CAPÍTULO IV

EL MIEDO A LA MUERTE

DOC abrió diversas ventanas. El aire glacial de la noche penetró a raudales en el interior de la pieza. Con ello se disipó prontamente el gas deletéreo originado por la trampa mortal.

Todavía sintiendo cierto aturdimiento el hombre de bronce inició, una requisa minuciosa del departamento.

Como una centella penetró en la habitación vecina a la biblioteca y sala de descanso provista de espesa alfombra. Como estaba a oscuras. Doc la recorrió de antemano con el fino rayo de su lámpara. La habitación se hallaba vacía.

En el departamento no había ningún armario, sólo una ventana en la alcoba que ya conocemos. Si Mathers hubiera sido asesinado, Doc opinaba que se le hubiera dejado donde estuviera en el momento de morir.

El hombre de bronce se había formulado una teoría provisional en la cual se fundaba para opinar de aquella suerte, pero ni el vivo Mathers ni su cadáver se encontraban en parte alguna de la casa.

Doc volvió junto a la puerta de la biblioteca. De uno de los bolsillos extrajo un pequeño frasco y al propio tiempo que avanzaba despacio iba vertiendo parte de su contenido —un polvillo gris— sobre la gruesa alfombra.

Hecho esto se colocó a un lado y encendió la lámpara de bolsillo.

Simultáneamente surgió del suelo singular y verdoso resplandor fosforescente. Y este resplandor asumió la forma de unas huellas dejadas, al parecer, por unos pies que hubieran pisado la alfombra.

Junto a ellas surgió, también, una línea fosforescente.

De ello dedujo Savage que se había arrastrado un cuerpo pesado sobre la alfombra. Probablemente el cuerpo de un hombre.

El rastro luminoso iba a morir junto a la pared. Pero allí no había puerta ni armario. Sólo una librería plana.

Doc se detuvo un momento a contemplarla. La misma se había construido dentro de la misma pared.

Acercó el oído a una hilera de libros y una dura expresión le contrajo las hermosas facciones. Acababa de oír la fatigosa respiración de una persona.

Dentro del hueco abierto estaba el corredor de Bolsa. Doc requisó su interior con la mirada y el rápido escrutinio le descubrió una ventana de ventilación. Esta estaba abierta. Un aire puro penetraba en la secreta cavidad.

Los gases deletéreos escapados de la trampa instalada en la biblioteca, no habían llegado, así, hasta el prisionero. El hombre de bronce tomó nota mental de la escalera instalada, probablemente, por el corredor en calidad de salida secreta. Por lo visto era cierto que temía un ataque homicida.

Unas cuerdas ligaban los tobillos y muñecas de Mathers. A1 libertarle Doc, tomó nota mental de su fuerza bruta, muscular y mental. Era evidente que de poner empello, hubiera podido desatarse. Además, las cuerdas no estaban muy apretadas.

Mathers se quitó de la boca la mordaza de esparadrapo y gimió en voz alta.

—Por poco llega tarde, Doc Savage —dijo con acento plañidero—. O me hubiera muerto ahí dentro o me hubiera usted visto con la marca negra sobre el corazón. Pero se le quería coger a usted. Apostaría cualquier cosa a que han cortado la línea del teléfono.

Doc no hizo comentario alguno a aquellas frases. Claramente se veía que la trampa había sido una añagaza mortal. También era evidente que con ella no se había intentado quitar de en medio al corredor.

Si era cierto que corría su vida peligro ¿por qué no le habían quitado de en medio en esta ocasión?

Mathers se había dirigido a la biblioteca. Sin saberlo, le dio a Doc una aclaración del enigma.

—Vivo únicamente porque no han podido quitarme una cantidad respetable de dinero —le explicó. Luego se quedó mirando la nota dejada sobre la máquina de escribir.

—Yo no he escrito ese mensaje —dijo al cabo.

—¿Me aguardaba usted aquí? —quiso saber Doc.

—Sí, y las luces se apagaron de pronto. Llamé a Komolo, el sirviente, único ser que tenía en la casa, pero, no me respondió. Entonces me asestaron un golpe en la frente.

—¿Qué se ha hecho de ese Komolo?

—Tendremos que ir a verlo.

Komolo, el criado de Mathers, era un sujeto particular. Era japonés. Pero, al revés de sus hermanos de raza, tenía una estatura respetable.

Al instante dedujo Savage que no procedía de las islas de su país natal sino que, más bien, sería oriundo del norte de China, dada su talla.

Komolo había perdido el conocimiento y, al recuperar, poco a poco, los sentidos, manifestó que casi le habían estrangulado al atacarle por la espalda.

—No he visto a mi asaltante —declaró—. Sólo sé que tenía mucha fuerza y que rápidamente me dejó fuera de combate.

Su garganta ostentaba la señal de unos dedos. Doc, aparentemente, no tomó muy en serio la historia del japonés.

A1 volver a la biblioteca, las grandes manos de Mathers se palparon los bolsillos de la americana. De uno de ellos extrajo un paquetito de cigarrillos.

Simultáneamente cayó de ellos al suelo un papelito. Doc lo cogió y se lo entregó a Mathers. El corredor encendió un pitillo con dedos temblorosos.

Exteriormente demostraba estar conteniendo una enorme excitación nerviosa. Lentamente, en voz alta, leyó lo escrito en el papelito.

"Mathers: has traído a Doc Savage a la muerte —decía—. Tu hora no ha llegado aún. Otros caerán antes".

Como firma llevaba la conocida marca negra.

Mirando las cartas, Doc estudió la escritura de la nota puesta todavía sobre la máquina de escribir. Ambas se habían escrito a máquina.

Mathers sacó otras dos de un cajón de la mesa. Cada una de ellas iba firmada igualmente por el punto negro.

Doc observó que estas dos notas habían sido escritas en una máquina distinta. Sirviéndose, entonces, de un polvillo semejante a fina arena, las examinó rápidamente.

Poco después disponía de varias huellas dactilares. Sólo que no pertenecían a la persona que había estado en la biblioteca. Todas eran las huellas dactilares del propio Mathers, dejadas en el momento de coger las notas.

—Veamos qué sale de aquí —le dijo Doc.

Y procedió a espolvorear las teclas de la máquina de escribir. Una por una fue examinándolas luego, con la ayuda de la lente de aumento.

A todas se les había pasado un trapo. Conque de nada le valió haber tomado nota de cada una de las letras que las notas encerraban.

A pesar de ello, guardó silencio.

Pero sabía muy bien que sin las huellas dejadas sobre las teclas de la máquina no tenía manera de saber si Mathers había escrito aquellas notas.

Mathers estaba nervioso. Se agitaba sin cesar y cada vez se tornaba más apopléjico.

—En el fondo se trata de un chantaje —dijo a Doc—. Figúrese que me han amenazado, por teléfono, un hombre que se denomina a sí mismo "la marca negra". Este sujeto me ha contado un cuento chino. Según dice, van a morir otros tres hombres para probarme que no puedo tampoco escapar a una muerte próxima y cuando, según él, haya tenido tiempo de convencerme el castigo aplicado a esos tres caballeros ¡vendrá a exigirme un millón de dólares! ¡Ese hombre tiene forzosamente que estar loco!

—Es muy posible —replicó Doc tranquilamente—. Hace poco le hablé de Andrés Podrey por teléfono. ¿Qué le parece? ¿Puede ser uno de esos tres caballeros amenazados de muerte?

—¡Pues ya lo creo! El pasado acontecimiento me había hecho olvidar eso. ¿Cómo lo sabe?

—Porque Podrey ha sido asesinado esta noche —replicó el hombre de bronce—. Se le ha hallado con una marca negra sobre el pecho, según tengo entendido.

Así diciendo no perdía de vista a Mathers. No cabía confundir el significado del color gris que se extendió, rápidamente, por sus coloradas mejillas.

Se sentía visiblemente emocionado. Cada vez sentía más y más miedo.

—Pero, Savage... esta misma noche... Así, he acudido tarde en su ayuda... Debí pedir antes socorro... Ahora van a morir otras personas... —balbuceó.

—Se trata de vidas humanas. He de hacer lo que pueda para salvar a esos señores —manifestó Doc—. ¿Sabe sus nombres y apellidos?

—Le diré... exactamente, no —replicó Mathers—. Si me permite me quedaré, en su compañía hasta que el enigma se aclare. Tal vez antes de que sea tarde logremos saber los nombres de las dos personas a quienes se trata de asesinar.

—Sí. Póngase bajo la protección que pueda yo dispensarle —dijo Doc—. Ya había pensado tenerle conmigo.

El hombre de bronce se había hecho ya una idea particular con respecto a la historia del chantaje a que, según Mathers, se trataba de someterle.

Y por ello pasó lista mentalmente a los nombres descubiertos en el papel arrojado dentro de la papelera.

Claro como la luz estaba que Mathers se reservaba alguna cosa. Quizá se abstenía de referirle muchas cosas.

Se había dado cuenta de que el nombre de Podrey era el primero de la lista.

Así lógico seria suponer que el nombre que le seguía era el de la persona señalada para una muerte próxima.

El hombre de bronce actuaba por intuición. Podrey había muerto.

Si la historia de Mathers era cierta, aunque sólo fuera en parte, lo más probable sería que el asesino no demorase mucho la acción de matar.

Mathers se le quedó mirando, sorprendido, cuando se apoderó del auricular del aparato colocado sobre la mesa de despacho y al dar Doc el número, se sobresaltó visiblemente.

Doc llamaba a la residencia ciudadana de un tal Homer Pearsall. Pearsall era uno de los corredores más importantes de fincas de la ciudad.

Mathers inquirió:

—¿De dónde ha sacado ese nombre?

Doc, que aguardaba comunicación, no replicó, Mathers miró la papelera.

Una oleada de sangre le tiñó las gruesas mejillas.

Fue una mujer la que contestó a la llamada telefónica de Doc.

—Mister Pearsall pasa la noche en su casa flotante del río Hudson —replicó a una pregunta de Doc—. Mañana al mediodía estará de vuelta en la ciudad.

—¿Tendría la bondad de decirme la situación de la casa flotante? —rogó Doc.

La mujer se la indicó. Se hallaba en el cruce de dos carreteras de la costa de Westchester, sobre el Hudson.

—La casa está anclada allí, bajo los arrecifes.

Mathers se puso de pie. Los ojos se le saltaban en sus órbitas.

—¡Gran Dios! ¡Qué locura! —exclamó—, estar allí solo en la casa.

—Es decir ¿que sabia usted que es uno de los hombres condenados a morir? —inquirió el hombre de bronce.

—No lo sé, mas lo sospecho —contestóle Mathers.

—Pues lo está, en realidad —afirmó Doc—. Y de no suceder algo imprevisto, me parece que llegaremos tarde a salvarle. Venga conmigo.

Cuando Doc les daba instrucciones, sus hombres solían obedecerle inmediatamente.

Monk y Ham habían llegado al departamento del rascacielos poco después de haber ido Doc a la casa de Mathers. Por espacio de una media hora se estuvieron peleando de palabra.

Doc había quitado, sin darse cuenta, la placa del dictáfono y por ello sus camaradas no sabían dónde podría hallarse a la sazón.

Al sonar, pues, el zumbido especial que señalaba una llamada del teléfono, saltó Ham de la silla en que estaba sentado y fue a tomar el auricular.

Monk se acercó a otro aparato. Estaba dispuesto a identificar la llamada en caso necesario y, dada la importancia que asumió, tuvo que hacerlo después.

Una voz dijo con acento nasal:

—Homer Pearsall será la próxima víctima de la marca negra. Manténgase al margen de este asunto, Doc Savage, sí estima en algo su vida y la de sus camaradas.

—¡Eh! —Ham se preparaba a hacer una pregunta.

El teléfono dejó de funcionar.

—El hombre ha hablado muy deprisa y no me ha dado tiempo de llamar a la Central —explicó Monk con sentimiento.

—¿Homer Pearsall? —repetía Ham entre tanto—. Me parece que no me es desconocido. Anclado en el Hudson, tiene una de sus casas flotantes, de gran tamaño, propia de los millonarios. Yo creo que a Doc le alegraría saber lo ocurrido. Pero nos ha mandado que no nos movamos de aquí hasta su regreso. ¿Qué harías tú?

—Poner en juego la inteligencia, picapleitos —le dijo Monk, sonriendo—. Nos ha ordenado, verdad es, que le aguardemos, pero probablemente querrá que ahondemos también en el misterio. Ni a Renny ni a Johnny ni a Long les ha ordenado que permanezcan aquí, de manera que...

—¡De manera que —siguió diciendo Ham con entusiasmo—, eres, realmente, un mono sabio! Llama tú a cualquiera de ellos mientras averiguo yo donde se encuentra a la sazón ese Homer Pearsall.

El coronel Juan Renwick, por mal nombre Renny, estaba todavía levantado, madurando el problema que le ofrecía su cargo de ingeniero a lo cual debia haber sido llamado para ocupar un empleo en América del Sud.

Justamente era uno de los mejores ingenieros de la nación, pero a la rutina de su cargo prefería correr aventuras con Doc Savage.

—¡Por el toro sagrado! —dijo su vozarrón por teléfono—. ¡Y yo que estaba pensando en salir de Nueva York! ¡Menuda salida!... Bien: ¿cuándo empezamos a repartir leña?

Al ser llamado, el arqueólogo Johnny replicó a Monk con acento perezoso y soñoliento:

—De la nebulosa oscuridad que envuelve la monotonía de mi existencia, sale, al fin, un misticismo homicida que va a sacar de su letargo mi dormida mentalidad. ¡Al momento soy con vosotros!

Más lacónica fue la respuesta dada por Long Tom, el mago de la electricidad y otro de los camaradas de Doc.

—¿Qué? ¿Hay jaleo? ¡Voy volando!

Así fue como los tres compañeros restantes de Savage corrieron, a través de Manhattan, hacia la ribera del Hudson por la parte de Westchester.

Poco sospechaban los tres que con ello se declaraban en rebeldía, contrariando los deseos de su jefe común.

Si éste había ordenado a Monk y Ham que lo aguardaran en el departamento del rascacielos había sido, justamente, con objeto de evitar que fueran víctimas de un complot homicida que podía alcanzar proporciones desmesuradas. Con todo, no parecía suceder nada que tuviera siniestro significado a bordo del yate de Homer Pearsall.

Era el tal caballero un individuo cetrino de rostro, desprovisto de vitalidad, al parecer, agotado por la vida activa que imponen los negocios.

Todo su interés se hallaba concentrado en dar golpes sensacionales relacionados con el proceso de operaciones sobre bienes raíces.

La noche en que le encontramos instalado a bordo del yate se siente jovial, de excelente humor. Le acompañan dos criados de color. El yate es, en realidad, un pequeño palacio flotante.

Los dos servidores actuaban de guardias de corps. Ambos eran fuertes e iban bien armados.

Pearsall había llegado a la casa flotante poco después de medianoche. Lo primero que hizo al entrar en el barco fue abrir la caja fuerte instalada en su lujoso camarote. En ella dejó un paquete voluminoso.

—Bueno, Burke —dijo a uno de sus guardias con acento vivo—. En este paquete hay una cantidad regular de pasta. Si queréis manteneos a cubierto, pero no permitáis que nadie entre a bordo hasta que no os dé la señal.

"Estoy en tratos con un individuo que no desea dar la cara y por ello voy a sostener con él una entrevista en la playa a la cual me dirigiré en el bote. Quería que llevara allí el dinero, pero para que se lo entregue tendrá que venir aquí conmigo.

Ya bien entrada la noche, Pearsall entró en la lancha. El mismo la dirigió hacia la playa. En un punto distante del yate, como una media milla, se delineaban los depósitos de aceite y de gasolina de un viejo embarcadero.

Pearsall apagó las luces de la lancha y sirviéndose de la lámpara de bolsillo, arrojó con intermitencias, sus rayos sobre la costa.

—¡Ah de la playa! —gritó al propio tiempo con voz apagada.

—¡Aquí estoy! —le respondieron de la misma manera—. ¡Póngase en pie y arroje ese cabo!

—¡Al momento! —Pearsall se puso de pía empuñando la amarra en la diestra.

La proa de la lancha tocó fondo y dio un salto en el aire. Pearsall vió surgir de la niebla la figura de un hombre. Loa rayos de su lámpara le delinearon el rostro. Probablemente hubiera podido identificar después, al hombre.

Pero no tuvo ocasión. El millonario corredor de fincas no supo nunca si la lancha llegó a tocar o no en el desembarcadero.

Sin embargo, no había sonado ningún tiro. No se había dado golpe alguno.

Tampoco se había usado la violencia.

Pearsall cayó sin un grito. Quedó tendido, de bruces, en el fondo de la embarcación. A aquella misma hora, otro bote surcaba las aguas del río cerca del yate. Era un viejo bote de remos. En su interior iban Renny, Long Tom y Johnny.