XIII
La roca ardiente

Doc dio a su amigo unas rápidas órdenes en voz baja.

Cumpliendo éstas, Renny maniobró aquella especie de molino de viento, volando junto a la pared cortada a pico del farallón.

Empujando la rueda de control hacia adelante, el extraño aparato empezó a descender con suavidad.

Desde lo alto de las ruinas, los bandidos que las ocupaban trataron de oponerse a tiros a tan audaz tentativa, pero se vieron obligados a refugiarse en la vivienda abandonada ante el fuego graneado que les hacían los ocupantes del avión gigante.

La luz que ardía en el rústico reflector de estaño se había ido apagando poco a poco, pero la oscuridad que siguió fue momentánea, pues desde el avión gigante Monk dejó caer un paracaídas-faro, que iluminó suficientemente el rectángulo, sustituyendo eficazmente al reflector.

Ya no disparaban desde el interior de las ruinas, ni se veía a los bandidos, aunque debían haberse dado cuenta de que el giroplano se acercaba a la abertura rectangular que daba acceso a aquella verdadera plaza fuerte.

Esto parecía un poco extraño.

Al hallarse a unos pocos metros de la primera abertura, Doc lanzó por ella una ampolla de vidrio de un tamaño algo mayor que el de un grano de uva y que, al chocar contra el suelo, produjo una explosión, dejando escapar un gas anestésico, cuya exacta composición sólo era conocida por él.

Nuevamente funcionaron la cuerda de seda y el gancho en forma de ancla que antes sirviera a Doc para escapar de una muerte cierta.

Desde la carlinga del giro Doc balanceó el gancho varias veces hasta lograr aferrarlo a una de las aberturas en las ruinas y, consiguiendo esto, soltó la cuerda, que fue a caer a lo largo de la pared del farallón.

Renny hizo aterrizar el aparato, lo que permitió a Doc saltar a tierra y empezar a descender por la cuerda de seda.

Para un hombre de fortaleza extraordinaria hubiera resultado imposible realizar aquella operación, por el escaso diámetro de la cuerda y lo resbaladizo de su superficie, pero las manos de Doc tenían una fuerza asombrosa, gracias a un sistema de ejercicios intensivos que realizaba todos los días, como entrenamiento.

Subió rápidamente y ni una sola vez resbaló la cuerda entre sus poderosas manos.

—¿Oyes algo? —preguntó Renny, desde abajo.

—No —contestó Doc, después de escuchar atentamente unos segundos.

El suspiro de alivio de Renny llegó a las alturas distintamente.

—¡Creo que el gas ha dado cuenta de todos!

Unos cuarenta pies por debajo de su objetivo se detuvo Doc, súbitamente.

Las finas aletas de su nariz se agitaron tenuemente al aspirar un aire extraño.

—¿Qué es eso? —preguntó Renny, extrañado de aquella detención.

—¡Un olor como si estuviese ardiendo algo! —contestó su jefe.

—Será probablemente de los reflectores…

Doc no contestó, pero estaba convencido de que aquel olor no provenía de los reflectores. Cuál era en realidad su origen, era lo que le tenía desconcertado.

Era algo que en vano trataba de descubrir su experimentado olfato.

Deslizóse hacia abajo y no tardó en reunirse con Renny.

—¡Puede que se trate de algún gas venenoso! —murmuró, contestando a las miradas de sorpresa de Renny—. ¡Es un olor muy extraño!

Monk tomó tierra con su aparato en un gracioso aterrizaje. El gigantesco avión se detuvo y sus ocupantes saltaron a tierra.

La carlinga contenía aún diversas mercancías y cajas de varios tamaños. De una de éstas extrajo Doc un aparato inventado por él y que merced a una reacción química, también de su invención, servía para denunciar la presencia de cualquier gas venenoso en el aire.

Otro de los objetos que llevó consigo fue una gran botella de vidrio que se podía tapar herméticamente merced a un dispositivo especial.

En posesión de estos objetos, subió otra vez por la cuerda de seda.

Ni el más imperceptible movimiento, ni el más leve sonido venía de la vivienda ruinosa del farallón.

No había sustancia alguna venenosa en el ambiente. Se lo dijeron sus aparatos al cabo de unos segundos de observación.

Tranquilizado respecto a este extremo, saltó al interior de la vivienda.

Lo primero que le llenó de sorpresa fue el no hallar en lo que podríamos llamar la primera habitación de la morada milenaria el menor rastro de Jud y sus compañeros, los que cayeron víctimas del gas desprendido al quebrarse las ampollas que encerraba la manga de su americana.

Doc arrojó a sus hombres la escalera de cuerda y unos minutos después estaban a su lado, a excepción de Long Tom y Ham, que se quedaron vigilando, ante la probable eventualidad de que los bandidos intentaran acercarse a los aviones.

El extraño olor iba haciéndose más intenso a medida que avanzaba en el interior de la vivienda. Doc había encendido su linterna y proyectaba la luz de ésta a su alrededor.

En el centro de la habitación descubrió un agujero en el pavimento.

De él salía el extremo de una pértiga en la que había talladas unas muescas que la convertían en cierto modo en una escalera.

Inclinándose sobre el agujero comprobó Doc que de él ascendía mucho más fuerte aquel olor fantástico y que ahora parecía ser caliente.

Monk, Renny y Johnny, que había recorrido infructuosamente las demás habitaciones de la vivienda abandonada, se reunieron a su jefe.

—¡No hay señal alguna de la cuadrilla! —le informaron.

—¡Deben de haber huido por este agujero! —rezongó Monk.

Doc dejó caer en aquella especie de pozo una ampolla de gas. Él y sus hombres esperaron el espacio de tiempo necesario para que se disipara su efecto y luego empezaron el descenso.

A unos cuantos pies de profundidad, llegaron a una serie de varios aposentos excavados en la dura roca y que estaban pavimentados por el desconchado de los años.

Hallaron a poco otros agujeros en el suelo, y al comprobar que de él salía aquel extraño gas cuya capacidad calorífica iba en aumento descendió Savage y los demás no tardaron en seguirle.

—¡Por el Buey Apis! —exclamó Renny—. ¡Alguna extraña sustancia de una potencia extraordinaria debe estar ardiendo ahí delante de nosotros!

Había perdido de vista al químico.

—¡Monk! —llamó Doc.

—¡Estoy explorando esto! —contestó la voz de Monk, desde una habitación contigua—. ¡Estas habitaciones deben haber sido un granero! He encontrado un montón de mazorcas de maíz y algunos granos…

—¿Has olido alguna vez un olor igual a éste? —preguntó Doc.

Monk bufó, ruidosamente.

—¡Válgame Dios, no!

—¿Estás seguro? Creí que tal vez hubieses olido esto al mezclar algunos productos químicos…

—¡Jamás! Pero, dime: ¿dónde se ha ido esa gente? ¿De dónde viene este calor?

Moviendo la linterna en torno, Doc se zambulló a través de una puerta baja.

El calor allí era cada vez más intenso.

Aumentaba a medida que avanzaba. Ante sus ojos se hizo visible un rojizo resplandor.

¡Cuando se acercaron un poco más vieron, con la natural sorpresa, que se trataba de una especie de puerta de roca que estaba ardiendo al rojo vivo!

Doc se detuvo en seco, mirando de hito en hito, maravillado.

—¡Parece lava candente! —exclamó, estupefacto.

Avanzaron cautelosamente. El calor era terrorífico. Secaba la humedad de sus ojos y el sudor que brotaba de su rostro.

Y, sin embargo, la fuente de aquel calor espantoso estaba a más de cuarenta pies de distancia, al final de una larga estancia que era mitad pasillo, mitad habitación.

¡El extremo remoto de aquel pasillo amurallado tenía un brillante color cereza y en uno de los rincones aquella piedra granítica que parecía indestructible a la acción de los años fluía derretida!

¡Semejante a una masa de algodón rojo, la roca derretida rezumaba en un área de varios pies cuadrados, goteando sobre una figura que semejaba una calavera humana!

Con un rápido movimiento, Doc destapó la botella de vidrio que llevara consigo. Dirigiendo el cuello abierto hacia las emanaciones de la roca, recogió en el interior del recipiente cierta cantidad del gas que viciaba la atmósfera y luego lo tapó herméticamente.

—¿Cuál es tu idea? —quiso saber Renny, que había observado atentamente todos sus movimientos.

—He recogido algo de aire para analizarlo después —contestó Doc—. Este olor me tiene confuso.

—¡Para mí esa piedra derretida es el mayor de los misterios! —murmuró Monk—. ¿Dónde estará mi secretaria? ¿Dónde estarán esos hombres?

Doc señaló hacia la roca derretida, en donde vieran la calavera.

—¿No te dice nada esta figura?

—¡Por los cuernos de Satanás! —vociferó Monk—. ¡Eso es una puerta! ¡Y la roca derretida ha trasudado desde la otra parte rellenando el hueco! ¡Por ahí deben haber escapado!

—¡Exactamente!

—¿Pero qué puede haber producido el calor necesario para derretir una roca como ésa?

Doc, en vez de contestar, dijo, dirigiéndose a sus compañeros:

—¡Registrad bien todos los rincones y ved lo que podéis descubrir!

Y dichas estas palabras desapareció súbitamente con la rapidez que hubiera podido hacerlo un fantasma. Un momento después descendía a lo largo de la pared del farallón.

Long Tom y Ham, que continuaban custodiando los aeroplanos, no se dieron cuenta de nada hasta que le vieron surgir junto a ellos.

—¿Oísteis algo? —les preguntó.

—Hace un minuto —contestó Ham— oí algo parecido al roncar de un motor, pero tal vez fuera el rumor del río…

—¡No creo que lo fuera! —murmuró Doc, frunciendo el entrecejo.

Fue hacia el giroplano, saltó a su interior y puso en marcha el motor.

Hizo girar las aletas del molino con la mayor rapidez posible, tiró lentamente de la rueda timón y la aeronave se elevó majestuosamente.

Aunque sólo había permanecido unos minutos en el interior de la vivienda abandonada, el abismo del gran cañón era menos oscuro que antes.

La explicación no podía ser más sencilla: empezaba a amanecer.

Dirigió el avión hacia el río y empezó a volar sobre éste, enviando hacia su superficie el chorro de luz de uno de los reflectores de a bordo.

A favor de la claridad aparecieron ante sus ojos distintamente ambas orillas, pero en el mismo instante hizo un asombroso descubrimiento.

Junto a una de las márgenes del río alguien había apartado de su alvéolo una gran losa de piedra, dejando al descubierto la entrada de un túnel, fuera de toda duda obra de manos humanas, que indudablemente debía conducir a la vivienda abandonada del farallón.

Doc no perdió el tiempo en investigaciones, limitándose a comprobar la existencia de una estaca o pilote cerca del agua.

Era evidente que allí debió estar amarrada una embarcación. Lo que había sucedido aparecía claro a sus ojos.

Los constructores de la antigua vivienda del farallón construirían al mismo tiempo el túnel para dar acceso a los fosos de la fortaleza en caso de sitio de ésta por sus enemigos. Los bandidos habían huido por aquel pasaje subterráneo, y ya al aire libre, continuaron su fuga en la embarcación preparada de antemano.

La manera cómo habían obstruido el túnel con la piedra derretida era todavía un misterio para Doc, y cuya incógnita esperaba despejar por el análisis del gas que encerrara en la botella.

Lanzó el giroplano río abajo. Volaba con cautela para evitar un choque contra las accidentadas paredes del cañón. La única duda que le atormentaba era el saber si su aparato sería o no más rápido que la embarcación.

El río, antes tormentoso y violento, avanzaba más tranquilo. El cañón empezaba a ser menos escarpado, más ancho, hasta que cesaba por completo la angostura para dejar paso a un hermoso valle suavemente inclinado.

Había salido de la hilera de montañas entre las cuales corría el río, como una cuchilla de líquido.

Divisó ante él un puente prolongado a uno y otro lado, en un sendero arenoso. Bajo el puente se veía, amarrada, una poderosa chalupa cuyas bandas estaban todavía húmedas por el choque de las aguas impetuosas.

En el centro del puente dos hombres alzaron la cabeza mirando curiosamente a la extraña aeronave.

Doc fue a tomar tierra en el sendero y conforme se acercaba a tierra observaba fijamente a aquellos individuos.

Uno era un hombre fornido, cargado de hombros y con unas manazas disformes. Su cara estaba pidiendo a gritos un afeitado.

El segundo era el reverso de la medalla. Su continente aseado denotaba más bien al hombre de la ciudad que al habitante de aquellos agrestes parajes, aun cuando sus facciones eran coriáceas, tal vez por la exposición al viento y al sol. Tenía una barba rojiza.

—¡Cuándo no es una cosa, es otra! —murmuró el último, saludando a Doc—. Primero nos roban nuestro coche y ahora aparece usted volando en ese extraño aparato. Aparte de todo, ¿quiere usted decirnos qué clase de cacharro volador es ése?

—¿Han logrado distinguir a los hombres que les robaron el auto? —interrogó Doc, sin aparentar haber oído la pregunta.

—Únicamente a uno que nos apuntaba con su revólver, un tal Buttons Zortell, un sujeto poco recomendable a quien despedimos de las obras hace algún tiempo.

—Nos hizo tender en la cuneta al lado de la carretera y no vimos a los demás. Por el ruido debían ser un tropel y basta pude oír una voz de mujer. Parecía que la llevaban a la fuerza.

—¿Quién es usted, caballero? —preguntó Doc a su interlocutor.

—Yo soy Ossip Keller —contestó el que aparentemente parecía un ciudadano—. Mi compañero es mi socio, Richard \1.

—¿Ustedes, junto con Nate Raff, son los propietarios de la «Mountain Desert Company», no es eso? —preguntó Savage.

—¡Eso es!

Doc indicó con un gesto el asiento vacío detrás de él:

—¡Suban! ¡Vamos a perseguir al coche y a los hombres que lo han robado!

Los dos hombres parecían un poco indecisos, como temerosos de subir en el giroplano.

—¿Podrá llevarnos?

—Desde luego. Es mucho más seguro que un aeroplano ordinario, si es eso lo que les inquieta…

Ambos ocuparon el asiento y el aparato se elevó inmediatamente.

—El coche se dirigía hacia el Norte… hacia nuestro dique —dijo Richard \1, con voz que era un rugido de mal humor.

Doc puso el aparato a su máxima velocidad. Alzando la voz por encima del ruido de las aletas giratorias y el ronquido del motor, \1 y Keller explicaron su presencia en aquellos parajes a aquellas horas de la madrugada.

—Nuestro socio Nate Raff pereció en una catástrofe de aeroplano anteayer —dijo \1—. Nos levantamos esta mañana para ir al lugar del siniestro en Nuevo México y ver si podíamos identificar el cuerpo de Nate. Todos los que viajaban en el avión perecieron carbonizados…

—Y Buttons Zortell nos alcanzó en el puente —añadió su compañero—. ¡Yo creo que ese hombre ha tenido algo que ver en la muerte de Nate!

—¿Es qué se funda usted? —preguntó Doc.

Sus interlocutores recelaban confiarse a aquel desconocido.

—¡Sospechamos un juego sucio en la muerte de Nate! —dijo al fin \1.

Ossip Keller se quedó mirando a Doc con fijeza. Se notaba en su aspecto que debía de ser más inteligente que el impetuoso \1.

—¿Puedo preguntarle quién es usted? —dijo, dirigiéndose a Doc.

—Mi nombre es Savage.

El efecto de estas palabras fue altamente cómico. Las bocas de los dos hombres se abrieron de par en par y sus ojos giraron vertiginosamente en sus órbitas.

—¿Doc Savage? —tartamudeó \1.

—El mismo.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó \1—. ¡Es usted el hombre a quien más deseábamos ver en este mundo! Cuando Nate Raff fue muerto, se dirigía a Nueva York a visitarle. También le enviamos a Bandy.

—¿Quién era Bandy Stevens? —inquirió Doc.

—¿No le entregó Bandy un mensaje nuestro?

—Iba a hacerlo, pero murió antes de poder decirme nada.

Ossip Keller dejó transparentarse en su rostro la duda y la sorpresa.

—Si Bandy no habló con usted —dijo—, ¿por qué se encuentra aquí?

—Estoy aquí porque una cuadrilla de bandidos en apariencia enemigos míos, se han apoderado de la joven secretaria de uno de mis hombres —se apresuró a contestar Doc—. Pero no me han dicho todavía quién era Bandy Stevens.

—Uno de nuestros empleados. Un hombre de entera confianza —contestó Keller—. Enviamos a Bandy a solicitar su ayuda. Stevens nos comunicó que alguien había atentado contra su vida en Phoenix. Esto inquietó sobremanera a Nate Raff y decidió, en el acto, ir personalmente a verle a usted. ¡Pero el aeroplano en que viajaba se estrelló!

Doc había ido mirando la carretera que se extendía a sus pies. Aun cuando los montes que formaban como una barrera al Este, quitaban todavía el sol, había bastante claridad.

A pesar de ello no divisó en parte alguna el auto de los fugitivos.

—¿Supongo que me explicarán ustedes por qué solicitaban mi ayuda? —dijo Doc al cabo de un rato.

—¡Hemos estado sufriendo rudos contratiempos en la construcción de nuestro dique! —dijo con su voz de trueno \1—. ¡Y qué contratiempos! ¡No puede usted imaginárselos! ¡Rocas desprendidas, accidentes fatales, equipos fracasados! Después de todo, estas cosas aún podían soportarse, pero lo que me quemaba la sangre es que no podíamos ni aun sospechar cómo ocurrían estos accidentes en el trabajo. ¡Eran demasiados hombres a un tiempo los que nos minaban el terreno! Uno de éstos era Buttons Zortell… ¡Y de pronto, despertó en nosotros la sospecha de que alguien intentaba por todos los medios hacernos fracasar en nuestra empresa!

—¿Por qué razón?

—¡El demonio me lleve si lo sé! ¡Eso precisamente es lo que nos tiene como sobre ascuas! ¡Tenemos enemigos, qué duda cabe. Todos los industriales los tienen; pero nuestros enemigos, los que conocemos, pertenecen a la clase de los que llegarían a pegarnos un tiro, pero cara a cara, en vez de escurrir el bulto atacándonos a traición como coyotes!

—¿Hay algún peligro de que el dique les arruine a ustedes?

—¡Peligro! —exclamó \1—. ¡Eso está casi hecho! No sé si sabrá usted que estamos construyendo este dique con nuestro propio peculio y nos ha costado ya bastante más de lo que la gente se figura. Nuestro caudal está casi agotado.

—¿En caso de quiebra financiera, qué sucedería?

—Tendríamos que vender en subasta pública y a los más altos postores la parte de dique construido y la tierra que compramos para el lago… Si nadie litigara, podíamos adquirirlo de nuevo, salvar el capital y seguir trabajando…

—¿Han recibido ustedes ofertas por el dique incompleto y las tierras del lago? \1 lanzó un rotundo juramento.

—¡Una sola! ¡Pero nos ofrecían una porquería! ¡Menos de la mitad de lo que nos costó a nosotros el terreno y eso que lo compramos baratísimo!

—Creo que el dique les ha costado a ustedes mucho.

—¡Y tanto! Pero ese Nick Clipton lo que deseaba es la tierra. Dicen que era ranchero.

—¡Nick Clipton!

—El mismo. Ése es el individuo que nos hizo la oferta.

—Nick Clipton es un hombre falso, tras el que se oculta el verdadero causante de todas sus calamidades —dijo vivamente Doc.

—¿Lograron verle cuando les hizo la oferta?

—No.

Doc prestó su atención al terreno que tenía debajo. Había llegado a volar sobre un cruce de carreteras.

Sólo en uno de los cuatro brazos de la intercesión se veía claramente indicado el paso de un vehículo. Doc siguió aquellas huellas.

—En el accidente de Nueva York, en la muerte de Bandy, creo que había algunos papeles o documentos de por medio… ¿Pueden decirme de qué naturaleza eran? —preguntó de pronto.

—Los que llevaba el gordinflón de Bandy —contestó \1—. Era portador de una carta que firmábamos los tres socios y en la que le pedíamos a usted ayuda. Le dimos también unos mapas de la región, planos del dique, y además cuentas de materiales, descripción de cada caso de accidentes, etc. Creíamos que sería bastante para que se hiciera cargo del asunto antes de venir.

Ossip Keller, que tomaba poca parte en la conversación, había estado observando a Doc Savage atentamente. Existía una intensidad casi irracional en su escrutinio.

—Como usted ve —dijo—, dábamos por supuesto que nos ayudaría. Habíamos oído grandes cosas de usted y de la extraña vida que llevaba. Ahora bien, por lo que a mí me toca, me parece un tanto extraordinario ese continuo viajar, sus trabajos incesantes y peligrosos, ese trasladarse a los más remotos países, sólo para ayudar a los que necesitan su ayuda.

—¡Y castigar a los que los hayan atacado! —estuvo a punto de añadir Doc.

Súbitamente hizo un gesto de disgusto, y manipulando diestramente, hizo retroceder al giroplano en el camino que hasta entonces habían llevado.

El vehículo, cuyas huellas siguiera hasta entonces con tanto interés, no era el coche empleado por los fugitivos, sino simplemente un camión de carga vacío. La inutilidad de sus pesquisas pareció un presagio, pues en vano continuó buscando aquí y allá por espacio de dos horas: no halló el menor vestigio de Lea Aster y de sus raptores.

Llegó a la conclusión de que se habrían refugiado en la parte cubierta de bosques en la montaña, abandonando el coche en cualquier pinar.

Abandonó, pues, la investigación, tanto más cuanto que temía quedarse sin esencia para alimentar el motor, por lo que decidió regresar al punto de partida. Pasó rápidamente por el gran cañón de la Calavera Roja.

La enorme hendidura resultaba aún más repulsiva a la clara luz del día.

\1 y Keller eran hombres de valor reconocido y, sin embargo, se pegaban materialmente a los asientos de la carlinga, agarrotando sus manos en los bordes, ante el temor de que un descuido del piloto lo precipitase en aquel abismo infernal.

Se alzó ante sus ojos distendidos por el miedo, la repisa del campo de aterrizaje, y junto a ella el hosco precipicio sobre el que estaba como suspendida la vivienda abandonada del farallón.

Había unos hombres agrupados junto al veloz aparato de Doc y otros dos aviones más pequeños, los de los bandidos, Doc repasó mentalmente los nombres de sus cinco ayudantes, pero de pronto parpadeó como si viera algo extraordinario: ¡En la repisa había seis hombres!

El número seis, era un hombre como de unos cuarenta años de edad, según pudo apreciar Doc mientras el aparato descendía. Tenía una cabellera como de púas de cactus, rígidas y erecta.

Su mandíbula inferior enorme, su boca sin labios y sus ojos brillantes y acerados, le daban el aspecto de un hombre violento y autoritario. Era además poderosamente musculado.

Un grito ahogado de sus dos pasajeros llamó la atención de Doc Savage.

\1 y Keller tenían los ojos enormemente abiertos y en ellos se pintaba una incredulidad infinita.

—¡No murió en la catástrofe! —gritó \1.

—¿Qué? EL hombre del chaquetón de cuerpo y aspecto tosco, señaló con un brazo al desconocido que se hallaba entre los hombres de Doc.

—¡Ése es Nate Raff! —anunció.