XVII
Siguiendo el rastro

Tan tirante era la situación que nadie se dio cuenta de que Doc Savage estaba examinando por segunda vez la carta de Lea Aster.

Su atención se concentraba ahora en el papel mismo y en el sobre.

Empleaba para ello un microscopio de bolsillo.

En la parte interior del papel, pudo descubrir unas tenues manchas oscuras.

Indudablemente provenían de la mesa que sirvió para escribir y contra la que aquél fue oprimido, sin duda, la naturaleza de ninguna materia podía escapar mucho tiempo el análisis de Doc.

Pronto supo de qué eran las manchas.

¡Eran de humo de petróleo!

Sin pronunciar una palabra salió de la oficina. No malgastó el tiempo en averiguaciones inútiles.

Sus notables facultades deductivas habían funcionado ya. Sabía lo que significaba en el pueblo aquel hollín. Como se trataba de una ciudad temporal, no había en sus viviendas hornillos que funcionasen por medio de petróleo.

Sus habitaciones quemaban tallos de mezquite, y este combustible no despedía aquella clase de humo.

Doc había notado a corta distancia de la oficina, una hoguera de hojarasca en el centro de la calle y se había fijado en el humo fulginoso que despedía.

Aquello fue días atrás, pero no recordaba exactamente en qué sitio.

El detalle más importante que acudía a su memoria era el de la existencia de una vivienda desierta en las proximidades de la hoguera.

Era razonable suponer que era allí donde Lea Aster había escrito la carta.

No tardó en llegar ante la barraca que buscaba. Junto a ella había un bosquecillo de mezquite, en el que penetró Doc dando la vuelta a la casa.

Medio oculto entre las ramas observó ésta detenidamente. Nada extraño observó en las paredes cubiertas de papel alquitranado.

Por la puerta y las ventanas cerradas herméticamente no se filtraba luz alguna.

Tres o cuatro ardillas jugaban alrededor de la puerta principal. Sobre el tejado trabajaba industriosamente un picamaderos. Reinaba allí la paz más completa.

Oyóse de pronto un chasquido extraño en la cabaña. Las ardillas juguetonas se quedaron dormidas y el picamaderos debió irse a acostar.

Resonaron dentro del edificio unos golpes como si alguien se cayera de una silla.

Doc Savage, el gigantesco hombre de bronce, surgió como por arte de magia del bosquecillo de mezquites y corrió hacia la cabaña. EL penetrante gas anestésico debía de haber hecho su efecto y llegando a ser inocuo.

Su penetración en el interior de la barraca fue muy rápida gracias a las rendijas que dejaban las tablas mal ajustadas de sus paredes.

Las víctimas en caso de haberlas en el interior, estarían inconscientes, pero completamente ilesas.

Doc llegó a la puerta, pero no tocó el picaporte. Lo observó un instante y pudo comprobar que estaba empapado en un líquido viscoso.

Una vez más su precaución habitual le había salvado de la muerte. ¡La sustancia que bañaba el picaporte era indudablemente la misma que ocasionara la muerte de Bandy Stevens!

El gigante de bronce fue hacia uno de los extremos de la barraca. Su mano derecha se convirtió en un bloque metálico y de un puñetazo seco hundió uno de los tablones lo suficiente para poder coger los dos contiguos entre sus dedos de acero.

Dio un violento tirón y recias maderas parecieron convertirse de pronto en débiles tablillas.

Penetró en la casa esparciendo en torno suyo los rayos de su linterna de bolsillo.

En el suelo estaban tendidos de bruces y ambos roncando ruidosamente, dos hombres.

Doc los movió con la punta del pie y los hizo volverse boca arriba.

Reconoció en ellos a dos de los componentes de la cuadrilla que conociera en la vivienda abandonada del farallón.

A la luz de la linterna vio un escotillón en el centro del pavimento.

Levantó la compuerta y por unas escaleras descendió al sótano. El piso estaba sembrado de colillas de cigarrillos, ceniza de pipa y cerillas apagadas.

No había nadie allí, ni nada de lo que había era de valor. Los cigarrillos eran ordinarios y liados a mano, a la manera de los cowboys. Las cerillas eran de la misma clase.

En uno de los toscos peldaños de la escalera había un bloc de papel ordinario del que vendían en las tiendas del poblado a cinco centavos.

Era el que había servido, indudablemente, a Lea para escribir su carta.

Todas las huellas indicaban que la cabaña había albergado a varios hombres durante el día.

La cuadrilla se había retirado a algún otro refugio llevándose a la prisionera.

Sólo dos de los hombres se quedaron allí.

Doc levantó en alto a los caídos como si fueran de paja, y pasándolos a través de la abertura que practicara para entrar, no tardó en reunirse con ellos en el exterior.

Limpió el veneno del picaporte con el pañuelo de uno de los prisioneros y luego lo quemó.

Llevando a los hombres a cuestas, cruzó por las calles sumidas ahora en la oscuridad más completa.

A lo lejos resonó un trueno que rodó cielo adelante como la carcajada de un loco.

Todo presagiaba una tormenta.

Los tres socios propietarios de la Mountain Desert Construction Company, se hallaban todavía en la oficina y los ayudantes de Doc estaban con ellos.

Todos manifestaron su sorpresa al ver entrar a Savage con su extraño cargamento.

—¿Dónde lo has encontrado? —preguntó Monk.

Doc explicó lo sucedido y colocó a los dos bandidos en dos sillones frente a dos pupitres separados.

—Los haremos hablar —dijo al terminar su relato—. Vigilen mientras yo voy a buscar el suero al laboratorio.

—¡Suero… suero! —masculló Nate Raff a través de sus enormes mandíbulas—. ¿Qué quiere usted decir con eso, Doc Savage?

—¡Sencillamente eso: suero! —contestó Monk, muy sorprendido de que Raff no comprendiera.

—Pero yo no pensaba que esa sustancia fuese segura —balbuceó Raff—. La policía no admite como verídica las confesiones logradas por ese procedimiento.

—Verá usted —explicó Monk—. Doc emplea el hipnotismo después de administrarles el suero. ¡Estos dos pájaros descubrirán cuanto saben!

Zumbó ruidosamente un trueno sobre sus cabezas mientras Monk hablaba.

Era como si a algún coloso etéreo le divirtiese todo aquello. Una llamarada roja iluminó el desierto y la montaña.

Por unos instantes los terribles elementos atrajeron la atención de todos.

¡Durante una fracción de diez segundos, nadie se cuidó de aquellos dos miserables aletargados en sus asientos!

La verdad no se supo hasta que regresó Doc Savage. El hombre de bronce se detuvo sobrecogido en cuanto vio los dos cuerpos.

—¡Esos hombres están muertos! —dijo con viveza.

Si un rayo hubiese caído de pronto en la endeble vivienda, no hubiese producido tanto efecto como aquellas palabras.

—¡No puede ser! —vociferó Nate Raff.

—¡No nos hemos separado de ellos ni un segundo!

—¡Ni un segundo! —repitió como un eco \1 ajustándose nerviosamente los pantalones—. ¡Sí, señor!

—¡Tal vez los mató su anestésico! —sugirió el barbudo Keller con un agrio gruñido.

Renny dio un paso hacia los dos cadáveres.

—¡No! —le gritó Doc. Con unos gestos rápidos le indicó el peligro que entrañaba el acercarse a aquellos cuerpos. Esparcidas por los rostros de aquellos desgraciados se veían unas manchas viscosas.

—¡El veneno que mata a quien lo toca! —anunció lúgubremente Doc Savage.

—Pero ¿por dónde ha venido? —preguntó Nate Raff.

Las ventanas de la oficina estaban abiertas de par en par. En la parte de afuera de una de ellas halló Doc la contestación a la pregunta de Nate Raff.

¡Una pistola pulverizador de juguete! De ella había partido el líquido fatal y las huellas digitales habían sido frotadas cuidadosamente.

—¡Alguien lo arrojó a través de la ventana! —aulló Nate Raff. Keller inclinó la cabeza y se acarició su roja barba. \1 temblaba.

Torvas miradas se cambiaron entre los ayudantes de Doc. Eran unos observadores atentos aquellos cinco hombres.

Aunque a veces se les podía considerar como unos chiquillos comparados con su gran maestro, cada uno de por sí era superior en facultades a cualquier otro hombre corriente.

¡Los cinco vieron en el acto, que al otro lado de la ventana no había huellas de pisadas! En el acto dijeron que el líquido venenoso había sido arrojado desde dentro de la habitación.

Tenían ahora el convencimiento de que uno de los tres socios de la «Mountain Desert», había asesinado a aquellos dos hombres para que no fuesen interrogados.

El descubrimiento les aterró. Raff, \1, Keller. ¿Cuál de los tres había sido? Se preguntaban desconcertados.

Deseaban saber si Doc había ya señalado en su pensamiento y de una manera especial a uno de los tres. ¿Por qué no descargaba ya el golpe definitivo sobre aquel miserable?

¿Era por salvar a Lea Aster? ¿Sería para averiguar el móvil de sus crímenes? ¿Trataba acaso de descubrir el secreto de la lava ardiente en la vivienda ruinosa del farallón?

Doc Savage, broncíneo e inescrutable, no contestaba a sus preguntas.

Después de retirados los cuerpos de aquellos infelices, Doc y sus amigos se retiraron a la vivienda que les había sido asignada.

Era un edificio largo y estrecho, que más tenía de pasillo que de casa propiamente dicha, construido como el resto de la mayoría de las viviendas del pueblo, con planchas de hierro acanalado.

Estaba situado a poca distancia de la cabaña que Doc utilizaba como laboratorio.

El horror, los peligros y aun la muerte misma, nada de esto parecía impresionar a Doc Savage. Una vez retirado a su nueva habitación se acostó y no tardó en dormirse.

Se levantó cuatro horas después y empezó a hacer sus ejercicios habituales.

Era un trabajo que no tenía semejanza alguna con los corrientes de gimnasia ordinaria.

Su padre le había acostumbrado a aquella especie de ritual cuando apenas sabía andar y Doc conservaba la costumbre como un rito religioso.

Tal vez a aquellos ejercicios se debía el crecimiento de sus facultades físicas y mentales. Siguió ejercitando sus músculos hasta que el sudor cubrió su cuerpo.

Seleccionó unos cuantos números y estuvo haciendo con ellos mentalmente multiplicaciones, divisiones, extrayendo raíces cuadradas y cúbicas.

Aquello excitaba sus cualidades de concentración.

Había otros muchos detalles variados en aquélla su rutina. Terminados sus ejercicios, permaneció un espacio de tiempo en una calma absoluta.

Vistióse luego y saliendo de la casa, se aventuró en la noche.

Los relámpagos seguían salpicando el firmamento y los truenos hacían temblar la tierra. Había cesado casi por completo el viento y la atmósfera era mucho más cálida.

Las nubes eran de un azul negruzco, hinchadas, amenazadoras. Doc se dirigió hacia el dique.

Dos hombres le vieron salir. Tenían los rostros ceñudos. Empuñaban ambos sendos rifles y las culatas de sus revólveres sobresalían de las pistoleras de sus cinturones.

Uno de ellos lanzó una maldición y apuntó con el rifle a Doc Savage, pero su compañero le sujetó por el brazo.

—¡Nada, Jud! ¡Podrías errar el tiro!

—¿Estás loco, Buttons? —gruñó el otro—. ¡Puedo acertar a un abalorio lanzado al aire con la claridad de estos relámpagos! ¡Soy un tirador infalible!

—¡Déjate de bromas! —murmuró Buttons—. ¡Tenemos otro modo de hacerlo!

Los dos bandidos vieron alejarse a Doc Savage hasta que estuvo fuera de la vecindad del poblado. Entonces penetraron en un bosquecillo de mezquite y salieron a poco, llevando entre los dos con mucho cuidado un medio tonel, y se dirigieron hacia la vivienda de Doc y sus hombres.

Bajo el alero del tejado del edificio en forma de pasillo, encontraron otro barril usado para recoger agua de la lluvia y lavar distintos objetos.

El barril que llevaban Buttons Zortell y su compañero, era aproximadamente igual al que había delante de la casa.

Rápidamente sustituyeron uno por otro.

Sólo un examen muy detenido hubiera revelado la sustitución. ¿Pero, quién iba a preocuparse por un simple barril casi inservible?

—Pueden hasta lavar su ropa en él sin darse cuenta del error —murmuró Buttons mientras se llevaban el otro barril lejos de allí.

—¿Dejaremos que se vayan esos tipos antes de que vuelva el gigante? —preguntó Jud.

Buttons pareció meditar unos instantes.

—¡Sería mejor que pudiéramos apresar a los seis!

—¡Trataremos de hacerlo así!

Súbitamente se oyó un trueno más fuerte que los anteriores.

—¡Va a caer un diluvio! —gruñó Jud.

—Eso agrava las cosas para nosotros, ¿eh? —rió Buttons.

—¡Me parece que las cosas no van a rodar tan bien como tú te figuras!…

—¡Pardiez! Todo lo que tenemos que hacer es sentarnos por ahí a cubierto hasta que veamos a Doc entrar en su barraca a reunirse con sus hombres, y entonces…

—No quería decir eso —refunfuñó Jud—. Estaba pensando que Doc ha ido hacia las fábricas que hay junto al dique… Tal vez consiga atrapar a alguno…

—¡Bien, pero no será a ninguno de nosotros! —murmuró Buttons con rudeza.

—No acabo de comprenderlo, ¿sabes?

—¿Qué es ello?

—¿Por qué el patrón no vuela el dique de una vez? ¡Eso sería la ruina definitiva de la Compañía! ¿Por qué no lo hace?

—El patrón debe tener su plan —explicó pacientemente Buttons—. ¿No se te ha ocurrido pensarlo? ¡Es algo que nadie más que él lo sabe! ¡Te repito que va recto hacia donde quiere ir! Cesaron en su vaga conversación y se dispusieron a esperar cachazudamente. Su trabajo estaba allí. Eran simples instrumentos de una trama diabólica.

Entre tanto, allá, en el dique, se estaba preparando otro complot siniestro.

¡Un complot mucho más siniestro que la destrucción del dique!