobó rápidamente que tenía rotas varias costillas y que, al astillarse una de ellas, le había perforado un pulmón.
Por consiguiente, había que trasladarlo al hospital sin pérdida de tiempo.
—Necesito su ayuda —dijo a Mahoney—. Venga, y entre los dos meteremos en su coche al herido. Tiene que ser asistido lo antes posible, de lo contrario, morirá sin remisión. El ya había llevado a cabo, rápidamente, cuanto cabe hacer en una cura de urgencia. Pero se imponía una operación inmediata porque Mathers se desangraba por dentro.
Mientras ponía las manos sobre el volante del roadster y le hacia dar una vuelta en torno del volcado camión, Mahoney se maravillaba de la habilidad con que verificaba la operación.
El mismo conducía de una manera harto imprudente y arrojada. Así y todo jamás se había lanzado a la velocidad asumida por Doc a la sazón.
Pero Doc era un ser extraordinario.
Penetró en la carretera de Jamaica al llegar a las afueras del suburbio neoyorquino de Flushing. Pat le seguía dejando unas cien varas de distancia entre ambos. Fue en esta ocasión cuando Doc vislumbró un tercer coche.
Era un negro sedan de largo carrocería.
El Queens County Hospital, situado al extremo de la carretera, era un imponente edificio de piedra y de rojo ladrillo. De reciente construcción, ocupaba la extensión de cinco manzanas de casas.
Doc metió el roadster por la calzada destinada al tránsito de las ambulancias. Aquí quedaba oculto a los coches que pasaban por la carretera de Jamaica, que acababan de abandonar. Los sorprendidos internos presenciaron, después, singulares acontecimientos.
—Tan pronto me haya apeado del coche súbase a él y llévelo otra vez a la carretera —instruyó a Mahoney.
El cameraman inclinó la cabeza en señal de que estaba dispuesto a obedecer.
No le movía a ello ninguna razón especial. La verdad es que todas aquellas personas que trataban con el hombro de bronce, descubrían, más o menos pronto, que deseaban hacer lo que él les exigía.
Mahoney sufría ahora la influencia del gigante.
Doc tomó en brazos al corredor de Bolsa lo mismo que si se hubiera tratado de un niño pequeño. Sin embargo, el corredor pesaba como cien kilos.
Pat les había seguido en el roadster hasta la misma entrada del hospital.
—Te manifesté mí deseo de verte al margen de todo este asunto —le dijo su primo—. Mas, puesto que estás aquí, voy a pedirte un pequeño servicio.
—Mi deber era seguirte —replicó Pat. Enseguida añadió, en tono ansioso:— ¿Qué puedo hacer?
Doc le indicó con un gesto la vecina carretera.
—Detrás de esos árboles corre un sendero que sale a la carretera. Sigue al coche de Mahoney y cuando doble el primer recodo del camino vuelve aquí.
*****
El largo sedan negro se había detenido a la distancia de una manzana del hospital. Le ocupaban "Jingles" Sporado y tres pistoleros. El jefe de la banda hacía sonar las sueltas monedas de plata que llevaba en el bolsillo. —Estaría bueno que el hombre de bronce se quedara ahí dentro haciéndole compañía a Mathers. Se dice que es un gran cirujano. Lo mismo que yo, ¿no os parece? Casi siempre se sale con la suya.
El coche de Mahoney salió de los terrenos en que estaba enclavado el hospital llevándole a él solo al volante. Un minuto después era seguido por el coche de Patricia.
Los dos automóviles doblaron el primer recodo de la carretera y corrieron en dirección de la villa de Jamaica. Por lo visto, Doc se había quedado en el hospital.
"Jingles" encargó de la vigilancia del edificio a dos de sus hombres.
—No le perdáis de vista —les recomendó—. A la salida Doc tomará, probablemente, un taxi si no viene a recogerle alguno de sus hombres. Llamadme cuando llegue ese momento. Tenemos que proceder muy deprisa. Es lástima que no le haya atropellado el camión.
Desde su punto de vista era ciertamente muy sensible porque, en aquellos momentos, el gigante de bronce corría furtivamente por la vecina y benéfica propiedad. Hasta llegar a la linde del bosque, se mantuvo siempre entre los edificios del hospital que le ocultaban a la vista de los ocupantes del sedan.
Echado sobre los hombros vigorosos llevaba el pesado cuerpo del corredor.
Lo carga no le impedía, con todo, avanzar hacia el cruce de los dos caminos.
Pat llegó al mismo tiempo a aquella intersección.
—¿Qué haremos ahora? —quiso saber.
—Llevar a mister Mathers a la clínica particular de Jackson Heights. De momento conviene hacer creer a ciertas personas que continúa en el hospital Queens County.
*****
Cuando Doc Savage volvió a su departamento del rascacielos descubrió un mensaje registrado en la placa del dictáfono.
"Acabamos de rechazar un ataque dirigido, al parecer, contra el hangar. En realidad, se trata de la proeza de un loco escapado del hospital. Dice llamarse Ronald Doremon, de manera que es la misma persona que esta mañana te ha salvado de las llamas en la fábrica electro química. ¿Debemos reunirnos contigo? Te habla Ham".
Doc reflexionó rápidamente. ¿De manera que la policía no había logrado dar todavía con el escondite de "Jingles"? Se acercó a una librería y junto a ella hojeó un grueso volumen lleno de recortes de periódicos pegados.
Sirviéndose del índice fue, a continuación, recorriendo una de sus páginas.
Al llegar al final se detuvo.
Segundos después estaba delante del teléfono y llamaba al Jefe de Policía de la ciudad de Nueva York.
—Qué. ¿Sigue sin saber de Sporado, jefe? —inquirió por medio del aparato.
El Jefe de Policía repuso que se le había dado noticia de las muertes acaecidas por efecto de la marca negra y que todo el mundo hablaba de ello, pero que "Jingles" había eludido la red que se le tendía.
—¿Sabría decirme, por casualidad, dónde se encuentra actualmente José el "Escurridizo"? —siguió interrogando Doc.
—Sí. Aparentemente ha dejado de hacer fechorías. Está al frente de una posada en el camino costero de Port Chester a Greenwich, Conneticut. Dos o tres veces por semana se deja caer en Broadway.
—¿Le parece que querrá bajar hoy a Manhattan?
—¿Qué origina esa idea, Doc?
—Estaba pensando que quizá pudiera usted detenerle so pretexto de haber sido testigo presencial de esas muertes por la marca negra —replicó Savage.
—La verdad, yo no veo que tenga nada que ver con ellas y si le acusamos sin pruebas vamos a vernos en un lío —repuso el Jefe de Policía—. De todas maneras, si usted opina lo contrario nunca podrá echarle mano como en este momento.
—No puedo asegurar que sea culpable, pero me agradaría que respondiera a varias preguntas mías. Vamos a suponer que se le detiene, por ejemplo, en el Bronx, que con la misma rapidez le envía "Jingles" un abogado y que el abogado en cuestión obtiene su libertad mediante decreto judicial sin habeas corpús. ¿Le parecería bien?
—Es una excelente idea —exclamó, con acento de aprobación, el funcionario—. En cuanto haya novedad le avisaré. Le prometo que José será detenido.
Doc llamó a continuación al hangar de la ribera del Hudson. Sonrióse al obtener la comunicación porque oía un esperanzador murmullo de voces.
Rara vez permanecían sus camaradas al margen de una aventura. Pero él había fracasado siempre que había tratado de defenderse contra la marca negra.
Claro que, a la sazón, se hallaba seguro de que no cabía hacer uso de armas defensiva alguna contra la fuente de donde se originaban aquellas muertes.
Sus palabras redujeron al silencio a los habitantes del hangar.
—¿Eres tú, Renny? —preguntó a la persona que vino a ponerse al aparato—. Déjame hablar con Ham. Que los demás permanezcan en tu compañía hasta recibir nuevas órdenes. Bajo ningún pretexto abandonéis el hangar o vengáis al rascacielos.
A1 contestarle el abogado se dirigió a él en la vieja lengua maya que empleaban él o sus hombres cuando deseaban comunicarse entre sí en presencia de personas extrañas.
De esta manera se aseguraba de que no podían entenderle quienes le estuvieran escuchando, ahora, mediante un empalme de la línea.
La ansiosa respuesta de Ham, que se manifestaba completamente de acuerdo con él, hizo sonreír al hombre de bronce.
Al dejar el auricular percibió su fino oído un levísimo ¡clic! Rápidamente dirigió la mirada hacia el laboratorio. Luego, sin hacer ruido, pasó a la biblioteca. Allí se detuvo a escuchar junto a la puerta cromada.
Una sonrisa dilataba sus labios.
Mediante ligero ademán, apenas perceptible, cerró con llave la puerta del laboratorio. De la misma manera sigilosa desconectó la extensión telefónica que penetraba en aquella habitación.
Apenas hubieron transcurrido unos minutos cuando volvió a sonar al zumbido indicador de una llamada telefónica.
—Ya tenemos en el Bronx a José el "Escurridizo", Doc —le anunció el Jefe de Policía—. Se está enfriando los pies en la calle Dieciocho. Oficialmente no se me ha comunicado aún la detención.