CAPÍTULO XV
COMO espesa granizada caía las balas en torno del cuerpo bronceado de Doc Savage. Se mantuvo incólume mientras se limitaron a rozarle el torso gigante.
Luego, una de ellas rozó la pared, le arrancó una esquirla y ésta fue a incrustársele en un carrillo. Naturalmente, la cota no le protegía el semblante.
Tampoco había tenido tiempo de eludirla. Al propio tiempo tampoco llevaba puesto en la cabeza el irrompible casco de metal.
Por ello temió que viniese a herirle uno de los silbantes proyectiles. Ya había tenido mucha suerte escapando de aquella primera descarga.
La astilla incrustada en el carrillo le atontó un poco. A1 tocar, con los pies, el alféizar de la ventana, echó atrás una pierna y trató de abrir, de un puntapié, el marco. Pero antes de que pudiera pasar al otro lado sonaron pasos en la habitación.
Al propio tiempo vino a incrustársele una bala en la mano. Doc bajó la vista.
La oscura y oleosa superficie del río distaba de él unos cien pies. El gigante de bronce tendió los brazos, dio un sorprendente salto hacia atrás, y giró, todavía en el aire, sobre sí mismo.
Su cuerpo flexible y vigoroso cayó con la velocidad de una flecha. Sin tiempo para esquivarlo divisó el hundido pilar de madera, de la serie tendida en el embarcadero. Su cuerpo caía precisamente sobre él. Cuando únicamente le faltaban unos pies que recorrer, se lanzó hacia adelante.
Así y todo no logró impedir el choque. El resbaladizo madero le asestó a su cráneo un golpe de refilón. Doc, sintió que su propio peso le arrastraba, hasta el fondo del río.
Tenía los músculos paralizados. Al tocar fondo trató, débilmente, de nadar y movió los pies. Entonces quedó privado de sentido.
Sin conocimiento continuaba cuando su cuerpo llegó a la superficie de las aguas. Se hallaba entre los pilares, debajo del elevado edificio.
En el piso bajo se había abierto una trampa. Manos rudas se apoderaron del hombre de bronce y le sacaron del agua.
Doc recobró, en parte, el conocimiento, mientras se le llevaba al interior de la casa. Pero dejó el cuerpo laxo. Ya en el piso alto le metieron, de un empujón, en una pieza oscura y reducida.
Desde allí oyó decidir de su suerte a "Jingles" y José el "Escurridizo".
—Bueno, si ese hombre está loco no carece, del todo de sentido común —admitió José—. Pero ¿en qué consiste la marca negra, "Jingle"? Tú te expresas como si únicamente hubiera una.
—Y no hay más —dijo el bandido—. Ahora no la tenemos. Tendremos que recuperarla antes de que vayamos demasiado deprisa. ¡Menuda limpieza habremos llevado a cabo cuando se sepa que ella ha matado a Doc Savage con todos sus hombres!
—¡Excelente idea!... Bueno, ¿qué hacemos ahora? Aquí no estamos muy seguros. Quizá el hombre de bronce haya mandado recado, a estas horas, a sus camaradas de que vengan a buscarle.
—Y si no lo ha hecho, ya pronto lo hará —replicó con significativo acento "Jingles", haciendo sonar las monedas que llevaba en los bolsillos.
—¿Quieres decir, "Jingles", que va a servirte de anzuelo el hombre de bronce?
—¡Precisamente! Veo que se te afina la inteligencia, José. Sólo que no necesito de su ayuda para atraer a sus hombres. Todavía me quedan unos triunfos en la baraja.
Doc Savage continuaba fingiéndose privado de sentido. Se hallaba en una habitación desprovista de ventanas. El aire estaba allí enrarecido.
De su cuerpo le habían arrancado, tira tras tira, la americana, y con ella, todos los aparatos de su invención, incluso el chaleco de malla fina de acero.
"Jingles" había manifestado, en voz alta, la confianza que le inspiraba la próxima muerte de Doc.
Este se movía, silencioso, por el cuarto, avanzando muy despacio. Pareciale que, haciéndole compañía a José y a Sporado, había hasta una docena de pistoleros en el cuarto de al lado.
A ninguno de ellos inspiraba temor, a la sazón, porque al verle privado tan totalmente del conocimiento juzgaban que no constituía ya una amenaza para ellos.
Cualquiera que le hubiese visto entonces no hubiera juzgado disparatada la hipótesis. El golpe recibido en el momento de caer sobre el pilar le había abierto una herida en la cabeza.
Tenía incrustada todavía la astilla de madera en la mejilla. Para colmo, Doc poseía la facultad extraordinaria de hacerse el débil. Parecía estar a punto de expirar.
Ahora se dejó caer, súbitamente, de bruces. Tendido en el suelo empuñó dos tacos de madera que acababa de descubrir. Eran los dos aserrados extremos de una grúa de tablas. Doc exhibió una sonrisa sombría.
Hacia la puerta del cuarto oyó venir a "Jingles" y José el "Escurridizo".
Venían a asegurarse de su estado desesperado. No les aguardaba floja sorpresa. Al entrar en la habitación, el gigante de bronce era sólo un cuerpo inerte. Ni el más leve soplo agitaba su torso tremendo. Tenía desnuda la bronceada piel de la espalda.
Ya no empuñaba en las manos los dos tarugos de madera. Seguía tendido, con el rostro en tierra.
—¡Por todas las campanas del infierno! —gruñó José entre dientes—. ¡Parece estar muerto! ¡Ni siquiera respira!
Se inclinó "Jingles" y le asió por una muñeca. José el "Escurridizo" se apoderó de la otra para tomarle el pulso. Luego, los dos se miraron estupefactos.
—¡Bueno, ya no necesita de la marca negra! —dijo el jefe de la banda—. ¡Está listo! Su pulso ha cesado de latir; esta es la verdad.
—Sí. Está muerto —replicó José—. Acabó.
—O. K. Ahora preparemos el anzuelo. Podremos tenernos por afortunados si logramos echarle el guante a los otros cinco.
Salieron juntos de la habitación convencidos del fallecimiento del gran hombre de bronce.
Apenas hubieron cerrado la puerta se movió lentamente Doc Savage. Se quitó de debajo de los sobacos los dos tacos de madera. El pulso le había dejado, ciertamente, de latir.
La razón de ello era que se había colocado los tacos bien apretados sobre la gran arteria que tenemos en cada brazo. Es decir: aquellos tacos le habían servido de torniquetes, y en el momento en que “Jingles" y José se inclinaron sobre él para tomarle el pulso, la sangre de Doc había cesado de circular hasta los brazos desde el corazón, gracias a la bien ideada estratagema.
"Jingles" se había alabado, en más de una ocasión, de poseer una inteligencia despierta. Y basta cierto punto lograba demostrarlo.
En otro tiempo había sido actor de vaudeville y como tal desempeñaba a la perfección todos los papeles.
Doc le oyó llamar por teléfono desde el lado de adentro de la puerta, y el número que pidió, era, por lo visto, el del hangar instalado en el almacén de la ribera del Hudson. Una vez obtenido se expresó en voz baja y penetrante, que era una imitación, bastante aceptable, de la del propio Doc.
—Doc al habla —dijo como si se sintiera presa de una gran emoción—. La banda de la marca negra se ha apoderado de mí. Me encuentro en un caserón vacío, de madera, y si puedo comunicarme con vosotros es gracias a cierto aparato telefónico desconocido de los pistoleros. Venid enseguida a rescatarme, porque se preparan a lanzarme, con pesos en los pies, al fondo de la bahía.
Luego, "Jingles" dio una dirección que, desde luego, no era la de la casa donde estaban, sino de otra, también elevada, situada a una manzana de distancia.
La trampa debía, así, cerrarse sin remisión, tras de los cinco aventureros.
El hombre de bronce comprendió al instante que la reciente visita de Ham a aquellos barrios darla verosimilitud a la historia inventada por "Jingles", máxime cuando, a la sazón, Ham debía ya estar de vuelta en el hangar.
Mientras "Jingles" preparaba, por teléfono, la trampa, José daba órdenes en voz baja al resto de la pandilla.
Doc se llevó ambas manos a la boca. A juzgar por las trazas, pretendía quitarse la dentadura. Que era postiza parecía demostrar la nitidez e igualdad de los dientes y por cierto que era uno de los rangos más atractivos de Doc.
Mas, en realidad, no llevaba pieza ninguna postiza. Lo que hacía era desprender los casquetes hábilmente ajustados de dos de sus muelas. Los dos se desprendieron sin gran trabajo.
De su interior sacó Doc dos pildorillas cristalinas que asió con cada mano.
Sin producir el más leve sonido se llegó, luego, rodando, hasta la puerta cerrada de su encierro.
Entre la parte baja de la puerta y el suelo había la distancia de una pulgada.
Doc introdujo las manos en aquel hueco abierto. Aspiró una gran bocanada de aire y a continuación apretó los dedos índice y pulgar de cada mano.
Las pildorillas quedaron aplastadas entre ellos.
El gas anestésico que contenían aquellas píldoras actuaba tan rápidamente que no dio tiempo a "Jingles" de colgar el auricular telefónico. Sin previo aviso resbaló, resbaló, hasta quedar sentado en el suelo. José le miró fijamente. El también se quedaba dormido de pie.
Los pistoleros que ocupaban la habitación fueron adoptando diversas posturas a medida que se quedaban dormidos. El gas había actuado con sorprendente rapidez. Ahora "Jingles" y sus compinches quedarían una o dos horas fuera de combate.
Doc se puso de pie. Ofrecía magnífico aspecto despojado, como estaba entonces, de una parte de sus ropas. La cabeza herida y la mejilla hinchada contribuían a hacer de él un ser impresionante y terrorífico.
De esta suerte se llegó hasta el teléfono. Había esperado poder comunicarse con sus hombres o por lo menos con los vigilantes del hangar.
Pero "Jingles", en un movimiento final e involuntario, había arrastrado consigo hasta el suelo el aparato y se le habían desprendido los hilos.
Doc sabia que por lo menos uno de sus hombres había tenido que oír cómo se desprendían del aparato y que el incidente les movería a venir sin pérdida de segundo.
Claro que ello no importaba mucho ahora que tenían perdido el sentido "Jingles" y los suyos, pero, de todos modos, hubiera deseado mantenerles alejados de todo esto.
De pronto recordó el aparato de radio instalado en el sedan. Por su mediación lograría que volvieran al hangar sus camaradas.
Su cota de malla y otros objetos más o menos importantes de su propiedad, estaban tirados en un rincón de la pieza. Él los colocó rápidamente en su sitio, es decir, sobre su persona.
Luego fue en busca de la puerta de calle. De pronto pareció transformarse en una estatua de piedra.
Lo dejó así parado el sonido de unos pasos en la escalera. La que ascendía era una sola persona.
En su opinión, todos los hombres de "Jingles" se habían quedado dormidos en la habitación que acababa de dejar, por consiguiente, el recién llegado podía ser únicamente una persona: ¡el criminal, el asesino poseedor de la marca negra!
Conocedor como era de los mortíferos fulminantes efectos de aquélla, Doc se escurrió junto a la puerta del pasillo. Unos nudillos invisibles llamaron a ella con suavidad.
Doc sabia imitar tan bien como "Jingles" la voz humana. Por ello, ahora hizo una perfectísima imitación de la entonación del bandido al responder a la llamada:
—¡Adelante! La puerta no está cerrada con llave.
Con los nervios en tensión, se dispuso a asestar con la velocidad del rayo un puñetazo. Por lo menos en esta ocasión no le daría tiempo para emplear la marca negra al recién llegado.
La puerta se abrió poco a poco y aparecieron sucesivamente una mano, una cara.
Doc se contuvo a tiempo. De no ser así, hubiera arrojado escaleras abajo a Pat Savage, su atractiva prima.
Patricia venia pálida de ansiedad, mas en cuanto le vió supo dirigirle rápidamente una sonrisa.
Antes de que saliera de su boca una palabra, dijole Doc:
—El escuchar mediarte aparatos supletorios telefónicos, Pat, te acarreará algún día un serio disgusto. Sin duda imaginaste concebir una idea excelente al esconderte en el laboratorio.
—...tan excelente como la tuya al dejarme encerrada en su interior —exclamó sonriéndole Pat—. Pero logré abrirla tras de encontrar una de las cajas de control. Por poco sí te pierdo, Doc, pero, en cambio, presencié tu transformación en chófer de taxi de alquiler. Intuí que habría jaleo y por eso he venido.
Pat tenía en la diestra un eficiente revólver automático.
—No está mal del todo la explicación —replicó el hombre de bronce—, pero ahora vuélvete a casa. Tienes la cara muy sucia.
Los momentos más felices de Pat eran aquellos en que tenía sucio el rostro porque de usual ello sucedía cada vez que se metía en alguna aventura.
Ningún extraño apareció por allí al salir Doc a la calle. Por lo visto, la acerada mole de un rascacielos vecino había impedido que los transeúntes de la calle hubieran oído el tiroteo iniciado por los pistoleros de "Jingles" en el momento de perseguirle.
El sedan seguía estacionado en el mismo punto donde, en cumplimiento de sus instrucciones, le dejara Ham y tampoco nadie se la había acercado.