V
Una añagaza artica

Johnny examinaba un rasguño producido casualmente en uno de sus brazos por el extremo del estoque de Ham. Su altercado de palabras con éste había sido completamente amistoso.

Era en él cosa corriente trabarse de palabras con Ham, que tenía una fraseología cáustica y a quien deleitaban las discusiones.

Sólo un hombre podía argumentar con ventaja contra aquel charlatán impenitente, y ese hombre era «Monk», el miembro que faltaba del grupo.

¿Cómo faltaba éste a la reunión?

—¿Tienes alguna idea de dónde puede estar Monk? —preguntó Ham a Doc.

El gigante de bronce sacó de uno de sus bolsillos los dos sobres que encontrara en el cinturón de Bandy Stevens y dijo:

—Eso puede darme la contestación.

Y, mientras el ascensor los reintegraba a su oficina, explicó a sus compañeros el hallazgo del cadáver en el corredor del rascacielos.

—El hombre, ya moribundo, gritó un nombre en el preciso momento de expirar —terminó Doc—, y ese nombre era Nate Raff.

—Nunca oí ese nombre —afirmó Renny—. ¿Y vosotros, compañeros?

Los interrogados tan directamente, movieron la cabeza en signo de negación.

Llegados arriba, Doc Savage cargó con el cuerpo de Bandy Stevens y lo depositó sobre la mesa adornada con incrustaciones.

Pero antes hizo algo más; llamó por teléfono a las autoridades policiales y les hizo una detallada explicación de lo ocurrido.

—He tomado el asunto a mi cargo —dijo.

El oficial que le escuchaba al otro extremo del hilo mostró una gran satisfacción al oírle. Doc y cada uno de sus cinco ayudantes desempeñaban altos cargos honorarios en las fuerzas de policía de Nueva York.

Como premio a sus relevantes servicios prestados en el pasado, la jefatura de Policía bahía cursado órdenes a todos sus subordinados para que diesen al hombre bronceado y a sus amigos, toda clase de facilidades.

Y a estas órdenes obedecían rígidamente los subalternos.

Terminada la conversación, Doc colgó el auricular. Hecho esto y con un cortaplumas abrió cuidadosamente los dos sobres de Bandy.

De uno de ellos extrajo una carta y del otro un voluminoso atadijo de papeles.

Los cuatro hombres agrupados a su alrededor estaban ávidos por enterarse del contenido de aquellos documentos. Se habían vuelto de espaldas a la ventana de la habitación.

No lo hicieron con intención, pues sólo un rascacielos cercano era lo suficientemente elevado para que, desde él, un observador atento pudiese ver lo que pasaba en el interior de la estancia.

Desde aquella construcción era fácil meter un tiro en la casa de enfrente, pero las ventanas de la oficina de Doc Savage estaban hechas a prueba de balas.

Parecía inverosímil que peligro alguno pudiera llegar para ellos desde el edificio fronterizo.

De haber vuelto sus potentes anteojos de larga distancia hacia la torre del rascacielos a poca distancia del suyo, hubieran descubierto algo interesante.

Una torrecilla en el remate de aquel rascacielos, semejante al pabilo de una bujía, estaba provista de un puesto de observación. Mediante el pago de una módica suma, cualquier persona podía adquirir el privilegio de contemplar la ciudad desde el extremo de la pértiga, a cualquier hora del día o de la noche.

En la plataforma superior estaban montados unos telescopios de níquel, que permitían a los inquilinos ocasionales de aquellas alturas una mejor vista de la metrópoli, extendida a sus pies…

Buttons Zortell y uno de sus secuaces tenían sus ojos aplicados a sendos telescopios, logrando así una excelente visión de lo que ocurría en la oficina de Doc Savage.

—¡El plan marcha como sobre ruedas! —murmuró Buttons—. ¡Esos hombres no adivinarán nunca la verdad!

—Es verdad —concedió el otro—. Hemos logrado llevarlos a nuestro terreno…

Durante unos instantes los dos hombres guardaron silencio, concentrando su atención en lo que estaba ocurriendo en la oficina de Doc Savage.

—De seguro que perderán el tiempo leyendo esa carta —murmuró Buttons.

Su compañero hizo un gesto de inquietud.

—¿Está usted seguro de no haberse equivocado, metiendo otra vez en los sobres los papeles auténticos?

—¡Claro que no! —contestó el interpelado.

Pero a pesar de ello, y para convencerse aún más, Buttons sacó un montón de papeles de uno de los bolsillos laterales de su chaqueta y los repasó uno a uno.

—No, no he cometido error alguno —afirmó de nuevo y ya más tranquilo.

Volvió a guardarse el original contenido en el cinto de Bandy Stevens y dijo a su compañero, apartándose del telescopio:

—No podemos perder más tiempo aquí. Ésta es la ocasión de seguir adelante con nuestro plan. Todos los hombres de Doc Savage están ahora con él, excepto uno. Ese uno es un tipo que parece un gorila.

—Le vi en los periódicos. Parece que sus amigos, tal vez por su figura, le llaman «Monk». Es el teniente coronel Andrew Blodget Mayfair. ¡Poco apodo para un caballero tan feo como él!

—¿Cómo lo encontraremos?

—¡Eso es fácil! Por los periódicos me enteré de sus ocupaciones y de su domicilio. Es un químico famoso y el nido donde trabaja está cerca de Wall Street.

—¿Wall Street? ¡Hum! —farfulló su compañero—. Siempre he deseado conocer ese sitio.

—¡Pues lo conocerás! —afirmó Buttons, prometedor—. Ese gorila de Monk debe de estar investigando algo nuevo y probablemente se pasará trabajando toda la noche.

Ambos abandonaron aceleradamente su elevado observatorio.

En la oficina de Doc Savage continuaba aún el escrutinio de los documentos de Bandy. Le tocó primero el turno a la carta, que estaba dirigida a Doc Savage, y decía lo siguiente:

Querido señor Savage. He oído hablar mucho de usted y de cómo no vacila en ayudar a los pobres que están en algún apuro. Como yo tengo la seguridad de necesitar algo de ayuda, me he tomado la libertad de enviarle a mi asociado, Bandy Stevens, a solicitar ese auxilio.

Estoy seguro de que vendrá usted inmediatamente en mi socorro y más cuando sepa que puedo pagarle por sus servicios la cantidad que pida, por fuerte que sea.

He aquí el asunto: Hace pocas semanas he descubierto una gran mina de radium. He sacado ya bastante para tener dinero con que comprar la maquinaria de minería.

He vendido unas cuantas onzas de radium y creo tener ya el dinero, como le digo, pero precisamente ahora empiezo a estar intranquilo, Tengo a toda una cuadrilla detrás de mí. No les conozco, pero en los momentos en que escribo esto me tienen cercado en mi cabaña, a cuarenta y cinco millas al Oeste de Fort Caribou, en la región de la Bahía de Hudson, en Canadá.

Le incluyo un mapa en el que podrá ver mi cabaña y el lugar donde está la mina de radium. Mi amigo Bandy Stevens procurará llegar hasta usted, pero temo que mis enemigos hagan cuanto puedan para impedírselo, dejándome así sin su preciosa ayuda. Bandy le dará a usted más explicaciones.

¿Tendría inconveniente, señor Savage, en tender la mano a un hombre?

Ben Johnson.

Unos diminutos y extraños resplandores aletearon en los dorados ojos de Doc Savage al terminar la lectura de tan singular misiva.

Examinaron luego el mapa adjunto. Lo primero que saltó a su vista es que estaba trazado en un papel ordinario y demasiado nuevo.

Probablemente había sido comprado en Nueva York.

En él, cuidadosamente entintadas, se veían dos cruces.

—¡Vaya, vaya! —murmuró Long Tom, frotando una contra otra sus descoloridas manos.

A Buttons Zortell no le hubiera hecho maldita la gracia, si hubiese sido de ello testigo, el ver la rapidez con que la banda de Doc Savage descubrió la falsedad de los documentos.

Y su sorpresa habría sido infinita, después de haberse estado devanando los sesos para escribir correctamente cada palabra y más aún para inventar aquella historia peregrina.

—El que ha escrito esta carta ha cometido un gran error al hacer mención del radium —dijo Doc Savage—. El radium no se extrae de un mineral, sino que se obtiene con una costosa y complicada maquinaria. Además dice que vendió varias onzas de la rara sustancia. Se trata de una cantidad tremenda de radio. ¡Lo bastante para haber causado sensación en el mercado! Tal venta, tengo la seguridad absoluta de que no se ha hecho en época reciente.

—Eso es totalmente cierto —confirmó Renny, a quien sus profundos conocimientos en ingeniería hacían familiar el asunto.

—En segundo lugar, esta carta ha sido escrita hace escasamente una hora —continuó Doc—. La tinta está todavía un tanto húmeda.

—Demasiado burdo —murmuró Ham—. ¡Con lo que a mí me hubiera gustado ir hacia el Norte! Unas vacaciones en los bosques del Canadá, me seducían.

—Pues yo creo que escogeremos Arizona —contestó Doc cachazudamente. Ham hizo un movimiento de sorpresa al oír estas palabras. Luego, para demostrar que él también tenía condiciones detectivescas, se acercó al cadáver y examinó atentamente la chaqueta de Bandy Stevens.

—Tienes razón, como siempre, Doc —admitió—. Este traje viene de un sastre de Phoenix, en Arizona.

Doc, entretanto, escudriñaba las facciones del muerto.

—El viento ha enrojecido la cara de este hombre —siguió detallando—.El espacio que ha quedado indemne en torno de sus ojos, indica que llevaba puestas unas gafas de viaje.

—Esto quiere decir que ha hecho el viaje en un avión descubierto.

—Luego este hombre ha venido de Arizona a Nueva York en aeroplano —murmuró Ham.

—No podemos asegurar que viniera volando desde Arizona —objetó Renny—. Pudo haber llegado ahora de la región de Hudson Bay.

Doc desdobló las vueltas del pantalón de Bandy y halló algunas hilachas y varios fragmentos, triturados, de hojas grisáceas.

—Hojas de artemisa —indicó—. No muy marchitas, por cierto. Se prendieron en sus pantalones cuando el hombre andaba a través de la artemisa, no hace mucho más de veinte horas. Creo que podemos asegurar sin temor a equivocarnos que vino volando hasta aquí directamente desde Arizona.

Hecha esta afirmación, Doc se puso a hojear el Anuario de teléfonos de Nueva York y el Directorio Comercial de la populosa ciudad, pero no halló lo que buscaba.

—Estaba buscando el nombre de Nate Raff, que es el que gritó Bandy Stevens segundos antes de morir —explicó—. En la lista no figura tal nombre.

Ham miró su reloj.

—A Monk le gustaría asistir a esta reunión —dijo—. ¿Qué os parece si le llamáramos?

Doc hizo un signo afirmativo.

Cruzando a grandes zancadas hacia su mesa-escritorio, hizo funcionar uno de los cinco pequeños conmutadores que se veían sobre ella.

Junto a los conmutadores estaba una caja en uno de cuyos tableros había un vidrio esmerilado. Cuando Doc accionó el conmutador, apareció en el tablero una imagen a modo de película.

Aquel mecanismo no era otra cosa que un aparato de televisión telefónica, ideado por Doc. Los cinco conmutadores conectaban con cinco circuitos que iban a dar a los gabinetes de trabajo de sus cinco colaboradores.

Un conmutador para cada uno. En la pantalla registradora del televisor apareció el interior del laboratorio de Monk, instalado en un cobertizo, en lo alto de una edificación, destinada a oficinas, cerca de Wall Street.

El laboratorio estaba vacío.

—Probablemente Monk no ha ido a trabajar todavía —dijo Ham—. No tardará en llegar. Tiene costumbre de ir a trabajar a las cinco de la mañana. Ya es casi esa hora.

—Tienes la suerte de poder hablar de los que trabajan horas enteras —bufó Johnny—. ¡Te has pasado aquí la noche sin hacer nada!

—Te equivocas —replicó Ham—; He tenido tiempo de ver las fatigas que has pasado tú.

Lo que había dicho Johnny estaba muy lejos de la verdad. Ham había tomado una parte activa en los trabajos de aquella noche, compartiendo la pesada tarea de perfeccionar planos y estructurar detalles complementarios a la extraña institución que mantenía Doc Savage en el Estado de Nueva York.

Pocas personas sabían de aquella fantástica mansión o del no menos fantástico fin a que servía y si el conocimiento hubiese trascendido al exterior, habría resultado verdaderamente sensacional.

Porque era a esa institución a donde llevaba Doc Savage a cuantos criminales capturaba en sus arriesgadas aventuras policíacas.

Una vez recluidos allí, eran sometidos a delicadas operaciones cerebrales, que borraban en ellos todo recuerdo del pasado, dejando sus mentes en blanco.

Recogiendo los planos sobre los que habían estado trabajando la mayor parte de la noche, Doc los guardó en la gran caja de acero.

—Nos ocuparemos de esto después —dijo—. Aunque me parece que están completos.

Ham se quedó mirando ceñudo el cuerpo inanimado de Bandy Stevens.

—¿Tienes alguna idea acerca de ese hombre, Doc? —preguntó tras unos instantes de silencio.

Doc contestó a su pregunta con otra:

—¿Sabes algo de los hombres que dispararon contra ti en la calle?

—Estaban tostados por el sol. Podía notarse fácilmente —contestó Ham.

—Y todos ellos, menos uno, tiraban con antiguos revólveres de seis tiros de simple acción —añadió Renny.

—Ese tipo de armas es el característico de los tiradores del Oeste —hizo resaltar Doc—. Indudablemente eran occidentales, lo mismo que Bandy Stevens. Es indudable que existe una relación entre él y sus asesinos.

—¡Apostaría a que fueron ellos quienes le mataron! —murmuró Ham—. Cuando nos vieron avanzar contra ellos, creyeron que estaban descubiertos. Por eso empezaron a disparar.

Doc asintió en silencio. Volvióse luego hacia el televisor telefónico e hizo funcionar el conmutador.

—Trataré de comunicar con Monk otra vez.

Volvió a aparecer en la pantalla el interior del laboratorio de Monk.

Podía distinguirse perfectamente el gran bastidor en que se alineaban los frascos de productos químicos, las retortas y los tubos de ensayo.

Pero en aquel momento había alguien en el laboratorio.

Una mujer joven, rubia, extremadamente hermosa, se acercó al teléfono al oír la llamada.

Aquella rubia ideal no era otra que Lea Aster, la secretaria de Monk. Éste acostumbraba alardear de que tenía la secretaria más hermosa de Nueva York, y probablemente no exageraba.

Doc habló ante un micrófono, que formaba parte integrante del mecanismo.

—¿Está ahí Monk?

—Todavía no —dijo la voz de Lea Aster, finamente modulada—. No ha venido aún.

—Haga el favor de avisarnos cuando llegue —contestó Doc.

—Lo haré con mucho gusto… ¡pero espere! Oigo andar a alguien en la puerta. Tal vez sea Monk…

La joven se apartó del aparato y, como no estaba muy lejos de éste la puerta del laboratorio, Doc y sus amigos pudieron verla abrirse perfectamente.

En su marco apareció un hombre. Era alto y corpulento, de rostro estragado por el vicio. En cada uno de sus carrillos podían verse dos enormes cicatrices, como dos botones de color grisáceo.

¡Era Buttons Zortell!

—¡Ése es uno de los pájaros que dispararon contra nosotros en la calle! —anunció Johnny.

Luego guardó silencio sin perder de vista el cuadro que reflejaba el interior del taller de Monk.

Buttons se lanzó hacia adelante, cogiendo entre sus nervudos brazos a Lea Aster, que lanzó un estridente chillido e hizo llover sobre el bandido una lluvia de golpes.

AL verse perdida, volvióse hacia el televisor y chilló: —¡Auxilio!

En el laboratorio aparecieron en aquellos instantes los demás secuaces de Buttons Zortell.

—¡Romped esa caja de un puñetazo! —rugió éste, colérico.

Uno de los hombres corrió hacia el ingenioso mecanismo y lo deshizo materialmente con la culata de su revólver.

La imagen que apareciera en el vidrio deslustrado se desvaneció al quedar destrozado el aparato.