CAPÍTULO XVII
ERA al día siguiente...
Más de cien pares de ojos se alzaron de los libros para mirar a la puerta. Para llamar así la atención de aquellos ratones metidos en su queso, se necesitaba un hecho extraordinario.
Hasta entonces, ninguna de las personas que visitaban la biblioteca pública situada entre la Quinta Avenida y la calle Cuarenta y dos, había logrado despertar el interés de sus lectores.
Tampoco habían visto, como entonces, en sus salas, persona tan característica como la gigantesca de aquel ser bronceado. El hombre estaba muy bien proporcionado y era de hermosa apariencia. Sus pupilas doradas atraían todas las miradas.
A1 entrar en la sala, la bibliotecaria encargada del archivo, levantó la vista con aire aburrido. Inmediatamente varió de expresión. Pareció llena de interés.
—¿Qué se le ofrece, caballero? —interrogó al gigante.
—Me dicen, mistress Potts, que posee usted una memoria notable —replicó Doc Savage—. Así es muy posible que recuerde el caso de Antonio Hobbs. Voy en busca de datos referentes a la causa de su muerte y supongo que podré encontrarlos en los periódicos atrasados que guardan ustedes.
—Sí, recuerdo el caso de que me habla —repuso mistress Potts—. Hobbs se cuenta entre el número inmenso de hombres que no pueden sobrevivir al naufragio de su fortuna.
—Precisamente. Así ¿sabría decirme la fecha en que murió?
—Busque en el índice de los periódicos en existencia la fecha del diez al veinte de noviembre del año mil novecientos veintinueve —dijo la bibliotecaria.
Doc obedeció. El extraño caso de Antonio Hobbs ocupaba toda la página central de los periódicos en los días subsiguientes a su suicidio. Por lo visto, había sido prudente en sus negocios.
Anteriormente a su quiebra y mientras un sinnúmero de personas levantaban sus fortunas sobre pirámides de papel, él había prudentemente igualado en sentido contrario la negociación de sus acciones.
Su biografía demostraba que había concentrado todo su capital en lo que parecía ser una inversión segura y razonable. Cuando sobrevino la quiebra en el mes de octubre, había estado "aguantando firme", como se dice en el idioma de Wall Street.
¿Qué ocurrió después? Ninguno de los reporteros inquisitivos de los diversos periódicos había dado, al parecer, con la causa que había movido a Hobbs a malgastar casi toda su fortuna, luego de perder el resto de ella, consistente en un millón o cosa así, colocándolo en una sola inversión, en una sola vuelta del mercado.
Doc no tomó nota alguna de todo esto. Se limitó a leer rápidamente todo lo relativo al caso del difunto millonario. Pero su cerebro asimiló todos los detalles, incluso aquellos que se relacionaban con el suicidio mismo.
Por lo visto, mistress Hobbs era la que había descubierto el cuerpo de su esposo y el hecho la dejó aniquilada hasta el punto de que al transcurrir una semana del suicidio, murió en el hospital.
Junto con estos detalles, Doc leyó otros de menor importancia.
Su examen de los diarios le tenía sorbido el seso. Entretanto, dos caballeros de carrera, a juzgar por las trazas, se habían acercado para hablar un momento con la bibliotecaria.
Ahora discutían nuevamente con ella una obra técnica, referente a la producción eléctrica que databa a lo sumo de uno o dos años atrás.
Aparentemente el hombre de bronce no atrajo su atención como había atraído la de otros lectores de la sala.
Doc seguía leyendo. Habíase llevado a cabo una intervención en la propiedad de Antonio Hobbs. Doc Savage tomó nota mental de la casa mencionada por el periódico. Esta casa tenía instaladas sus oficinas en la parte baja de la ciudad. Doc anotó la dirección.
Después de dar las gracias a la bibliotecaria, por su ayuda, abandonó el edificio de la biblioteca. En raras ocasiones viajaba en subterráneo.
Pero había visto que era más de mediodía en el reloj colocado sobre la plaza en que se alzaba la biblioteca pública, y por ello decidió a no cruzar hacia el gigante rascacielos en que tenía sentados sus reales.
Atravesó, pues, la Quinta Avenida y marchó en dirección de la Séptima. Su figura gigante se hundió al llegar a la entrada del subterráneo. A aquella hora iban llenos de gente todos los coches.
Las personas de todas clases se apiñaban a cientos en el andén y se escurrían dentro de los coches en el momento de ir a cerrarse las puertas.
El coche en que se metió Savage iba lleno de gentes que venían de correr tiendas. Por lo menos una mitad de esos compradores iban colgados de las correas de cuero que pendían del techo de los coches.
Se mantenían asidos a ellas con una mano y con la otra empuñaban libros o periódicos. Los neoyorquinos son, quizá, los lectores más formidables que aparecen en público.
Adquirieron esta costumbre al tratar de disipar el tedio que suponen varias horas de trayecto en el subterráneo o en el tren eléctrico.
El subterráneo corría con ruido atronador semejante a terremoto bajo una montaña. Aquel ruido imposibilitaba toda conversación ordinaria. Doc iba de pie pero no juzgó necesario asirse de la correa.
Su cuerpo gigante oscilaba suavemente sobre los macizos pilares de sus piernas. Para nada afectaban su equilibrio los súbitos saltos o el movimiento del tren en marcha, cada vez que doblaba una curva o se detenía súbitamente en alguna estación.
Las mujeres dejaban de leer para escudriñarle el rostro tostado. No se movió ni tampoco hizo ningún gesto cuando alguien vino a apoyarle en la espalda la aguda punta de un instrumento invisible.
Se limitó solamente a tomar rápida nota mental del hecho y pensó que el instrumento en cuestión era harto pequeño para que fuera la boca de un arma de fuego de las más corrientes.
Miró impertérrito ante sí y aguardó.
Detrás de él estaban dos caballeros de carrera, al parecer. Eran los mismos que habían estado cerca de él en la biblioteca. La voz que le habló luego al oído salía de unos labios tan próximos que nadie más que él pudo oír lo que dijeron.
—Esta no es un arma de fuego —le comunicaron con acento desagradable—. Lo cual quiere decir que no sirve de nada la cota de malla que llevas puesta. De caer ahora muerto al suelo no habría en tu cuerpo señal alguna de violencia. De ésta se darían cuenta demasiado tarde las personas que investigaran la causa de tu muerte. De manera, Doc Savage, que te conviene mantenerte caído de brazos. No intentes siquiera echar mano de tus chocantes pildorillas de gas. Apéate al llegar a la estación de Cortlandt Street y echa a andar delante de nosotros.
Remolinos de una luz deslumbradora y acerada, conmovieron las doradas pupilas de Savage. Superficialmente excitaba todo su interés un anuncio fijado en el cristal de la ventanilla más próxima, a la altura de su cara.
Sus labios apenas se movieron. Pero lo que dijo fue oído claramente por el sujeto colocado a su espalda.
—Comprendo perfectamente. Ya sé que no me amenazas con un arma de fuego.
Al expresarse así no volvió ni siquiera un tanto la cabeza. Pero, reflejados en el cristal de la ventana, divisó los rostros de sus enemigos.
Doc no había visto nunca ni uno ni otro. Bien es verdad que tampoco había visto hasta entonces al poseedor de la marca negra.
Desde un principio de la aventura se había dado cuenta de que se utilizaban ahora en contra suya nuevas armas mortíferas de gran alcance.
E incluso sabia que la fina cota de malla de acero ideada por él era capaz de interceptar el paso de las balas, pero que no neutralizaría el mortífero rayo de la marca negra. El subterráneo pasó silbando y sin detenerse por delante de dos estaciones. Corría sobre los mismos rieles del tren expreso y se detendría en la próxima estación de Chambers Street. Casualmente esta calle estaba muy cerca de aquella cuya dirección llevaba anotada en la cartera y que pensaba buscar. Después se efectuaría la siguiente parada en la calle Cortlandt.
El subterráneo pasó a una marcha más moderada junto a las agujas de la vía y entró en la estación. El objeto duro e invisible continuaba apoyado en su espalda. Un empleado anunció en alta voz la calla Chambers.
Chirriaron un poco los frenos del coche. El convoy iba parando poco a poco.
Cuando se paró del todo, Doc continuaba imperturbable, con la vista clavada en el anuncio. Aparentemente no se había movido.
Todavía continuaba guardando un perfecto equilibrio sin necesidad de apoyarse en las correas del techo.
Pero había juntado los talones de manera que se tocaran sus tobillos. El tren cesó de moverse. Sus puertas comenzaron a descorrerse. Doc apretó todavía más los tobillos. Finalmente se restregó uno sobre otro.
A1 propio tiempo aspiró una bocanada de aire y ya no respiró.
Súbitamente desaparecieron los rostros retratados en el cristal de la ventanilla. El objeto puntiagudo dejó de mortificarle la espalda.
Una de sus manos fue dirigida prontamente hacia atrás y al reaparecer, empuñaba un objeto pequeño parecido a una pluma estilográfica.
El hombro de un hombre le rozó al propio tiempo las corvas, Doc se dirigía ya hacia la puerta abierta del coche. Una mujer gorda que había tratado de levantarse para bajar en Chambers Street, se desplomó con un gruñido.
Otras personas no parecieron darse cuenta de su desmayo. Porque todas las que ocupaban el vagón sentían súbitamente mucho sueño. Dejaron caer las cabezas sobre el pecho y se durmieron en grotesca postura muchas de ellas.
El individuo alto que había mantenido pegado a la espalda de Doc el objeto puntiagudo yacía, inerte, sobre el alto sujeto que le acompañaba. Ya no tuvieron inconveniente en consentir en la partida de Doc.
Doc se escurrió por entre la multitud que llenaba el andén. Aunque otras personas avanzaban, abriéndose paso a empujones y codazos, el hombre de bronce no tocó a ninguna. Ninguna tampoco le tocó.
Su rápido avance hubiera podido compararse al de un gato montés. A su espalda gritó un empleado del subterráneo:
—¡Eh! ¡Tocad la campana! ¡Todos están muertos!
Hasta entonces había viajado entre dos coches abandonando su puesto para cerrar todas las puertas antes de que arrancara el convoy otra vez.
Al mirar en el interior del coche, que acababa Doc de abandonar, se había quedado boquiabierto antes de prorrumpir en un grito de alarma.
Este produjo un pánico instantáneo. Únicamente el hecho de haber comprendido un solo coche el desastre, impidió que se mataran las gentes al abalanzarse en rápida carrera a las abiertas puertas de salida de la estación.
El convoy parado impedía la circulación. Esta quedó interrumpida, en Manhattan, por espacio de media hora.
Los dormidos pasajeros fueron sacados del coche en ambulancias.
Doc ascendió los peldaños que le separaban de la calle, decidido a recorrer a pie la distancia que lo separaba del punto de su destino.
Los dos individuos ellos se despertaron poco después en las camas de la sala para casos de urgencia del hospital de Bellevue.
Los dos volvieron a una a la vida. El efecto del gas anestésico desprendido de las cápsulas aplastadas por los tobillos de Doc, era aproximadamente el mismo en cada persona.
Los dos altos sujetos llevaban durmiendo poco más de una hora en el momento de despertar. Ni uno ni otro reconocieron el lugar donde estaban.
Al verse mutuamente, manifestó uno de ellos:
—Bien. Trataremos de explicarle a "Jingles" lo ocurrido. ¿Qué habrá pasado? Supongo que Doc no se daría cuenta del engaño. Yo contaba con asustarle con la marca negra.
—Pues no vuelvas a suponerte que es capaz de tener miedo —gruñó su acompañante—. Por mi parte, no pienso irle con el cuento a "Jingles". En cuanto salga de aquí me dirigiré al aeropuerto de Long Island y, si no eres tonto, te vendrás conmigo.
Doc se acercaba a la casa de los peritos en contabilidad, enclavada en la parte baja de la ciudad, si no le engañaba la dirección que llevaba apuntada.
Entre tanto, manoseaba el objeto puntiagudo cuyo extremo, apoyado en su espalda, le había producido la sensación de una pluma fuente.
Su vista le arrancó una sonrisa sombría. El objeto era, en realidad, una pluma estilográfica. Esto y nada más. Sólo que no tenía tinta.
Nada de sus características le convertía en objeto peligroso. Nada... si se exceptúa el pensamiento del ser que la había apoyado en su espalda.
Pasó casi una hora en las oficinas de los peritos que habían intervenido en la propiedad en quiebra del difunto Antonio Hobbs. A1 salir de ellas se le agitaban en las órbitas doradas los consabidos remolinos como si estuviera inquieto.
Al cabo de una hora entraba en la clínica de Jackson Heights, donde Jaime Mathers, el corredor de Bolsa, se recobraba, poco a poco, de su fractura de las costillas.
A1 propio tiempo salía también de la niebla mental producida en su inteligencia por la reciente conmoción.
—En cuanto pueda salir del hospital me propongo abandonar la ciudad —manifestó a Doc—. Las enfermeras me dicen que le debo la vida, mister Savage. Le prometo subscribirme a la cantidad que me indique para el hospital de niños.
Doc se sonrió. Ahora podría comprarse el equipo necesario para el hospital infantil.
Entretanto, se hallaban sobre ascuas los camaradas que se habían quedado en el hangar del almacén situado junto a la ribera del Hudson.
Incluso estaba de mal talante la de usual buen humor, prima Pat.
—¿Por qué no hacemos algo? —interrogaba sin cesar—. Sé que Doc corre un peligro inmenso y que por ello nos mantiene al margen de esta aventura.
Aquella noche y una parte del día siguiente transcurrieron sin que se supiera ni una palabra del hombre de bronce. Es más: ni siquiera las frecuentes llamadas al rascacielos originaron réplica alguna.
—Me parece que no voy a estar aquí por más tiempo —afirmó Pat—. Conque, no actuéis como si se os hubiera nombrado tutores míos.
Ham la miró de pronto.
—Tú has estado en casa de ese Cedric Cecil Spade, ¿no es cierto? —dijo—. Y has dicho que el asesino dejó en su caja todos los rubíes y que, en cambio, se llevó una cantidad determinada de valores.
—Así es.
Ham pensó rápidamente. Recordaba que en cierta ocasión se le había pedido consejo profesional y que su cliente, en perspectiva, había sido este mismo Cedric Cecil Spade. En su mente relacionó este hecho con otros incidentes pasados.
Ham no había aceptado a Spade como cliente. Pero de él había sabido lo bastante para deducir que temía por su vida.
Ham miró a Monk. Este le devolvió la mirada con interés. Aquella mirada se tornó fulminante.
Ham dijo:
—Voy a hacer algo. Monk, si hubieras leído un libro alguna vez en tu vida te llevaría conmigo.
—Es que aunque me lo pidieras yo no iría —replicó el químico. Y a continuación agregó:— Pero es cierto que tenemos que hacer algo. Si crees que hay que ir en busca de Doc y no quieres ir solo, te acompaño.
—Mejor será que os estéis quietos hasta saber lo que quiere Doc —observó Johnny.
Ham se dispuso a partir a pesar de todo.
—Pienso llevar a Monk a la biblioteca —manifestó—, y después al Museo de Historia Natural. Pero antes tiene que examinar conmigo unos libros.
—¡Tú tienes una idea! —exclamó Pat.