CAPÍTULO I

LA ORGIA DE LA MUERTE

ANDRÉS Podrey Vanlersleeve tenía invitados en su mansión de Weetchester.

Huéspedes ataviados a la antigua usanza. Invitados grotescos, exclusivos de la localidad. Su conducta era tan incongruente como su aspecto.

Ahora que, a Podrey, no le perturbaba todo aquello. Porque el dueño de tantos millones estaba muerto. Estaba sentado ante una mesa de roble tallado y tenía los brazos caídos. De sus venas aristocráticas, había manado una sangre tan negra como la pez.

Sus invitados se divertían de lo lindo. Se gritaban unos a otros. Las mujeres emitían agudos alaridos. De vez en cuando sonaba la alarmante detonación de un arma de fuego.

Arriba, en el primer piso, la mano muerta de Podrey reposaba en un pequeño charco de sangre. Nadie estaba con él en la espaciosa biblioteca. Puertas y ventanas se hallaban herméticamente cerradas.

Fuera de la inmensa casa, la amurallada propiedad estaba llena de una compacta, una abigarrada muchedumbre, de muchas mujeres vestidas con trajes baratos y llamativos.

Pero Andrés Podrey, tenía un negro agujero sobre el corazón. Nada más. La elegante sociedad de Westchester, el elegante distrito neoyorquino, estaba predestinada a sufrir por ello una conmoción.

Una alegría delirante se difundía, ahora, a través de la niebla que, a la sazón, invadía las colinas. Los invitados, en número de cien, semejaban apaches que bailaran con sus mujeres.

Sin embargo, arriba, en el primer piso de la finca, junto al cuerpo inerte del dueño de la casa, aparecía un montón intacto de dinero y billetes de banco.

Sobre cada fajo de aquellos billetes, una moneda de plata hacía las veces de pisapapeles.

Ahora bien: a causa del carácter de la fiesta, se habían puesto guardias en todas partes. Las armas pendientes de las bajas fundas sobaqueras ostentaban la marca de la Ley. Por lo menos, cuatro de aquellos individuos llevaban el uniforme de la Policía estatal. Los agentes permanecían en pie, en la carretera, ante la finca de Podrey, y con ojos suspicaces examinaban a los ocupantes de cada automóvil que llegaba.

Los cuatro se mantenían, por parejas, en las dos esquinas de la fachada de la casa. Uno de ellos, el que ostentaba la insignia de sargento, decía con acento gruñón:

—Tengo el presentimiento de que antes de que haya concluido esta fiesta, sucederá algo gordo.

—¡Toma! No digo que no —repuso su acompañante.

Un coche soberbio pasó ante ellos. El chófer iba muy erguido ante el volante y su rostro afeitado exhibía desdeñosa expresión. Sus pasajeros gritaban y cantaban.

Otro coche apareció allá, al extremo del camino, y se cruzó con el magnífico sedan que avanzaba velozmente. También este coche llevaba un chófer muy digno. Sus ocupantes iban, en cambio, groseramente ataviados. Se cubrían los rostros con un antifaz.

Por espacio de una fracción de segundo pareció a los agentes que los dos coches iban a sufrir una colisión. Pero sus chóferes eran hábiles conductores.

Mediante un esfuerzo, los dos evitaron el choque. Los frenos de los coches chirriaron, arañaron la grava del camino. Uno de los dos penetró, patinando, en la cuneta.

El chófer del otro detuvo en seco el automóvil que guiaba. De su interior saltaron a la asfaltada carretera cinco o seis enmascarados.

—¡Anda, si es José el "Feliz", en persona! —exclamó riendo uno de ellos—. ¡Bueno, José, ayuda a apearse a esas señoras y poneos todos en fila!

Del coche salieron tres mujeres lanzando débiles chillidos y levantando las blancas manos en alto. Detrás se alinearon otros tantos hombres.

Uno de ellos, el más joven, tenía inyectados los ojos de sangre. Era José, apodado el "Feliz", que, por lo visto, se enorgullecía del remoquete.

Mientras tres de los hombres enmascarados encañonaban al grupo con sus revólveres, los otros tres descargaban a sus víctimas de alhajas y dinero.

No se les opuso resistencia. Las dos agentes se acercaron más a los coches.

Tal vez opinaban que aquel cuadro formaba parte de la fiesta a la que todos los invitados asistían vestidos de apaches.

—¡Por favor! ¡No me quite esto! —suplicó de súbito una mujer al hombre que la estaba despojando.

Y así diciendo, apartó la fina diestra. En uno de sus dedos lucía un anillo provisto de un escudo que parecía ser herencia de familia.

—¡Que te crees tú eso! —replicó el individuo—. No podemos dejar nada, pues de lo contrario, ¿dónde estaría nuestra ganancia? ¡Oh!...

Lanzó la exclamación al abofetearle la mujer. Se le cayó el antifaz. Asió entonces a la mujer por un brazo y se lo retorció. Con mano ruda trató de apoderarse del anillo.

La muchacha lanzó un grito de dolor. Se resistió.

—¡Dame ese anillo, maldita! —exclamó, furioso, el enmascarado.

La muchacha guardó silencio y retrocedió unos pasos.

El enmascarado tendió la mano, por segunda vez, con intención de arrancársela del dedo.

José el "Feliz", se interpuso entre ambos. Dijo con acento conciliador: —Deja en paz a la señorita. ¿Qué más da una joya más o menos?

Mas el enmascarado no cedió. Sus compañeros presenciaban, divertidos, la escena que se estaba desarrollando. ¿Cómo ceder delante de ellos?

—¡Quiero ese anillo! ¡Lo quiero y lo tendré! —exclamó con hosco acento. Y enseguida agregó, dirigiéndose a la muchacha:— ¡Si no me lo das de buen grado será por fuerza!

Ella engalló la cabeza sin responder.

Pero el enmascarado tenía malas pulgas.

—Vamos. ¡Date prisa! —ordenó, tendiendo el brazo con objeto de apoderarse del anillo.

José detuvo aquel brazo.

El enmascarado lo retiró con violencia y se arrojó sobre José. E1 joven paró el ataque y replicó a él con un directo asestado en pleno rostro.

Los dos agentes de policía prorrumpieron en una carcajada. ¡Se estaban divirtiendo de lo lindo!

Pero la cosa no iba de broma. Pronto iban a verlo a su costa.

Al enzarzarse los dos hombres, los compañeros de José pretendieron acudir en su ayuda sin recordar a los otros dos enmascarados que les apuntaban siempre con los revólveres.

Simultáneamente, dispararon sus armas a boca de jarro. Uno de los proyectiles dio de lleno en el pecho de José, que cayó muerto al suelo; otro dejó mal herido a uno de sus acompañantes. El tercero escapó.

Los dos agentes se acercaron corriendo, dando al olvido el peligro que corrían para cumplir con su deber.

Sonaron nuevos tiros. Uno de ellos se desplomó al instante. Estaba muerto.

El otro siguió corriendo todavía unos pasos, tambaleándose. De pronto, fue como si hubiera tropezado en un obstáculo invisible. Dio un traspié y cayó lanzando un grito ahogado. Agitóse un instante en el suelo y quedó exánime.

Rostros asustados surgieron tras de los cristales de las ventanas de la casa.

Los invitados que se hallaban en el jardín de la finca, buscaron el refugio de la casa.

En un momento quedaron solos los seis enmascarados frente a las temblorosas mujeres a quienes el pánico impedía moverse.

Entonces, dando media vuelta, los seis marcharon, a buen paso, en dirección del automóvil estacionado, revólver en mano.

Cuando hubo arrancado el coche, se apresuraron los invitados a socorrer a las señoras y a los caídos, tres de los cuales habían ya exhalado el último suspiro.

Al enviar al mayordomo junto al dueño de la casa para notificarle lo ocurrido, descubrió, con el susto consiguiente, que también había fallecido y corrió a comunicarle la triste nueva a mister Jotther, el secretario de su amo, el cual le ordenó que avisara inmediatamente a la policía.

Una hora después se presentaba, en la casa, mister Graves, capitán de la policía. A la entrada habíase detenido a contemplar los cuerpos muertos de sus dos agentes, los dos mejores agentes de la Brigada, y a llorar sobre ellos.

Le acompañaba el médico forense.

Lo primero que hizo Graves, fue interrogar al mayordomo y luego a Jotther.

—¿Reparó bien en la actitud observada por mister Podrey cuando le vió por última vez? —le interrogó.

—Sí, señor —replicó el secretario, sujeto bajito, delgado, de rostro de rata.

—Y bien. ¿Cuál era su estado de ánimo? ¿Estaba triste, alicaído, de mal humor o, por el contrario, gozoso y animado?

—Le encontré como de costumbre, tal vez un poco más serio. Al despedirme de él, poco antes de comenzarse la fiesta, me suplicó que le dejara solo porque tenía que hacer unas cuentas y que bajo ningún pretexto le molestara. Luego le oí cerrar la puerta con llave.

El forense, entretanto, examinaba el cuerpo de mister Podrey. Sobre todo le chocaba, el color negro de la sangre derramada.

Más tarde le llamó la atención un vasito vacío, de licor, que sobre un platillo vio colocado sobre la mesa del despacho, junto al dueño de la casa.

—¿Qué es esto? —interrogó al secretario.

—Un vasito de licor de café a que era muy aficionado el difunto —respondió Jotther—. Se lo entró el mayordomo poco antes de salir yo de esta habitación.

—Bien, bien —dijo el forense—. Iba a decir que quizá tuviera algo que ver ese licor con el color oscuro de la sangre, pero... ¡aguarde!

Con rápido movimiento de la diestra extrajo una lanceta del estuche que llevaba a prevención y con ella abrió una honda incisión en la vena de uno de los brazos del cadáver. Mas la sangre se había espesado y no fluyó.

En la vena abierta aparecía tan negra como la que manchaba la mesa. —A mí no me producen ese efecto las bebidas ingeridas— observó Jotther —. Perdone la intromisión, pero creo que el dinero tiene algo que ver con esa muerte.

—¿El dinero? —dijo con extrañeza el capitán Graves—. ¡Si justamente hay encima de la mesa toda una fortuna! No. No ha sido ese el móvil del crimen, si es que se trata de un crimen, no de una muerte natural. Doctor: ¿descubre en ese cadáver huellas de envenenamiento?

—No sé qué decirle —repuso el forense—. Por primera vez me hallo ante una sangre negra. Mas, sí es posible que se trate de un caso de envenenamiento.

—O de un suicidio... si es que no ha derramado el veneno en esa copa una segunda persona. ¿Qué opina usted, Jotther?

La viva y directa pregunta indicaba que Graves había concebido ya sospechas. Por ello, la respuesta de Jotther fue acompañada de un respingo de sorpresa.

—Yo no creo en el suicidio de mister Podrey —replicó en tono suave—. ¿Me permiten que cuente el dinero que hay sobre esa mesa? Vean, faltan unos dólares.

Graves lanzó un silbido prolongado.

—Ya sé —siguió diciendo el secretario—, que todo me acusa de ese crimen. Se dirá que me asisten graves razones para haberlo perpetrado. Todo el mundo sabe que, a pesar de desempeñar cerca de mister Podrey el cargo de secretario, aspiraba a la mano de su hija Genoveva, que él negó repetidas veces. A pesar de ello creo que me ha dejado una pequeña fortuna, una mancha en su testamento.

—¡Maldición! —exclamó Graves—. Muy bien. ¡Cuente ese dinero!

E1 secretario hizo rápidamente la cuenta de la plata y billetes.

—Aquí, —sobre la mesa, hay, dieciocho mil cuatrocientos cincuenta dólares con ochenta centavos— dijo luego —. Así, la suma que falta asciende a treinta y un mil quinientos cuarenta y nueve dólares con veinte centavos.

Graves exclamó otra vez:

—¡Es mucho dinero... y una dosis extraordinaria de inteligencia! Ello nos demuestra que la persona que se ha apoderado de ese dinero no es un ladrón vulgar. Hay gente muy lista, ¡listísima!... Bien, doctor: ¿no tiene más ideas que exponer con respecto a la causa del fallecimiento de ese caballero?

El forense había despojado de su camisa al millonario y le palpaba una marca que ostentaba en el pecho, sobre el corazón.

Consistía aquélla en una mancha negra, redonda, perfectamente circular.

—¡Tiene gracia! —murmuró—. Penetra hasta muy adentro. No es una mancha superficial. Se diría que llega hasta el corazón o, por el contrario, que sale de él. Claro es, que, sólo después de verificar la autopsia podremos determinar el carácter verdadero de esta marca.

—¿Es decir, que dispararon sobre Podrey? —quiso saber el capitán—. ¿Con qué arma?

—Yo no he dicho eso. La mancha no procede de un fogonazo —le explicó el forense—. Vea: la piel del pecho no está rota ni tampoco las venas que hay debajo. Se trata de una mancha tan negra como lo es, ahora, el color de la sangre de misten Podrey.

Graves favoreció a Arturo Jotther con una mirada penetrante. El pacífico y manso secretario parecíale un sujeto muy astuto.

Sin que le interrogaran, se había lanzado a explicar que saldría beneficiado de la muerte de mister Podrey y, asimismo, que deseaba casarse con la hija del millonario. ¡Vaya desfachatez!

—¿Cómo sabe usted, con tanta exactitud, a lo que asciende la fortuna de su principal? —le preguntó de pronto.

Jotther no se turbó lo más mínimo.

—Lo sé —replicó con calma—, por el propio mister Podrey. Ayer trajo de la city, cincuenta mil dólares y me dijo qué, con ellos, pensaba obtener la secreta concesión de unos terrenos que hay sobre la bahía, pero que el propietario, o propietarios, le exigían el pago de la cantidad estipulada en moneda contante y sonante.

—¿Quiénes son esos propietarios? ¿Lo sabe usted?

—No, señor. Lo ignoro en absoluto —replicó Jotther—. Mister Podrey no quiso revelarme su identidad y, además, destruyó la carta que tenía de ellos. Me habló solamente de la cantidad a pagar y de que pensaba firmar, esta noche, el contrato de compraventa de esos terrenos.

—¡Qué raro! Trae entre manos un negocio de suma importancia, no quiere que le molesten... y ¡da una fiesta ridícula! —murmuró el capitán Graves.