XV
La muerte fulminante

Pronto se abreviaron los trámites para poner a Doc y a sus hombres al frente de la construcción del dique.

Renny, ingeniero de impresionante reputación, tomó a su cargo la parte mecánica del trabajo.

Su presencia fue saludada con miradas hurañas por un gran número de los trabajadores, que consideraban como un agravio para ellos, al estar sometidos a la autoridad de un extraño.

AL cabo de una hora de trabajo cesó el descontento. Los murmuradores se quedaron atónitos. ¡Allí había un hombre —no tardaron en comprobarlo— que conocía el oficio!

Dio la casualidad de que un hombre de edad madura, empleado en el negocio, había trabajado ya una vez a las órdenes de Renny, en la construcción de un puente en Sud América.

Aquel hombre divulgó ciertos detalles acerca de la reputación de Renny.

Detalles que no fueron difíciles de creer, cuando pudo comprobarse al cabo de una hora de trabajo, que aquel hombre de puños de maza, había ordenado ciertos cambios en los procedimientos que suponía un ahorro de varios miles de dólares en el costo total de las obras.

En la segunda hora, Renny sostuvo una cuestión. Para lograr que la pasta de hormigón se mantuviera fresca mientras se procedía al ajuste, era necesario a causa del calor generado en el engaste, que circulase el agua a través de numerosas pipas escalonadas a lo largo del cuerpo principal del dique.

Estas pipas habían de llegar a formar más adelante parte integrante del dique, siendo bombeadas después del tubo de sedimento con fino hormigón.

De momento se empleaban para transportar el agua que servía de refrigerante en una instalación de maquinaria.

Dicha instalación estaba al cuidado de un gigantón, tan corpulento como Renny, quien por olvido, o por malicia, dejó que se recalentase un compresor.

Renny lanzó un rugido que podía haber sido oído a un kilómetro de distancia. EL atendedor contestó a sus reconvenciones, dándole un empujón acompañado de algunas palabras malsonantes… ¡y se despertó cuatro horas después en el hospital!

Renny inmediatamente, paró el trabajo, y reunió a todos los trabajadores, incluso a los que habían de iniciar el turno de la noche y que tuvieron que levantarse de la cama.

Les habló de los continuos actos de sabotaje que se estaban realizando y de la necesidad en que se hallaba de acabar con aquello de una vez y para siempre.

Sus enormes puños formaban como recios barriletes en sus caderas, mientras siguió diciendo que todo aquello obedecía a que alguien estaba tratando de arruinar a la «Mountain Desert Construction Company», gastando mucho dinero para conseguirlo.

—¡No necesito malgastar el tiempo para notificaros que esto se ha acabado! —terminó diciendo—. Yo he querido avisaros con tiempo para que no me maldigáis después por no haberlo hecho, pero no conviene que os coja en un renuncio. ¡No sería saludable para vosotros! ¡En realidad ese delito podría serles fatal!

Estas palabras fueron oídas en silencio por los hombres sensatos de la construcción. Parecían hacerse cargo de que aquellas indicaciones y advertencias eran serias. En ningún rostro pudo verse la menor sonrisa.

Y, sin embargo, alguien, al terminarse el discurso, dejó oír algo semejante al graznido de un ave.

Renny se lanzó de un salto al centro del grupo, buscando al atrevido autor de la burla, pero no pudo hallarlo.

En realidad había sido Ham el que había llegado a tiempo de oír el dramático final de la arenga y no pudo resistir aquella oportunidad…

Ham regresaba en aquel momento de cumplir su misión de recoger las huellas dactilares del coche robado a \1 y Keller.

—Todas las huellas han sido borradas cuidadosamente en todas las partes del coche, portezuelas, pasamanos, etc. —informó a Doc Savage, a quien encontró en su laboratorio improvisado—. No hay allí nada que valga la pena.

—Muy bien —contestó Doc—. Voy a dar una vuelta por ahí…

Y salió de la estancia. Varias personas, trabajadoras sin duda, o papanatas que circulaban por las calles de la ciudad, clavaron sus ojos en él al pasar.

De todos los que vieron paseando a Doc Savage por las calles del campo de construcción, nadie, probablemente, se sintió tan impresionado como Buttons Zortell.

El hombre de las cicatrices en las mejillas, a las que debía su nombre, apartó la vista del atisbadero de su cabaña y murmuró:

—¡Diablo! ¡El individuo ése de bronce ha venido por fin al negocio! ¡Eso puede darle alguna probabilidad de deshacerse de él al patrón!

—¡Cincuenta dólares a que ésta es la última vez que vemos a Doc Savage! —rió Jud entre dientes.

—¡Se ve que quieres ganar sobre seguro! —gruñó Buttons.

Estas palabras arrancaron una carcajada a los otros hombres que estaban tendidos en el suelo. Los demás continuaban al borde de la zanja para no perder de vista a Lea Aster.

Calle abajo avanzó un camión cargado de sacos de cemento. Al pasar por su lado, Doc se encaramó a él de un salto prodigioso y siguió en esta forma el viaje por un escarpado y tortuoso camino que llevaba hasta el lugar donde estaba emplazado el dique.

Llegado allí se apeó cerca de los que estaban trabajando, dejando al camión que siguiese hasta la gran batería de hormigón.

El peligro parecía muy lejano en su pensamiento, cuando se detuvo ante uno de los vertederos y contempló tranquilamente las operaciones que estaba realizando.

Sobre unos cables tendidos a lo largo del canal viajaban unas a modo de grandes canastas metálicas, a las que algunos llamaban «cigüeñas».

EL mote provenía sin duda de su vertiginoso cabalgar.

Se empleaban para transportar a los trabajadores de una a otra orilla a la hora de los relevos.

Cerca de allí, unos hombres armados de potentes palas amontonaban las rocas en el interior de unos camiones; un poco más lejos, los escaladores, trabajaban con martinetes y perforadoras, colocando la pólvora para los barrenos.

Este trabajo debía realizarse para abrir un camino que atravesase el dique.

Doc empezó a andar en busca de Monk.

Un tractor oruga, con un «intimidados» delante y un «adormecedor» detrás, amontonaba en pilas las rocas desprendidas, para que las recogiesen los hombres de las palas.

El conjunto de todas aquellas maniobras era realmente para aturdir a cualquiera, con el chirriar y rugir de la maquinaria, el estruendo de los motores, el traqueteo de los camiones, el ruido del hormigón al caer en los moldes y las voces de mando de los capataces.

La polvareda se elevaba hasta las nubes.

Monk iba y venía de un lado a otro frente al paredón del dique. Con ayuda de dos escaladores, que habían sido anteriormente acróbatas de circo, estaba cavando pequeños agujeros y tomando muestras de hormigón.

Aquellos agujeros serian rellenados después con mezcla a baja presión.

—Todo parece marchar aquí perfectamente —informó. La tarea asignada a Monk era cerciorarse de sí se había empleado en la construcción algún material defectuoso que podía ocasionar posteriormente el derrumbamiento de la gran barrera.

En lo alto, sobre las paredes abismales, podía verse a Johnny. Doc pudo ver que el larguirucho geólogo se movía de un lado a otro llevando al hombro un saco en el que iba colocando las muestras de roca y brincando ágilmente de una peña a otra del farallón.

Johnny, por su parte, estaba inquiriendo la verdadera causa de los continuos deslizamientos de rocas, que no sólo habían destruido valiosa maquinaria en ocasiones repetidas, sino que causaron la muerte de cuatro trabajadores.

A primera vista, se observaba que las grandes masas de roca tenían un veteado en su parte inferior, razón que no estaba suficientemente explicada en los informes.

Johnny tenía la seguridad de llegar a averiguar a qué era debido aquello.

Doc tomó un elevador en el fondo del dique y se dirigió hacia las dos fábricas de electricidad, situadas una a cada lado del río y parcialmente construidas en la actualidad.

No obstante, necesitaba de toda la atención la instalación de generadores y turbinas.

Long Tom, el notable electricista, había tomado a su cargo esta fase del trabajo. Doc le encontró en la potente fábrica de la izquierda, refunfuñando porque su tipo favorito de equipos no había sido instalado todavía.

—¡Y hay otra cosa aún! —informó a Doc—. Las bases que han construido, no pueden utilizarse para el tipo de turbinas que han encargado. ¡Tendrán que hacerse cambios con un coste total de quince o veinte mil dólares!

—¡Corregiremos el error! —dijo Doc rápidamente—. Lo que yo quiero averiguar es quién es el responsable. ¡Es necesario que se sepa quién es el culpable de este sabotaje!

—Haré investigaciones —declaró Johnny.

Dejando la fábrica, Doc pasó a grandes zancadas bajo el saliente del farallón. El sol hacía arder la tierra bajo sus pies en el lecho del río seco.

La corriente debía haber tenido en aquel lugar, en sus tiempos, escasamente unos cuarenta píes de anchura.

Los paredones de roca a ambos lados se elevaban casi verticalmente. En lo alto, los cables de los transbordadores semejaban a enredadas telas de araña.

Se oyó el estampido horrísono de una explosión. Doc miró hacia la altura y a su alrededor.

Sus ojos sorprendieron un espectáculo aterrador. ¡Uno de los paredones negruzcos parecía derrumbarse sobre él en toda su extensión!

Huir le parecía absurdo. Correr más que la avalancha, imposible. Escalar la pared opuesta del cañón, parecía también una locura, pues se trataba de una piedra resbaladiza como sí fuera de vidrio pulido, por el roce de las aguas durante siglos enteros.

Doc no perdió el tiempo en pasear sus miradas; sin objeto práctico alguno, sobre las cosas que le rodeaban, ni en meditar inútilmente.

Entró en acción, como si lo que estaba haciendo lo hubiese ejecutado antes miles de veces.

En su mano derecha revoloteó un instante la cuerda de seda a cuyo extremo terminaba el gancho plegable y acabó arrojando éste hacia arriba con fuerza.

Uno solo de los cables que cruzaban en la altura sobre su cabeza, no estaba anclado en el paredón que se desplomaba.

Aquel cable cruzaba desde un punto cercano al dique hasta la fábrica de fuerza electromotriz que se alzaba al otro lado de la zona del derrumbamiento.

Apenas había tocado el gancho al cable aéreo, ya Doc estaba suspendido de la cuerda de seda izándose hacia arriba. Aun así y todo, no había obrado con bastante rapidez.

Una peña, saltando por delante de las demás, chocó contra él. Su bronceada figura balanceóse como una moneda de cobre atada al extremo de un hilo.

Los trabajadores, incapaces de medir la extensión del derrumbamiento, fueron presa del pánico y huyeron en todas direcciones, abandonando sus tareas.

Dando terribles alaridos corrían desalentados, chocando unos contra otros, empujándose para ser los primeros en escapar a la avalancha de piedras que se les venía encima, encaramándose a los camiones en marcha y huyendo en ellos carretera arriba.

Súbitamente, surgiendo de entre la nube de polvo que envolvía el dique por la parte de la fábrica de energía, apareció el hombre de bronce.

Su voz retumbó por encima de la confusión con pavorosa potencia, tratando de detener a los hombres alocados en su insensata fuga.

Muchos oyeron las órdenes del gigante de bronce, y avergonzados de sí mismos y viéndole avanzar hacia ellos, se detuvieron.

Afortunadamente, a pesar de la magnitud del desastre, no hubo que lamentar ningún accidente grave.

Doc, después de convencerse de este último extremo, murmuró pensativo, dirigiéndose a Monk, que se hallaba a su lado:

—¡Cualquiera diría que una parte de los trabajadores esperaba lo que iba a suceder y procuraron ponerse a salvo con anticipación!

En aquel momento llegaron a sus oídos unos gritos airados, acompañados de un rumor de lucha que debía ventilarse a poca distancia.

Saltando de risco en risco, Savage se dirigió rápidamente hacia el lugar de donde provenía el escándalo y se detuvo sorprendido.

Johnny tenía como enroscada su figura larguirucha sobre un hombre tendido en el suelo. Los dos hombres debían haber sostenido una titánica lucha que terminara con la victoria de Johnny.

—¿Qué es este escándalo, Johnny? —preguntó Doc, acudiendo a separarlos.

—¡Que he sorprendido a este hombre huyendo del lugar preciso donde empezó el derrumbamiento! —gritó el zanquilargo geólogo—. ¡Creo que es el autor de esa hecatombe!

Doc se inclinó para ver las facciones del caído y dejó escapar un grito de sorpresa.

¡Era el tipo de las barbas rojas, del trío de asociados: Ossip Keller!